Capítulo 35
El despacho de Jock Goddard no era más grande que el de Tom Lundgren o el de Nora Sommers. Me impresionó. El despacho del maldito presidente ejecutivo era apenas unos metros más grande que mi patético cubículo. La primera vez seguí recto, convencido de que estaba en el lugar equivocado. Pero ahí estaba el nombre —Augustine Goddard— en una placa de bronce puesta sobre la puerta, y de hecho él mismo estaba fuera, hablando con su asistente. Llevaba uno de sus suéteres de medio cuello, sin chaqueta, y llevaba unas gafas de lectura de montura negra. La mujer a la que le hablaba (asumí que era Florence) era una negra grande vestida con un magnífico traje sastre plateado. El pelo le caía a ambos lados de la cabeza, atravesado por franjas grises como una mofeta, y tenía un aspecto formidable.
Ambos me miraron cuando me acerqué. Ella no tenía idea de quién era yo, y Goddard tardó un minuto en reconocerme, pero al fin lo logró —era el día siguiente a la gran reunión— y dijo:
—Ah, Señor Cassidy. Genial, gracias por venir. ¿Puedo ofrecerle algo de beber?
—Estoy bien, gracias —dije. Recordé el consejo de la doctora Bolton y dije—: Tal vez un poco de agua.
De cerca, Goddard se veía más pequeño y sus hombros más caídos. Su famosa cara de duende —los labios delgados, los ojos brillantes— era exactamente como las máscaras con su rostro que una de las unidades comerciales había mandado fabricar para la fiesta de Halloween del año anterior. Yo había visto una de ellas colgada de un alfiler en la pared de algún cubículo. Todos los de la unidad se habían puesto la máscara y habían montado una especie de parodia o algo así.
Flo le alcanzó un sobre de papel manila —era mi expediente de Recursos Humanos— y él le dijo que no le pasara llamadas, y me invitó a su despacho. Yo no sabía qué quería de mí, así que mi sentimiento de culpa se exacerbó: había estado merodeando por la empresa de este tío, jugando a los espías. Había tenido cuidado, por supuesto, pero un par de veces había cometido errores.
Aun así, ¿podía tratarse de algo malo? El presidente nunca levanta el hacha él mismo, deja que lo hagan sus verdugos. Pero no pude evitar preguntármelo. Estaba ridículamente nervioso, y no tenía demasiado éxito a la hora de disimularlo.
Goddard abrió una pequeña nevera escondida en un armario y me alcanzó una botella de Aquafina. Luego se sentó detrás de su escritorio —en realidad, no había otro lugar— y de inmediato se recostó en su silla de cuero. Yo me senté en una de las sillas del otro lado de la mesa. Miré alrededor y vi una foto de una mujer poco atractiva que tomé por su esposa, ya que tenían aproximadamente la misma edad. Tenía el pelo blanco, era simple y estaba sorprendentemente arrugada (Mordden la había llamado shar-pei) y llevaba un collar de perlas de tres vueltas a lo Barbara Bush, probablemente para disimular los pliegues del cuello. Me pregunté si Nick Wyatt, consumido como estaba de envidia por Jock Goddard, tenía la menor idea de la mujer que esperaba al envidiado por las noches. Las bellezas tontas de Wyatt cambiaban o rotaban cada dos noches, y todas tenían las tetas como si fueran modelos de revista; ése era uno de los requisitos del empleo.
Había una estantería llena de reproducciones de latón de coches clásicos, deportivos con grandes alerones y líneas terminadas en punta, y unos cuantos camiones de leche Divco. Eran modelos de los cuarenta o los cincuenta, probablemente de cuando Jock Goddard era un niño o un jovencito.
Me sorprendió mirándolos y dijo:
—¿Qué coche tiene usted?
—¿Qué coche tengo? —Por un instante no supe a qué se refería—. Ah, un Audi A6.
—Audi —repitió como si fuera una palabra extranjera. De acuerdo, tal vez lo sea—. ¿Le gusta?
—Está bien.
—Hubiera pensado que sería un Porsche 911, o al menos un Boxster, o algo por el estilo. Un tipo como usted.
—En realidad, no soy un fanático de los coches —dije. Era una respuesta calculada, lo admito, deliberadamente contradictoria. La consigliere de Wyatt, Judith Bolton, había dedicado parte de una sesión a hablar de coches, para que yo pudiera encajar en la cultura empresarial de Trion. Pero el instinto me decía que en un cara a cara no iba a lograrlo. Mejor evitar el tema por completo.
—Yo creía que en Trion todos eran fanáticos de los coches —dijo Goddard. Me hablaba con picardía: con esa frase, lanzaba un derechazo contra el servilismo de sus imitadores. Eso me gustó.
—Los ambiciosos, por lo menos —dije, sonriendo.
—Bueno, usted sabe, los coches son mi única extravagancia, y eso tiene una razón. A principios de los setenta, cuando Trion salió a bolsa y empecé a ganar más dinero del que podía gastar, salí un día y me compré un barco de veinte metros de eslora. Estaba feliz con mi barco, hasta que vi uno de veintitrés metros en el puerto deportivo. Tres metros más largo. Y sentí una punzada, ¿me entiende? Se me despertó el instinto competitivo. Y de repente sentí que sí, que era infantil, pero necesitaba comprarme un barco más grande. ¿Y sabe lo que hice?
—Se compró un barco más grande.
—No. Podría haberme comprado un barco más grande sin el menor esfuerzo, pero siempre habría algún idiota con un barco todavía más grande. ¿Y quién es el idiota entonces? Yo. Así no hay forma de ganar.
Asentí.
—Así que vendí el maldito barco. Al día siguiente. Lo único que mantenía la nave a flote era la fibra de vidrio y la envidia. —Soltó una risita—. Esa es la razón por la que mi despacho es pequeño. Pensé que si el despacho del jefe es del mismo tamaño que el de los demás ejecutivos, al menos en esta compañía no habrá tanta envidia profesional. La gente nunca dejará de competir para ver quién la tiene más grande. Mejor que se concentren en otra cosa. De manera, Elijah, que usted es de contratación reciente.
—En realidad, me llamo Adam.
—Mierda, lo he vuelto a hacer. Lo siento. Adam, Adam. Entendido. —Se inclinó sobre su escritorio, se puso sus gafas de lectura y hojeó mi archivo de Recursos Humanos—. Lo hemos sacado de Wyatt. Usted salvó al Lucid.
—No «salvé» al Lucid, señor.
—Aquí no necesita falsas modestias.
—No es modestia. Es exactitud.
Sonrió, como si le divirtiera.
—¿Cómo ve a Trion comparada con Wyatt? No, olvide que se lo he preguntado. Prefiero que no me responda.
—No pasa nada, no me importa contestar —dije, con toda franqueza—. Me gusta este lugar. Es emocionante. Me gusta la gente. —Reflexioné un instante, me di cuenta de lo lameculos que sonaba eso—. Bueno, la mayoría.
Sus ojos de duende se arrugaron.
—Aceptó el primer paquete salarial que le ofrecimos —dijo—. Un tipo con sus credenciales podría haber negociado un poco más.
Me encogí de hombros.
—La oportunidad me interesaba.
—Puede ser, pero sugiere que estaba usted ansioso por largarse de allí.
Todo eso me estaba poniendo nervioso, y, de todas formas, sabía que a Goddard le gustaría que fuera discreto.
—Trion es más mi estilo, me parece.
—¿Le están dando las oportunidades que esperaba?
—Sí.
—Paul, mi jefe de servicios financieros, me habló de su intervención sobre el GoldDust. Es obvio que usted tiene fuentes.
—Me mantengo en contacto con mis amigos.
—Adam, me gusta su idea de reformar el Maestro, pero me preocupa el tiempo que nos tome añadir el protocolo de seguridad. El Pentágono querrá tener prototipos para ayer.
—No es problema —dije. Tenía los detalles tan frescos como si me hubiera preparado para un examen final de química—. Kasten Chase ya ha desarrollado un protocolo de seguridad de acceso protegido a datos. Tienen su tarjeta encriptadora Fortezza, el módem de seguridad Palladium… las soluciones a nivel de hardware y software ya están. Incorporar todo eso al Maestro podría tomarnos dos meses. Estaríamos listos mucho antes de que nos concedan el contrato.
Goddard negó con la cabeza. Parecía aturdido.
—El maldito mercado ha cambiado mucho. Todo es «e-esto», «i-aquello», toda la tecnología converge hacia un mismo punto. Es la era del todo-en-uno. Los consumidores no quieren tener una televisión y un aparato de vídeo y un fax y un ordenador y un equipo de sonido y un teléfono y un largo etcétera —dijo. Me miró con el rabillo del ojo. Era obvio que estaba soltando la idea sólo para ver qué opinaba yo—. El futuro está en la convergencia, ¿no cree usted?
Puse cara de escepticismo, respiré hondo y dije:
—La respuesta larga es… no.
Tras unos segundos de silencio, sonrió. Yo había hecho mis deberes. Había leído la trascripción de unos comentarios informales que Goddard había hecho el año anterior, en Palo Alto, en una de esas conferencias sobre tecnología del futuro. Había soltado una diatriba contra la «fiebre de las prestaciones», como la llamaba, y yo había memorizado sus palabras, pensando que podría usarlas en alguna reunión.
—Explíquese.
—No es más que una inflación de prestaciones. Echar capas de policromado a costa de la facilidad de uso, de la simplicidad, de la elegancia. Creo que todos nos estamos cansando de tener que presionar treinta y seis botones de veintidós mandos a distancia sólo para poder ver las noticias de la tarde. Creo que ahora mismo hay gente que se enfurece cada vez que enciende el coche y sale la señal de revise el motor, porque uno no es capaz de abrir el capó, simplemente, y revisarlo, no, uno tiene que llamar a un mecánico especializado que viene con su ordenador de diagnósticos y su título de ingeniero del MIT.
—Incluso si uno es fanático de los coches —dijo Goddard con sonrisa sarcástica.
—Así es. Además, todo este asunto de la convergencia es un mito, la palabra de moda, muy peligrosa si uno se la toma en serio. Mal negocio. El teléfono-fax de Canon fue un fracaso: un fax mediocre y un teléfono aún peor. Nadie ha visto una lavadora que converja con la secadora, ni un microondas que converja con el horno de gas. Nadie quiere una combinación microondas-nevera-cocina-televisión si lo único que desea es tener frías las Coca-Colas. Cincuenta años después de la invención del ordenador, ¿con qué ha convergido? Con nada. En mi opinión, toda esta basura de la convergencia es una nueva versión de la liebrélope.
—¿La qué?
—La liebrélope. La creación mítica de un taxidermista chiflado, mezcla de una liebre y un antílope. Hay tarjetas postales por todo el oeste.
—Usted no tiene pelos en la lengua, ¿verdad?
—No cuando creo tener la razón, señor.
Dejó el archivo sobre la mesa y se recostó dé nuevo en su silla.
—¿Y qué me dice de la vista cenital?
—¿Señor?
—Trion en conjunto. ¿Tiene alguna otra opinión contundente?
—Varias, seguro.
—Bien, oigámoslas.
Wyatt solía pedir análisis competitivos de Trion, y yo me los había aprendido de memoria.
—Pues bien, Trion Medical Systems es un portafolio bastante robusto, tecnologías de primera clase en resonancia magnética, medicina nuclear y ultrasonidos, pero es un poco débil en servicios, como información para el paciente y gestión de activos.
Sonrió, asintió.
—De acuerdo. Continúe.
—La unidad de Soluciones Empresariales obviamente es una porquería, no tengo que decírselo, pero ahí están las piezas necesarias para una penetración en el mercado en toda regla, especialmente en servicios basados en teléfono Internet, en voz activada por circuito, en ethernet. Sí, soy consciente de que la fibra óptica pasa por un mal momento, pero el futuro está en los servicios de banda ancha, de manera que tenemos que aguantar. La división de Aeroespacio ha tenido un par de años bastante duros, pero sigue siendo un magnífico portafolio de productos informáticos.
—¿Y la Electrónica de Consumo?
—Obviamente es nuestra principal área, razón por la cual vine a trabajar aquí. Es decir, nuestros reproductores de DVD de gama más alta vencen a los de Sony sin esfuerzo. Los teléfonos inalámbricos son sólidos, siempre lo han sido. Los móviles son los reyes: el mercado nos pertenece. Tenemos la marca, podemos cobrar hasta un treinta por ciento más por nuestros productos sólo por el hecho de que ponga Trion en la etiqueta. Pero lo cierto es que hay demasiados puntos débiles.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, es absurdo que no tengamos una forma de acabar con Blackberry. Los sistemas de comunicación inalámbrica deberían ser terreno nuestro. En cambio, estamos cediendo espacio a RIM y a Handspring y a Palm. Necesitamos un sistema inalámbrico de última generación.
—Estamos trabajando en ello. Hay un producto bastante interesante en la sala de espera.
—Buena noticia —dije—. La verdad, me parece que se nos está escapando el tren en cuanto a tecnología y productos para transmitir música y vídeo digital a través de Internet. Deberíamos concentrarnos en Investigación y Desarrollo, tal vez con empresas asociadas. Veo ahí un inmenso potencial de generación de ingresos.
—Creo que tiene razón.
—Y perdóneme por decirlo, pero me parece casi patético que no tengamos una línea seria de productos para niños. Fíjese en Sony: la consola PlayStation puede hacer la diferencia entre números rojos y números negros, según la época. La demanda de ordenadores y electrodomésticos parece bajar cada dos años, ¿no? Aquí luchamos contra fabricantes de Taiwán y Corea del Sur, libramos guerras de precios en artículos como monitores de cristal líquido, vídeo digital y teléfonos móviles: todo eso es parte de la vida. Así que deberíamos vender para niños, ya que a los niños no les importa la recesión. Sony tiene su PlayStation, Microsoft tiene su Xbox, Nintendo tiene GameCube, pero ¿qué tenemos nosotros en el área de videojuegos? Cero coma cero. En una línea de productos orientada al consumidor, esto es una debilidad de talla mayor.
Otra vez se había erguido sobre su asiento, y había una sonrisa críptica en su cara arrugada.
—¿Qué le parecería hacerse cargo de la reforma del Maestro?
—Nora manda ahí. Francamente, no me sentiría cómodo.
—Usted estaría a sus órdenes.
—No sé si le gustaría.
Su sonrisa se torció.
—Se le pasaría en un par de días. Nora sabe cuál es la mano que la alimenta.
—Por supuesto que no voy a oponerme, señor, pero creo que sería malo para la moral.
—Bien, y entonces ¿qué le parecería venir a trabajar para mí?
—¿No es eso lo que hago?
—Quiero decir aquí, en el séptimo piso. Asistente especial del presidente en Estrategias de Nuevos Productos. Responsable con firma ante la unidad de Tecnologías Avanzadas. Le daría una oficina en este corredor. Eso sí, no más grande que la mía. ¿Le interesa?
No podía creer lo que oía. Creí que iba a estallar de excitación nerviosa.
—Claro que sí. ¿Estaría a sus órdenes?
—Así es. ¿Trato hecho?
Sonreí lentamente. Ya que estamos, pensé.
—Creo, señor, que a más responsabilidad, más dinero, ¿no es así?
Soltó una carcajada.
—¿Ah, sí?
—Me gustaría recibir los cincuenta mil adicionales que debí haber pedido cuando entré a trabajar aquí. Y quisiera recibir cuarenta mil más en opciones de compra de acciones.
Se rió de nuevo: un jo-jo robusto, casi al estilo Papá Noel.
—Qué cojones, jovencito.
—Gracias.
—Le diré lo que haremos. No le voy a dar los cincuenta mil más, porque no creo en los «incrementos». Voy a doblar su sueldo. Más los cuarenta mil en opciones. Así se sentirá obligado a ir de culo por mí.
Me mordí el labio para no soltar un grito. ¡Dios mío!
—¿Dónde vive? —preguntó.
Se lo dije, y negó con la cabeza.
—No es lo más apropiado para alguien de su nivel. Además, con el tiempo que va a pasar trabajando, no quiero que tenga que conducir cuarenta y cinco minutos por las mañanas y cuarenta y cinco por las noches. Tendrá que trabajar hasta tarde, así que quiero que viva cerca. ¿Por qué no se muda a uno de esos pisos que hay en Harbor Suites? Ahora se lo puede permitir. Tenemos a una señora que trabaja con el personal externo, se especializa en alojamiento empresarial. Ella le conseguirá algo bonito.
Tragué saliva.
—Suena bien —dije, tratando de controlar una risita nerviosa.
—Ahora, ya sé que no es fanático de los coches, pero este Audi… ¿Por qué no se hace con algo más divertido? Yo creo que cada persona debería estar enamorada de su coche. ¿Por qué no lo intenta? Quiero decir, no se compre un jet, pero sí algo divertido. Flo puede encargarse de los detalles.
¿Quería decir que iba a darme un coche? ¡Dios santo!
Se puso de pie.
—¿Y bien? ¿Está usted conmigo? —Estiró la mano, y yo se la estreché.
—No soy idiota —dije.
—No, eso es evidente. Vale, bienvenido al equipo, Adam. Me encantará trabajar con usted.
Salí dando tumbos de su despacho y seguí hacia los ascensores con la cabeza en las nubes. Apenas podía tenerme en pie.
Y en ese momento me contuve, recordé por qué estaba allí, cuál era mi verdadero trabajo: cómo había llegado allí, incluso cómo había llegado al despacho de Goddard. Me acababan de dar un ascenso que estaba mucho más allá de mis capacidades.
Pero, obviamente, yo ya no recordaba para qué sí estaba capacitado.