Capítulo 53
El coche de Goddard era un Buick Roadmaster deportivo, modelo 1949, perfectamente restaurado, de color marfil crema, de hermoso diseño aerodinámico, y con una parrilla cromada que parecía la boca de un cocodrilo. Tenía neumáticos blancos y un magnífico interior de cuero rojo y relucía como un coche de película. Goddard bajó la capota de tela antes de que abandonáramos el parking y saliéramos a la luz del sol.
—Esto corre —dije, sorprendido, cuando entramos en la autopista.
—Cinco mil centímetros cúbicos, ocho cilindros en línea —dijo Goddard.
—Qué belleza.
—Lo llamo mi Barco de Teseo.
—Ah —dije, sonriendo como si supiera a qué se refería.
—Tendría que haberlo visto cuando lo compré: era un montón de basura. ¡Dios mío! Mi mujer pensó que había perdido la chaveta. Me habré pasado cinco años en total, cinco años de tardes y fines de semana, reconstruyendo esta cosa desde los puros huesos. Lo cambié todo. Todo es cien por cien auténtico, por supuesto, pero no creo que haya una sola pieza del coche original.
Sonreí, me recosté. El cuero del coche era suave como la mantequilla y tenía un agradable olor a viejo. El sol me daba en la cara, el viento envolvía el coche. Ahí estaba yo, sentado en aquel hermoso deportivo clásico con el presidente ejecutivo de la compañía a la cual espiaba… no supe si la sensación era agradable, como si hubiera alcanzado la cima de la montaña, o repulsiva y sórdida y deshonesta. Ambas, tal vez.
Goddard no era un simple coleccionista adinerado, como lo era Wyatt con sus aviones y sus yates y sus Ferraris. O como Nora, con su Mustang, o como cualquiera de los clones de Goddard que había en Trion y que compraban coches de colección en subastas. Era un fanático genuino y chapado a la antigua, de los que de verdad se manchaban los dedos de grasa.
—¿Ha leído las Vidas de Plutarco?
—Ni siquiera terminé Matar a un ruiseñor —admití.
—Y no sabe a qué diablos me refiero cuando hablo del Barco de Teseo, ¿no es cierto?
—Es cierto, señor.
—Bien, pues hay un famoso enigma de identidades sobre el cual les encantaba discutir a los griegos. Aparece por primera vez en Plutarco. Tal vez reconozcas el nombre de Teseo, el gran héroe que mató al Minotauro en el Laberinto.
—Claro. —Recordaba algo de un laberinto, eso sí.
—Los atenienses decidieron preservar el barco de Teseo como monumento. Con el paso de los años, por supuesto, comenzó a pudrirse, y los atenienses empezaron a cambiar cada pieza de madera podrida por una nueva, una y después otra y después otra. Hasta que todas las planchas del barco habían sido reemplazadas. Y la pregunta que los griegos se hacían (era una especie de acertijo para filósofos) era ésta: ¿Realmente se trata del Barco de Teseo?
—O simplemente de una actualización —dije.
Pero Goddard no estaba para bromas. Parecía hablar muy en serio.
—Apuesto a que conoces a gente que es exactamente como ese barco, ¿no, Adam? —Me miró, luego volvió a mirar al frente—. Gente que sube de nivel en la vida y comienza a cambiar todo de sí misma hasta que uno ya no puede reconocer el original.
Los intestinos se me cerraron. Dios mío. Ya no estábamos hablando de Buicks.
—Ya sabes, pasas de llevar vaqueros y zapatillas a llevar trajes finos y zapatos elegantes. Te vuelves más refinado, más hábil socialmente, más pulido en tus modales. Cambias la forma de hablar. Consigues nuevos amigos. Antes bebías Budweiser, ahora tomas sorbos de Pauillac Gran Reserva. Antes comprabas Big Mac para llevar, ahora pides la lubina a la sal. Cambia la manera de ver las cosas, cambia lo que piensas —hablaba con terrible intensidad, con la mirada fija en la autopista, y de vez en cuando, al girar la cabeza para mirarme, sus ojos relampagueaban—. Y llega un momento, Adam, en que te preguntas si eres la misma persona. Tu vestuario ha cambiado, han cambiado tus símbolos de estatus, conduces un coche de lujo, vives en una casa grande y elegante, vas a fiestas elegantes, tienes amigos elegantes. Pero si tienes algo de integridad, sabes, en el fondo, que sigues siendo el mismo barco.
Tenía un nudo en el estómago. Goddard hablaba de mí; me embargó una desasosegante sensación de vergüenza, de bochorno, como si me hubieran sorprendido haciendo algo vergonzoso. Goddard me leía como un libro abierto. ¿Lo hacía? ¿Cuánto alcanzaba a ver, en realidad? ¿Cuánto sabía?
—Todo hombre debe respetar la persona que ha sido. No puedes ser prisionero del pasado, pero tampoco deshacerte de él. Es parte de ti.
Estaba buscando cómo responderle cuando anunció con voz alegre:
—Bien, hemos llegado.
Era el coche de comidas de un tren de pasajeros, un vagón antiguo y de líneas finas, hecho de acero inoxidable; tenía un letrero de neón azul en redondilla: «La Cuchara Azul». Debajo, en letras de neón rojo, ponía: aire acondicionado. Otra enseña en neón rojo rezaba «Abierto» y «Desayuno todo el día».
Aparcó y nos bajamos.
—¿Nunca ha venido aquí?
—No, nunca.
—Le encantará. Es genuino. No una de esas cosas falsamente retro. —La puerta se cerró con un golpe satisfactorio—. No ha cambiado desde 1942.
Nos sentamos en un banco tapizado con cuero sintético de color rojo. La mesa era de fórmica imitación mármol con el borde en acero inoxidable y tenía su propia máquina de discos. Había un largo mostrador con taburetes giratorios atornillados al suelo y tortas y pasteles debajo de vitrinas de plástico. Nada de objetos de los años cincuenta, por fortuna; no había canciones de los Sha-Na-Na en ningún jukebox. Había una máquina de cigarrillos de esas que tienen palancas y hay que tirar de ellas para que caiga la cajetilla. Servían desayunos todo el día (desayuno campesino: dos huevos, patatas fritas caseras, salchicha o bacon o jamón y además rosquillas, todo por 4,95 dólares), pero Goddard le pidió un sloppy joe[14] sobre pan de hamburguesa a una camarera que lo conocía y lo llamaba Jock. Yo pedí una hamburguesa con patatas fritas y una Coca-Cola.
La comida era algo grasienta pero bastante buena. Yo había comido cosas mejores, pero hice de todas formas todos los ruidos de placer adecuados. Junto a mí, sobre el asiento de cuero sintético, estaba mi maletín con los archivos hurtados del despacho de Camilletti. Su simple presencia me ponía nervioso, como si a través del cuero salieran rayos gamma.
—Bien, veamos cuáles son sus opiniones —dijo Goddard a través de un bocado de comida—. No me dirá que no es capaz de pensar sin un ordenador y un proyector sobre su cabeza.
Sonreí, bebí un sorbo de Coca-Cola.
—Para comenzar, creo que distribuimos pocos televisores de pantalla plana —dije.
—¿Pocos? ¿Para una economía como ésta?
—Un amigo mío trabaja en Sony, y me dice que tiene graves problemas. Resulta que NEC, que fabrica el visualizador de plasma para Sony, tiene una especie de problema técnico de producción. Les llevamos una ventaja considerable. De seis a ocho meses, fácilmente.
Puso su sloppy joe sobre el plato y concentró en mí toda su atención.
—¿Y usted confía en su amigo?
—Completamente.
—Me niego a tomar una decisión de productividad tan importante basándome en rumores.
—Y no lo culpo —dije—. Aunque la noticia se conocerá en cosa de una semana. Pero podría interesarnos cerrar un trato con otro fabricante antes de que se dispare el precio de esos visualizadores de plasma. Y se disparará.
Las cejas de Goddard se levantaron.
—Por otro lado —continué—, lo del Gurú me parece una cosa inmensa.
Sacudió la cabeza, volvió a fijarse en su comida.
—Bueno, no somos los únicos fabricantes de un comunicador nuevo y de moda. Nokia tiene la intención de arrollarnos en este tema.
—Olvídese de Nokia. Nokia no es más que un espejismo. Su diseño está tan enredado en luchas internas de poder que no nos darán nada nuevo en los próximos dieciocho meses o más, y eso si tienen suerte.
—¿Y esto se lo ha dicho el mismo amigo de antes? ¿O un amigo distinto? —Goddard parecía escéptico.
—Espionaje industrial —mentí. Nick Wyatt, ¿quién si no? Pero él mismo me había dado garantías sobre esa información—. Puedo mostrarle el informe, si quiere.
—Ahora no. Para que lo sepa, el Gurú se ha topado con un problema de producción tan serio que puede que ni siquiera lo despachemos.
—¿Qué clase de problema?
Suspiró.
—Es demasiado complicado para meternos en eso ahora. Aunque usted podría comenzar a asistir a las reuniones del Gurú. Tal vez pueda ayudar en algo.
—Por supuesto —dije. Pensé en ofrecerme de nuevo para trabajar en el AURORA, pero desistí: demasiado sospechoso.
—Ah, mire, el sábado es la barbacoa anual en mi casa del lago. No está toda la compañía, como es obvio, sólo unas setenta y cinco personas, cien como máximo. En otras épocas solíamos invitar a todo el mundo, pero eso ya no es posible. Así que invitamos a los más veteranos, algunos altos ejecutivos y sus esposas. ¿Cree que pueda alejarse un par de horas de su espionaje industrial?
—Me encantaría. —Traté de parecer despreocupado, pero aquello era un gran paso. La barbacoa de Goddard era de verdad el círculo de los íntimos. Dado el reducido número de invitados, la fiesta en la casa del lago generaba importantes rivalidades en la compañía, según había sabido: «Hostia, Fred, lo siento, no puedo ir el sábado, tengo una… una especie de barbacoa ese día, ya sabes».
—Nada de lubina a la sal ni de Pauillac, ay de mí —dijo Goddard—. Más bien hamburguesas, frankfurts, ensalada de macarrones: nada elegante. Traiga su traje de baño. Bueno, pasemos a cosas más importantes. Aquí tienen el mejor pastel de pasas que jamás haya usted probado. El de manzana también está muy bien. Todo casero. Pero mi favorito es el pastel de chocolate y merengue —le hizo señas a la camarera, que andaba cerca de la mesa—. Debby —le dijo—, tráele uno de manzana a este chico, y para mí lo de siempre.
Se dirigió a mí.
—Si no le importa, prefiero que no le hable de este sitio a sus amigos. Que sea nuestro secreto. —Arqueó una ceja—. ¿Sabe guardar un secreto?