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Indiferente a mi cruel e inmerecida desdicha, la rueda de la fortuna me hizo entrar por la boca en el espíritu de un predicador famoso cuando subía al púlpito de la iglesia toledana de San Juan de los Reyes mientras a trescientas leguas de allí las tropas imperiales sojuzgaban a la que por breve tiempo fuera la alegre y despreocupada capital de la Cristiandad.

Con exaltación e impaciencia, yo, Fray Francisco Ortiz, aguardaba el momento de denunciar ante la grey la magnitud del crimen cometido con la muy santa esposa de Cristo y hermana del alma, encarcelada en la ciudad unos días antes. La exasperante lentitud del reloj y la pereza del sol en su vuelta acrecían mis deseos de ganar la corona de mártir en arras de la vida eterna. En este mundo ciego y miserable que presto se secará como heno, en tiempos tan llenos de paja y faltos del grano de la verdad que nos sustenta, me acuciaba la necesidad de dar voces, clamar y proclamar mi fe en aquella celestial criatura, como si fuera el postrer sermón de mi vida y como si tras él hubiese de perecer, aparejado para sufrir todos los tormentos por bien y sanidad de mi alma.

Hablaba, hablaba a borbollones, contra quienes hacen oficio de lobos y no de pastores, privan al mundo de la luz que no merecen siquiera mirar, persiguen a las ánimas limpias y santas, presiden hogueras y confiscan bienes con diligencia y avidez bastardas. Veía de arriba, como una pleamar súbita y encrespada, el rostro inquieto y desaprobador de algunos fieles, la agitación de mis hermanos de la orden, los gestos de ultraje y desdén de los zaheridos por mi verdad maciza. ¿Qué otra cosa cabía esperar de quienes atentos sólo a pompas y exterioridades rehúsan con flacos argumentos la iluminación divina y la motejan de pensamiento ilusorio y fantasía vana? ¿Cómo hacer valer frente a aquella jauría inquisitorial los celestes donaires de la virgen muy pura de cuyos espirituales y lindos pechos me alimentaba? Su simplicidad y retozona inocencia de niña, ¿no se concertaban acaso con un grado de perfección sobrenatural, con una prudencia y sabiduría seráficas? A la edad de tres años, Dios le había revelado el misterio de la Trinidad y, con su misericordioso sostén, nunca había cometido pecado mortal. ¡Tenía el don milagroso de curar las enfermedades con la mera aplicación de sus prendas, con mucho primor y sutilidad ayudaba a las ánimas cuitadas a salir de su postración y bajeza, comía a duras penas y tras mucho dejarse rogar —como el futuro Monseñor y Prelado Doméstico de Su Santidad amigo de Fray Bugeo—, aunque a diferencia de él, pasaba días y aun semanas sin hacer cámara ni ir a la necesaria.

El vocerío arreciaba y el océano del mundo amenazaba subir al refugio seguro de mi puerto. ¡La amaba, sí, la amaba, con amor puro y limpio, ajeno a toda carnalidad y contingencia! Ella me sanó con su intercesión y oraciones del fluxu seminis que amargaba mis noches. Bien que exento de culpa, vivía en perpetua aflicción y tristeza, en una cruel guerra con la inmundicia vertida por la involuntaria hinchazón de mis venas. ¡Después de mucho suplicar a la sierva de Dios injustamente prendida por quienes flamarán el Día del Juicio en el fuego eterno, ella me libró de tal miseria y tan abyecta mancha con una cinta que ceñí a mis lomos, y al punto vila alzada de tierra, muy cerquita de mí, con maravillosa belleza, mirándome con muy tiernos y benignísimos ojos, como para significarme que por mí velaba!

La marejada de imprecaciones y voces coléricas cubría el flujo de mis palabras —los «judegüelo rapazuelo» y otras afrentas a los de mi linaje— mas el mismo caso hacía de ellos que de las hojas del árbol que menea el viento. Tenía por más preciosos los grillos con que querían sujetarme que cien mil coronas de rica pedrería: anhelaba ser leña de hoguera, arder con alquitrán y con brea, verme reducido a ceniza y humo, libre de las bajezas y rémoras de la naturaleza corrupta para ascender al cielo en el que me uniría con mi muy santa y esclarecida esposa.

El vendaval y alboroto de los cristianos congregados en el templo no menguaban mi ánimo. ¿Eran reales o falaces aquellos rostros llenos de odio y ciegos a la evidencia que me acusarían luego de pertinacia y luciferina soberbia? Mis hermanos de la orden habían subido al púlpito y pugnaban por acallarme a la fuerza, ofuscados por la intensidad de la luz que, reflejo del sol divino, emanaba del precioso y chico cuerpo de mi amada. ¡Los que la ponían de beata milagrera sujeta a libidinosos sentimientos y tildaban a sus devotos de herejía dañada confundían los dones de la gracia divina con la sombra de las apariencias! ¿Pretendía venderme por profeta como mis enemigos argüyeron más tarde? Creo y sigo creyendo que no. Tal vez mis ojos pecadores y mortales me engañasen con la novedad de tanto gozo bienaventurado mas, ¿podría haber sido de otra manera? El fulgor de aquella graciosa y Cándida sierva de Dios me encandiló: su amena envoltura carnal era el fresco remedio de los ardores y ahíncos de mi corazón. ¡Quien no haya sucumbido jamás a las trampas y cebos del mundo écheme la primera piedra!

Me arrancaron con brusquedad y dureza del púlpito para arrastrarme a la cárcel inquisitorial. Viví allí mil muertes y vime inculpado de innúmeras proposiciones erróneas, heréticas y contumeliosas propias de los monjes beguinos y bigardos mientras acumulaban pruebas y más pruebas destinadas a socavar mi fe en la virtud de la santa. Al cabo flaqueé, me derrumbé y retracté. El demonio me había burlado. Acepté con total sumisión el castigo y permanecí enclaustrado, a salvo de los horrores y ardides del universo creado, hasta que Dios se apiadó de mi desdicha y puso un feliz término a mis días.

(Mi alma transmigró del convento de la Madre de Dios en Torrelaguna —fundado por Ximénez de Cisneros para la recolección de los monjes franciscanos— tras permanecer en él quince años sin salir jamás de sus muros. Abominaba del mundo tan recio y hondo como el mundo había abominado de mí. Angela Selke me rescató siglos después del olvido.)