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Vagaba por los cielos perdida en la inmensidad de un vacío poblado de estrellas y astros, tratando de adivinar los signos del Zodíaco y cuál me correspondería. Me acordaba de Empédocles de Agrigento y sus suaves palabras: «he sido un niño, una muchacha, una planta, un pájaro y un pez mudo que surge del mar», pero no acertaba a desprenderme de la triste condición de ser racional y persistía en mis transmigraciones, condenada por cruda sentencia a mudar de envoltura carnal y despedirme del siglo
Cuando exhalé mi postrer suspiro por boca de Gregorio Guadaña resolví asesorarme con un alma amiga de Fray Bugeo que había pasado por docenas de cuerpos sin aquerenciarse a ninguno.
(Había sido esclava bozal, indio de encomendero, matachín de taberna, cornudo con astas de ciervo, moza garrida de mesón, terciario franciscano, obispo in partibus, privado del Rey, barragana de un prior, fugitivo de la Inquisición, mancebo de amables partes y menguado juicio.)
«¡Tanto trasiego y peregrinación para caer siempre en lo mismo!»
(Se consolaba, me dijo, leyendo a Gracián y a los poetas y prosistas latinos.)
«¿Quién decide nuestra suerte con tanto descuido y capricho?», pregunté.
«Bautízalo Júpiter o diosa Fortuna que en tiempos como los que corren llamarlo por su nombre sería una muy grande temeridad.»
(Mi afán de saber le disgustaba y se removía con muestras de desazón.)
«Dime, si lo sabes, qué ley rige al mundo creado y las criaturas racionales que lo habitan.»
«El goce carnal y el dinero», dijo. «¡Lo demás son patrañas forjadas para crear sentimientos de culpa en la grey y afianzar el dominio de los que se arrogan el poder de pastorear el rebaño!»
(La vi emprender vuelo y perderse entre nubes, sin ningún gesto de conmiseración.)
Abandonada a mi erranza, fui mujer y varón, grande de España y mendigo, zurcidora de honras y partera de muchos saberes y escamas bailé con donaires de rana para nobles tronados y adoctriné en vana ciencia a bachilleres zotes, encarné doncella y me hice apuesto galán por causa de la muchacha que amaba
(descubrí que el palitroque era superfluo y la lengua tenía mejor uso y práctica)
al canto del gallo pitagórico amanecí cómitre de bigote flameado e hinqué lo mío en los galeotes más jóvenes, y horas después desperté preñada de ocho meses y con ansias de vomitar las entretelas del alma
Imaginaba que era Dios al alba de la Creación, en el momento en que el sol ilumina despiadadamente el mundo y descubre la irremediable magnitud del Desastre guerras, persecuciones, tiranías, hambre, religiones dogmáticas y opresivas, esclavitud de la mujer, aberraciones doctrinales, hipocresía conciliar, celibato eclesiástico, ley divina contraria a la natural, castigo de la carne, lapidación de adúlteras, quema de nefandos
De cuerpo en cuerpo, en continuo peregrinaje y erranza, descubría la vana hinchazón de los nobles, la miseria y apuros de los hidalgos, el estado andrajoso del pueblo, el descrédito del trabajo y comercio, la amargura de los estudiosos, la vasta ladronera de los ministros, la necedad e incuria de los monarcas
Gusté de la tibia leche materna, del semen vertido en mis fauces, del derretimiento interior de las cavidades visitadas por dedos y lenguas, de toda suerte de bebidas, vinos y manjares
Toqué, palpé, acaricié, succioné pezones y pijas, nalgas opulentas, medialunas traseras, reconditeces umbrosas, cuevas de deliciosa humedad, fragosidades y estalactitas
De súbito, como en una teofanía fulgurante, divisé a Fray Bugeo envuelto en el halo espiritual de su manto de Archimandrita. Me halló, dijo, triste y mortecina, con escasos deseos de prolongar mi existencia temporal.
No debes desanimarte, aconsejó. Eso ha sido siempre así desde el comienzo de la Reconquista. El pecado de carne es obra del diablo a fin de reblandecernos y afeminarnos. ¿No conoces la historia del bellísimo efebo Pelayo, que prefirió la tortura y la muerte a ceder a los torpes deseos del califa Abderramán? Nuestros compatriotas han identificado desde hace siglos los goces prohibidos con sus enemigos mortales. Todas las crónicas medievales insisten en ello.»
«¿No sería mejor para mí nacer mujer y disfrutar con mis partes como la señora Lozana?»
«¡Dios te libre de tan pueril pensamiento! Las mujeres han sido y son la causa de la perdición del alma. En una de mis visitas a Roma con otros directivos de la Obra, Monseñor amonestó a sus hijos, venidos de todos los confines del mundo, y nos puso de ejemplo el heroísmo del dulce (ignoraba, claro, la connotación de este adjetivo en la lengua árabe) San Bernardo que, para defenderse de la mujer que se coló en su lecho y con intención lasciva de procax meretrix cum palpabat, se mantuvo insensible a sus caricias conforme al fugite fornicationem refrendado por numerosos concilios eclesiásticos.»
«¿Qué puedo hacer entonces, reverendo padre? ¿Ser mujer varonil? ¿varón aburrido y casto? Ni lo uno ni lo otro me tienta. ¿Estoy condenada a renacer para ser otra vez perseguida?»
«Que el fuego del amor no sea un fuego fatuo. Cuanto se hace por amor adquiere consistencia y se engrandece. Escucha a Monseñor: "vamos tú y yo a dar y darnos sin tacañería".»
(Nuestras almas holgaban por los cielos cerca de unos cirros y estratos en donde, según el ubicuo y anacrónico pére de Trennes, solía merodear el martirizado niño Pelayo.)
«¡Viciosillo se me ha vuelto! (sonrió). Ahora anda todo el tiempo en busca de ligues, del certero espolón de algún Tirofíjo de los que gustan al santo de Barbes. Pero acá no hay arqueros ni cabos de artillería. El otro día tropecé con él y le amonesté cariñosa, pero firmemente con palabras de nuestro Fundador: ¡deja esos meneos y carantoñas de mujerzuela o de chiquillo! ¡Sé varón!»
«¿No le sentaría mejor un cambio de sexo?»
«Ya sabes que las mujeres son ligeras de cascos y propensas al vicio. A Monseñor le desagradan los caracteres dulzones y tiernos como merengues. Sus máximas han sido preciosas para mí. Gracias a ellas, he enderezado mi vida a la busca y conquista de verdaderos santos.»
(El pére de Trennes se arropaba con su elegante capa, listo para emprender el vuelo y perderse en la inmensidad del espacio.)
«¡Por favor, no me deje!», grité.
«Tengo una cita piadosa en el cine Luxor y no quiero que se me adelante el San Juan de Barbes. ¡Me espera allí el mejor de mis canonizados!»
Sin hacer caso de mis súplicas, con el egoísmo que le caracteriza, me abandonó a mi suerte, hecha un cauce de lágrimas.
Cansada de tanta barbarie y reiteración, quise despedirme de los ciclos solares y enigmas del universo, ser pasto de gusanos y polvo del suelo mas no fui escuchada y la vuelta de la noria con sus arcaduces atestados de cuerpos caducos y sin cesar renovados, siguió y siguió
pasé del erial de los Habsburgo y el No Importa de España a los vagidos lábiles de una bienintencionada pero fallida Ilustración.
[Fui la primera novia sevillana del Abate Marchena aunque en seguida me plantó y emigró a Francia a causa de sus aficiones políticas e ideas revolucionarias. Reencarné en el paje hispano-irlandés de lord Holland —bardaje de sus cocheros y caballerizos—, a cuya mansión acudía regularmente el ex canónigo Blanco, preceptor oficial de sus hijos. Trabajé de sirvienta —pero eso es un secreto que nunca revelé a Fray Bugeo— en casa del Magistral Fermín de Pas y allí mitigaba los ardores de su temperamento con el discreto celestineo de su ambiciosa madre. Cumplí una meritoria labor de auxilio social en un burdel de la madrileña calle de Libertad y agasajé con mis artes y partes a don Marcelino Menéndez Pelayo cuando, aburrido de sus tareas científicas, daba contento al cuerpo y me invitaba a cenar en el Cuarto Nupcial que le reservaba el ama.
Luego atravesé un vacío de mucho más de medio siglo y reaparecí en Barcelona a la sombra del pére de Trennes en figura del fámulo filipino que cuidaba de su piso de San Gervasio: era la época en la que intimó con Gil de Biedma y sus amigos, según consta al comienzo del libro. Pasaba yo entonces por tímido y reservado, pero dejé de serlo. Me solté el pelo y me uní a una vistosísima banda de pájaros.]