La obsesión del pére de Trennes con identificarse conmigo se agravaba de día en día. Me aguardaba a la puerta de casa, seguía mis paseos por el barrio, penetraba detrás de mí en las tiendas y almacenes adonde iba de compras y escogía miméticamente las mismas prendas de ropa, artículos de limpieza, tubos de pasta dentífrica, botellas de agua mineral. Empujaba afanosamente su carrito en pos del mío y comprobaba en caja si el precio total de nuestras adquisiciones se correspondía. Lo hallaba en la farmacia, en los cafés, en el metro, en los puntos de ligue que frecuentaba. Cuando creía haberle dado el esquinazo y empezaba a respirar a mis anchas, me apercibía de pronto de su presencia en la penumbra del cine Luxor, en los pasillos del hammam Voltaire, en las inmediaciones de los urinarios de Stalingrad, Barbes y el bulevar de Rochechouart. Pretendía ligar también, pese a su triste y desmañada apariencia, con los asilvestrados que me interesaban, se hacía el encontradizo con nosotros, nos escoltaba al hotel de la Rué Ramey, a la casa de citas de Madeleine. Trataba de distraerme de la tarea de llevarme a la cama a alguno de sus «santos» con el relato fabuloso de sus encuentros con autores y personajes sobre los que he escrito o con habladurías insípidas acerca de escritores famosos. Figúrese que ayer estaba en Londres con el periodista Juan Cruz y en la acera de Gloucester Road, dimos con un sobre dirigido, ¡adivínelo!, nada menos que a un tal míster Blanco White y el corresponsal del periódico en el que usted colabora lo guardó para entregárselo en mano en cuanto le vea, ¿no es algo realmente extraordinario? O: fui a ver a Menéndez Pelayo en su piso de la calle del León y le pregunté qué lances y percances chistosos le habían acaecido al mujeriego Marchena, omitidos en su obra de referencia por razones de seriedad. O: me presenté en el piso de Cernuda en Santa Mónica, con una carta introductoria de Gil de Biedma, y allí vi la foto del destinatario de los Poemas para un cuerpo: un joven italo-mexicano de gran belleza. Por cierto, ¿sabía que nuestro gran poeta ignoraba quién era Kavafis? Le puse al día y le leí mi traducción de sus versos, la misma que le pasé a Jaime antes de su publicación en Boteghe Oscura. O: ¿estaba al corriente de que Truman Capote sedujo a Camus? Al menos es lo que contaba, aunque Gore Vidal me dijo que el supuesto affaire era pura mitomanía. Pero quien sí entendía era Mauriac: me lo confió Roger Peyrefitte un día que fue de visita a la Prelatura Apostólica… Otras veces, con hilo más grueso, afirmaba haberse acostado con Lorca y acompañado a André Gide a un burdel masculino de Biskra. ¡Debía reunir todas mis energías para atajar su labia avasalladora e ir a lo mío en los hoteles por horas del Dix-huitième Arrondissement!

Aparecía con la seminarista de la sotana rosa o la extremosa filipina en el gallinero o los lavabos del cine Luxor, a armar revuelo con abanicos y risillas y estropearme de paso el plan. Vagaba en bata blanca de enfermera, con pinta de senadora togada, por los salones y pasillos del alhama y se apostaba tras la puerta del habitáculo en el que yo cumplía con mi turco para atisbar por el ojo de la cerradura. Me llamaba a media noche, sin tomarse la molestia de pedir excusas, a fin de referirme alguna anécdota sobre Góngora y Villamediana o los amantes de su muy llorado rey Enrique. Tuve que cambiar varias veces de número y dejar el teléfono descolgado antes de apagar la luz.

Cuando procuraba poner tierra y mar de por medio, reservaba mi vuelo en secreto, recogía el billete en el aeropuerto y, tras cerciorarme de que no merodeaba por los parajes, suspiraba de alivio. Pero mi ventura no duraba mucho pues, embarcado ya en el avión, lo divisaba en la fila de pasajeros que esperaba su turno para localizar el asiento y cargar las maletas y bolsos en el portaequipajes. Mi Avellaneda se acomodaba a mi lado sin el menor empacho: su butaca y la mía eran casualmente contiguas. ¡Qué grata sorpresa, mi querido amigo! ¡De modo que viaja también a Tánger! Hacía tiempo que no veía a viejos amigos como Roditi, Brion Gyrin, George Lapassade. ¿Sabe usted si Genet sigue en el Minzeh o se ha instalado en Larache? Me han hablado de una excelente autobiografía de un tal Chukri, traducida al inglés por Paul Bowles. ¿La ha leído? En cuanto lleguemos me haré con un ejemplar en la Librairie des Colonnes. Es usted amigo de las hermanas Gerofi, supongo. ¡Quién no conoce a las hermanas Gerofi en Tánger! ¡Cómo!, ¿no sabe quienes son? ¡Pero es imposible! Un tangerino de honor como usted, ¿no va a su librería? Permítame decirle que no le creo. ¡Son el motor de la vida intelectual de la ciudad! ¡Nunca había oído una enormidad semejante! Y así, del despegue al aterrizaje, durante más de dos horas de vuelo.

¿Qué había hecho yo para merecer esto? Es lo que me preguntaba en el taxi que me conducía a la ciudad por la carretera del cabo Espartel. Mi cruz —¡era en verdad la cruz de mi vida!— había perdido mi pista y yo incitaba al chófer a acelerar, saltándose las luces de tráfico, con el acicate de una generosa propina. De nuevo volvía a respirar, deshacía el equipaje, distribuía mis prendas de vestir y los libros en los armarios, estanterías y alacenas, me aclimataba en el lugar como si fuera a echar raíces en él.

(Había traído en mi bolso un ejemplar del Kempis de nuestro tiempo para satirizar la devoción de Fray Bugeo y refutarle con sus propias armas.)

Aquella deliciosa tregua no duraba mucho. El pére de Trennes se hacía el encontradizo conmigo en el café de París o en los del Zoco Chico y terrazas de enfrente de la estación. Si me veía leer un libro u hojear la prensa extranjera (¡la del país era atemporal, sus titulares y fotografías no mudaban, para ella no corrían años!) se sentaba a cierta distancia, mas apenas me avistaba en buena compañía, se acercaba con el volumen de la obra completa de Kavafis o el libro de Mohamed Chukri.

«No quisiera molestarles, pero hay un pasaje de la versión inglesa de Bowles sobre el que me gustaría conocer su opinión. ¿Me permiten sentarme un minuto con ustedes?»

«¡Deje de joderme de una vez, reverendo padre! Ni este señor ni yo estamos aquí para hablar de traducciones. Cada cosa tiene su tiempo, y el suyo es el de largarse ahora mismo.»

«Bueno, perdóneme. Sus ideas y reflexiones son para mí preciosas. No obstante puedo aguardar hasta mañana. ¿Tomará usted el café a la hora de costumbre?»

«La costumbre no es ley. ¡Haga lo que le salga del esfínter!»

Y la misma tarde le avistaba desde la ventana, al acecho de mi aparición con Buselham, Lajdar o el tetuaní asiduo del café Fuentes. No había modo de deshacerme de él: topaba con su jeta, de noche, en las inmediaciones del bar del hotel Astoria, en la acera del Carroussel, a la entrada de Le Monocle o la salida del Marco Polo.

«¿No teme agarrar un resfriado a estas horas? ¡El clima de Tánger es muy traicionero!»

«¡Voy bien abrigado!»

«En vez de seguirme sin provecho alguno, haría mejor en ir a la farmacia y comprar aspirina.»

«¡No se preocupe por mi salud! Soy yo quien vela por la suya.»

La persecución se repetía en todos mis viajes. En El Cairo, me pisaba los talones por Jan El Jalili y el barrio fatimí, se ocultaba y reaparecía tras las estatuas del Museo Egipcio, se instalaba en la terraza llena de gatos del restorán Rich, espiaba mi trato con el remero mostachón de una faluca y al punto cerraba el suyo con el de otra (de ordinario, desgarbado y feo), a la zaga de nuestro paseo en el silencio nocturno y majestuoso del río. En Estambul, tropezaba con él en el Gran Bazar, en las callejas empinadas de Beyóglü, en los aledaños del Pera Palas, mientras caminaba del brazo con mi aguerrido luchador de Esmirna. Su desconocimiento absoluto de las lenguas que domino (las suyas, decía, eran el griego clásico y el arameo) le excluía del juego y, con una frustración manifiesta, renunciaba a hacer preguntas a mi compañero y meter baza en nuestra charla sobre las justas de Antalia o Bursa.

«¿Irán a cenar ustedes al Haci Baba? (pronunciaba lastimosamente azi por haxe).»

«¡Eso no es asunto suyo! Si la lectura de su Kempis no le inspira compre un ejemplar de La pasión turcal ¡Estoy seguro de que le encantará!»

«Se lo preguntaba porque en este restorán suelen citarse los escritores más famosos de la ciudad.»

«Cuando voy con escolta los literatos me importan una pipa de girasol, reverendo padre.»

Aquello no tenía remedio: su tenacidad resistía al ridículo. Cuanto más porfiaba en expulsarle de mi vida y escritura, más se aferraba a ellas. Al mirarme en el espejo le veía convertido en remedo o simulacro de mí mismo. Una vez en que me hallaba en dulce coyunda con uno de los personajes esbozados en su manuscrito, me percaté de su presencia silenciosa en un rincón del hotel de la Rué Ramey. Me examinaba, o se examinaba, muerto de envidia, con la dentera de la sirvienta de Melibea durante su acoplamiento con Calisto. ¿Quién le había dado la llave del cuarto? ¿Cómo podía haberse colado dentro si habíamos corrido el pestillo? No se masturbaba siquiera como un vulgar mirón, pero la baba se le escurría por la comisura de los labios. Boca y manos le temblaban. ¿Rezaba por mí? ¿Me maldecía? ¿Recitaba el Pater Noster o las máximas de Monseñor? Imposible saberlo: permanecía allí, a la espía de los movimientos y ahíncos de mi montero, con una tangibilidad que me impresionó. No sé si mi campeador le vio, pues no hizo comentario alguno. Cuando acabamos la faena y fue a limpiarse al lavabo, el pére de Trennes se había desvanecido. La puerta seguía cerrada y reforzada con pestillo. Volví a casa perplejo, sin saber si la odiosa irrupción de mi sombra era una simple alucinación o, como me inclino a pensar, realidad maciza. De vuelta a Barcelona, tras una serie de visitas al apartamento familiar de Gil de Biedma, al sótano de la calle de Muntaner y hasta al lujoso despacho de la tribu tabacalera, decidí reunir a todos mis amigos aunque en su mayoría habían muerto. Quería que asistieran a mi confrontación con elpére de Trennes, al careo con el infatigable seguidor de mis pasos, para aclarar de una vez para siempre quién había copiado a quién, quién era el aprovechón, quién el plagiado. Cité en primer lugar al poeta y a Gabriel Ferrater, a Cucú y Colita, a Jaime Salinas y Han de Islandia y extendí luego la convocatoria por escrito a mis testigos parisienses y neoyorquinos: Severo Sarduy y Néstor Almendros, Auxilio y Socorro, Manuel Puig y el Semiólogo. M. P. se excusó: se iba a un crucero por el Caribe con una especie de John Kennedy millonario, pelirrojo y pecoso. Con Genet no intenté hablar siquiera del asunto pues sabía de antemano su respuesta: vous me faites chier avec vos histoires de tantesl Lo más difícil fue dar con el propio Fray Bugeo. Había mudado de domicilio y teléfono, sin revelar a nadie sus nuevas señas. Tras muchas gestiones infructuosas, alguien me comunicó que «impartía» unos cursillos de mercadotecnia en el Parque Empresarial de Marbella. ¿Qué diablos pintaba allí? «Nuestra labor social debe comenzar con los hombres de negocios, banqueros y jefes de empresa. Son ellos las locomotoras que tiran de los vagones del tren en esos benditos tiempos de neoliberalismo. La Prelatura Apostólica me ha confiado una misión de proselitismo y de didascalia: ¡el negociado de almas!» ¿Se estaba riendo de mí? «Hablo perfectamente en serio. Hay más de un centenar de ejecutivos inscritos en el cursillo. Son nuestros futuros ministros. Le aseguro que no doy abasto.» «Sólo le pido que venga unas horas. Necesito esclarecer ciertas cosas con usted ante un grupo de amigos comunes.» «¡No sea impaciente! Debo presidir la ceremonia de la entrega de másters.» «¿Cuándo?» «Dentro de unas semanas. Déjeme su número de fax.»

Visiblemente recelaba del encuentro. Él, mi doble, o la sombra de la que no podía deshacerme, multiplicaba las disculpas, acumulaba obstáculos, aducía obligaciones imprescindibles y conflictos de horario, se las daba de hombre superatareado y abrumado con la carga de una responsabilidad titánica. Inútil precisar que sus pretextos y evasivas me exasperaban.

«¿Cuántas mujeres se han inscrito en sus cursillos, reverendo padre?»

«Ninguna. Monseñor prescribe una estricta separación de sexos. Como solía decirnos antes de subir al cielo, ellas no necesitan ser sabias. Basta con que sean discretas.»

«¿No cree que todo eso huele a muy rancio?»

«¡Déjelas usted ahuecar almohadones! El saber sólo contribuye a perderlas.»

A veces me grababa sus trascendentales mensajes en el contestador.

«El adoctrinamiento espiritual de los laicos es el primer paso, conforme a los designios de la Providencia, de la reconquista para la Iglesia de su antiguo poder mundano.» «Las clases sociales, cada una en el puesto que le corresponde, configuran el orden establecido por Dios en el Universo.»

«Si Cristo predicara hoy, lo haría vestido de ejecutivo en el Parque Empresarial de Marbella.»

Sus nuevas convicciones tecnocráticas, ¿eran sinceras? La ex «Abadesa de Castro», denominada así por Almendros, ¿se había pasado con misal y Kempis a los bastiones más duros de la escuela de economistas de Chicago? Aunque estaba curado de espantos y dolor de cervicales a fuerza de volver la cabeza, para localizar a viejos amigos, de una izquierda utópica a la derecha más extrema, la desenvoltura con que el pére de Trennes exponía sus creencias me desconcertaba. Mientras eludía el encuentro conmigo con toda clase de subterfugios, me dejaba grabados docenas de mensajes con sentencias propias o espigadas en el Código de Santidad del Padre:

«¡La vista en el ideal y la mano en el cajón del pan!»

«Monseñor no escribía para mujercillas ni discípulos blandos como merengues sino para hombres barbados y muy hombres.» «Alzad templos. Meted los clavos por la punta. La devoción será jugosa y recia.»

Al cabo, su ánimo burlón me azuzó a pagarle con la misma moneda. Cuando desconectaba el portátil, le planteaba mis preguntas, que eran también las de cualquier lectora o lector de esta desmañada novela:

«¿Qué ha hecho usted de su fámulo filipino y de la Seminarista de la sotana rosada? ¿Los ha olvidado en alguna de sus transmigraciones o ejercen su apostolado en Marbella?» «¿Ha encontrado a algún santo de su paño en los parajes o debe ir a cumplir las preces en Tánger?» «¡Avíseme de antemano el día en que entregue la imagen de la Virgen de Fátima a Yeltsin!»

La guerrilla telefónica e interfax duró cuarenta días, al término de los cuales recibí la inesperada visita del fámulo y la Seminarista.

Venían descoloridas y mustias, agotadas, decían, por las transmigraciones sucesivas impuestas por Fray Bugeo. El fámulo vestía como los oblatos de la Obra en los años sesenta: pantalón y chaqueta cruzada de color gris, corbata azul marino, camisa de cuello almidonado, zapatos negros, conforme a las normas de convencional pulcritud y atildamiento caras a Monseñor. La Seminarista lucía una peluca violácea como erizada de espanto, y unos párpados alcoholados, con pestañas de quita y pon, enmarcaban sus ojos abultados, de mortecina y exangüe actriz de cine mudo. Desdicha grande fue la de nacer en la católica España a lo largo de siglos de persecución implacable! Ojalá nuestras madres nos hubieran cagado a mil leguas de ella, en tierras otomanas o de negros bozales! Allí hubiéramos crecido libres y lozanos, sin que nadie se metiera en nuestras vidas ni nos aterrorizara con castigos y amenazas! Cuántas veces vimos desfilar enjauladas a nuestras hermanas camino del quemadero! Cualquier gesto o descuido podían delatarnos y conducirnos a las mazmorras del Santo Oficio, debíamos obrar con sigilo, temblábamos de gozo y terror entre las piernas de quienes ofrecían lo suyo a la voracidad enloquecida de nuestros labios, quizás alguien nos había espiado e iría a denunciarnos, qué desgracia nos acechaba tras los breves instantes de fervor y de dicha? Nos sabíamos condenadas y la certeza de nuestra fugacidad nos empujaba a afrontar temerariamente el peligro, el Archimandrita en el que reencarnó Fray Bugeo nos protegió a la sombra de su convento, aquí no encontraréis mujeres sino hombres que huyen de ellas, componen fratrías y visten faldas, los que no corren tras las mozas de la cantina ni solicitan a las devotas en el confesionario se encargarán de vosotras y aliviarán vuestras ansias, éste es el único puerto seguro en nuestros tiempos de iniquidad y miseria, disfrazaos de monaguillos o monjes, vivid entre falsos castrati, fingid gran devoción a Nuestra Señora y afinad el canto en la iglesia, no puedo ofreceros más, extremad la prudencia, cien mil ojos y oídos fiscalizan nuestros actos, registran dichos y movimientos, graban el menor suspiro, ni el KGB ni la CIA han inventado nada, el Gran Inquisidor de estos reinos vela por su quietud y de todo tiene constancia, no confiéis en ningún amante ni amigo, sometidos a tormento podrían traicionaros, acampamos en un universo de fieras, quien no devora acaba por ser devorado a fuerza de envilecernos asumíamos el reto, invocábamos al demonio y sus obras de carne, celebrábamos aquelarres y coyundas bestiales, nos hacíamos encular junto a los altares por los matones más brutos del hampa, escupíamos su espesa lechada en los cálices, la consagrábamos y consumíamos con la misma unción de los Divinos Misterios las obleas eran nuestros preservativos! el odio y aversión del vulgo a las de nuestra especie nos servía de estímulo, instigaba a trastocar sus sacrosantos principios, convertía la abyección en delicia exaltada sangre, esperma, mierda, esputos, meadas, cubrían las ricas alfombras de la iglesia ante la mirada vacía de sus Vírgenes y santos de palo inventábamos ritos y ceremonias bárbaros, coronábamos con flores a los sementales más alanceadores, los proclamábamos Vicarios de Cristo en la Tierra, exprimíamos hasta la última gota del sagrado licor de sus vergas en noches inolvidables que evocábamos con místico rapto mientras prendían fuego a las piras y nos reducían a materia de hoguera entonces bendecíamos la crudeza del destino y la gloria de nuestra audacia, nadie nos puede arrebatar una furia y ardor que se renuevan en el decurso de los siglos, muertas hoy y renacidas mañana, sujetas a la gravitación de una absorbente vorágine, éramos, somos, las Santas Mariconas del Señor listas para todos los desafíos y asechanzas, las devotas del Niño de las Bolas y su Vara de Nardo, hemos sufrido mil muertes y no nos amedrantan los zarpazos del monstruo de las dos sílabas, descendíamos a las simas del Pozo de la Mina y nos dejábamos azotar por verdugos encapuchados, eran inquisidores?, gerifaltes nazis? Incubos revestidos de la parafernalia de las sex-shops neoyorquinas?, los zurriagazos restallaban en nuestras espaldas, nos revolcábamos con beatitud inmunda en los charcos de orina, allí no cabían sonrisas ni humor, sólo gravedad litúrgica, preceptiva de enardecida pasión, misterios de gozo y dolor, crudo afán de martirio, usted mismo nos vio, con cautela o cobardía de mirón, en la época de sus cursos en la universidad vecina, trabados en piña en el cerco de premuras y ahíncos, hasta el día en que topó con un denso e inquietante silencio y de escalera en escalera, túnel en túnel, aposento en aposento, asistió al espectáculo de la gehena, no ya de los mares de luz oscuridad fuego agua nieve y hielo, sino el de cadáveres y cadáveres maniatados, con grillos en los pies y collarines claveteados en el cuello, sujetos entre sí con cadenas, colgados de garfios de carnicero, inmovilizados para siempre en sus éxtasis por el índice conminatorio del pajarraco, debemos recordárselo? usted nos dejó allí, en aquel despiadado abismo, pero nosotras transmigramos y reaparecimos en el círculo de amigas del Archimandrita, de su odiado e inseparable pére de Trennes fuimos las gasolinas de mayo del 68 y desfilamos por los bulevares con nuestros perifollos del Folies Bergére y cabelleras llameantes, abrazamos con efusión todas las causas extremas y radicales, seguimos a Genet y sus Panteras Negras de Chicago o Seattle, coreamos con kurdos, beréberes y canacos consignas revolucionarias e independentistas, rechazamos las tentativas de normalización de nuestro movimiento y su inserción insidiosa en guetos, abjuramos solemnemente de cualquier principio o regla de respetabilidad nauseabunda somos, escúchenos bien, las Santas Mariconas, Hermanas del Perpetuo Socorro, Hijas de la Mala Leche y de Todas las Sangres Mezcladas y lo seremos hasta el fin de los tiempos mientras perdure la llamada especie humana o, mejor dicho, inhumana, ¿no cree? ya sé qué pregunta quiere hacerme, a mí, el fámulo importado de las remotas islas, sobre mi insulso traje de oblato, la adivino en el temblor impaciente de sus labios y la malicia abrigada en sus pupilas, y le responderé antes de que nos despidamos y le dejemos a solas con su asendereado libro por provocación, mi querido San Juan de Barbes! para dar una última vuelta al rizo y cumplir con el papel de garbanzo blanco en mi universo de garbanzos negrísimos!, voy con mi compañera al baile de máscaras animado por la Orquesta Nacional de su barrio, allí arderemos todas las gasolinas y corearemos nuestra consigna, derriére notre cul, la plage, y acabada la fiesta y con la aprobación expresa del bendito arzobispo de Viena y del cardenal romano que, según Millenari, hizo voto perpetuo de homosexualidad, celebraremos una clamorosa sentada frente a la Prelatura Apostólica con nuestros abanicos, penachos, plumas, lentejuelas, collares, minifaldas, tetas de goma, pichas gigantes, para exigir la canonización inmediata de Monseñor en razón de su vida y escritos cuajados de testimonios de santidad irrefutable si quiere acompañarnos, le reservaremos un billete de avión!

Precavida, con las escamas de la experiencia acumulada a lo largo de la historia vaticana, la Santa Obra compró la totalidad de los asientos en los vuelos con destino a Roma el día fijado para la algarada y tanto las gasolinas como el San Juan de Barbes se quedaron en tierra y con las ganas, vagando como hormigas por las antesalas de la terminal de Orly. Nuestro Maurólogo —llamémosle así aunque el apodo le irrite— tuvo que soportar una larga espera antes de recibir un fax de Marbella en el que se le indica ban el día y la hora fijados para su encuentro con el pére de Trennes. Éste se celebraría en el teatro del Gymnase en los bulevares: un equipo de televisión compuesto de numerarios de la Obra filmaría el cara a cara. Podría invitar a quien quisiera: la entrada sería libre. Le citaban media hora antes para atar los cabos sueltos del «evento» —¿empleaban la palabreja ex profeso, a fin de mortificarle?— y establecer el turno de preguntas. Aunque el de Barbes había anotado en sus papeles media docena de temas de controversia centrados en los puntos flacos de su íntimo y execrado rival, se armó igualmente de respuestas contundentes, aptas para atajar cualquier incursión aviesa en el terreno personal o en los vericuetos siempre escabrosos de la creación no velesca. Por ejemplo: «¡no conseguirá usted de mí respuestas ineptas haciéndome preguntas que lo son!» O: «en vez de plantearme problemas que no interesan a nadie, ¿no sería mejor que nos revelara los secretos de la santidad vaticana que Millenari se dejó en el tintero?» O: «cuéntenos alguna de las devotas inspiraciones motivadas por la lectura de su Kempis en los lavabos de la Gare du Nord». Pero al llegar al Gymnase y adentrarse en la tiniebla de la platea advirtió que el pére de Trennes había adoptado una estrategia espectacular, agresiva y desconcertante. Robaba luz, toda la luz, a los comparsas y asistentes al acto: gastaba pelo corto y lo llevaba bien peinado; vestía de jefe de empresa de alto nivel, tal vez de director de una poderosa transnacional con intereses en este mundo y el otro; evitaba sus habituales maneras torpes y untuosas; había seguido tratamientos hormonales y parecía rejuvenecido, con aires de televangelista de CNN. ¡Debería haberlo adivinado desde el principio!: ¡se guía al pie de la letra los consejos de un muy cotizado y mundialmente famoso asesor de imagen! («Es el mismo que preparaba las apariciones carismáticas de Monseñor en Cadillac negro», le susurró su misterioso vecino de butaca. «Todos los cardenales y obispos de la Curia romana acuden a él.») Contrariamente a su costumbre, el pére de Trennes no posaba los ojos en él ni trataba siquiera de vislumbrar su presencia en la oscuridad de la sala, se dejaba empolvar discretamente el rostro por un maquillador de la Obra, respondía a las llamadas de media docena de portátiles que sonaban a un tiempo sobre la mesa de muebles Loscertales instalada en el centro del escenario. Wait a moment, please… Yeah… Oh its lovely!… My credit card?… Just a minute! Allô, c'est vous? quelles sont les nouvelles du jour? les actions ont remonté? fantastique… Mi querido amigo… ¿cómo van las cosas en el ministerio? Ya puedes imaginar la alegría con que te escucharía el Padre… ¡Necesitamos ministros! Acaparaba y absorbía con avidez de esponja la luz de los focos, sin conceder a los demás, Maurólogo in cluido, ni una chispa de ella. Aunque quisiéramos describir el teatro y el público que, a juzgar por los susurros y pasos, lo abarrotaba, no podríamos: ¡imposible de toda imposibilidad! Allí no se veía nada. Sólo, tribuno y plebiscitario, al pére de Trennes. ¡Ya antes de que empezara la confrontación, sus invisibles partidarios le aplaudían y cantaban victoria! Su primera pregunta retumbó como un trueno —así lo disponía la potencia del equipo sonoro— en el tenebrario de la sala: «Usted que no cree en nada, mi caro San Juan de Barbes, ¿por qué quiere hacernos creer en la existencia de los hechos y personajes que inventa? ¿no es acaso una contradicción insalvable?» La tempestad de rugidos que acogió sus palabras ahogó cualquier conato de réplica de nuestro desdichado autor. (¡Para colmo, le habían desconectado el micro!) «Yo, bueno…» «Yo soy tú, ¡pero tú no eres yo sino un fabulador deslenguado!», le asestó el pére de Trennes mientras al zaba los brazos como un campeón de boxeo después de dejar cao al adversario. Aquello fue el delirio. El griterío de los forofos era ensordecedor. Centenares de personas repetían sentencias del Libro y le animaban con palmadas. Cuando los focos apuntaron al centro del telón y aureolaron la grandiosa foto de Monseñor en el momento en que invitaba a los fieles a taparse los oídos para no escuchar las maledicencias de los incrédulos y resentidos como el autor de esta Carajicomedia, el clamor ascendió al cielo de los bienaventurados. Todas las jerarquías celestes se sumaron a él. Como en los cuadros infantiles triunfó el Bien. En un asiento de platea quedaron los restos del San Juan de Barbes como un palitroque chamuscado.