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Fui el primer antecesor de Tristán Shandy, Blas Cubas y Cristóbal Nonato, aunque a diferencia del último no concluí mi vida literaria en la puerta del claustro materno ni pude dialogar con el lector-elector a través de sus múltiples velos.

Mis padres solían platicar sobre faltarles herederos hasta que un día, estando mi madre bien descuidada, yo llamé a la puerta de su estómago con un vómito. Bien temía ella mi venida, no habiendo recibido el correo ordinario: tres meses sin carta mía. Conforme aumentaba mi volumen y acrecían sus ansias, discutía con su marido acerca de mi sexo. Ella quería una niña, ignorando el bultito que apuntaba ya en mi bajo centro.

«Pecadora de vos», le respondió él. «¿No veis que la hija no levanta generación y el hijo sí?»

«Ya sé», decía ella, «que una hija no levanta lo que levanta un varón, pero tal vez una sola mujer ha levantado a muchos hombres del polvo de la tierra y puéstoles en el cuerno de la luna».

Poco a poco, conforme transcurrían los días y se trataban y fortalecían miembros y potencias de mi cuerpo, advertí el peligroso embudo de mi nacimiento: asomarse a la vida es caer en la muerte. Como enseña la historia desde que el mundo es mundo, pañales de hoy son mortaja mañana. De la cuna al sepulcro, del primer vagido al estertor último media un tiempo infinitesimal comparado con el del Señor tras su antojo de crear a Adán. Atemorizado por ley tan bárbara, resolví aferrarine a los cabos y salientes de la gruta que me protegía y no respirar aire. Aprendía las lecciones de la vida sin moverme de mi aconchado refugio. El conocimiento de las brutales desigualdades del mundo, del abuso de los señores, miseria de los vasallos, plaga de los malsines, robo de los ministros, reconfortaba mi decisión de resistir a la naturaleza y la reiteración de sus ciclos. Adivinaba por la conversación de mis padres y sus charlas con los vecinos que vivíamos en un país decrépito y abocado a la ruina: una república devoradora de sus propios hijos, un predio de irremediable esterilidad, prisión del entendimiento y mazmorra de los sentidos. ¿Podía admitir, después de nueve meses de venturosa clausura, que me arrojasen a otra cárcel mucho más sombría? ¿Qué era el universo sino un acopio de pretensiones hueras, linajes fantásticos, mezquinos logros y muy ruines tratos, una escena o corral de fingida piedad destinados a ocultar la rabiosa sed de poder y dinero? Quienes andaban día y noche registrando acciones, anotando semblantes, acechando ojos, escrutando ideas, calumniando labios, ¿iban a consentirme el deseo de vivir sin ataduras o de pensar por mi cuenta? ¿Qué torpe decisión me engendró para arrojarme luego por tan sucio despeñadero?

Soñaba con Tristán y el tío Toby, en las andanzas brasileras de Blas Cubas, y dialogaba en mis adentros con Cristobalito, forjándome genealogías quiméricas pero capaces de enlazar la acerba y menguada Castilla de los Habsburgos con las felices playas de Acapulco en donde el 12 de octubre de 1992, día malhadado de la Hispanidad y las fanfarrias del Quinto Centenario, aquél se asomaría al mundo. Todas mis locas fantasías convergían a otro orbe, ajeno al de mi inventor y su triste destino: mudar de estado y dejar su patria, para volver a ella a escondidas, ser delatado por los espías y morir en muy secreta cárcel.

Las risas que escuchaba del vientre me sabían a lágrimas. ¿Por qué me forzaban sin piedad a entrar en el siglo sabiendo lo que me aguardaba? El necio e insulso Gregorio Guadaña, no metamorfoseado por obra de un genio como Gregorio Samsa, ¿merecía en verdad los trabajos y días de una crianza que a la postre no serviría de nada? ¡Ojalá mi inventor no me hubiese dejado en las primeras páginas de su manuscrito por habérsele quebrado la pluma o secado el tintero! ¡Así habría gozado de la dichosa existencia del feto, mecido con rumores y aguas, en vez de comenzar la cuenta atrás de mi vida zarandeada en una España de hombres encantados, hostiles a toda actividad productiva y libre ejercicio del pensamiento susceptibles de perturbar la quietud de la mente y sosiego del gesto! Nada de eso acaeció y me desviví al correr de la pluma, maldiciendo el empeño de mi cuitado escribidor y el de Quien, por prurito de ser conocido, ingenió la aparatosa y absurda máquina del mundo.

No alcancé la gloria postuma de Tristán ni de Blas Cubas ni de Cristóbal Nonato: me quedé en Gregorio Guadaña y pasé de la nada a la nada.