Vida de don Gregorio Guadaña
Estas y otras pláticas solían tener mis padres sobre faltarles heredero, según me contaron después, hasta que un día, estando mi madre bien descuidada, yo llamé a la puerta de su estómago con un vómito. Bien temía ella mi venida, habiéndola faltado el correo ordinario: tres meses sin carta mía. Entró mi padre por la cuadra cuando ella estaba con el ansia, y díjola:
—¿Qué tenéis, Brígida?
—Doctor —respondió ella—, tengo ansias de heredero.
—¡Buenas nuevas os dé Dios! —replicó él.
Tomóla el pulso y confirmóle el preñado con tanta alegría como si yo estuviera fuera llamándole taita…
Di en ser tan entremetido desde el vientre de mi madre, que no la dejaba dormir de noche a puras coces. Era un diablo encarnado. Solía meterme entre las dos caderas, y ella daba unas voces tan fuertes que las ponía en la vecindad, por no enfadar al cielo. Cuando ella estaba descuidada, solía yo darle una vuelta al aposento de su vientre y revolverla hasta las entrañas…
—Ya yo sé —replicó ella— que no me hallaré entonces, porque me habré ido para la otra vida. Pero en lo que toca a ser infante, malos años para vos; infanta ha de ser, y como tan se está ensayando para revolver el mundo. ¿Qué queréis: un doctorico? No, no veréis en eso. Ahito está el mundo de doctores y no de comadres. No le faltaba más a Brígida de la
Luz sino parir un hijo hermafrodita, medio doctor y medio comadre. No, amigo; mejor cuadra a la mujer ser doctora y comadre que al barón ser comadre y doctor.
—Pecadora de vos —respondía él—, ¿no veis que la hija no levanta generación y el hijo sí?
—Ya yo sé —respondió ella— que una hija no levanta lo que levanta un varón, pero tal vez una sola mujer ha levantado a muchos hombres del polvo de la tierra y puéstoles en el cuerno de la luna.
Vida de don Gregorio Guadaña, de Antonio Enríquez