Disconforme
Por la mañana se sintió agotada. En la noche no tardó en irse de la zona industrial con una sensación de no haber sido útil. Nada más llegar a casa y subir a su cuarto, colocó una escoba encajada en la puerta del armario, repasando la habitación un par de veces antes de disfrutar de la cama.
Solía dormir poco y estaba inmunizada a base de fuerza mental y meditación, pero en ese nuevo día se sintió como si no hubiese dormido. Se encontraba agotada demasiado pronto: un aspecto que nunca debía permitir.
Se ubicaba sentada en una de las zonas verdes del patio de la escuela. Jugaba con el móvil a darle vueltas sobre sí en el suelo, apenas percatada de lo que hacía. Su abstracción se debía a que esperaba la llamada de comisaría, impaciente por los posibles nuevos datos del incidente de la noche.
A su lado tenía a su mejor amiga, Carla Thompson —gafotas y sonri-rota— extendida cuerpo sobre el césped. No dejaba de revisar a Elis tras el destello de los cristales, tan concentrada ésta con el móvil.
Elis imaginó que Carla no hablaba por temor a sentir que agobiaba con su constante de preguntas, curiosidades imperecederas por los casos de asesinatos reales que investigaba y que superaban a los de televisión. Una vez acomodada la costumbre lo fantástico desvela su naturaleza, pero las pesadillas vivas que Elis cazaba eran para Carla insuperables aunque tuvieran un desagrado, un punto de no querer creerlas, pero sí rememorarlas al estilo de las historias en noches de campamento pero con mejores detalles y esencias. Aun con la conclusión, Elis deseaba que le preguntara...
Una sombra acechó la espalda de Carla. Elis miró, pero su amiga no reaccionó a tiempo...
Janet Rochefort —niña bien, impertinente— se sentó sobre Carla como con un caballo. Pronto su amiga de gafas se agitó y le pidió con palabras gemidas que se quitara de encima. Janet rió y se levantó con un pequeño grito a lo cowboy. Carla la miró mal desde su posición hasta que se incorporó de un salto, realizado con un estilo a como lo harían los personajes de sus videojuegos.
—Yei. Janet —saludó Elis de forma pasiva. La miró un momento—. ¿Por qué esa cara?
—Bah —soltó su amiga—. Es por Richard. Se hace la víctima porque una vez derramó sal sin querer, que por eso todo le pasa a él.
Elis y Carla cambiaron sus miradas a unas con interés. Janet las repasó un momento y exclamó:
—¿Os creéis su historia? —al decirlo sus orejas dieron un leve brinco—. Si es verdad, que vuelva a guardar la sal, no sé. Lo que haya que hacer.
—Creo que no funciona así —alegó Carla—. Pero me hace pensar si acaso los que trabajan en fábricas de sal son muy afortunados por guardarla cada día...
—¿Esas personas siempre tienen suerte? —inquirió Janet. Miró a Elis y volvió a Carla—. ¿Conocemos algún compañero que sus padres trabajen en una fábrica de sal?
—¿Pero la sal no se saca de minas? Y del mar —concluyó Carla de forma inspirada—. ¿Y si derramas algo sobre la sal, qué pasa? ¿Se sobrecarga? —y mostró la intención de continuar con el mundo de preguntas recién nacido—. ¿Se puede abusar de la suerte?
Janet se encogió de hombros, lo que dejó a Carla mirando a un lado, atrapada en su mundo de conclusiones.
Más distraída, Janet se percató del móvil de Elis. Se acercó con la clara intención de cotillear. Se mantuvo a cierta distancia, como si hubiesen acordado sin palabras crear una barrera entre ellas:
—¿Otro número de chico mayor que te guardas para ti? —preguntó Janet.
Para Elis esa burla tan recurrente le crispaba —incluso en una ocasión se había peleado con Janet hasta llegar a las manos—, aunque ya había aprendido a diferenciar las bromas. Sin embargo se le seguía escapando el dominio de un leve pinchazo en el pecho, que de alguna forma también había aprendido a controlar.
—No —se limitó Elis—. Sucede que anoche murió otra persona.
—¿Tuviste otra persecución policial? —dijo Carla y volvió a saltar, quedando cerca de ambas.
—Ojalá —Elis lo dijo en serio—. Me tuve que conformar con un baboso.
—Ji, así son los chicos —aseguró Janet espantando al aire con la mano—. Bienvenida al mundo real —aclaró y se sentó en el césped junto a ellas—. Lo suele decir mi madre. Suena gracioso, ¿no?
—Un poco sí.
Carla las observó y también se sentó. Las tres quedaron al mismo nivel del suelo, cada una en sus pensamientos.
Elis repasó a sus dos amigas antes de volver al móvil. De toda la escuela, eran las únicas con las que podía contar. Su amistad había sido difícil al principio, y poco a poco logró cumplir esa misión que tanto le insistieron sus padres y el psicólogo. No vio en su momento el porqué iba a merecer la pena, pero verlas pelear y hablar de lo que les gustaba o les daba miedo tenía un punto extraño que resultaba atractivo. Por otro lado, en los días en que todo salía mal ellas eran elementos que no parecían ser afectados.
Al rato las tres quedaron concentradas en sus respectivos móviles, con una sensación de estar a gusto dentro de una atmósfera silenciosa y simpática. Elis, sin dejar de mirar al aparato, se incorporó un poco y jugueteó cogiéndose la pierna para pasarla por encima del hombro hasta la espalda, dejando el pie en la zona de la nuca. Sus amigas la observaron y no se sorprendieron: ya le habían visto ese poder. Carla por su parte intentó hacer lo mismo, y desistió cuando una punzada le advirtió que no se anduviera con reflejos.
Se rompió la armonía sin brusquedad cuando el móvil de Elis emitió el característico sonido de llamada asignado al número de la policía. Elis descolgó y sus amigas quedaron embobadas, imaginando y exagerando la nueva aventura que acontecía.
—
Llegó a la tintorería y se paró en la puerta acristalada para observar e interpretar que tenía el interés típico de cualquier cliente. No logró mucho, pero le dio igual gracias a que aquella investigación de campo le permitía llevar su gabardina a medida. Realizó el gesto de santiguarse sobre los bolsillos para asegurarse que llevaba todo: frontal, frontal, costado, costado. Inspirada por la prenda, realizó una pose y miró al reflejo en la puerta. Acompañó en la imagen la fluidez de la calle a sus espaldas.
La ciudad pronto metería un pie para bañarse en la luz de la tarde. Sus gentes iban de un lado a otro con una actitud como si nadie más existiese. Elis así lo veía hasta en esas personas que hablaban acompañadas, que creían hablarse a sí mismos gracias a una manifestación de un otro con aspecto de espejo. Todos somos los protagonistas; todos tenemos una cámara grabando a cada momento de nuestra vida por el convencimiento de que debe, que nuestra vida tiene que ser especial. Si no, ¿por qué vivimos?
Volvió a repasar la tintorería. Había sido insistente en colaborar para que Charles la perdonara por el supuesto despiste, así que pidió investigar a las empresas relacionadas con la fábrica afectada para intentar descubrir si había algún enemigo empresarial. Al jefe le pareció una idea vaga, puesto que las dos víctimas no tenían relación entre ellas. Al final accedió fiándose de la intuición de Elis, no queriendo tener que soportarla si acaso acertaba.
En la llamada telefónica en el patio, el jefe Charles comentó las similitudes con la anterior víctima: se incluía otra posesión personal, quedaba cerca el pentáculo esotérico dibujado y el cuerpo había sido deformado con alguna extraña cualidad sobrehumana. Para añadido se confirmaba lo de las babas, un líquido fabricado al estilo de las abejas. Al jefe no le hizo falta imaginarse el intento de sonrisa que se estaría formando en Elis.
La guinda del asunto había sido descubierta esa misma mañana a escasos minutos de llamarla: dentro de la enorme boca de la chimenea se había encontrado una pequeña red colgando, lo que era extraño porque el primer agente que había escalado había asomado antes de bajar y juró no haber visto nada. Se achacó a la falta de luz.
Dentro de la red quedaba recogido el juguete de una fábrica en miniatura, posible representación de la fábrica real. En lo alto de la chimenea de plástico figuraba una polilla clavada calcando al crimen, incluido un símbolo mágico pintado a escala con enorme manía de precisión.
Se había acertado al tratar a ese asesino como “el polillas”, y tocaba resolver cuál sería el siguiente paso que fuera a dar… a la mente de Elis sobrevino la imagen de una polilla-humana puesta de gabardina.
Se re-ubicó y, decidida —para no dejarse atrapar de nuevo por sí misma—, entró en la tienda con largos pasos. Llamó enseguida la atención del hombre mayor tras el mostrador:
—Buenas tardes. Soy policía y me gustaría hacer unas preguntas —Elis comenzó a buscar por su placa en el bolsillo de la gabardina.
—No hace falta que me enseñe nada. La creo de sobra, niñita.
Las palabras le dejaron muda. Por una vez su fama la precedía, y rabió en silencio por no haber podido mostrar la placa con autoridad.
Salió del negocio con un vaso de plástico lleno de café de una de las máquinas del local. Le acompañaba una frustración añadida al no haber descubierto nada.
El dueño era cliente de la fábrica, sí, y su relación no iba más allá de pedir los productos correspondientes para la labor de su pequeño pero honesto comercio. Ni traficantes ni capos; siquiera juego ilegal debajo del suelo. Aquel hombre le quedaba jubilarse y legar el negocio a alguno de sus hijos, con el que terminaría de ver hundirse el sueño de su vida antes de morir.
Dio un sorbo que quemó. Le gustó notarlo filtrarse hasta la boca del estómago. Se acercó a la esquina y se sentó. No había pasado tanto tiempo dentro, pero el cielo estaba anaranjado. Miró al atardecer en el final de la calle, donde las sombras de las nubes en contra del sol quedaban alargadas como focos de tono ausente.
La gente iba de aquí y allá ignorando todo salvo a sus vidas. Resultaba increíble que tanto caos se juntara sin causar estragos. Todos los sin sentidos tenían un orden gracias a las conciencias, hasta que se averiaban y tenía que intervenir la policía. ¿Por eso había decidido ser poli? Nunca lo vio así, como si fuese una reparadora, la intermediaria que se encargaba de enviar los trastos al taller, uno en especial con un cartel indicando “cárcel”. Aunque ese sentido quizá fuera antes. Recordó que hacía tiempo de su última visita al cementerio.
Repasó cuál era el siguiente paso a dar. Del hombre del armario no tenía noticias, y temió que cualquier noche la asaltara, que fuera capaz de eludir hasta la seguridad de su hogar reforzado. Derivó los pensamientos en actuar, pero le resultaba tarde por ese día intentar hablar con el contacto. Tocaba entonces rascar a la paciencia.
Un asunto le comenzó a carcomer.
Ahora que estaba relajada para analizar, por primera vez cuestionó la veracidad del contacto que jamás había visto. A diferencia de los otros culpables cazados, en esa ocasión contra el de los armarios no requirió de informarse, hablar y ganar una confianza que desembocara en una cita-trampa, sino que actuó directa por tratarse de alguien con poderes. El contacto siempre tenía razón con los sujetos a detener, pero el último resultó distinto, y eso implicaba pensar de otra forma. Intentó convencerse que aquel tipo delgado como una sombra estaba colándose en la habitación de un niño, que no podía haber margen de error. Hasta él mismo dijo que el niño no recordaría nada de lo que fuera a pasar...
¿Y si el contacto era alguien intentando librarse de la competencia? De ser así, ¿qué verdadera relación tenía con su hermana?
Se sobrepuso el tema del recién apodado “polillas”. No parecían mostrarse pistas significativas, y como en otros casos sería cuestión de confiar en Charles, eficaz hasta el punto de llegar a jefe.
Intentaron sobreponerse más asuntos, pero resopló y se masajeó las sienes. Lamentó que tuviera que ser todo tan complejo (y ella compleja), de que al mundo le gustara complicarse la vida hasta el punto de afectar a los demás. Siempre había límites, y por desgracia dolían al ser quebrados.
Miró al café y sonrió sin mostrarlo. Aquella bebida era lo único que nunca le había hecho mal. Estaba convencida que su propia muerte sería flotando boca abajo en un depósito lleno de ese oro negro. Reconoció ser adicta y avariciosa, pero qué diferentes serían las noches sin ello...
Oyó un sonido metálico frente suya. Miró al suelo para apreciar el brillo plateado de una moneda. Intuyó que el dinero había ido en dirección a su vaso, y eso la hizo mirar a los lados. Arrugando la nariz examinó a la pareja que se alejaba. Él parecía vacilar en su andar y ella se mantenía erguida y seria. El chico dio la impresión que estaba esperando el momento para acercarse y realizar una especie de amago; ella pareció a la defensiva. El chico miró a un lado para comprobar que nadie les miraba. La chica miró alrededor para asegurarse que podía contar con ayuda. Sucedió el giro simultáneo como si uno reflejara al otro, donde se encontraron y se besaron. Elis no pudo arrugar más la nariz y apartó la vista. Se había besado alguna vez en broma con las amigas, jugando a imitar que eran un chico de la escuela o el famosillo de turno. No le parecía para tanto. Si algún día pensaba tener pareja no pasaría de los besos sencillos. Para demostrar amor no hacía falta más...
Cierto chico se infiltró en su mente.
Elevó la cabeza y se perdió mirando al cielo, introduciendo una mano imaginaria en la pantalla que abarca al mundo. Cerró los ojos y dejó que los sonidos le acometieran sin violencia. Muchos eran ruidos transformándose en humo; otros eran interminables palabras que ya eran nada antes de salir de la boca. Entre aquello había cierta música inimitable. Un sonido de saxo real sonaba en la lejanía, lo más seguro que desde otra esquina. Se preguntó si a él le gustaría ir alguna vez a un club nocturno de jazz. Cómo lo disfrutaría el día que la dejaran entrar por edad.
Abrió la vista y quedó embelesada viendo pasar la marea revuelta de piernas. La ciudad era su océano; para todas las personas lo es, pero ella se sentía con más derecho a pensar así. Se vio como Crusoe en otra clase de historia, donde el mar tenía un tráfico constante de embarcaciones amarillas y negras que pasaban por delante de la isla solitaria. En cualquier momento podía abandonar la isla, pero no lo hacía.
Miles de pensamientos se hicieron añicos cuando el móvil de Elis emitió sonido. Lo sacó para comprobar que era Gigi saludando: “Hola! T apetece hablar?”. Elis se giró dirección a la pareja, pero ya habían desaparecido por alguna esquina hacia otro mundo hecho calle. Tardó en contestar al chico.
Una nueva moneda llovió cerca de la otra, situada aún en el mismo punto. Quedaron como si se estuviesen observando, analíticas y a la espera por lo que tuviese que acontecer. Elis resopló. Con ambas le daría para otro café.