Comenzó a tararear por lo bajo, plena al máximo por la ironía de sentirse viva justo en los últimos momentos de su carne arañando el borde de la vida.
No dejó la melodía ni aun con la herida que el hombre provocó en su pierna. Sacudió su cuerpo cuando volvió a acometer contra la misma. Continuó tarareando.
El rey pidió que se callara, que arruinaba la grabación. Le gritó entonces que activara uno de sus poderes, y al no conseguir nada de ello cortó un poco más de la pierna como en el inicio de una cata de embutido, imagen viva al descubierto tras escindir sin cuidado esa parte del traje. El hombre estaba más nervioso, medio incrédulo por la insensibilidad de aquella criatura.
La pequeña observó en la imaginación y se preguntó a qué sabría su propia carne; se preguntó también a qué sabría la de él. Con calma giró su cabeza doblegada donde intuyó la cara del hombre. Se quedó observándolo ciega.
Calló su melodía. Eso produjo una reacción en el secuestrador.
La pequeña notó una nueva moral en su mente, y su enemigo pareció percibirlo. El todo se tornó oscuro, dejando a cada pensamiento con un brillo propio: fácil de identificar y desechar lo que no sirviese en la muerte.
Continuó observando como si no llevase el cuero en la cara y el hombre reaccionó alejando el filo. Se quedaron como atrapados en aire, y sólo uno de ellos pareció ser la encarnación del temor. El hombre le propinó en la barbilla un puñetazo, arrugando la cara como si también le doliese.
La niña sintió el mareo y el sabor a sangre. Su boca se llenó del líquido y comenzó a escupir sin apenas fuerzas. Su garganta se fue llenando y una cascada se sumó al reguero que todavía nacía de su pecho ausente.
Poco a poco el mundo se fue apagando y lo último que escuchó fue el acorde final de la canción. La última palabra fue algo similar a “riñón”. Intuyó que el asesino quería quitárselo en directo. Le dio igual porque tenía otro... tosió ahogada por culpa de su propia risa.
¿Cómo debió sentirse su hermana justo antes de morir? De haber algo más, se lo preguntaría en persona. El malestar se detuvo y desapareció. Su cuerpo flotó libre.
Se vio corriendo por dentro de una casa. Decidía por unas escaleras que subían a lo más alto: el cielo; o a lo más bajo: el infierno. Si la conocía bien —y también al mundo— tenía que escoger las que bajaban.
Ya no dolía nada. Estaba menos cansada.
No se reconoció.
Se sintió de mayor tamaño y con otra clase de toma de decisiones. Estaba musculada y tenía la piel mucho más morena, de otra raza. Sintió los pelos en la cara y los ojos de no dormir.
Era Charles.
Durante ese periodo de pensamiento indefinible estaba dentro de Charles. Supo cómo pensaba y el enorme grado de responsabilidad que sentía por ella. Su amigo debía quererla más que su propia familia. Se sintió apenada por saber que jamás podría expresar un agradecimiento de tal nivel para su jefe y compañero. Un amigo. Un alma gemela...
—¡Quieto ahí hijo de la gran puta!
El rey soltó la navaja por el sobresalto. Le dolió salir de la concentración, mirando con ojos desorbitados al hombre de raza negra que le apuntaba con un arma. Levantó las manos y comenzó a hablar con el agente.
Ella no escuchó qué decían, pero supo que algo iba mal y gritó a Charles que no se fiara. Sin embargo no llegó a moverse ni pronunciar nada.
El jefe tocó el cuello de su compañera para comprobar el pulso. Tras resoplar, se acercó al secuestrador, que de repente se lanzó sobre el policía. Éste lo empujó y el asesino retrocedió de espaldas para agacharse con precisión y coger la navaja. Enseñó su mirada descolocada y una sonrisa acorde y desde la posición tomó impulso para incorporarse con un ataque.
Ambos hombres forcejearon agarrándose las manos, que se elevaron por momentos. El jefe demostró estar más fuerte y preparado y doblegó a su rival. Abalanzó la rodilla y produjo la caída. Una vez lo vio espalda contra el suelo, le propinó una patada. Le apuntó con la pistola antes de proseguir con la petición:
—Suelta. La puta. Arma —dijo con calma a pesar de delatarse agitado.
El secuestrador la soltó y levantó las manos.
El jefe se agachó cerca de él y lo doblegó con un brazo a tumbarse boca abajo. Lo aprisionó con la rodilla. Sacó y puso las esposas. Pasó de leer sus derechos: no merecía ni el oxígeno que respiraba. Cogió la navaja y se la guardó.
Charles se incorporó y soltó aire. Jadeó un momento con pesadez mientras analizaba al perturbado, que quedó mirando de soslayo, quieto como un animal tenso.
Se centró en mirar a la niña.
Murmuró por lo bajo ante la imagen que se devolvía bajo el foco. Estaba tullida —el verdadero significado de la palabra—. Tenía la cabeza forzada hacia atrás, y estaba tan roja que destacaba sobre cualquier realidad, destacando a su vez la cruz en su centro, que era como una pequeña luz blanca.
Se acercó y la fue rodeando. Tocó sin fuerza el cordel atado en el suelo, se agachó y quitó la sujeción. Vio el nudo apresando las manos e intentó desatar las cuerdas. Recordó y sacó la navaja del bolsillo. Se puso a cortar las cuerdas. Le costó, pero logró liberarla, produciéndose un movimiento como si la niña se destensara. Analizó a la pequeña y fue sorprendido por un agarre hacia su mano. Miró a los ojos del enemigo.
El rey había logrado pasar los brazos por detrás de las piernas para conseguir posicionar las manos por delante, demostrando seguir ágil para estirar del brazo del jefe y empujar con el hombro. Ausente de equilibrio por un segundo definitivo, Charles soltó las armas y fue derribado hacia un lado. El secuestrador se lanzó contra el policía separando las manos al máximo que pudo, realizando una maniobra de presa con las esposas hacia el cuello de Charles.
El policía gruñó al notar la presión y agarró los brazos del agresor. Su cara se fue tornando de otro color y los dientes le comenzaron a sangrar. Logró realizar una llave posicionando el pie en la barriga del rey, que lo levantó por encima para que diera una voltereta completa y cayera de espaldas. Charles aprovechó para levantarse. Lo vio confuso en el suelo y aprovechó. Pisó su cara, lo que hizo sacudir y que rebotara el cuerpo contra el suelo.
El jefe buscó por su pistola. La localizó a un metro y, gracias a un leve resplandor, se percató que tenía al secuestrador con el filo de la navaja amenazando una de sus piernas. La apartó presto y acto seguido dio un puntapié. Corrió a por su arma bajo la banda sonora de los gemidos. A la vez que la cogía, el asesino logró incorporarse, cambiando los gemidos por gruñidos propios de un perro con rabia roja. Charles fue rápido y apuntó con la pistola. Apretó el gatillo por inercia.
Sucedió en un segundo: un hermano perdido de la eternidad.
La navaja contra el suelo fue señal junto al disparo.
Al abrir los ojos se percató del polvo que desprendía la pared del fondo. La visión se ignoró por el asesino incorporándose, desplazado un poco de la reciente posición; congelada su expresión, decisiva en el tiempo y la memoria. El jefe no pudo reaccionar ante el impulso que realizó el enemigo con las manos esposadas por delante.
Ambos cayeron y el asesino quedó encima del policía. Charles notó la cadena de las esposas apretando debido a las manos a cada lado del cuello.
Le estaba hundiendo la nuez.
Pudo ver al detalle la sonrisa conclusa... el asesino se detuvo repentino tras emitir un leve gemido. El hombre aflojó el ataque y cambió a una expresión opuesta.
El rey se miró el costado ensangrentado. Con calma acercó las manos y metió un dedo en el agujero debajo de la axila. Miró a cámara y elevó la mano empapada para enseñarla. Realizó un gesto de santificar y sonrió.
Cayó hacia un lado sin borrar su expresión. Un golpe seco. Tierra elevándose.
El jefe se quitó de encima al asesino. Se percató de la energía morada surgiendo de donde la herida del rey, elevándose vaporosa con la forma de una mariposa antes de desaparecer. Miró hacia un lado y vio a su compañera tumbada con el torso alzado, sujetando la navaja con ambas manos. Ya no tenía la cara tapada y mostraba una expresión seria, agitada por la respiración. El filo resplandecía y goteaba del mismo modo que la cruz.
Las dos miradas se cruzaron y volvieron a ser uno. La pequeña afirmó con un gesto de cara al sentir de primera mano el empeño que su compañero se había impuesto:
“Hola”.
Cayó doblegada.