Le dolía el oído y eso la despejó hasta devolverla a la conciencia. Abrió los ojos, pero sintió como si estuviese ciega, apenas un rastro de imagen locuaz. Se notó agotada y dañada, con mucha hambre. No sintió nada más, su cuerpo de nervios muertos no le pudo delatar si hacía frío o calor, si acaso el ambiente quedaba húmedo. Dentro del entorno percibió un extraño olor acumulado. Identificó el olor a agua oxigenada además de yodo —o mercurio rojo, quiso especificar— junto a algún otro químico de los usados por médicos.

Las manchas en la vista se fueron limpiando y alzó la vista para apreciar entonces una televisión:

Había un ojo.

Le pareció que emitían una película. Una canción se le mezclaba en la cabeza. Identificó una armónica. Reconoció la canción de una de las películas que más había visto con su padre.

Las historias de venganza solían ser las mejores.

Pronunció unas palabras.

Su mente volvió a desvanecerse.

La última visión que le quedó en la retina fue acorde con la otra en la televisión. Dicho ojo miraba vivo, pero un punto rojo —como el de la tele del hospital— también estaba allí: fijo, como si la observara al detalle; muerto, aunque más capaz.

Surgieron unos últimos ojos desde las sombras de una esquina que no parecía acorde al lugar.

La cabeza de la niña se dejó caer. Soñó que alguien cercano la acompañaba, instante previo a lo que dijo justo antes de desvanecerse:

—Eres... eres tú. El asesino.