Ginebra
El pabellón número nueve. Lo conocía bien. El asalto, en principio, era factible. Sobre el papel, el plan del coronel parecía infalible. Pero tenían que afilar la prudencia. Entre los cuatro mil científicos y trabajadores fijos que integran habitualmente el CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear), el espionaje se había abierto paso como una segunda y bien remunerada actividad.
Hoffmann lo sabía. Y tranquilizó a Carla Mutter. La especialista del tercer círculo en Ginebra no preguntó. Se limitó a escuchar. Después, recogiendo el dossier se despidió de Frank. Así son los agentes de Los Tres Círculos. Sencillamente ejecutan las órdenes. Conocen las costumbres y, en consecuencia, si no son informados del porqué de una operación, se mantienen al margen, desterrando cualquier atisbo de curiosidad.
Y el 18 de mayo —cumpliendo las instrucciones—, la ingeniero y físico cuántico, Carla Mutter se presentó en el Puerto Negro, en la orilla sur del lago Léman. La primavera ginebrina —fila y ventosa— vino a favorecer aquel secreto encuentro. La ribera derecha, azotada por el viento del norte, aparecía desierta, moteada aquí y allá por el aburrido navegar de los patos colvert y la agresiva vigilancia de los blancos cisnes tuberculé.
Carla consultó el reloj. Faltaban cinco minutos.
Y gratamente sorprendida se dispuso a cruzar el Quai Gustave-Ador. Después de tantos años en aquella ciudad acababa de descubrir que los mástiles de los veleros también componen música...
Y a las trece horas —según lo convenido— se adentro en la Rosaleda. El parque dormitaba en silencio, precariamente caldeado por un sol todavía juvenil y distraído.
Y a las 13 horas y 5 minutos se detuvo frente al monumento a la Melancolía.
Inspeccionó los alrededores. Los jardines, tumbados en un verde luminoso, seguían vacíos.
Hipnotizados por los diecisiete surtidores del estanque central.
E impaciente recorrió los bellos, pulidos y tostados perfiles de la mujer desnuda. Y, misteriosamente, el mármol le devolvió la mirada, serenándola.
A las 13.10, un solitario paseante se destacó entre los frondosos árboles del flanco sur. Caminaba despacio. Con un libro abierto en las manos.
Carla Mutter trató de identificarle. De vez en cuando, en su reposado avance hacia la Melancolía, optaba por detenerse, absorto en la lectura.
Cinco minutos después, sin alzar la vista de las páginas, terminó situándose a doce metros de la estatua, frente a un macizo de flores ubicado a la derecha de la talla.
Carla se rindió. A pesar de su diario quehacer en el Laboratorio Europeo para la Física de Partículas, el individuo le resultó desconocido. Pero, confiando en la acostumbrada eficacia de Hoffmann, decidió probar fortuna. Y se reunió con él.
El enjuto anciano no la miró. Y nuestra agente, inclinándose hacia el pequeño letrero que presidía la alineación de las prometedoras rosas, procedió a leerlo. Y lo hizo en voz alta. Con exagerada lentitud.
Hybride de the Baronne Edmond de Rothschild. Meilland. 1968.
No hubo respuesta. El hombre cerró el volumen y, dando media vuelta, se retiró hacia el monumento.
Carla aguardó. Y el enigmático personaje caminó hasta un segundo seto, a siete metros a la izquierda de la Melancolía.
Comprendiendo, la ingeniero lanzó una nueva y escrupulosa ojeada al parque.
Perfecto.
Y se felicitó ante la ausencia de curiosos. Y, siguiendo los pasos del hombrecillo, se colocó a su altura. En esta ocasión fue el recién llegado quien se encorvó sobre el cartel. Y en voz baja leyó el tipo de rosa.
Hybride de the Queen Fabiola. 1961.
Y depositando el libro en el césped, al pie del rosal, se alejó hacia La Granja, en el interior del jardín.
Carla tomó el ejemplar —Quarterly Reviem, de J. Russel— y, sin prisas, regresó al embarcadero de Quai Fleuri Un minuto más tarde, un segundo agente ponía proa al Este, surcando las encrespadas y verdiazules aguas del lago de Ginebra, rumbo al castillo de Bellerive, propiedad del príncipe Saddrudin Aga Khan.
La secuencia numérica —vital para el acceso al pabellón —nueve— se hallaba en nuestro poder. Según el reloj del jardín Inglés faltaban diez minutos para las catorce horas.
Justo en esos instantes -de acuerdo con lo establecido-, en el distrito de Laufen, un enclave de Berna entre los cantones de jura, Solothurn y Basilea, el cirujano Jor Savel me proporcionaba las últimas instrucciones. La intervención quirúrgica había sido programada para el día siguiente, sábado.
Una vez apurada la suculenta raclette —cocinada a base de queso fundido y patatas—, el judío, sincero por naturaleza, desvió la conversación hacia el asunto que le inquietaba.
Mostró algunas de las ampliaciones fotográficas del rostro y cabeza del cardenal Lomko, comentando con una punta de pesimismo.
—Fíjese en la cara. No voy a ocultarle que la operación entraña dificultad...
Conocía las facciones de memoria. Pero no adiviné el alcance de sus palabras. Y le dejé hablar:
—Las cejas son densas. Muy arqueadas. Nacen prácticamente de la nariz. Eso le otorga una notable fuerza expresiva.
Asentí. Y, señalando los ojos del prelado, añadió:
—Y ahora preste atención. Esa bleparochalasis, o caída de los párpados, constituye otro serio inconveniente.
Y movió la cabeza con cierto desaliento.
—Pero hay más. Observe la prominente mandíbula. Ese desplome del tercio medio termina de complicar las cosas...
—Le comprendo.
El médico guardó las imágenes. Y subrayó:
—¡Ojalá! Y me alegraría que entendiera también que, aun contando con su aceptable parecido físico, los problemas para consumar la intervención satisfactoriamente son preocupantes.
Guardé silencio. Esas dificultades —inevitables— ya habían sido contempladas y valoradas por la organización.
—El coronel lo sabe, por supuesto —replicó curándose en salud.
—Y bien...
Dudó.
—No me malinterprete, por favor. El trabajo puede hacerse. Y se hará. Pero, compréndalo, usted deberá asumir unos riesgos... inevitables.
Estaba al corriente. Aun así, encarnando la personalidad del prelado, fingí no entender.
—¿Por ejemplo?
—El parecido no será al ciento por ciento...
—También lo sabemos. Y, adivinando algo más en su fluctuante tono, presioné.
—¿Qué le preocupa?
—Es curioso. Algo que puede delatarle y para lo que no hay solución. Al menos desde mi especialidad. Me refiero a su voz. Son muy diferentes...
—Está previsto.
—Tenga en cuenta que, aunque no quedarán cicatrices externas, sí las habrá en el interior de la nariz y boca. Su voz quedará distorsionada, alejándose aún más de la del cardenal. Mi sonrisa le confundió. Y me apresuré a tranquilizarle:
—Mi querido amigo, pierda cuidado. Está en lo cierto. Pero esa fase ha sido minuciosamente planificada. Limítese a reformar mi rostro. Haga de mí un Jozef Lomko. El resto es cosa nuestra.
Viernes, 18 de mayo
21 horas.
Un Mercedes azul metalizado, con placas falsas (GE-780), frenó dócilmente ante la barrera de la entrada B. Una tardía borrasca —como un cómplice inesperado— seguía lavando los rojos tejados de Meyrin, a ocho kilómetros de Ginebra, y los 604 pabellones del CERN. La lluvia, sumándose a la operación, había hecho un buen trabajo. Las calles del gigantesco complejo fueron despejadas antes de lo previsto.
Desde el acristalado control, uno de los policías de servicio desvió la mirada hacia el parabrisas. Y Carla Mutter, al volante, simuló serenidad.
Fue una rutinaria y fugaz comprobación. Algo cotidiano. Y al detectar bajo los goterones el adhesivo circular blancoazulado, con el 6 impreso en el centro, accionó el sistema automático, franqueándole el paso.
Carla guardó la carta de acceso. Una pequeña V en el extremo inferior izquierdo del documento le autorizaba a conducir vehículos propiedad del CERN. Pero, tal y como había imaginado, esta segunda credencial fue innecesaria.
Y su acompañante —Albert von Rhoden— suspiró aliviado. Estaban dentro.
Y despacio —respetuosa con el límite de velocidad exigido en la inmensa Ciudad de los científicos— enfiló la route Pauli, a la búsqueda del objetivo.
El día y la hora, obviamente, no habían sido elegidos al azar. Hoffmann —no sé si lo he dicho— practica una máxima que jamás falla: La mejor improvisación es la que se prepara.
Los fines de semana, como es natural, la actividad en el Laboratorio Europeo para la Física de las Partículas, ubicado, como digo, en la pequeña localidad de Meyrin, decrece sensiblemente. Pero nuestros hombres no podían confiarse. De los 3273 técnicos, ingenieros y profesores que integraban el staff en aquellas fechas, un buen puñado olvidaba con frecuencia el significado de la palabra descanso.
En los seiscientos metros que separan la puerta B del pabellón nueve, en la route Faraday, los ocupantes del Mercedes tuvieron ocasión de comprobar cómo muchas de las ventanas de los despachos permanecían iluminadas. Mala señal. Esos sabios excéntricos, despistados y sin noción del tiempo eran, justamente, los que más nos preocupaban. El resto del CERN no ofrecía mayores problemas. La vigilancia, casi nula, quedaba reducida a los puestos de control en las entradas A, B y C y en el túnel que hace de frontera con Francia.
A medio camino, sin embargo, en un cruce con la route Newton, von Rhoden llamó la atención de la conductora. El Mercedes se detuvo. Procedente de la zona del Hotel, en efecto, llegaba un insólito sonido, impropio de un lugar tan serio y barbudo. Albert interrogó a su compañera. Pero Carla, sonriendo, aceleró.
—No te alarmes —comentó, aflojando la tensión del especialista en cajas fuertes—. Son los escoceses. Cada viernes, ese grupo de científicos recorre las calles del CERN, alegrando este mundo de locos con sus gaitas.
21 horas y 5 minutos.
Los faros iluminaron el objetivo. Y Carla, al ver las dos bicicletas estacionadas junto a la acera, a corta distancia de la modesta puerta metálica del pabellón nueve, exclamó satisfecha:
—Perfecto. Instantes después, el vehículo quedaba aparcado en el oscuro patio formado por los edificios 9, 10 y 101.
Rhoden descargó el material y, silencioso, se unió a Carla Mutter. Las siglas de las bicicletas eran correctas: CERN-EP4. Y la agente, comprendiendo que el resto del equipo se hallaba en el interior, examinó la fachada. Las tres plantas del cuartel general del LEP —la división que gobierna el colisionador de electrones— aparecían desiertas. En tinieblas. Oficialmente cerradas hasta el lunes.
Una vez en el hall, atenta a las escrupulosas instrucciones del coronel, dedicó unos segundos a los pasillos que se abren a derecha e izquierda. La cadena de despachos —conforme a lo previsto— se hallaba clausurada.
Al ganar el segundo piso inspeccionó uno de los monitores de televisión, encargado de advertir al personal acerca del funcionamiento de los superaceleradores. En caso de avería, el retorno de los técnicos y científicos a sus oficinas podía complicar el plan.
Lectura positiva. Todo discurría con normalidad.
Y, dirigiendo el haz de luz de la linterna hacia el corredor de la derecha, lo apagó y prendió tres veces. Al punto, desde el fondo, Carla obtuvo otras tantas señales.
Y von Rhoden siguió los pasos de la responsable de la operación, reuniéndose con Fritz Metz y Ute Breimann, los especialistas asignados por Hoffmann. El primero vestía el uniforme habitual
de la policía que custodia el CERN.
Ute, menos experta en esta clase de trabajos, balbuceó unas nerviosas palabras:
—Conviene darse prisa...
Carla no respondió. Y aproximándose al despacho del jefe de la división preguntó, al tiempo que señalaba con el dedo el rótulo con el nombre del prestigioso profesor:
—¿Sigue en la universidad de Frascati?
Fritz se adelantó a la señorita Breimann. Aunque se le había ordenado que interpretara durante unas horas el papel de vigilante, en su calidad de físico nuclear y colaborador en el revolucionario proyecto del doctor Baldacchini estaba al tanto de sus movimientos.
—Afirmativo. Acabo de telefonearle. Tanto él como Goodirian, Kompa, Walther y los demás continúan en Italia. Están felices como niños...
Fritz amarró el anuncio con una irónica sonrisa. Y puntualizó:
—El prototipo ha funcionado.
Carla, por toda respuesta, dejó caer su inseparable bordón:
—Perfecto.
Y con la muletilla puso manos a la obra. Se encaró al panel metálico empotrado en la jamba izquierda de la puerta, memorizando la secuencia proporcionada por el anciano del jardín de las Rosas. Y, decidida, fue pulsando los números que integraban la clave y que debían desbloquear el acceso al despacho del mencionado profesor Baldacchini.
5 - 4 - 1- 9 - 9 - 2.
La hoja blindada cedió, retrocediendo unos centímetros.
Ute no pudo evitarlo.
Como científico y miembro también del LEP, sentía una innata fascinación por los dígitos. Y al leer los seis cuadraditos luminosos que daban forma a la combinación se formuló una incómoda interrogante:
¿Por qué un hombre como Baldacchini —que vivía por y para la investigación láser— había escogido una secuencia numérica como aquélla?
La intuición le condujo de inmediato, y sin poder explicárselo, a una fecha: 5 de abril de 1992.
Pero, desbordada por la tensión del momento, guardó silencio. Algunos días después pondría el hecho en conocimiento de la organización.
Y los tres agentes, a excepción de Fritz, penetraron en la sala. Carla, desde el umbral, se volvió hacia el policía, susurrándole:
-Recuerda las órdenes. Ahora eres responsable de nuestra seguridad.
El alemán asintió, tranquilizándola. Acto seguido se perdía en las tinieblas del corredor.
Albert von Rhoden se plantó en mitad de aquella boca de lobo. Era su turno. Y trató de identificar el objetivo. Pero las linternas de sus compañeras le confundieron. Así que, depositando la caja de acero sobre el piso, esperó instrucciones.
La inspección fue breve. Carla y Ute conocían el despacho y el desorden que lo presidía. La mesa, como siempre, asfixiada bajo cuarenta centímetros de papeles, la mayoría de índole burocrática. Las estanterías, trepando por las cuatro paredes, abarrotadas de libros, documentos y cartuchos con planos. En un rincón, una cortadora de césped, a la espera de una reparación que, probablemente, no llegaría jamás. Detrás del simulacro de mesa, una pizarra verde, de colegial, con fórmulas, conceptos matemáticos y la lista del supermercado. Y en un ángulo, junto al único ventanal, coronado por vasos de plástico, el objetivo del coronel Frank Hoffmann: una caja fuerte de 1,80 metros de altura por 1,18 de profundidad.
Y Carla, poniendo a cero su cronómetro de pulsera, reclamó a von Rhoden.
—Cuando quieras. Es toda tuya...
El especialista del tercer círculo —oficialmente al servicio de la prestigiosa firma alemana Bode-Panzert una de las más renombradas en el arte de construir arcas blindadas- inauguró sus movimientos con parsimonia. Abrió la caja de herramientas. Tomó un foco a baterías y repasó el pulcro y ordenado instrumental.
Después, durante un par de minutos, paseó la luz sobre los dos mil kilos de acero y hormigón.
Concluida la inspección, dirigiéndose a Carla, dio su parecer:
—La información era correcta..., hasta cierto punto.
Y antes de que la agente —desconcertada— lograra replicar, puntualizó:
—Se trata de una chubb, en efecto. Un modelo inglés de alta seguridad, algo anticuado. No dispone de llave. Tampoco de mecanismo de relojería. Eso facilita las cosas. Tendremos que trabajar sobre la cerradura de combinación...
Y cargando el énfasis en la palabra sólo, vino a simplificar el arduo problema.
—Esta caja, con sus cuatro discos, sólo tiene capacidad para cien millones de combinaciones.
Las mujeres temblaron.
—Nos enfrentamos, además, a una novedad que Hoffmann no ha calculado.
Y, acariciando la dorada puerta, resumió.
—El modelo ha sido reforzado al estilo de los técnicos de la Bauer. Estos suizos saben lo que hacen.
Fíjense en la película de color oro que esmalta la puerta. Es nitruro de titanio: un recubrimiento durisimo, antibrocas. Su espesor es de unas micras. Sin embargo, para taladrarlo, se precisa un filo adiamantado. De haberse tratado de las habituales chapas de acero s.m., habría caído sin mayores dificultades.
Carla, intranquila, fue directa:
—¿Qué sugieres?
Albert, que disfrutaba burlándose de cuantas mujeres se ponían a su alcance, echó leña al fuego:
—Eso depende del tiempo de que dispongamos...
Carla y Ute, nerviosas, no terminaban de entender. Y von Rhoden, divertido, se creció.
—Sabes bien cuál es el margen -le reprochó la ingeniero—. Hoffmnann quiere la información por la mañana...
El especialista simuló no haber oído.
—Utilizando diamantes perderemos algunas horas...
—¡Maldita sea! —estalló Carla—. ¡Tú eres el experto!
Albert se dio por satisfecho. Su enfermizo ego se hallaba en disposición de alzarse por encima de lo que él juzgaba como sexo inferior. Y, triunfante, se inclinó sobre el instrumental, tomando una botella de vidrio. La mostró y dio por concluido el estúpido rodeo.
—Ácido nítrico, mezclado en caliente con clorhídrico...
Carla Mutter comprendió. Y tuvo que dominarse para no arrojarlo a patadas del despacho.
—El nitruro —explicó el alemán con odiosa autosuficiencia— quedará degradado en segundos.
—Está bien —cortó Carla, amenazante—, basta de palabras. Abre la caja...
Von Rhoden —un tímido, a fin de cuentas—, cedió. Iluminó el botón de combinación, permaneciendo pensativo durante un largo minuto. Finalmente, con el auxilio de un rotulador, dibujó un cuadrado en negro, de 14 centímetros de lado, alrededor de la rueda.
Los relojes marcaban las 21 horas y 40 minutos.
Los ácidos, inyectados en el ángulo superior derecho de dicho cuadrado, disolvieron el nitruro en 90 segundos.
Rhoden consultó un pequeño bloc.
Ute siguió colaborando con la lámpara.
Carla pensó en Fritz. En veinte minutos debía establecer la primera comunicación.
Y el especialista trasladó un compás sobre la dorada pátina de la puerta. Y, tomando como referencia el botón de combinación, estableció la ubicación de los tornillos de sujeción de la caja que albergaba los mecanismos de la cerradura. Una caja enterrada a 115 milímetros de profundidad. Y delicada y minuciosamente fue pintando en negro dicha posición.
Albert, concluida la operación, comenzó a pensar en voz alta:
Primero los diez milímetros de acero s.m.
Regresó a la caja de herramientas y seleccionó una broca de tres milímetros.
Instantes después, una silenciosa taladradora eléctrica —modelo Accu— se abría camino sobre uno de los puntos negros. A pesar de la impregnación en diamante, la temperatura no tardó en elevarse.
Y Carla acudió en ayuda de la broca, refrigerándola con gas criogénico a 196 grados centígrados bajo cero.
22 horas.
Carla solicitó silencio. Fritz, desde el hall del edificio, acababa de activar su transmisor, emitiendo en 27-185 megaciclos.
Rhoden, sudoroso, aprovechó para retirar la tercera barrena. Iluminó el angosto orificio y se dio por satisfecho.
-Zurich. Aquí Berna... ¿Me recibes? Cambio.
Mutter intervino sin dilación:
—Berna. Aquí Zurich... Cambio.
—El circo sigue cerrado... ¿Y los trapecistas? Cambio.
—Ensayando... ¿Alguna novedad? Cambio.
—Agua, oscuridad y paz. Tío Sam duerme. Cambio.
—Perfecto. Cambio y cierro.
A una señal de la ingeniero, Rhoden prosiguió.
Ute, a pesar de las tranquilizadoras noticias del policía, percibió que se ahogaba.
El circo (el cuartel general del LEP) se hallaba bajo control. Cierto. También los superaceleradores (Tío Sam) funcionaban (dormían con normalidad. Pero ¿y las rondas policiales? Fritz no las había mencionado. Podían presentarse en el lugar en cualquier momento. En ese caso, ¿qué debían hacer los trapecistas?
Ahí está el refractario —musitó Albert—. ¡Cien milímetros de hormigón! Toda una pared de gran poder abrasivo, armada con pletinas retorcidas y fibras de acero. Carga de rotura: quinientos kilos por centímetro cuadrado... ¡La madre que la parió!
Y, absorto en el monólogo, se replicó a sí mismo:
Tranquilo. Por un instante temí que la hubieran rellenado con níquel y cobalto. Veamos. Broca de vidia. Si falla, filo adiamantado.
La perforación del grueso de la puerta se prolongaría durante cuatro angustiosas horas.
Pero Rhoden —transformado en una segunda máquina— había convertido el taladro en una prolongación de su inagotable coraje.
02 horas.
La quinta comunicación de Fritz rompió los frágiles y castigados nervios de Ute. Tío Sam acababa de despertar.
Breimann interpeló a Carla.
La súbita avería en uno de los superaceleradores sorprendió a los trapecistas en mitad del ensayo. Si no era reparada a tiempo, los científicos abandonarían el túnel toroidal. Y a pesar de lo avanzado e intempestivo de la noche, siempre cabía la posibilidad de que alguno tratara de ingresar en el LEP.
La ingeniero, imponiéndose, ordenó a Rhoden que continuara.
Ute, desencajada, se hizo cargo del foco. Y horrorizada percibió que su vejiga no resistiría mucho tiempo.
Acero al manganeso. La chapa de dos milímetros, parapetada tras el hormigón refractario, fue abierta con rapidez.
Cambio de broca.
02 horas y 9 minutos.
Carla solicitó nueva información.
Sin novedad en el circo. El monitor de televisión instalado en el hall seguía advirtiendo de la inactividad del superacelerador.
Última lámina. Tres milímetros de acero s. m. Rhoden estaba a punto de conquistar la cerradura.
02 horas y 23 minutos.
La barrena se detiene. El técnico inspecciona el orificio y verifica las medidas de la broca.
115 milímetros. Ya estamos...
Rhoden cambia de broca por enésima vez. Se limpia el sudor. Pide a Ute que ilumine sus manos. El pulso es bueno. Y con la precisión de un cirujano introduce la boca cónica por el capilar practicado en la puerta de la caja fuerte. Ni Ute ni Carla son conscientes de la gravedad del momento. Si los cálculos, a la hora de localizar los tornillos de sujeción, han sido erróneos, la operación se vendrá abajo. La taladradora tiene que incidir exactamente sobre el tornillo elegido. De lo contrario, el sistema de bloqueo de los discos saltará automáticamente, anulando la posibilidad de reconstrucción de la clave.
02 horas y 25 minutos.
La barrena penetra. Zumba como una abeja. El sudor refrigera el rostro de Rhoden. Sus ojos vigilan la escala de la broca. La mandíbula se hace piedra. Los labios, entreabiertos, enseñan bayonetas.
Diez milímetros.
Rhoden detiene la perforación. Vuelve a respirar. Acierto pleno.
02 horas y 40 minutos.
Treinta milímetros. El tornillo ha sido desintegrado. El camino está abierto.
El especialista sustituye la taladradora por una gruesa jeringuilla. Comprueba la fluidez del líquido e introduce un chicle en su boca. Lo mastica con prisas.
02 horas y 42 minutos.
Rhoden inyecta el gel en la caja de combinación, rellenando los espacios vacíos que separan los discos. El aire queda neutralizado. Y lentamente, sin dejar de presionar el émbolo, procede a su retirada. Un par de viscosas gotas se derraman desde el orificio. Y Albert se apresura a taponarlo con la pastilla de chicle.
Vamos allá...
Pero el comentario naufraga. Fritz reclama a Carla:
—Aquí Berna... ¡Atención!
La comunicación se interrumpe. La ingeniero acude a la llamada. Silencio. Fritz ha enmudecido.
Ute apaga el foco. Sus manos tiemblan.
—Aquí Berna. —Los trapecistas contienen el aliento. Fritz se muestra nervioso—. Un coche patrulla está maniobrando frente al circo...
Ute no puede remediarlo. La orina ha escapado de su vejiga.
—Berna. Aquí Zurich. Te recibo con dificultad... Cambio.
—QRV... (Un momento.)
Rhoden, impasible, presiona el chicle, asegurando el cierre.
—Aquí Berna. Uno de los guardias desciende del coche... Se acerca al Mercedes...
Carla pega el walkie a los labios e interviene sin titubeos:
—Berna. Desbloquea la puerta... Rápido. Retírate a punto A. Cambio.
—Zurich... QRV. El policía regresa al vehículo... QRV.
Carla se mantiene a la espera.
—Zurich. La patrulla se retira del patio... Se aleja en dirección al centro de Cálculo... Puede que el incidente carezca de importancia. Cambio.
—QSL. (Está bien.) —replica la ingeniero, recuperando el tono—. No tardaremos en averiguarlo. El trapecista se dispone a dar el triple salto mortal... Cambio.
—Suerte, Zurich. Cambio y cierro.
Ninguno de los trapecistas necesitó explicaciones complementarias. Había que actuar con celeridad.
Rhoden se hizo con el palpador ultrasónico. Se ajustó el chaleco amarillo portaequipos, distribuyendo el instrumental. La batería de alimentación a la espalda y el USM-2 sobre el vientre. Comprobó el palpador angular de 45° y fijó la profundidad de exploración de los ultrasonidos entre 115 y 145 milímetros..
El ingenio electrónico -fabricado por Krautkramer-, a pesar de sus menguadas dimensiones (250 X 145 X 350 mm), se halla dotado de un eficaz sistema de penetración en acero, que abarca desde diez milímetros a cinco metros. El secreto consiste, justamente, en los mencionados ultrasonidos, capaces de detectar toda suerte de fisuras y defectos. Un ejemplo: el modelo USM-2, trabajando en una frecuencia de 4 MHz, dispone de una sensibilidad equivalente a Sg = 140 dB. En otras palabras: con un palpador de Q4S es posible localizar y ver en el monitor un defecto circular de 1 milímetro de 0 y a una profundidad de 1000 mm, aceptando que la atenuación dentro de la pieza sea insignificante. Y Rhoden, sin más demoras, retiró el chicle, ajustando el palpador sobre el capilar. Carla reemplazó a Ute en el manejo del foco y Breimann, pegándose a Albert, se dispuso a supervisar y anotar las lecturas del osciloscopio.
La labor —aunque relativamente sencilla— exigía un profundo conocimiento de la anatomía de la caja de combinación y de sus cuatro discos. El viaje de los ultrasonidos por el interior del acero se refleja instantáneamente en la pantalla cuadriculada del aparato, tanto en sentido horizontal (lectura de las distancias) como vertical (evaluación de la altura de los ecos). Estos picos —simplificando— proporcionan las características de la región sometida a análisis.
El especialista, más exactamente, debía interpretar, las señales procedentes de los vacíos. De esta forma se hallaría en situación de reconstruir las respectivas posiciones de los discos y, consecuentemente, los números seleccionados por el responsable de la combinación. Una técnica no descubierta aún por los profesionales del robo.
03 horas.
Rhoden activa el equipo.
Ute comprueba y da por buena la linealidad.
El gel hace de puente y los ultrasonidos navegan con docilidad.
Albert corrige la posición del palpador. El poder resolutivo mejora.
Se dibuja la primera sucesión de ecos múltiples.
Rhoden traduce.
Primer disco. Uno...
Ute confirma la posición.
Continúa el rastreo.
Un momento...
La minúscula pastilla, guiada por los dedos de Albert, busca a derecha e izquierda.
Lo tengo. Segundo disco. Posición nueve.
Carla ralentiza la respiración. Disponen de dos números.
03 horas y 6 minutos.
Algo falla.
El osciloscopio no responde. No hay imagen.
Rhoden examina la boca del orificio y comprende. Reclama una dosis de pasta de acoplamiento. El ZG, a base de engrudo con aditivos anticorrosivos y deslizantes, termina de expulsar el aire que ha ido filtrándose entre el cabezal y el capilar.
Prosigue la exploración.
Tercer disco —canta Rhoden—. Dos.
Ute lo ratifica.
03 horas y 11 minutos.
El técnico de la Bode-Panzer toma aire. Sigue sudando copiosamente. Y antes de lanzar el último haz acaricia la carcasa del USM-2.
Vamos, pequeño. Tú puedes.
—Zurich. Aquí Berna. .. Cambio.
¡Maldición!
Rhoden lamenta la interrupción. Pero Carla le indica que prosiga.
—Berna, te recibo... Cambio.
—Problemas —anuncia Fritz—. Dos payasos se aproximan al circo. Cambio.
—¡Mierda!... ¿Los identificas? Cambio.
Silencio.
—¡Vamos Berna!...
—Zurich... ¡Imposible! Está muy oscuro. Cambio.
—Está bien —interviene Carla, dando por hecho que los individuos se dirigen al edificio—. Abre la puerta. Retírate. Procura identificarlos. Cambio y cierro.
03 horas y 15 minutos.
Ute responde mecánicamente, aunque es incapaz de verificar la imagen del osciloscopio. El miedo le ha desertizado.
Cuarto disco. Posición siete.
Carla se desborda.
-1-9-2-7. Perfecto. ¿Cuánto necesitas?
—Sólo segundos —replica Rhoden desembarazándose del USM-2.
Ute, aterrorizada, sostiene el foco. Siente deseos de gritar.
Ahí está. ¿Lo ves?
Rhoden levanta las manos a la altura del rostro y hace bailar los dedos. Se vuelca sobre el botón de combinación y lo acaricia con ternura.
Cuatro vueltas a la izquierda...
Fritz llama a los trapecistas.
—Te recibo, Berna... ¿Dónde estás? Cambio.
—En punto A. Los payasos permanecen en el hall. Son ayudantes de Enea Barbini... Dudo que encuentren el despacho de su jefe. Han bebido como cosacos... ¿Intervengo? Cambio.
Tres vueltas a la derecha...
Ute y la ingeniero se miran estupefactas. Y ambas piensan en los escoceses.
—Negativo —responde Carla con decisión—. Limítate a controlarlos... El ensayo está listo.
¿Has comprendido? Cambio.
—QSL... Cambio y cierro. Dos a la izquierda.
03 horas y 17 minutos.
Los últimos giros de la rueda activan el martillo de arrastre, llevando a los discos a la posición correcta de apertura.
Las húmedas facciones de von Rhoden se relajan. Y la pesada puerta acorazada de la chubb —con sus 148 milímetros de espesor— se abre de par en par.
El corazón de Carla se revoluciona. El especialista retrocede. Contempla la obra con orgullo y consulta el reloj.
Cinco horas y treinta y siete minutos.
El siguiente pensamiento deja las cosas en su sitio.
Debo estar perdiendo facultades.
La responsable de la operación en Ginebra examina el interior de la caja fuerte. Percibe un insólito aroma.
Parece queso.
Trastea entre las estanterías. Localiza un cuaderno. Lo hojea. Se detiene en una de las páginas. Lee las notas y se las muestra a su impaciente compañera. Ute revisa las fórmulas y anotaciones. Asiente con la cabeza y lo guarda.
La ingeniero prosigue la búsqueda. Dietarios. Documentos confidenciales. Un pequeño ordenador Toshiba. Planos. Una botella de whisky Crown Royal a medio consumir. El grueso dossier con el último proyecto láser. Una caja con queso parmesano...
Decepcionada se vuelve hacia Ute.
—No aparece...
La intuitiva Breimann aparta a Carla. Extiende las manos y toma la caja circular que descansa en la parte inferior de la chubb. Parece medio vacía. El sello, en la cubierta, pone de manifiesto la afición del sabio profesor por los quesos italianos.
Consorzio Parinigiano-Reggiano.
Al abrirla, oculto bajo una porción de suculento parmesano, descubre un sobre cerrado. Se lo entrega a la ingeniero.
—Astuto...
Y, agradecida, lee el contenido:
—NZ-1779. Clave para el acceso a TRAY.
—Misión cumplida —remata Ute.
Un minuto después, notas y numeración eran microfilmadas y devueltas al arca.
Von Rhoden se hallaba dispuesto.
03 horas y 30 minutos.
Con un razonable retraso sobre lo previsto por Hoffmann, los trapecistas abandonaban el sanctasanctórum del doctor Baldacchini, refugiándose en la tercera planta del LEP. Fritz lo haría poco después.
Y en el despacho de Carla Mutter, Ute tecleó sobre la terminal, interrogando a la gran computadora del pabellón 513. CRAY, fiel a las normas, exigió un código, vital para acceder al banco de datos del profesor. La combinación funcionó. El prototipo secreto del láser de electrones libres era nuestro.
A las cinco de la madrugada, el Mercedes se detenía ante los adormilados policías del túnel fronterizo. Ni siquiera se movieron de la cabina de control. La lluvia, aburrida, esperaba también el relevo del amanecer.
La conductora señaló el cartel que colgaba del espejo retrovisor.
Nada que declarar.
Y los guardias respondieron con un cansino saludo, invitándola a reanudar la marcha. París recibiría a Carla Mutter con especial agrado. Gloria Olivae le debe mucho...
El resto de aquel año (1990) discurrió en calma. En un alarde de benevolencia, el coronel lo definió como un compás de espera. Algo así como la bonanza que precede a la tempestad. Y parte de los agentes involucrados en Gloria Olivae descansó. Aunque, como escribía Thomson, el poeta inglés autor de The Castle of Indolence, los mejores hombres —justamente por ser los mejores— han sido dotados para todo, excepto para el descanso.
Hoffmann concedió prioridad a cuatro frentes, en los que se trabajó de forma simultánea. A saber:
Uno.
La exhaustiva revisión de los sistemas de seguridad de la basílica de San Pedro y, muy especialmente, de aquellos que protegen la magnífica obra de juventud de Miguel Ángel: La Piedad, ubicada en una de las capillas laterales.
El cristal antibalas que la separa del público recibió un tratamiento aparte.
Dos.
La fabricación de un prototipo miniaturizado de láser de electrones libres, de acuerdo con los planos e informaciones sustraídos en Ginebra. Los ensayos tuvieron por escenario una secreta aldea, al sur de Alemania.
Tres.
El encargo, en Roma, de una copia del referido grupo escultórico del genial Buonarroti. Una Piedad que debía incluir los añadidos y las reparaciones efectuadas sobre la cabeza, rostro y mano izquierda de la Virgen, consecuencia del salvaje atentado de 1972.
Cuatro.
La infiltración en el Archivo Secreto Vaticano de tres especialistas de la organización. Misión oficial: colaborar en el proyecto de automatización de todos los medios de consulta. Nuestros hombres se hicieron pasar por expertos de la Universidad de Michigan, bajo el patrocinio del Getty Grant Program de Santa Mónica. Misión secreta: la colocación de explosivos en las galerías de dicho archivo.
Por mi parte, una vez consumada la operación de cirugía estética, tras un periodo de convalecencia en Berna, fui trasladado a la Ciudad Eterna, fijando mi cuartel general en una discreta casa de reposo, en el Viale Marconi. Desde allí ultimé mi preparación, aguardando el gran momento.