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Fue un golpe seco. Pero el suave dolor en la cabeza la confundió. De haber alcanzado los bajos de una de las jambas de la doble puerta, el topetazo la habría conmocionado. Y desafiando al dolorido costado giró sobre sí misma. No se había equivocado. En efecto, se hallaba en el umbral. Y desconcertada luchó por identificar el obstáculo que se interponía en su camino. Pero, a pesar de tenerlo a un palmo de su cara, los nervios y la galopante miopía frustraron el reconocimiento. Fue al palparlo cuando su angustia se desbordó. Y abrazándose a los ásperos zapatones, se deshizo en un llanto entrecortado y suplicante. Pero el muy humano desahogo de la religiosa fue breve. Al instante, unas sudorosas y familiares manos tantearon su rostro e, implacables como garfios, se hundieron en los brazos, alzándola como una pluma. Y sor Fe, sostenida en volandas, acusó el impacto de aquella nueva violencia. Y las lágrimas se hicieron incontenibles. Pero, súbitamente, enmudeció. Alguien había conectado las luces de la capilla y ante ella, como parte del caos que la envolvía, apareció un Siwiz desencajado, con el cabello en desorden, sin afeitar y con los redondos ojos fuera de las órbitas. Y sor Fe tampoco comprendió por qué su sotana se hallaba a medio abrochar.

Un segundo después era apartada violentamente. Y la exhausta religiosa se habría derrumbado, de no haber sido por la rápida y feliz intervención de sor Juana y las restantes hermanas. La superiora, sosteniéndola por la cintura, la arrastró hasta acomodarla en una de las cuarenta y seis sillas que llenaban el primer tercio de la capilla. Gabi rescató sus lentes y sor Eliza acomodó como pudo el largo y negro velo de la toca. Pero la normalización de la visión, lejos de serenar su espíritu, sólo vino a sumar confusión a la confusión. La cocinera y la hermana ayudante se precipitaron hacia el altar y la superiora, con el rostro pálido y afilado como la proa de un navío, fue a hincarse de rodillas, sepultando la cabeza en el regazo de la atónita sor Fe. Y durante breves segundos la sintió estremecerse. Y el castigado corazón de la religiosa sufrió un nuevo latigazo. Las manos de sor Juana, agarrotadas entre su hábito, presentaban unas extrañas manchas rojas. Y, abriendo los dedos sin contemplaciones, vino a confirmar su primera impresión: sangre...