05 horas 19 minutos
Esta vez, Siwiz, quebrando su proverbial distanciamiento, se apresuró a auxiliar a las religiosas. Al verlas aparecer en la capilla, presa de un sospechoso nerviosismo, arrebató la jarra de porcelana que portaba sor Eliza y, en polaco, las apremió para que se repartieran en torno al Santo Padre. Y, empujando sin contemplaciones al atónito agente, se plantó de rodillas a un palmo del casi irreconocible rostro del Papa. Las monjas, con los lienzos, esponjas y jofainas entre las manos, no supieron cómo reaccionar. Y estupefactas asistieron a otro gesto, impensable en aquel corazón de hielo. Siwiz se arremangó y, atrapando una de las esponjas, la empapó en agua. Y, decidido, la dirigió al gran coágulo que dominaba la zona frontal. Pero no llegó a tocar la herida. Una curtida e inmensa mano —que hubiera podido abarcar su cuello— se enroscó en el antebrazo derecho. Y tirando del primer secretario le forzó a ponerse en pie.
—Padre, ¿qué pretende? ¿Es que ha olvidado mis órdenes?
Los minúsculos labios del sacerdote acentuaron su curvatura. Nadie supo si contraídos por el dolor o por la frustración. Y antes de elevarse hacia las cuadradas y deportivas gafas que aguardaban una respuesta, sus cenicientas papilas se detuvieron en la dorada cruz cardenalicia de doce centímetros que destellaba sobre la negra sotana. Y, en su ralentizada ascensión hacia el final de aquella jadeante mole de 1,85 metros, reparó igualmente en los tres botones rojos y en el pulcro alzacuellos que ceñía el inconfundible morrillo de toro del secretario de estado.
En realidad, monseñor Rodano no esperaba ni necesitaba una explicación. Hacía años que conocía y padecía el rebelde látigo que se agitaba en aquellos ojos. E, intuyendo alguna secreta e irreparable maquinación del primer secretario, se había lanzado de la cama y, a medio vestir, sin afeitar pero cuidando de portar el solideo escarlata de seda jaspeada y la cruz con las seis incrustaciones de aguamarina, salvó de dos en dos los veinte escalones que le separaban de la tercera y noble planta.
—Retírese..., por favor.
A sus sesenta y siete años, a pesar de la cuadrada fortaleza —más propia de un ring que de un diplomático al servicio del Espíritu—, aquella febril carrera hasta la capilla y el momentáneo uso de la coacción física mermaron notablemente las siempre generosas reservas de paciencia de Angelo Rodano. Y su voz, habitualmente reposada, profunda y varonil, necesitó tiempo, esfuerzo y concentración para recuperar el latido propio.
Y dirigiéndose a las descompuestas monjas les hizo ver que también ellas debían seguir los pasos de Siwiz. Pero, rectificando sobre la marcha, suplicó a la superiora que se quedase. Sor Juana cuchicheó brevemente al oído de Gabi. Acto seguido, mientras las cabizbajas religiosas cargaban de nuevo los enseres, retirándose, cruzó las manos sobre el vientre, dispuesta a obedecer. Pero el piamontés pareció olvidarse de sus últimas palabras, de la madre superiora y de cuanto le rodeaba. Y situándose en el filo de la enrojecida alfombra persa sobre la que yacían los brazos y el tronco del Santo Padre, cuidando de no pisar la inmóvil marca de sangre, permaneció estático, con la cabeza humillada, las manos desmayadas a lo largo de la campanuda sotana y sus atractivos ojos velados por una infinita piedad. Y, por primera vez en aquella infausta madrugada, alguien se acordó del alma de aquel infeliz. Y, dejándose caer lenta y reverencialmente, fue doblando las rodillas hasta ocupar el lugar en el que había sorprendido a Siwiz. juntó sus manos de leñador, las elevó hasta presionar la punta de la nariz y, cerrando los ojos, se aisló en una prolongada e intensa oración.
Sor Juana, contagiada, imitó al monseñor. Y sus rasgados ojos grises no tardaron en cargarse de lágrimas. Sólo el hombre del traje azul permaneció de pie, inquieto y sin atreverse a deshojar con sus impacientes pasos aquellos momentos de respetuoso silencio.