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La Comisión judicial irrumpió en tromba. Y la brigada interrumpió las pesquisas. Rodano y Chíniv encabezaban el grupo. Y el inspector jefe experimentó un cierto alivio. Al menos se habían dado prisa.

Y tras un protocolario apretón de manos, el juez tomó las riendas. Evidentemente parecían aleccionados por el secretario de estado.

Rossi y sus hombres hablaron con la mirada. La comisión no era de las peores. El juez —aunque quisquilloso y distante— gozaba de una honesta reputación entre el cuerpo policial.

Sabía llevar un sumario y, lo que era más importante, dejar hacer a los investigadores.

Al oficial encargado de levantar acta apenas le conocían.

En cuanto a los médicos asignados al caso, ningún problema. Capitán y teniente habían trabajado con ambos. En especial con Zarakal, director del Instituto de Medicina Legal de Roma; un organismo ajeno a la Administración del estado y al que recurría la justicia cuando precisaba los servicios de un forense.

Rossi estimaba a Rafael Zarakal: un italiano de origen ruso, de carrera meteórica, profesor de universidad, bragado en más de tres mil autopsias y de una perspicacia e integridad profesionales que le habían valido el respeto y la envidia de sus colegas, casi a partes iguales. Pero aquel cuarentón —tan largo en estatura como en humanidad— sobresalía también por su innata sencillez y por un sentido del humor que terminaba iluminando a cuantos le rodeaban. Algo aparentemente incompatible con su dura profesión.

Los forenses inspeccionaron el cadáver. Y lo hicieron con unas desacostumbradas prisas. El inspector no se equivocó. Todos habían sido alertados respecto a las especialísimas circunstancias que confluían en aquel cuerpo, en aquel lugar y en aquellas gentes. Y rememoró la acertada advertencia del jefe de seguridad. Zarakal, finalmente, certificó el óbito.

Angelo Rodano consultó la hora. E, inclinándose hacia Camilo Chíniv, le susurró unas ininteligibles palabras. El comandante no respondió. Y, rodeando a los atareados miembros de la Comisión, se unió al capitán.

—El prelado desea saber si han concluido.

El inspector le miró incrédulo. Fue suficiente.

-No se alarme —añadió Chíniv—. Nos hacemos cargo. Pero la autopsia tiene prioridad. Usted lo comprende...

Rossi resopló incómodo.

—Si lo estima conveniente, están autorizados a proseguir después del levantamiento del cadáver.

Los funcionarios, con los pinceles y los frascos de reactivos en las manos, aguardaron instrucciones. Y el capitán, habituado a estos virajes, abordó al juez, solicitando permiso para dos rápidas operaciones.

-Adelante —aceptó el magistrado—. Pero sólo dispone de dos minutos.

Y Rossi, reclamando a sus hombres, se precipitó sobre el cuerpo.

—El aspirador... Primero las ropas...

Y, bajo la atenta vigilancia del juez, el inspector tomó la muñeca izquierda del Pontífice, soltando la correa del reloj.

El oficial anotó el hecho. Y un segundo funcionario ofreció a Rossi una bolsa transparente.

El capitán examinó la esfera. Ugo llevaba razón: la reseca sangre ocultaba las agujas. Y una vez fotografiado, mientras lo dejaba caer en el plástico, ordenó contundente:

—Que analicen la sangre. Tomen huellas y verifiquen el mecanismo.

Zarakal, solícito, ayudó al responsable del pequeño aspirador a pilas. Levantó y tensó esclavina y sotana, favoreciendo el apresurado ir y venir del zumbante recogedor.

Rossi agradeció con un guiño la espontánea ayuda. Y el jefe de los forenses sonrió con complicidad.

—Bien. Procedamos al levantamiento...

El juez alertó al comandante. Instantes después, cuatro hombres de azul ingresaban en el templo. Rodano, Rossi y los funcionarios se echaron a un lado. Y dos de los agentes de seguridad descargaron una camilla junto al reclinatorio.

El presidente de la comisión dio una escueta orden.

—Cuando quieran...

Y los médicos, auxiliados por Itenozzu, tomaron posiciones sobre el cadáver.

Los flashes y el arrastre de la película no restaron dramatismo a la escena.

El prelado se santiguó. Y el inspector —visitado por una inesperada tensión— percibió cómo sus cejas cabalgaban de nuevo.

Y de pronto, la atención general se centró en la porción de alfombra sobre la que había reposado el tórax del Santo Padre. Y los ánimos duplicaron su voltaje.

Intuitivo, el inspector advirtió por señas al de la cámara. Y otra serie de fogonazos deslumbró a los atónitos testigos.

Nadie se movió.

Rossi fue derecho a los ojos del juez. Y éste, traduciendo el meridiano lenguaje, asintió con la cabeza.

Rodano, lívido por la sorpresa, no reaccionó a tiempo.

Chíniv sí adivinó las intenciones del capitán. Pero, consecuente con su rango, aguardó instrucciones del prelado.

Itenozzu, rebasado por los acontecimientos, se mantuvo al margen.

Y Zarakal, leyendo en los crispados semblantes, se deslizó hábil, interponiéndose entre el jefe de seguridad y la alfombra.

La sibilina cooperación del forense fue innecesaria. Rossi, curvándose como una ola, tomó la delantera, apoderándose del hallazgo.

—Capitán, ocúpese...

La seca voz del juez arruinó cualquier hipotética nueva intervención.

—Inspecciónelo. Más tarde me dará cuenta.