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EL GANSO COMÚN

«Hola, niños y niñas, soy Burl Ives y he venido a cantar para vosotros. Empezaré por la canción del ganso común, el más raro de los gansos». Al año de irse su padre, a Miriam le regalaron un disco. «El domingo por la mañana, Señor, Señor, Señor / Mi papá salió a cazar, Señor, Señor, Señor». Miriam tenía prohibido tocar el equipo de música de sus padres, empotrado en un enorme armario de palisandro que también contenía una radio, el mueble más extravagante de sus vidas, comprado a plazos en Brown’s Appliance de la avenida Greenpoint y tema de discusión en cualquiera de los discursos sobre la cuestión que su padre, en una de sus pataletas barrocas y remilgadas, había bautizado «esclavitud del comercio». «Y apareció el ganso común, Señor, Señor, Señor». Miriam tenía que pedir el disco de Burl Ives cada vez. Rose manipulaba lo que para ella solo era «un álbum» de un modo que a Miriam le recordaba a los rituales judíos que su madre tanto despreciaba: cómo sacaban los rollos del armario, la delicadeza con que su abuelo envolvía el afikomán en la servilleta en Pascua; en realidad, a todas las veces que Miriam había visto a un judío manejando papeles importantes o pasando las páginas de un libro como si se sintiera indigno, agradecido, ennoblecido y discretamente desafiante todo a un tiempo. Rose la enseñaba a realizar la acción de manipular un elepé como el de Burl Ives o el de sus sinfonías de Beethoven, narrándole lo que no obstante le prohibía incluso intentar: se ponía el dedo corazón en la galleta y el pulgar en el borde exterior para sujetar firmemente el disco. Sin que jamás ni una pizca de aliento rozara la música negra y brillante, sagrada, grabada en sus surcos mientras el disco emergía o se introducía en los crujientes sobres interiores. Los sobres debían volver de nuevo a la funda de cartulina del mismo modo. Probablemente una mala mirada bastaba para arañarlo. Y por Dios que en aquella casa se lanzaban malas miradas.

«Tardó seis semanas en caer, Señor, Señor, Señor /Y después lo desplumaron, Señor, Señor, Señor». Durante lo que le pareció todo un año de vida, Miriam se sentó en trance o aburrida, tranquilizada, a reflexionar sobre lo que Ives tenía que comunicar, alegres parábolas de patos y ballenas y cabras y gansos. Una vez, Sol Eaglin, en una de sus misteriosas visitas, se detuvo en el salón a bromear sobre Miriam y su disco.

—¿Qué sabe tu niña de gansos, Rose? ¿Alguna vez has estado en una granja, muñeca?

—Sabe lo que son —replicó Rose—. Ha ido a un restaurante chino.

Los animales, para la visión pragmático-urbana y despojada de sentimentalismos de Rose, eran para comer, claro está. (Nada de sucias mascotas para Miriam). Rose ponía mala cara cuando los libros infantiles seguían derroteros zoológicos o antropomórficos más allá de lo establecido por Esopo, con sus moralejas acorazadas (siempre, en el caso de Rose, con especial énfasis en la amargura de las uvas o en lo inaccesible de las exquisiteces del fondo del bote). La visión sentimental de un patito o un conejo estaba relacionada, para Miriam, con el desprecio que sentía su madre por el ritual católico: huevos de Pascua, insulsos conejitos de chocolate con leche («Una lástima, pero nunca había chocolate alemán en casa —solía comentar Rose con tristeza e ironía, y luego suspiraba su conjuro habitual—: Hacían lo mejor de todo, de todo»), manchas de ceniza, vecinos irlandeses e italianos idiotas sojuzgados por curas idiotas. De modo que ¿qué se suponía que significaba ese anómalo ganso común que no se dejaba comer? «Nueve meses para cocinarse, Señor, Señor, Señor / Lo sirvieron a la mesa, Señor, Señor, Señor /Y el cuchillo no cortaba, Señor, Señor, Señor /Y el tenedor no se clavaba, Señor, Señor, Señor». ¿Dónde estaba Esopo cuando lo necesitabas? De todas las canciones del disco, esa era la que Miriam estudiaba en vano. «Así que lo llevaron al aserradero, Señor, Señor, Señor / Y rompió los dientes de la sierra, Señor, Señor, Señor». Al final, un día, Rose se apiadó de su hija y se lo explicó. La respuesta, cuando la sabías, no era difícil, aunque Miriam, de ocho años, jamás la habría adivinado.

Hoy, esta noche, pasados nueve años, en el escenario del tamaño de un sello de un club tan pequeño que todas las mesas estaban en primera y en última fila, con la humareda que colgaba del techo creando una falsa distancia en una sala que, si quitabas las sillas de madera alabeada y las voces y el clamor y la suciedad y la fumigabas e iluminabas debidamente, resultaría no ser mucho mayor que el salón donde Miriam había memorizado los discos de su madre y que, sin embargo, de algún modo daba cabida no solo a un escenario y una barra lateral con café y tinto italiano sino también a todo el complejo mundo social que Miriam estaba aprendiendo a analizar y manipular, el cantante folk con voz de tenor de la minúscula tarima cantaba la versión de Burl Ives de la canción popular exactamente igual. Nota a nota, floritura vocal a floritura vocal, sílaba a sílaba. «Y la última vez que lo vi, Señor, Señor, Señor / Sobrevolaba el océano, Señor, Señor, Señor / Seguido por una ristra de crías, Señor, Señor, Señor». Miriam se carcajeó al ver con qué arte aquel tunante rubio vendía una versión copiada de un disco infantil como si la hubiera desenterrado en alguna mohosa expedición musical por los Apalaches, como si la hubiera rescatado durante una etapa bohemia en la que trabajó en las cocheras del ferrocarril o pidiendo en la puerta de la cocina de la mismísima granja donde se había criado el ganso. Se rio de la petulancia con la que se tragaban la interpretación los que no estaban en condiciones de conocer la diferencia; o los que soportarían que les clavasen astillas bajo las uñas antes de confesar que conocían la versión de Ives. El chico que estaba al lado de Miriam se giró, como cada vez que ella se había reído sin un motivo evidente, y preguntó:

—¿Qué?

—Nada. —No podía explicárselo. (Años después, sería su nombre, de entre todos los presentes, el que Miriam, famosa por su memoria, nunca conseguiría desenterrar). Miriam volvió a reírse y dijo—: ¿Sabes qué representa el ganso común?

—¿Eh?

—Que si sabes lo que representa el ganso. Me preguntaba si lo sabrías.

Terminada la canción, Miriam había captado la atención de toda la mesa, así como la de la mesa de al lado. Sillas que llevaban tiempo giradas, de modo que los pechos casaran con los respaldos y las manos con pitillos entre los nudillos colgaran despreocupadamente a modo de contrapeso, ahora chirriaron. El margen entre mesas diferentes, entre amigos y desconocidos, aquellos que habían llegado en una configuración y aquellos que tal vez más tarde partieran reorganizados en pares o en complicados tríos o solos, había desaparecido hacía mucho.

—Ilumínanos, Mim —pidió Porter, el listo con gafas de concha, el hombre de Columbia.

Que llevaba varias noches mirándola pero era demasiado refinado para quitársela a otro. Quizá creyera que tenía todo el tiempo del mundo. Quizá ella también lo creyera.

—Bueno, pues ya que lo preguntas, el ganso común representa el destino irrevocable de la clase obrera.

Jamás había regurgitado con tanto placer un rosesismo.

Inclinándose desde la mesa de al lado como un lobo de la Disney, Rye Gogan advirtió:

—Uf, cuidado, colega: tu chica es una roja.

Rye, barítono medio de los Gogan Boys, un grupo demasiado grande para aquel escenario (no solo por reputación, sino también en términos estrictamente físicos, puesto que los tres patanes irlandeses con sus chalecos brocados jamás cabrían en la tarima de ese club), era el famoso de la reunión, aunque ninguno quisiera admitirlo. Rye Gogan también tenía fama, aunque a saber cómo circulaba exactamente dicha fama, de ser peor que un lobo. Un tiburón borracho al final de la noche. Tradicionalmente, la chica más alejada de la orilla en ese momento estaba perdida.

—No, de verdad que lo es —dijo Porter. Porter era de esas personas que te dan la razón diciendo «no», como si no hubieras puesto en lo que acababas de decir toda la intención que él sentía que deberías haber puesto—. No como nosotros, revolucionarios de papel, caballeros. Se crio en una célula, ha asistido a reuniones secretas. Cuéntaselo, Mim.

—¿Reuniones? —gruñó Rye—. ¿Y quién no?

El cantante irlandés giró los hombros, su característico chaleco colgó de la jarcia del pecho como una vela sucia y mojada y la silla chirrió de vuelta a su propia fiesta. Probablemente calculando que sumarse a la mesa de Miriam implicaba demasiada confusión de sabelotodos para que mereciese la pena incluso a pesar de haber tabulado la presencia de Miriam en vistas a alguna cacería de tiburón pendiente.

—No tenéis ni idea —les dijo Miriam a Porter y al amigo de este, que estaba casi segura de que se llamaba Adam, y a la chica de Barnard que se había traído con él, que decía ser de Connecticut y que hacía casi una hora que parecía enferma—. Tengo pedigrí. Mi padre es un espía alemán.

—¿Puede colarnos en la fiesta de Norman Mailer? —preguntó Adam.

Adam sabía, o fingía saber, dónde estaba la acción esa noche. Por el contrario, cualquier sótano atestado de humo y gente en MacDougal o St. Marks, todas las personas hasta donde les alcanzaba la vista eran ipso facto unos pringados como ellos.

—Tiene prohibida la entrada en Estados Unidos —dijo Miriam, sorprendida de hacia dónde se encaminaba la conversación, pero viéndola fluir como casi todo lo que salía de sus labios en esa compañía: sus franquezas más furibundas eran traducidas por el ego masculino, nada más recibirlas, en coqueteo atolondrado.

Por ejemplo, cuando Miriam decía que la aburría el jazz (adorar su languidez, sus «pasajes» brillantes, le producía la misma claustrofobia que siempre había sentido cuando se sentaba a escuchar en silencio las sinfonías de Beethoven de Rose para aprender sus feroces y serias profundidades) y en cambio le gustaba Elvis Presley (saltarse las clases para esconderse en el sótano de Lorna Himmelfarb a escuchar y mirar a Presley fue la única salvación del semestre final de su último curso en el instituto de Sunnyside), los hombres como Porter entraban en paroxismos de placer por cómo podía querer provocarlos la mujer, desempacaban con suficiencia admitida sus opiniones sobre todo sin entender jamás cómo alguien con quien se hubieran dejado ver alguna vez, muchos menos aquella judía de pelo azabache con un vocabulario a la altura de Lionel Trilling, podía tener unos gustos tan retrógrados. ¡Nadie que no comprendiera el jazz lo admitiría! Y el que lo entiende, lo entiende. Miriam, por tanto, era una bromista, la reina de la ironía. Y encima tenía un tipazo.

—Va en serio —dijo Porter, toqueteándose las gafas al estilo Arthur Miller y estampando de nuevo el sello «Solo yo lo entiendo» en las palabras de Miriam.

El chico original de Miriam había estado jugando con aire taciturno con el charco de cera roja que había formado la vela consumida de su mesa, hundiendo las yemas de los dedos. Luego arrancaba las pequeñas huellas invertidas para montar series de cuenquitos tamaño ratón en el mantel o minúsculas pisadas sangrientas, un simulacro de escenario del crimen. Quizá en un intento de explicar que alguien le había clavado un puñalito en el corazoncito. Lo cierto es que el nubarrón de atenciones de Rye Gogan había alterado la presión barométrica de la mesa, posiblemente, de toda la sala. Mientras el cantante folk depositaba la guitarra entre timidísimos aplausos, un poeta o un cómico, algún aspirante a Lenny Bruce, esperaba para apropiarse del micrófono, a todas luces innecesario. Llevaba fular y un fajo de papeles en la mano, todo muy poco prometedor. Alguien le conocía. Pero siempre había alguien que conocía a todo el mundo. Miriam creía que podría poner en pie a uno o varios admiradores y sacarlos a la calle, posiblemente Porter entre ellos, y de pronto decidió demostrarlo.

—Pues claro que sí. Os colaré en la fiesta de Mailer.

—¿Cómo?

—Con mis poderes secretos comunistas, por supuesto.

Al cabo de una hora capeaban un viento frío en la suave cima de la pasarela medio podrida del puente de Brooklyn, en el paseo del East River, y escudriñaban los brillos de transistor de la isla que acababan de dejar comparándolos con las ascuas de tejados bajos de Brooklyn Heights, las tinieblas de su destino prometido: «la fiesta de Mailer», una de las débiles llamitas entre un millón de dormitorios a oscuras, en el mar de durmientes que se extendía a sus pies. Miedo de Brooklyn. Miriam lo reconoció en sus compañeros y se rio, pero en silencio, porque no quería provocar en su nada memorable chico otro «¿Qué?» automático y amenazado.

Miriam intuía el miedo en la pandilla que había reunido al sacarlos del sótano con música folk: las reservas colectivas a dejarse arrastrar hasta aquel límite, el perihelio del puente, las orillas inmigrantes. La Estatua de la Libertad, Ellis Island, el mar. Al menos durante un momento aquellos chicos de diecisiete años, que ya habían dejado el Queens College, se habían marcado un farol. Las chicas de Barnard, como la pareja de Adam, el propio Adam y Porter, solo y embelesado, interesado pero demasiado dulce para depredar, y también la pareja de Miriam, cada vez más huraño. El comité improvisado de Miriam, su célula.

Olvídate de las reuniones secretas de Rose, sus salones, sus cocinas llenas de humo de tabaco. Esa noche, allí, con Nueva York desplegada ante ellos cual banquete que temían devorar, Miriam comprendió por primera vez que sus Poderes Secretos Comunistas en realidad no eran broma: esa noche Miriam Zimmer comprendió que era una líder. No solo de hombres esclavos de sus curvas o pasmados ante su ingenio o embrujados por sus misterios judaicos o deslumbrados por su domino de los sistemas dementes de la ciudad, las líneas del metro, la terminal del ferry de Staten Island y su población de palomas, la importancia del batido de huevo de Dave’s en la calle Canal, el análisis de la filiación beisbolística desde que los Dodgers y los Giants pensaban trasladarse a California (no, no podías convertirte de golpe en seguidor de los Yankees, al menos mientras vivieran Sandy Koufax y Jake Pitler), la danza de los monos y los hipopótamos del reloj de Central Park o su facilidad de trato con los negros o su asombrosa habilidad para girarse de repente a saludar a un primo excéntrico y desgarbado —¡si supieran!— que salía de una tienda de ajedrez en MacDougal, sus alusiones a conocimientos velados, lo transparentes que le resultaban símbolos como el ganso común, sino por todo, por todo. Sobrevivir a Rose y a Sunnyside Gardens, aquella colonia de decepción, había convertido a Miriam en sublime, en una representante de la Liga de los Reyes o Reinas Fugados. Y al verlo, al instante vio que también era visible para aquellos que atraía hacia ella. Entonces se rio en voz alta, y Olvidable volvió a colar un:

—¿Qué?

—Escuchad. —La apuesta idiota de bar preferida de Miriam, en su experiencia imposible de perder cualquiera que fuera la compañía, renovó su atractivo mientras tiritaban en el puente. Tendrían la respuesta delante de las narices y aun así no la verían—. Me apuesto cinco dólares con cualquiera a que no sabe decirme un isla del estado de Nueva York con mayor población que cuarenta y ocho de los cincuenta estados.

—Menuda tontada —dijo Adam—. Pues Manhattan, claro.

—Tú sí que eres tonto, es Long Island. Me debes cinco pavos o tu último cigarrillo.

—¿Y quién los cuenta? —dijo Porter, inclinándose con su paquete todavía entero y sacando unos cuantos cigarrillos a golpecitos.

Varios dedos atacaron en grupo y luego, por un instante, los cinco fumadores se fusionaron en un propósito físico, apiñándose en torno a la cerilla de Porter contra el viento nocturno y hundiendo la punta del cigarrillo en la llama. Las damas primero; luego, una vez apagada la cerilla, terminaron con el baile de encender un pitillo con otro. Trabajadores nocturnos pasaban de largo en la oscuridad, cabizbajos, ajenos al esplendor y la miseria de la ciudad, desfilando hacia dormitorios malolientes. Miedo de Brooklyn: había mucho que temer, Miriam lo sabía, aunque no lo que sus compañeros imaginaban.

—Tengo frío —dijo Olvidable con aire taciturno, con la intención evidente de que entendieran «Me dejas frío».

La pareja de Miriam se había rendido, ya no solicitaba con hombros y codos que se agarrase a él como se agarraban Adam y su chica de Barnard, que refugiaba un hombro en la chaqueta de tweed de Adam y había escondido un brazo dentro de su camisa, a la altura de la cintura. De todos modos los últimos intentos de Olvidable habían carecido de ánimo, como si intuyera el rumbo que tomaban las cosas. Porque allí, en lo alto del puente, algo había llegado a su cima: esa noche Miriam cambiaba de manos, Porter se la llevaba, si es que algo tan absolutamente dependiente de la voluntad de Miriam podía atribuirse a la de Porter. Desde luego que sí. Al fin y al cabo, Miriam era solo una chica.

Miriam arrojó la colilla anaranjada a la noche.

—¡A la carga!

—A Mailer que lo jodan —dijo su ex pareja. Como si eso fuera una opción, en lugar de lo que nunca conseguiría de Miriam—. Tengo que madrugar. Me vuelvo.

—Te acompañamos —dijo Adam, cuya osadía quizá hubiera caído víctima de una consulta susurrada a su temerosa compañera.

Esta súbita deserción selló el traspaso de Miriam más definitivamente de lo que a ella le habría gustado: tras varios abrazos rápidos, Porter y ella bajaron por la cuesta de Brooklyn del puente, los dos solos, mientras el resto se retiraba de vuelta a Manhattan. Miriam analizó a su nuevo pretendiente por primera vez: con sus divertidos andares huesudos, hombros avergonzados o melancólicos y frente gigantesca, Porter estaba realmente en la línea de Arthur Miller o Robert Lowell, aunque vistas sus trabajadas salidas quizá intentara pasar por un Mort Sahl. De buen humor, incluso la desconfiada Rose podría darle una oportunidad gracias a su parecido con Abraham Lincoln. Pero ¿por qué había de necesitar Miriam la aprobación de su madre? Se quitó la idea de la cabeza.

—Mira —dijo Miriam, señalando con el cigarrillo hacia Brooklyn Heights, pasada la cuesta—. La calle Remsen, es una de esas que terminan en el Promenade.

En su imaginación se verían las glamurosas casas unifamiliares, una hilera de edificaciones asomándose a Manhattan desde la otra orilla, y una de ellas se anunciaría dejando escapar jazz y ruidos festivos, nubes de humo de marihuana, conversaciones brillantes. Lo cierto es que solo se veía una oscura barricada de vegetación, unos dos kilómetros más abajo y más allá, al otro lado de la desembocadura plateada del río.

—¿Cuál es?

Porter, entregado por fin, sonó nervioso, como si Miriam pudiera tener la dirección en el bolsillo y quizá, también, una invitación grabada.

—Desde la calle se verá, imagino que se oirá a una manzana de distancia.

—Si no, no vale la pena —alardeó él, recuperando la confianza.

Sin embargo, la bravuconada solo los empujó un par de pasos más pendiente abajo. La confianza de Porter, ahora que se había deshecho de sus compañeros, perseguía otro propósito. Solo cuando por fin te librabas de ellas, de esas pequeñas bandas disimula-parejas, esos capullos carabinas que iban juntos a todos lados, te acordabas de su utilidad. Porter la besó. Miriam le devolvió el beso con idéntica voracidad, incluso aunque mientras tanto maquinara cómo posponerlo o deshacerlo o adónde irían o qué habría de significar. Toda posibilidad personal no diferida a un futuro inimaginable era presente y perentoria, una calamidad que barría con toda la calma. Miriam nunca había conseguido encontrar un punto dulce intermedio. Los dedos fríos de Porter ya habían localizado huecos en los botones del vestido antiguo de Miriam por la rabadilla, desencadenando una corriente eléctrica que le recorrió el contorno de las nalgas hasta los pies, que intentaban mantenerse sobre los tablones del paseo. Porter era alto. Miriam se puso de puntillas, una medida intermedia, una solución a medio camino entre el impulso de dejarse caer de rodillas desvanecida o flotar hacia el cielo.

En la misma medida exacta en que la habían criado en el desengaño, en la moderación amargada, en la contención de las expectativas poco razonables, en el cinismo de segunda generación frente a luminosas visiones del futuro desmoronadas, en la taciturna indiferencia de los barrios, Miriam era, de hecho, una bolchevique de los pies a la cabeza. Todo su cuerpo demandaba revolución y flamantes ciudades donde esta pudiera producirse, su carácter en pleno pedía a gritos ver altas torres erigirse y derruirse. Todos los anhelos que Rose pudiera haber deseado desalentar habían sido doblemente inculcados en su hija. Pues todo el aplastar utopías de Rose, pues todo su «enfrentarse a los hechos», no había sino demostrado la sospecha innata de Miriam de que la vida estaba en otra parte. ¡Por Dios, si se veía el Empire State Building enmarcado a los pies de la avenida Greenpoint! Y durante lo que pareció una década Miriam había ido asimilando la apariencia y la actitud especiales de las chicas que se habían inscrito en la universidad pero seguían viviendo en casa, o al menos conservaban un cuarto en su casa, en Sunnyside Gardens. La sabiduría que se ocultaba tras sus gafas de sol negras, los cigarrillos a hurtadillas y los cotilleos que interrumpían en los patios comunales cuando aparecía Miriam con nueve, diez o doce años. Miriam sabía que aquellas chicas le estaban contando su futuro y se preguntaba por qué se molestaban en ocultárselo. No podían esconderlo. Ahora Miriam veía el Empire State Building por encima de los hombros de Porter mientras apartaba su boca de la de él y se apoyaba y cogía aire e intentaba ganar tiempo, con la mejilla pegada al brazo de Porter. El estúpido símbolo fálico, descaradamente bautizado en honor de las ambiciones criminales de la nación y no obstante, paradójicamente, estandarte del orgullo de ser «americana» y «neoyorquina» que Rose le había inculcado, aquel monumento soso y asombroso estaba siempre presente, apuñalando el aire, llamándola, aplastándola como a un bicho por adelantado. ¡No eres especial, Miriam Zimmer!

Salvo que en el puente, con el labio superior irritado ya por la barba incipiente de Porter, a Miriam toda la libertad que conllevaba no ser especial se le antojaba un poder equivalente a toda la masa y la fuerza del Empire State. ¿Alguien había sabido alguna vez lo que Miriam sabía con diecisiete años? Parecía poco probable. Y esa noche sabría más. Iba a permitir que Porter fuera el primero en hacerle el amor porque era lo bastante especial y en absoluto especial para ello. «La noche que empezó en el puente», como ya casi había empezado a llamarla, podía resultar lo bastante repentina para no ser una anécdota que le debiera a nadie. También cancelaría la deuda con Olvidable, si había de ser expulsado por una trascendencia en la vida de Miriam que pesase más que la diferencia entre un hombre y otro. Aunque el pretendiente descartado no sabría jamás la contabilidad de la culpa que Miriam llevaba mentalmente.

—Llévame a algún sitio —pidió Miriam.

Así, con sus palabras, a las que Porter jadeó su consentimiento agradecido, comenzó la noche de locura que ya había tenido tantos principios. Primero, la retirada a Manhattan, pero esta vez no por barriofobia, no (lo cual demostraría su destino final), sino por absoluto desinterés en Mailer y los tejados negros y el cielo frío y todo lo que no fuera ellos dos y su piel. Si pudieran haber dejado la ropa en el puente, quizá lo habrían hecho. El IRT de City Hall los llevó a Union Square, donde en un reservado alto de la Cedar Tavern entrelazaron sus lenguas y se acariciaron hasta que les pidieron que se marcharan. Repitieron espectáculo en la cafetería Limelight, adonde Miriam había arrastrado a Porter, exasperada, cuando este había admitido desconcertado que no se le ocurría dónde más probar; habrían tenido más privacidad en un rincón de la fiesta de Mailer, que a esas alturas Miriam ya imaginaba como una sucesión de sensuales estudiantes de Bennington siendo desfloradas sobre colchones amontonados. Hasta en Washington Square, donde pararon en un banco para otra turbulenta sesión, tuvieron más privacidad. Pero Miriam se moría de frío en cuanto paraban de andar y las manos de Porter retomaban su avance para soltarle las capas de ropa ya flojas. De hecho, Miriam notaba una brisa donde un hilillo de su yo excesivamente ferviente le había humedecido el ano y la parte interior de los muslos.

—¿Por qué no vamos a tu cuarto? —susurró.

Porter la miró, no por primera vez, con una admiración que sugería que estaba loca como en Cumbres Borrascosas.

—Son muy estrictos con las visitas.

—Creía que los de Columbia intentabais cambiar las normas.

—Trilling nos va en contra —alardeó Porter, siempre orgulloso de poder citar ese nombre—. Por lo visto, le desconcierta incluso que queramos invitar a mujeres porque, como él dice, dejan las medias tiradas en cualquier lado.

—¿Por qué no os plantáis? —Miriam, sin la menor vergüenza, optó por darle un enfoque Marilyn Monroe pegándole los labios a la oreja—. Manifestaos por la causa.

—Mi compañero de habitación —dijo Porter, desarmado—. No podría…

La virginidad que Miriam arrastraba con ella era una rémora de la que debía desprenderse antes del amanecer. De modo que volvieron al metro, dirección Grand Central, y lo guio hacia la vía de la línea 7 que los llevaría de vuelta a Queens y luego lo condujo al fondo del andén. Milagrosamente había un tren resollando con las puertas abiertas. Se subieron y arrancó como si hubiera estado esperándoles.

—Después del río se eleva. Voy a enseñarte algo que nunca has visto, Porter.

—¿El qué? —preguntó él, soñador.

Habían paseado con los dedos entrelazados, atrayéndose el uno hacia el otro, con la cadera de él contra la cintura de ella, con los pechos de Miriam contra sus costillas, cada torpe paso una prolongación de la sesión de manoseo interminable en que se había convertido la noche. Se apoyaron de pie en la puerta, sin ganas de interrumpir el contacto entre las longitudes de sus cuerpos, dejando que los bandazos del vagón encajaran la rodilla de Porter entre las piernas de Miriam. Ella apretó los muslos alrededor de la entrepierna.

—Ya verás. La mejor curva de la red —se burló Miriam.

—Pues creo que sé a qué te refieres.

—Pues puedes estar seguro de que te equivocas.

—Nada que me enseñes con curvas me parecerá mal.

¿Qué era esa charla tan estúpida y embelesada, tan descaradamente encantada por ambos lados, tan embriagada del ingenio y la promesa del otro? ¿O tal vez la pregunta debiera ser: cuánto tinto se había pimplado Miriam sin darse cuenta en la Cedar Tavern?

—Quédate con eso —dijo Miriam, de nuevo entre susurros.

—Creo que llevo rato con la misma idea.

Este último intento de Porter de colar un comentario obsceno bordeó peligrosamente el sinsentido. El tren con destino a Queens los salvó al emerger de la oscuridad, chirriando hacia la luna entre la constelación de farolas y señalizaciones de la avenida Jackson.

—¡Madre mía! —gritó—. ¡Es como una montaña rusa!

Como de costumbre, los datos aportados por Miriam se habían tomado como futilidades, ni siquiera como dobles sentidos.

—No, ya te lo he dicho —dijo Miriam, moldeando su formulación al estilo de Porter y acercándose a su oreja para hacerse oír por encima de los chirridos y traqueteos del tren elevado—. Agárrate porque eso no ha sido nada. La curva de verdad es la siguiente, ya verás. —Lo empujó contra las ventanillas para que no se perdiera detalle. Los vagones delanteros de la 7 se plegaron atentamente en Queensboro Plaza; la boca de Porter se abrió justificadamente—. Es el único punto de toda la red donde desde los vagones del final ves llegar a los delanteros a la estación —dijo Miriam.

Mientras remachaba su triunfo, se sintió como Rose. Como si hubiera cogido el martillo de la personalidad de Rose para impresionar al chico de Columbia, para golpearle con él la frente ancha y boba. (¿Cómo podías tomarte tantas molestias para llegar a la ciudad de Nueva York, como hacían los estudiantes de Columbia y Barnard, y luego no usar la red de transporte?). Como si la exuberancia vital de Miriam remitiera a la ferocidad punitiva de Rose, igual que el IRT atronaba en dirección a la casa. ¿Se detuvo Miriam en ese instante a contemplar sus motivos para llevar a Porter a Queens? No. Estaba cachonda, tenía la impresión de llevar cachonda toda la vida, y ahora estaba decidida a descubrir el secreto de hacer el amor. Simple. Necesitaban una habitación. Miriam tenía una en casa.

También intentó contemplar la calle Cuarenta y siete de Sunnyside con los ojos de él. Los bloques de pisos adormecidos, los setos cuidados y los caminitos de losas, el hogar de Miriam era una falsa visión de calma, la fantasía inmigrante del refugio americano que de pronto le revolvió el estómago; apretó el paso. Nadie aparte de ellos se había apeado en la estación de la calle Bliss y, ahora, en la acera, tampoco se cruzaron con nadie. Todo el viaje podía haber sido un sueño que había tenido en el dormitorio, después de entrar de puntillas por los Gardens y cerrar la puerta de la cocina, la más alejada del dormitorio de Rose, y de arrastrar a Porter con ella. Solo que Porter seguía parloteando sobre el vuelo en el tren elevado, de modo que Miriam tuvo que mandarlo callar hasta que cerró y aseguró la puerta. Embutió una toalla en el resquicio de la jamba como si pensara fumar en secreto.

En ese momento, la noche de ensueño —o la madrugada; había visto el reloj de Porter en la calle y pasaban de las tres— viró hacia la comedia sórdida antes de derivar en pesadilla. Los dos se quedaron de pie, con una timidez que les impedía meterse en la cama, mientras Porter peleaba con alguno de los botones o cierres de Miriam, y la obligaba a sumar sus manos a las de él y solventar el problema sobre el que refunfuñaba, de modo que al poco rato ella estaba completamente desnuda y él seguía con toda la ropa puesta. Exasperada, Miriam lo acercó a la cama y se metió a medias bajo la colcha.

—Al menos quítate los zapatos —susurró Miriam.

—¿Llevas… mmm… pesario?

—¿Pesario? —Intentó no reírse de aquel término ridículo, que le sonó como mínimo al Medio Oeste, por no decir victoriano—. ¿Te refieres a un diafragma? —¿Qué? ¿Es que le daba miedo desnudarse por si la preñaba? ¿Debería mentirle? Sí—. Sí.

—¿Sí?

—Está todo controlado, Porter.

Miriam se acordó de Rye Gogan y su reputación: ¿dónde estaba el devorador masculino cuando lo necesitabas? ¿Tenías que nadar entre tiburones para que te mordieran? Tómame, quería decirle a Porter, pero se negaba a tener que pedírselo basándose en el principio de que, a oscuras, incluso los hombres con gafas de carey se transformaban en animales. Quizá sobre todo los hombres con gafas de carey, a juzgar por las caricaturas del Playboy, examinadas en los ejemplares del hermano mayor de Lorna Himmelfarb durante las audiciones de Elvis en el sótano de los Himmelfarb. Algo debería de estar recorriendo a Miriam aparte del deseo de que la recorrieran. Metió a Porter en la cama, de rodillas delante de ella, como si rezara a la entrada de su cueva. Le atrajo tirando del cinturón. Le bajó la cremallera e investigó dentro. Ay, Señor, el chico, largo y rígido, atrapado por el deseo dentro de unos calzoncillos demasiado ajustados como en una trampa de dedos china, no estaba circuncidado. Además le escupió el pegote en la mano en el instante mismo en que Miriam lo agarró y descubrió la elástica capucha. Luego, con un suspiro, Porter le cubrió los labios, las mejillas y la nariz con una lluvia de besos, como si agradeciera y al mismo tiempo falseara el récord. ¿Ves? Te estoy cautivando, así que, ¡me cautivaste desde el principio! En cambio, Miriam lo había cautivado por accidente. Como su lista de conquistas verbales, Miriam iba cautivando hombres sin tan siquiera intentarlo.

Se besaron con la misma pasión que en el reservado de la Cedar, se fundieron en abrazos que sugerían que todavía se estaba fraguando una historia entre sus cuerpos y, mientras, Miriam acunó el miembro cada vez más blando hasta que su propia muñeca retorcida fue lo único duro que seguía atrapado en los calzoncillos. Había disfrutado más en el puente o en Washington Square, había obtenido más placer del codo de Porter contra sus pechos, de su rodilla presionándole el regazo, de lo que iba a conseguir removiendo en aquellos pantalones pegajosos y menguantes. Y entonces entró Rose como un titán, la iracunda Reina Roja de Alicia con su bata acolchada y el vaporoso camisón por debajo, con una expresión que era una tempestad de reproches, y bruscamente la historia ya no tuvo nada que ver con los cuerpos de ellos dos, con la desnudez y el deseo de Miriam y lo que Porter fuera a hacer o dejar de hacer al respecto. De aquella historia solo quedó lo afortunada que podría sentirse Miriam al recordarla por haberle quitado tan poca ropa a Porter. Incluso sabiendo que Rose no había visto nada, Miriam tuvo tiempo de perderse en una idea absurda: Abraham Lincoln tampoco estaba circuncidado, por tanto Rose no podía objetar nada, ¿no?

—¿Aviso a la policía?

—No, mamá.

—No, mamá, ¿qué? —Rose aprovechaba cualquier ocasión para un examen mental, para un duelo verbal: ¿por qué no aceptar lo que te ofrecían?

—Por amor de Dios, Rose, no exageres.

La luz del salón y el vestíbulo detrás de Rose inundaba la habitación, todas las lámparas estaban encendidas, como si su madre hubiera estado despierta escuchando a escondidas y dando vueltas, esperando a seleccionar con pericia el instante más incómodo para dejarse ver, aunque, la verdad, no le había faltado dónde elegir.

—No me digas cómo debo reaccionar. No me digas lo que tengo que hacer. Si no aviso a la policía es más por miedo a que me detengan por dejación de mis deberes de madre que por la pena que me dais. —La declaración enérgica, in crescendo, dramáticamente espléndida de Rose se impuso a un fino tartamudeo ronco, a algo que quizá constituyera el intento por parte de Porter de disculparse o presentarse o ambas cosas, incluso mientras trataba de volver a ponerse las gafas, subirse la cremallera y arreglarse los pantalones. Rose optó por una ocurrencia a lo Barbara Stanwyck—: Por cierto, caballero, a menos que tú también estés en secundaria, es violación.

—No se ha violado a nadie —dijo Miriam, dejando que su decepción tiñera la palabra de desdén hacia Rose y Porter—. Y ya no estoy en secundaria, gracias.

—Pero deberías. ¿Ahora resultará que como te has saltado un curso te consideras una mujer? Puede que esos pechos hayan engañado a este jovencito; muy bien, pero ¿y a ti? Quizá estés lista para criar a un hijo. Hacer niños no es tan divertido como podría parecer por cómo comienza.

—Aquí nadie hace nada.

Miriam pensó otra vez en la palabra «pesario». Mientras Porter estuviera presente, la escena sería solo la apertura cómica de la crisis, de la explosión que intentaba producirse. No se trataba de que Porter fuera incapaz de defender a Miriam de Rose, o no solo eso. Lo que pasaba era que Rose no enseñaría todas sus cartas para que Miriam no supiera a qué tendría que enfrentarse ni de qué tendría que defenderse hasta que hubieran quitado de en medio a Porter.

En su defecto, Rose interpretaba para una lejana galería invisible de aquellos que imaginaba que la juzgarían con los ojos de Porter: hombres goyim, intelectuales neoyorquinos, desconocidos en general. De modo que mientras Porter la miraba boquiabierto, con una mano levantada como si de verdad creyera que se esperaba su aportación en algún momento, Rose peroró, ensayando diversas posturas empapadas de culpa. Miriam sabía que, pese a su aparente fortaleza, el monólogo de Rose era puro relleno, una forma de dilación.

—He intentado criar a una joven, pero por lo visto me ha salido una adolescente americana. Sin duda es culpa mía, aunque también es cierto que me han saboteado de mil maneras. Primero su padre, que no había forma de que se quedara en casa. De eso seguro que tengo yo la culpa, nos peleábamos muchísimo, no pude fascinarlo con las artimañas que por lo visto una librepensadora como tú ya domina, pero lo que no os podéis imaginar, tortolitos, es cómo era el mundo al que traje a esta chica. Un campo de batalla. No un patio de recreo para niños con cuerpo de adulto. Tenéis mucha prisa por crecer: nosotros perdimos la infancia sin que nos diera tiempo a darnos cuenta. Yo me deslomaba en la trastienda de la confitería de mi padre. Este, Miriam, ¡ah! ¡Mira qué expresión! No reconocería un halva ni que se lo tirases a la cara.

¡Halva! Ah, se requería desesperadamente una intervención, pero la dificultad estribaba en lo poco que ofendía Porter, en los pocos motivos que daba para expulsarlo. Permaneció atontado esperando su turno, que jamás llegaría. Así como antes había deseado un poco más de violación, Miriam deseó entonces que Porter hiciera algún movimiento, el que fuera, incluso empujado por el pánico, que incitara a Rose a echarle de casa. En cambio Rose, calculando la pasividad del chico, captó a un oyente. Miriam no sabría contar a cuántos había visto paralizarse en una baldosa de la acera ante una de las contundentes arengas de Rose, aunque nunca había cubierto su desnudez con una colcha mientras un aspirante a novio interpretaba el papel. Tal vez Porter se dispusiera a tomar apuntes como si estuviera a los pies del mismísimo Trilling. Miriam tendría que hacerlo todo ella sola. Se levantó de la cama con sus ropajes de fantasma o de musa y cogió a Porter del codo y lo condujo, pasando junto a una Rose momentáneamente boquiabierta, a la puerta de la cocina. Aunque parecía correctamente vestido, avanzaba con la misma torpeza que si se hubiera puesto la chaqueta del revés y llevara los zapatos en las manos.

—Vete.

—Lo siento muchísimo. ¿Cuándo puedo…?

Cuándo puedo ¿qué?, pensó Miriam con la cadencia exacta de Rose Angrush Zimmer, salvo que Rose lo habría preguntado en voz alta. ¿Qué parte de la actuación deseaba analizar o repetir Porter? Bueno, no tardarían en verse, eso si Miriam volvía a salir alguna vez de casa. Se puso de puntillas para un beso rápido, sorprendida de quererlo. Al fin y al cabo había acariciado el palpitar secreto de Porter, recogido su suspiró privado. Al fin y al cabo, habían pasado horas de romance por el mapa tipo «une los puntos» de la ciudad de Miriam, horas de lo que ahora parecía otra noche, otra vida.

La luz de los Gardens era una luz matinal. Carl Heuman se erguía atónito y tristón en el sendero, con una cazadora de los Dodgers con la que aparentaba catorce años y que conmemoraba o negaba la fuga de su equipo, y presumiblemente antes de pararse iba de camino a un temprano entreno de béisbol dominical en la cancha del instituto Sunnyside, donde Miriam se había pulido sus últimas clases un año antes que Carl y el resto de sus contemporáneos. De modo que Carl Heuman la había visto envuelta en la colcha, sacando al chico de Columbia por la puerta de la cocina. No importaba. No obstante, al cruzarse fugazmente sus miradas, Miriam experimentó una revelación completamente involuntaria que detuvo el tiempo: si moría ese día (¿por qué se le había ocurrido?), Carl Heuman la habría conocido cien o quizá mil veces mejor que Porter. Solo en virtud de conocer Sunnyside Gardens y lo que significaba, de conocer a Rose Zimmer como cualquiera de los vecinos (Rose aterrorizaba a todos los chicos como Carl Heuman), de ir a las mismas clases que Miriam había eludido, de ser de un lugar así, el desamparado Carl Heuman, cuyo único propósito en la vida era convertirse en el tercer pítcher judío de la historia de un equipo que ya no existía, poseía un conocimiento profundo de quién era la Miriam que todavía no había ni comenzado a fugarse, incluso aunque él no sabía que lo supiera. Porter, por otro lado, podría muy bien ser de Marte por lo que había entendido de la criatura con la que había compartido la noche. Puede que Miriam estuviera convirtiéndose a un ritmo furioso en esa otra, la chica que Porter creía haber escoltado fuera del club subterráneo acechante detrás del hombre de paja de su pareja oficial y luego hasta la mitad del puente de Brooklyn y vuelta atrás y después a Queens, para acabar más o menos violado y acusado de violación en el espacio de unos minutos, pero todavía no. Miriam todavía era aquella en el interior de cuya alma atisbaba sin el menor esfuerzo el lelo y obediente Carl Heuman. Así que, primero Carl y después Porter se alejaron tambaleantes por los senderos manchados de luz de los Gardens y desaparecieron, Miriam cerró la puerta de la cocina y se retiró para enfrentarse a Rose.

«El pasado domingo, Señor, Señor, Señor / Mi papá salió a cazar, Señor, Señor, Señor».

Rose, de quien la razón quizá apuntara que podría haber aprovechado el intervalo para dejar entrar a la mañana en el piso, por lo visto había hecho lo contrario, había cerrado cualquier cortina que dejara pasar la menor franja de luz para saborear mejor el ambiente recriminatorio de la noche. A continuación se había retirado a su dormitorio, la habitación más oscura de la casa. Una retirada, pero no una derrota; había dejado la puerta abierta, no tanto una invitación como una orden para Miriam de que se presentara en el sanctasanctórum de su madre.

Por supuesto Rose tenía, si Miriam pudiera leerle la mente (que podía), una excusa para cerrar a cal y canto el piso: la vergüenza por la desnudez de una hija, envuelta en una simple colcha. Pero no, puede que el siguiente movimiento de Rose fuera espontáneo en lugar de planeado, las cortinas corridas no probaban premeditación. Miriam tenía que admitir el instinto de Rose para los espectáculos improvisados. Desde luego aquel era especial. Rose tiró del cordón de la bata, la abrió y la arrojó al suelo. Luego se agarró al vaporoso camisón, rasgando la tela por donde contenía sus vastos y blandos pechos, de un amarillo pálido y salpicados de lunares, de modo que cayeron fuera como una ofrenda absurda, una acusación ridícula.

—Si pudiera me arrancaría el corazón y lo arrojaría al suelo para que vieras lo que le has hecho. Así que mira este cuerpo que no solo te parió y te amamantó y te bañó y para poder alimentarte y vestirte se dejó destruir a fuerza de caminar un kilómetro diario con tacones hasta la fábrica de encurtidos porque Solomon Real prefería que las señoritas parecieran señoritas incluso aunque se hundieran en su salmuera hasta el sobaco. No es una estampa bonita, ¿verdad? No soy un Botticelli como tú, una sílfide envuelta en una manta hedionda.

Así dio comienzo el auténtico monólogo, la verdadera prueba. Miriam se consoló pensando que eran preguntas fáciles al revés: en realidad a Rose no le interesaban las respuestas, solo que Miriam meditara acerca de su épico interrogatorio. A Miriam le bastaba con encontrar la manera de soportar a su madre, adaptarse para sobrevivir sin someterse, hasta que a Rose se le agotaran las fuerzas.

No pudo resistirse a asestarle una primera puñalada, aunque sabía que debía evitarlo.

—Creía que llevabas los libros, que eras el cerebro de la operación de Sol.

—En los primeros años estuve codo con codo con los trabajadores a remojo en aquel pis. Que fuera la única capaz de responder al teléfono en un inglés aceptable o sumar bien una columna de números no me colocaba ni un peldaño por encima de los recaderos ni, para el caso, de los caballos que tiraban de los carros. Todo para que tuvieras la oportunidad de estudiar en la mejor universidad pública del mundo, un privilegio cuya rareza histórica no cabe esperar que comprendas puesto que has desaprovechado cualquier ocasión de aprender cómo funciona el mundo, cómo el mundo actual en lugar de nacer sin precedentes es de hecho un producto de la historia. Por lo visto prefieres aprender cómo funcionan las vergas de los hombres. ¡Prefieres la universidad de las relaciones sexuales! —La rabia y la inspiración encendían el pecho pecoso de Rose, el rubor subía a sus senos apenas cubiertos que saltaban obscenamente a modo de puntuación. Parecían escaldados, lunas rosas en el dormitorio en penumbra. Rose detectó el bamboleo y se los agarró con las manos, los incorporó a la obra—. Este es el resultado, te está mirando a la cara, por si no te habías fijado. El tipo te la mete y te hinchas con un niño dentro, tu cuerpo cae en un campo de batalla y luego es esclavizado, y como recompensa obtienes una hija que decidirá dejar los estudios con diecisiete años. Por lo visto, ya está hecha. ¡Mírate!

Si Rose era la Reina Roja y Miriam Alicia, entonces el movimiento de ajedrez adecuado para Miriam sería evitar a toda costa las casillas que Rose había titulado, absurdamente, «coito» y «embarazo». Cuanto más cerca de las cuestiones del cuerpo femenino, dos ejemplos del cual estaban combustiblemente presentes entre las dos en ese instante, más irracional (si es que podía aludirse a grados de racionalidad en aquel ambiente de manicomio), más inflamable se volvería Rose. No, Miriam tenía que saltar a lo que intuía posibles salidas de ese territorio: saltar a la casilla de la «educación universitaria». A cuestiones de la mente. Conseguir que Rose pensara en abstracciones —las iluminaciones del marxismo, las traiciones del estalinismo y los horrores del nazismo, la misericordia del lincolnismo, los esplendores de la libertad americana, el éxtasis de bibliotecas públicas o policías honrados o negros y blancos disfrutando juntos de Central Park—, y quizá Miriam estuviera a medio camino de la casilla de salvación. Y, ya puesta, debía cubrir uno de los dos cuerpos femeninos combustibles, el que tenía potestad de vestir. Que Rose siguiera desnuda si quería.

Por tanto, incluso mientras comenzaba a hablar en lo que confiaba que fuera un tono razonable y tranquilizador, Miriam salió del dormitorio de su madre con su toga de Estatua de la Libertad y empezó a sacar de la cómoda las prendas básicas para un conjunto nuevo.

—Ya sé que el sistema es increíble, mamá, pero tienes que darte cuenta de que el Queens College no es exactamente lo mismo que el campus de Manhattan. Para mí es como seguir atrapada entre las mismas caras de la secundaria.

—¿Los hijos e hijas de buenas familias trabajadoras entre los que te da vergüenza contarte?

—No soy la única, Rose. Son solo los carcas los que no corren a la calle MacDougal en cuanto acaban las clases. Aprendo más en una charla en Washington Square de lo que me enseñaron en el Queens College.

—¿Solo los carcas? Escúchate. Pese a la jerga beatnik no se me escapa lo que insinúas de todos nosotros. ¿Qué te da derecho a juzgarnos con tanta severidad?

—¿Me estás diciendo que tú no divides el mundo entre los que se enteran y los que no tienen ni idea? ¿Preferirías que les llamase borregos?

—Pues esos sofisticados tuyos huyen en cuanto acaban las clases, pero tú ni siquiera esperas tanto. Al dejar los estudios has dilapidado todas tus opciones de transferirte a la City si tantas ganas tienes de alejarte de mí, y viajar a Harlem para codearte con esos judíos repelentes. Necesitas algo de ambientillo o te aburres, es eso, ¿no?

Rose, con la bata de nuevo cerrada alrededor del camisón roto, había seguido a Miriam hasta el umbral de su cuarto. Parecía calmada como por arte de magia, como si fuera posible creer que podía serenarse tan rápidamente.

—¿Cómo has acumulado toda la historia que me echas en cara, mamá? ¿En la escuela o en otra parte… en reuniones, en bares?

—¿Cómo crees que me convertí en la persona que Solomon Real necesitaba para atender al teléfono o amañar la doble contabilidad o aprender taquigrafía para inmortalizar su cháchara de paleto? ¡Esos pobres judíos no tenían la menor oportunidad!

—¿Acaso no atendía yo al teléfono de Sol? Tú me has enseñado a hablar inglés.

—Yo no tuve las mismas oportunidades que tú, para desperdiciarlas como si no valiesen nada.

—Nunca hablas de tus estudios salvo para explicar cómo te desconcertó descubrir que aquí no se habla yiddish. La impresión de comprender que tendrías que empezar de cero para convertirte en estadounidense. Pero yo me he criado hablando correctamente porque tú me has enseñado. La historia que quieres recitarme, la aprendiste desfilando por las calles. La aprendiste leyendo libros que no tienen en la biblioteca del Queens College. Yo los he leído. Tus estanterías están mejor surtidas que las suyas, mama.

—Mama —se mofó Rose, pero el halago de Miriam la había hecho descarrilar magistralmente—. Pareces italiana. Quizá debería haberte sacado de Queens.

—Puedo fingir que hablo italiano —dijo Miriam la Imitadora, que ahora buscaba hacer reír a Rose. Sencillamente ventriloquizó a su compañera de estudios Adele Verapoppa: facilísimo—. Y también que hablo yiddish —añadió, clavando al tío Fred—. Conozco las diferencias entre el acento de Queens y el de Brooklyn. Me las enseñaste tú, es un subproducto de haberme enseñado a no tener acento.

Miriam, con la mente abotargada por el cansancio, sorprendida de que la noche hubiera degenerado en ese día atroz sin un simple parpadeo ni una cabezadita, no obstante continuó vistiéndose; las bragas limpias y secas, el sujetador y las medias nuevas la hicieron sentirse cubierta y con ciertas posibilidades de renovación o huida. Pero se había excedido en los halagos. O algo se había torcido. Mientras comenzaba a ponerse el vestido, el rostro de Rose volvió a crisparse.

—¿Adónde vas? —La voz de Rose se agarró a un nuevo eslabón de histeria—. ¿Te vas con él?

—Ay, madre. Solo me visto.

—¿He sido yo la que te ha comprado todo un vestuario compuesto de falditas y vestidos de fiesta? ¿De verdad he sido tan idiota? Quizá la culpa sea mía, quizá te haya empujado a salir a buscar a un hombre con el que acostarte porque yo ya estoy acabada, seca…

—Basta, Rose.

Miriam se repensó lo de mencionar al amante de su madre, el teniente. A saber qué cataclismo podría desencadenar.

Sin embargo, ¿por qué pensar que el cataclismo era sorteable?

Las manos de Rose volvieron a tirar de los bordes de la bata, pero no bastaba con repetir la interpretación, había que superarla. Rose sollozó dramáticamente y se dejó caer al suelo, en una cita absurda a Jackie Wilson, el cantante de soul que Miriam había visto en el Mercury Ballroom de Harlem, donde se había plantado con Lorna Himmelfarb por una apuesta y sus rostros blancos brillaban como faros de riesgo y placer en un mar de negritud. Las habían tolerado, puede que consentido o incluso protegido, pero no existía la menor probabilidad de que Miriam volviera al local sin la escolta de un compañero negro. Ahora, además, Rose bloqueaba artísticamente la puerta, con un deje de pragmatismo en su histrionismo. Su modo de derramar lágrimas le recordaba tanto al cantante que a Miriam se le escapó una carcajada.

—Cómo puedes… No dejarías de hacer lo que te viene en gana ni aunque estuviera muriéndome. Pasarías por encima de mi cadáver para ir a Greenwich Village o detrás de un hombre como ese cuyo nombre ni te has dignado mencionarme. Pasarías por encima de mi cuerpo moribundo en tu ruta hacia lugares adonde no van los carcas. Pero jamás habría imaginado que además te carcajearías de mí.

—No te estás muriendo, Rose.

—Por dentro sí.

«Así sabes que sigues viva», quiso decirle Miriam. Para Rose morir por dentro era una forma de vida. Dentro de su madre había un volcán de muerte. Rose se había pasado toda la vida alimentándolo, intentando mantener el caos interior contenido pero humeante. En la lava de decepción de Rose los ideales del comunismo americano habían ido a encontrar su muerte lenta y eterna; Rose nunca moriría precisamente porque necesitaba vivir para siempre, convertida en un monumento de carne en recuerdo del fracaso del socialismo, como una herida interna. La falta de predisposición de sus hermanas a desafiar mediante su matrimonio, mediante la historia de sus vidas, las escrituras de la vida doméstica judía que los abuelos de Miriam habían salvado de aquel shtelt que no era Polonia ni era Rusia sino alguna pecaminosa tierra-de-nadie-judío intermedia, también esa rabia tenía que arder eternamente dentro del contenedor radiactivo, la bomba por explotar que era Rose Zimmer. El mismo Dios había entrado en ella para morir: la incredulidad de Rose, su secularismo, no era una liberación de la superstición, sino la trágica carga de su inteligencia. Dios existía solo en la raquítica medida en que podía decepcionarla por su inexistencia y, mientras que Dios era raquítico, la ira que Rose sentía hacia él era inmensa, casi divina. Y finalmente, si te atrevías a discutirlo, si necesitabas una prueba de la ausencia de Dios en este valle de atrocidades: el Holocausto. Cada uno de los seis millones de fallecidos era un agravio personal que también acogía el volcán.

Rose gateó hacia la cocina. Miriam, vestida pero descalza, halló una respuesta correlativa, un antídoto incongruente a lo que tenía enfrente: cogió una revista que por casualidad estaba en la mesilla del vestíbulo junto al cuenco de las llaves. Life, Mamie Eisenhower con un sombrero de flores amarillas. Miriam echó a andar detrás de su madre, hojeando ostentosamente las páginas satinadas, mientras Rose se deslizaba hasta los pies de la cocina y estiraba una mano. El deber de Miriam era ser testigo de Rose; así le exigía desde, le parecía a sus diecisiete años, hacía siglos. Observar, confirmar, reconocer. Así pues: a la cocina. Lana Turner, en las páginas culturales de la revista, era clavada a la señora Eisenhower en la portada; si entrecerrabas los ojos, eran la misma mujer. Rose giró la llave del gas, luego abrió la puerta del horno como una boca negra y trepó a su labio protuberante para meter la cabeza dentro.

—No quiero vivir para verte con un crío y abandonada como me hizo el hijo de puta de tu padre. Mi vida no ha sido más que un largo desengaño desde el momento en que me puso la mano encima por primera vez y ahora tú te vas para acabar el trabajo. Pero yo lo remataré por ti. Está bien, he sobrevivido demasiados años a la destrucción de todo lo que me importaba. No soportaría tener que vivir los juicios de tu estupidez y tu sufrimiento como hice con los míos. Ni que no te hubiera enseñado nada.

—No dices nada con sentido, mezclas demasiadas cosas, Rose. —Miriam se calzó la revista bajo el brazo pero se negó a intervenir, a dar un paso en dirección a Rose—. Mi padre no es responsable de toda tu vida, no se quedó suficiente para serlo. Mi padre, por ejemplo, no humilló al Soviet. Eso lo hizo Kruschev.

¿Podría el desdén de Miriam avergonzar a Rose para que abandonara su demostración? Rose agitó los brazos como si tratara de adentrarse más en el horno, como una ballena embarrancando. Si Rose pudiera verse el culo desde donde estaba su hija se levantaría de inmediato.

—Ya estoy sola, déjame morir como debiera haber muerto cuando aquel ladrón me robó la vida y me cargó con una cría. Debería haber cogido al bebé en brazos y saltar de un puente.

—El bebé soy yo, Rose.

—Un bebé sin padre está peor que muerto. Somos unas descastadas.

Rose argumentaba desde el interior del horno, era ridículo. Sin embargo, la habitación había comenzado a llenarse de ese olor cargante a pedo que Miriam había sido expertamente entrenada para considerar un desastre de vida o muerte. «¡Llama a los del gas! Abre todas las puertas, sal corriendo, ¡avisa a un vecino!». Familias conocidas se escondían tras las paredes en ambas direcciones, quizá escuchando los chillidos y gemidos de Rose mientras se tomaban el café de la mañana y leían el diario. Rose no se hablaba con ni un solo miembro de ninguna de ellas.

—Habla por ti. Cuántas mentiras, Rose. Después de tanto tiempo. Si hubieras querido que tuviera padre podrías haberme dicho dónde estaba. No me dejabas ni escribirle una carta.

—Se te quitó de encima sin pensarlo. ¿Crees que ese hombre había aprendido a querer a una niña que apenas si peinaba a sus muñecas cuando se largó? No podías darle la satisfacción de ejercer de público para sus grandilocuentes posturas retóricas, no podías invitarle a una copa, no podías apuntalar su vanidad mejor que yo. ¿Qué le habrías dicho a semejante hombre por carta?

—Un hombre, todo lo que te ha pasado te lo ha hecho un hombre. Para ser revolucionaria lo de tu corazón roto es de lo más pedestre, Rose.

—¡Pedestre!

Era, desde luego, una palabra peculiar para lanzársela a la vigilante de la manzana, a la patrullera ciudadana, a la consumada trotacalles enfurecida de Rose Zimmer. Rose era el Papa del Pedestrianismo, escaldaba todo Sunnyside con sus interrogatorios sobre la marcha. La peste a gas continuó expandiéndose por la habitación, un dolor de cabeza cuya ambición era curarte de cualquier dolor de cabeza futuro.

—Relájate, mamá. ¿No se supone que según tus manuales revolucionarios hombres y mujeres son igual de responsables de su vida? ¿O también vas a meterlos en el horno?

Cada palabra que Miriam le arrojaba a Rose, así como la torsión exquisita con que la propulsaba, venían directamente de la propia Rose. A Miriam la entusiasmaba la idea, que Rose se sintiera enfrentada a una versión renegada de sí misma, la memoria demoníaca de sus hipocresías más íntimas. «¿No querías un testigo?».

—¿Que me relaje? —gritó Rose.

Como un animal liberándose de una madriguera en la que se había topado con un ocupante hostil, Rose salió del horno. De rodillas, tiró a Miriam al suelo. Por un momento esta se hundió en el abrazo incoherente de su madre, de brazos de hierro, pechos de profundidades sofocantes y una cara crispada que corroía la suya con lágrimas ácidas. Luego, como si fuera solo una niña y siempre lo hubiera sido, un cuerpo manejable cuyas extremidades meten por mangas y al que llevan de aquí para allá, al intuir la intención de Rose, se apoderó de ella una flacidez general. Por lo visto toda la fuerza que Miriam no encontraba había fluido hacia las muñecas y los hombros monstruosos de su madre, que se agarraba como un luchador. Rose empujó la cabeza de Miriam dentro del horno. Miriam se dejó. Quizá ni siquiera importase, visto todo el gas que llenaba la cocina. Miriam prefirió seguir sin ver en su madre ninguna premeditación, a pesar de que había comenzado sellando las habitaciones del piso. Una inspiración siguió a otra. Así te ganabas el derecho a matar: demostrando la voluntad de matarte primero.

Tal vez Rose estuviera poniéndola a prueba. Tal vez Miriam la pusiera a prueba a su vez no resistiéndose: de todos modos, cuando al instante siguiente Rose aflojó la llave de tornillo, Miriam quiso creer que se había mostrado desafiante en lugar de impotente y con tendencias suicidas. Miriam fue atraída hacia el regazo materno al caer las dos de espaldas y Rose se golpeó la coronilla con el borde superior del horno.

—Lo harías, serías capaz de morir con tal de librarte de mí —se quejó Rose.

Salió de debajo retorciéndose y rompió la bella estampa de una madre leyéndole un cuento a su hija delante del horno encendido para hacerse un ovillo tembloroso y triste. Un pecho encontró el siete del camisón y se desparramó como la masa de una crep sobre las baldosas de la cocina.

Miriam cerró el gas. Luego se levantó, se arregló la ropa y se dirigió a la ventana de la cocina, subió las persianas para que entrara la luz y abrió para que corriera el aire. Pasó por encima de su madre sin tan siquiera mirarla y recorrió las ventanas del piso invitando a la fría mañana a expulsar el veneno. Llevaría un rato. Para cuando Miriam regresó a la puerta de la cocina Rose se había retirado a su habitación, se había acostado sepulcralmente en su cama alta y estrecha como una figura de una cripta de mármol, Grant o Lenin.

—Me vas a matar —entonó cuando detectó mediante algún radar la presencia de Miriam junto a la puerta.

Rose no movió ni un ápice la cabeza, de rizos negros y remolinos grises en las sienes labrados en piedra.

—Es una tradición familiar.

¿Se merecía Rose la burla? Miriam lo hizo para mantenerse cuerda.

—No puedo vivir contigo en esta casa.

—¿Primero te mato porque me voy y ahora me echas?

—Vete con él.

Rose no era tanto una madre como un amante shakespeariano celoso, un duque que fantaseaba con convertir a sus rivales en piedra. Esto, a su vez, dio pie a una imagen de Miriam disfrazada de hombre, como Rosalinda, para colarse en el santuario de la residencia de estudiantes de Columbia. A esas alturas, lo que fuera por dormir una noche. Resultaba todo demasiado imposible y cómico para que Rose lo entendiera, para que comprendiera cómo el desastre de su aparición en escena había hecho naufragar la insustancial excursión con el universitario. Miriam se preguntó de nuevo si volvería a ver a Porter. A juego con su fuga shakespeariana, Porter parecía salido de un sueño. Quizá el gas ya hubiera actuado, se le hubiera colado en el cerebro y la hubiese confundido, y tal vez su cabeza siguiera apoyada en la rejilla del horno y estuviera muerta. Le vino a la mente Shakespeare porque, como todo neoyorquino de escuela pública antes que ella, Miriam se había memorizado sus obras antes de tener la más mínima oportunidad de entenderlas y estaba condenada a pasar el resto de la vida constatando que el dramaturgo había detallado todos los sufrimientos y absurdidades de la existencia por venir, desde su posición privilegiada en la historia. Rose, la fanática de la educación, estaría orgullosa si lo supiera. A Miriam le temblaban las piernas y se dejó caer en la cuna que formaba el umbral del cuarto de Rose. Esta, en su cama, parecía a un kilómetro de altura.

—No existe ningún él —susurró Miriam.

—A menos que vuelvas a la universidad, ya puedes hacer las maletas y buscarte otro sitio donde vivir.

—A Queens no.

Dos momias, sepultadas una junto a la otra, regateaban sobre los asuntos de los vivos desde sus agujeros subterráneos.

—¿Y entonces adónde?

—A la New School.

—¿No has tenido bastante Trotski con el señor y la señora Abramovitz y su hijo demasiado bueno para todo lo que no sea Harvard, que necesitas ir a regodearte en ese nido de no hacer nada y ya te lo dije?

—No me interesa para nada Trotski, mamá. Quiero estudiar música étnica.

Esto bastó para arrancar un alarido del cadáver-estatua.

—¿Música étnica?

—Me has pedido que vuelva a la universidad.

—¿Y eso es la universidad?

Tanto daba lo que pudiera parecerle a alguien menos versado en Roseología, el trágico intervalo sollozado entre la primera y la segunda nota de esta canción indicaba concesión ante lo inevitable. (Otro sollozo a lo Jackie Wilson). Conseguido lo cual, la parte de mosca matada a cañonazos de Miriam se las apañó para sonreír.

Y más: la mosca levantó un ala, tanteó el cielo.

—Pero este semestre no, Rose. Es demasiado tarde. Quiero que me mandes a Alemania.

—¿Esto qué es?

Los tonos insinuaban «una traición, una traición», pero sin el vigor previo.

—Si quieres que vaya a la universidad, primero dime dónde está mi padre y cómprame un billete para ir a verle.

—Eso es demasiado —probó a replicar Rose.

Pero se frenó. El horno negro no distaba demasiado, su olor todavía recorría el piso. Miriam comprendió que sin haberlo planeado de antemano (¡dos almas pueden adentrarse en un callejón así, en una noche y una mañana como estas, sin un plan!) había comenzado a sonsacarle a Rose el precio total exacto de no volver a mencionar jamás el presente episodio.

—Voy a Alemania a verle y luego comienzo las clases en primavera.

—Te has pasado —susurró esta vez.

—No, ya es hora de que le conozca. Si hasta quieres que lo haga, así podré contarte lo que me encuentro.

—Podrías habérselo pedido a tu omi, a Alma. Cuando te hubiera venido en gana; podrías haberle preguntado a tu abuela la dirección de ese cabrón.

—Puede ser. Pero quiero que me la des tú.

—Déjame en paz.

La mujer de la cama alta se convirtió todavía más en la decoración labrada de encima de una tumba.

Así fue como por fin, al final, Miriam se acomodó en sus sábanas y su colchón, todavía con el vestido limpio que había lucido durante su breve excursión de cabeza al horno, y con la colcha desde debajo de la cual había estirado momentáneamente del pito pringoso y sin circuncidar de Porter todavía tirada en el rincón donde la había dejado después de embutirse las bragas y las medias, y se tumbó, con la vista agotada pero clavada en el techo, y se limitó a respirar. Cada una en su dormitorio, como nunca y como siempre, respirando. El incesante arreglo de madre e hija revolviéndose furiosas la una contra la otra y, no obstante, fortificadas en el interior del piso frente a la perspectiva de cualquier cosa o persona del exterior. Templo y tumba de la niñez, armadura de la rebeldía de Rose. Antes de que la venciera el sueño, Miriam notó los morados que los dedos de Rose le habían dejado en la mitad superior de los brazos. Casi podía contarlos, ocho dedos y dos pulgares, palpitantes. Durante los días siguientes florecerían y se irían apagando pasando de morado a azul y a amarillo plátano antes de desaparecer.

Había sido una pregunta capciosa, una paradoja más allá incluso de la imaginación de Esopo. ¿Cómo ibas a descubrir la identidad del Ganso Común preguntándoselo al Ganso Común? Porque, después de todo, al final no quedaba margen para el error: el Ganso Común —incomible, diamantino, imposible de matar, capaz de deformar cualquier utensilio que osara mirar en su dirección, no digamos ya atacarle— no era otro que Rose Zimmer.