4

EL SEGUNDO DISCO DE TOMMY GOGAN

Al final, después de todo y pensándolo bien, no hay forma de decirle que no a Rye cuando te llama a la pensión y tienes que hablar por el teléfono del pasillo donde puede escucharte cualquier otro trabajador, aunque no les importe nada, y te dice: Hermanito, hermano querido, será mejor que te pilles el primer avión para acá porque hay algo en un espectáculo de armonías irlandesas bastante digno que en este momento tiene a las beatniks empapándose la ropa interior y es más de lo que el bueno del hermano Peter y yo podemos explotar solos. Cada noche nos preguntamos por qué el destino habría de excluirte de semejante oportunidad, dure lo que dure. Olvídate de los ladrillos, por favor. Olvídate de Canadá. Y olvídate del blues del Delta. Eres un oriundo del condado de Antrim certificado, o lo serás para cuando llegues aquí. Te hemos pedido hora para un chaleco brocado a medida y de hecho ya hemos informado a nuestro manager —exacto, hermano Thomas, he dicho manager, y es un judío canijo con jersey de cuello cisne— de que nuestro primer contrato discográfico debe tener espacio para la firma de tres hermanos Gogan (Rye deletreó el apellido: «G-O-G-A-N, ya no es Geoghan, nos han recomendado simplificarlo»), puesto que tenemos un tercer hermano con una voz dulce y aguda que complementa nuestras armonías y simplemente se ha tomado un descansouu. Exacto, he dicho un descansouu, he insistido en que siempre hemos sido un trío. Si te parece que hablo raro, Tommy, uau, ya verás qué rápido terminas hablando igual cuando compruebes el efecto que causa en las churris de la boina y las gafitas. Porque por estos pagos solo pasó un Dylan Thomas, no se bastaba para todas y probablemente ya no estaba para que se le levantara la alegría visto cómo acabó y por tanto el pobre señor Dylan Thomas dejó a la sección femenina un tanto insatisfecha. Así pues, recogeremos los frutouus de lo que sembró. He dicho frutouus, hermano. Porque se les caen las bragas en cuanto nos ven.

No, no es posible rechazar a Rye ante las promesas de una llamada así, ¿y quién iba a querer rechazarlo? No el albañil de veinte años de Toronto, nacido y criado en el Ulster, sí, pero pocos eran los canadienses sin otra ciudadanía legítima en otra parte, la llevaran con alegría o como una carga. No, desde luego, este albañil, quien para atender la llamada se apoyó en la pared de un pasillo de la Residencia Masculina Powell, en el nordeste de Toronto, un barrio mayoritariamente escocés del vasto mosaico de la periferia, donde la malcarada casera escocesa-canadiense había terminado, para disgusto suyo, supervisando a un contingente recién llegado de albañiles irlandeses, entre ellos él, y no era una supervisora amable ni indulgente, sobre todo con los irlandeses. En el pasillo, donde asía el pesado auricular del teléfono con los nudillos y las yemas tan resecos y agrietados de echar y extender mortero que dudaba poder levantar la Silvertone después de cenar. Ni aunque tuviera ganas de enfrentarse a la reprobación de la señora Powell, que se colaría por el montante en el cuarto que compartía con George Stack en el caso de que las voces armonizadas de ambos superaran cierto volumen, un volumen que solo ella estaba capacitada para medir. A menudo sospechaba que la señora Powell merodeaba frente a la puerta a la espera, tanto era el placer que le proporcionaba quejarse.

Aparte del de George Stack, Tommy Gogan ya no recordaba los nombres de los otros peones y albañiles de la pensión. Para él seguían viviendo y trabajando donde los había dejado, un grupo disperso de protestantes norteños que, por la carta de algún tío o el consejo amistoso de un currante de la oficina de empleo del departamento de inmigración, al ser contemplados en masa, eran vistos como desempleados que había que repartir en diversas profesiones según su origen y sus creencias. De modo que a los irlandeses los habían destinado a levantar las sosas casitas de dos plantas con que la joven ciudad estaba construyéndose a toda velocidad y a que, en el proceso, la luz invernal de Ontario disolviese cualquier rasgo nativo que conservaran.

Porque saltar a las provincias canadienses era desprenderse del linaje de tribulaciones europeas no a cambio del gran atractivo y misterio de Estados Unidos. Sino que significaba residir en una zona de enfriamiento, en un lugar donde ir olvidando los recuerdos y la pena en la alegre tolerancia de la Canadá anglófona. Ese Nuevo Mundo donde Su Majestad seguía mirándote desde los billetes cuando cobrabas la paga. Una función, quizá, de la proporción entre humanos y madera, y acres, en la que se daban cantidades exorbitantes de estos últimos y una escasez incurable de los primeros. De tal modo que quienes se afincaban allí parecían llevar una larga temporada acurrucados contra la frontera sur de la joven nación en busca de solidaridad y calor, por impopular que resultara señalarlo.

La maldición secreta de Tommy, aunque por entonces apenas le pareciera una maldición, eran las pocas penas creíbles que había importado con él al cruzar el charco. Ni siquiera una zurra. Su padre solo había podido permitirse una zurra entre los tres, que recibió Peter cuando tenía siete años, lo justo para transmitir la pizca de tiranía que se escondía tras el decoro de los Geoghan de Belfast. A los dieciséis años, ante las perspectivas del Ulster de posguerra, Tommy Geoghan se había alistado con mentirijillas en la Royal Navy, aunque jamás pisó un barco desde el que no se vislumbrara la costa. Tampoco allí se ganó ninguna zurra, ni siquiera la presenció. Se licenció después de pasarse el servicio jugando a cartas, leyendo a Conrad Aiken y a A. E. Housman y prensa de hacía seis meses, cocinando un poco y tocando la guitarra. Luego siguió a sus hermanos cantores a Toronto, solo para descubrir que habían levantado inmediatamente el campamento para labrarse un porvenir en Nueva York.

Pese a haber residido en Toronto casi dos años primordiales de su juventud, Tommy apenas recordaba nada, excepto el dolor de los antebrazos y el sabor amargo de la cerveza por la noche. Había invertido casi todo el tiempo en olvidar datos y sabores del Ulster. Dos años para olvidar el Ulster y luego cinco minutos, al apearse del tren en Pennsylvania Station, bombardeado por la vitalidad de la nueva ciudad, para olvidarse de la periferia de Toronto y los nombres de sus compañeros de la pensión Powell, borrosos recuerdos que ahora trataba de recuperar en su búsqueda de material.

Puesto que, evidentemente, tu material era justo el que habías olvidado alegremente.

«Peones de Ontario»

«Deberíamos habernos unido en un sindicato (y creamos el sindicato de los desunidos)»

«Bronca matinal de la señora Powell»

No, pensó ahora en su habitación del Chelsea, donde las colillas se amontonaban en el cenicero y la guitarra estaba en barbecho sobre la cama, no lo bastante alejada del minúsculo escritorio de hotel ni del lugar donde la libreta esperaba abierta sobre dicho escritorio con solo esos títulos de canción absurdos y tachados como fruto de los esfuerzos de toda una jornada, no, aquella era la vida de la que se había desprendido en el viaje en tren. Había comenzado a deshacerse de ella ya en las cataratas del Niágara, donde lo habían hecho apearse para presentar el pasaporte y una carta de su hermano mayor, Peter, a los agentes de inmigración.

Su vida anterior, la del hijo del trabajador de los astilleros, el niño del Ulster, era la vida que había falsificado por completo, en cuanto llegó y estampó su firma en el contrato del manager, cuando la pluma detuvo su avance por el esfuerzo de omitir las letras que sobraban en «Geoghan». Warren Rokeach, su manager, un judío con jersey de cuello cisne tal como le habían prometido, emitió un pequeño gruñido de satisfacción al ver expandirse su franquicia. Tommy, que se había puesto el chaleco, que se había puesto la gorra de marinero y los pantalones de pana, comenzó a subirse a los escenarios de pacotilla del Gate of Horn y el Golden Spur, acercándose al micrófono para armonizar con sus buenos hermanos Rye y Peter.

Peter, el mayor, interpretaba al patán simpático del grupo: el bebedor, el camorrista. Mientras vaciaba pintas en el escenario, farfullaba sinsentidos en celta que ni siquiera sus hermanos entendían. Rye ejercía de bromista práctico y donjuán, un Dean Martin irlandés. De modo que Tommy ocupó el puesto de «el tierno» o, cuando a regañadientes alfombró sus rosadas mejillas con unas patillas de boca de hacha y comenzó a destacarse por sus opiniones sobre el escenario, «el sincero». Con el paso del tiempo a Tommy Gogan le parecía que desde que saliera del ejército británico había estado esperando a que el mundo le exigiera que se aclarara, que diera forma externa a sus desafortunadas imposturas. O, si no, que lo acusara de haberse colado en la madurez sin la documentación adecuada. Ahora la exigencia resultaba evidente: se esperaba de él que produjera una falsificación de Tommy Gogan. Y con tal disfraz escaparía al alcance de las acusaciones de cualquier autoridad salvo las del fondo de su corazón.

Con todo, cualquier campesino irlandés que vagando por el exilio entrara en un club de Greenwich Village calaría a aquellos protestantes del Ulster al primer vistazo.

Para entonces Tommy llevaba año y medio durmiendo en el colchón de sobra del piso de Peter en el Bowery, mientras practicaba por las noches las armonías de «Old Maid in the Garret» y «The Humors of Whiskey». Las tardes que no hacía frío se vestía de civil con unos pantalones de sport y una chaqueta de punto, saltaba por encima de las ruinas del Bowery y se llevaba un diario y un paquete de cigarrillos a Washington Square. Allí se sentaba a fingir que leía y en realidad escuchaba los ensayos de autoinvenciones que se sucedían todo el día en aquel escenario al aire libre. Los vistosos estudiantes, los adolescentes vestidos de artistas, dramatizando sus tormentos de un modo que a él jamás se le habría ocurrido. Los homosexuales descarados y —más sorprendentes— las lesbianas, aquellas que fingían ser hombres para desvelar por completo su yo más secreto, aquellas que fingían ser de verdad. Tommy entablaba amistad durante un día o una hora con fugados, con poetas que se emborrachaban por la mañana, con negros carismáticos que le pedían prestado dinero y le cubrían de halagos y promesas y nunca se lo devolvían. En aquel parque bastaba que abrieras un libro para que alguien te contara por qué era malo y deberías leer otro. Cuando un pintor amargado lo condujo a un bar de un segundo piso y le explicó que era allí donde bebían los famosos expresionistas, Tommy quiso replicar que la ciudad entera era una sucesión de expresionistas hasta donde te alcanzaba la vista.

Y a mí todos me parecéis famosos.

Gracias a los paseos solitarios por la gran locura de ciudad, comprendió que la genialidad de la urbe era la indiferencia, la concesión del regalo del anonimato a las hordas atormentadas por un excedente de identidad, por un excedente de heridas y herencias, y sintió que en él ese regalo se desperdiciaba por completo. De nada servía regalarle anonimato a un hombre que ya lo había alcanzado, un hombre para quien el anonimato constituía su único logro. De nada servía ofrecerle la absolución a quien no era culpable, ni un disfraz al invisible.

Las actuaciones constantes con sus hermanos, junto con el desconocimiento de Tommy de lo que había fuera de los perímetros de la escena folk, lo mantuvieron circunscrito a un puñado de calles. Daba igual. Dentro de esos límites, sus cafeterías y sus tabernas, sus sótanos y sus pisos sin ascensor, existía un mundo de presunciones sin fondo, una locura de fraudulencias. Si los hermanos fingían su carácter irlandés, al menos por debajo de la farsa eran un poco irlandeses. Los intérpretes se revendían unos a otros canciones étnicas «tradicionales» copiadas de Mitch Miller, canciones aprendidas hacía cinco minutos o inventadas sobre la marcha. Los escenarios los dirigían unos cínicos que detestaban la música y, sin embargo, dejaban dormir en sus sótanos a los cantantes más pobres y desventurados y les servían el desayuno por la mañana. Cantantes que interpretaban himnos de vagabundos o Trabajadores Industriales del Mundo resultaban ser de sangre azul, de familias de la Ivy League. Ramblin’Jack Elliott, el vaquero más auténtico que jamás hubiese cantado, era un judío de Brooklyn. A un actor de acento pijo que declamaba monólogos shakespearianos lo arrestaron por amonestar borracho a los viajeros de Grand Central ataviado con un vestido y una peluca, e inmediatamente alguien colgó la foto del Daily News detrás de la barra del Golden Spur. El verdadero nombre del shakespeariano, revelado en el diario, también era judío, el de un refugiado armenio de un campo de trabajo.

Los judíos de Greenwich Village le parecían a Tommy mejores farsantes que los demás. Sus farsas parecían derivar de un fondo de desposeimiento y escepticismo que los convertía a todos y cada uno de ellos en reyes exiliados de aquella ciudad absurda.

Se le ocurrió que podría resultar bastante original fingirse judío, pero la idea, cada vez que le asaltaba, le parecía demasiado extraña hasta para plantearla en voz alta.

Las noches que habían tocado, Tommy se bebía tranquilamente sus pintas a costa de la casa mientras sus hermanos se emborrachaban e intentaban ligar, o alardeaban de emborracharse e intentar ligar. Tommy no ligaba. En su defecto, Tommy perseguía quimeras de autenticidad en el mundo falso. Su inofensiva presencia como observador no molestaba en ninguna parte. Si preguntases ahora, no encontrarías a nadie que se acordara de un tercer Gogan, simple y claro como una regla de tres. Iba a donde le apetecía, a todo el mundo le caía bien el hermano pequeño. Tommy estudiaba a los cantantes que actuaban antes y después que ellos, tratando de separar al comprometido de la imitación; Tommy escuchaba las grabaciones de Lomax de Negro Prison Blues and Songs, que de lo contrario permanecían intactas junto al equipo de música de Peter; Tommy merodeaba sin molestar por el Centro del Folklore y las oficinas de Caravan, saludando mientras los bardos de las protestas grababan temas nuevos para transcribirlos; Tommy, aunque le prohibían tocarla en el escenario, comía, dormía y se bañaba con su Silvertone; Tommy luchaba a diario contra sus limitaciones como guitarrista, volviendo loco a todo el mundo con sus acompañamientos de blues, ya que sus largos dedos, quizá demasiado largos, lo condenaban a una total dependencia de los acordes de cejilla; Tommy, un día de mayo de 1959 en la trastienda del Spur, estrenó ante sus hermanos una composición propia: «Linchamiento en el río Pearl». Había escrito una canción. Esperaba que les sorprendiera tanto como a él. El cadáver de Mack Parker apenas había tenido tiempo de secarse cuando se le ocurrió la letra: le recorrió los dedos, que garabateaban con un lápiz romo sobre una bolsa de papel, con ayuda del Herald Tribune.

Rye frunció el ceño.

—¿Has estado en Mississippi sin saberlo nosotros, Tommy?

Al zafio de Rye no le gustaban los negros, una vez había intentado rechazar la oportunidad de telonear a Nina Simone, hasta que Peter lo hizo entrar en razón.

—La historia puede conmoverme como al que más —replicó Tommy—. ¿O es que no os dicen nada los derechos civiles?

—Todavía no se ha visto una cara negra y brillante en un espectáculo de los Gogan, hermanito. Y preséntame tú al rojillo que esté dispuesto a pagar por escuchar música. Si ni siquiera echan monedas a la gorra de un trabajador si pasan por el lado. Los himnos de los sindicatos ya se los cantan ellos, así que ¿por qué pagar? Alguien aparece con un banjo desafinado en una manifestación y berrean todos a coro.

Peter, más crítico, apoyó un pulgar en el labio superior y apretó mucho los ojos, como si la melodía hubiera convergido con su resaca.

—No encuentro la palabra… Hay una expresión para esta clase de temas.

—Es una canción de actualidad —apuntó Tommy.

—Ah, eso. De actualidad. El tema de interés en cuestión, ¿me lo parece solo a mí o es un poquito lúgubre? Esa es la palabra que buscaba.

—¿Más lúgubre que «The Lambs on the Green Hills», por ejemplo?

—De acuerdo, pero «Lambs» es un tema tradicional. Lo tuyo no encaja con nuestro estilo, ¿no? Has escrito una canción de lo más curiosa, Tom. Tirando a blues, sin llegar a ser blues.

Rye, que intuyó la ventaja, se sumó.

—No tiene mucha melodía, aparte del rasgueo constante del trasto ese. Nuestro grupo no necesita guitarra.

—Vete a la mierda, Rye.

—¡Ah, pero qué talento lírico! Nuestro hermano ha sido poseído por el espíritu de la prosa más fina, Petey.

Los Gogan Boys, tras la amable fachada igualitaria, tenían un soberano: el mayor, por patoso que pudiera parecer. Con palabras como «lúgubre» daba a conocer sus directrices. La posición sobre «Linchamiento en el río Pearl» quedó establecida. Para cuando permitieron a Tommy presentarse ante el público guitarra en mano, la muerte de Mack Parker estaba olvidada y la lúgubre canción de Tommy Gogan enterrada.

Pero en los meses siguientes Tommy aprendió. Se cuidó de anclar las letras en una melodía de balada melosa lo bastante familiar para engatusar a sus hermanos y que le hicieran armonías en los estribillos. Peter le obligaba a esperar hasta bien entrada la actuación —si contabas el tiempo en pintas, hasta la tercera— y prologaba lo que presentaba como «cancioncillas de plumilla» de Tommy con una arenga de sus confusas ideas políticas.

De modo que «el sincero» se convirtió en «el protesta». Tommy de Actualidad, como no dejaban de recordarle. Pero a pesar de las pullas Peter y Rye eran conscientes de la renovación que había aportado al espectáculo. Conforme las letras de Tommy comenzaron a aparecer en las hojas ciclostiladas que repartían, conforme los Gogan comenzaron a participar en conciertos benéficos, saltaron de su antiguo público —figurines mohosos escapados de los locales de bebop, palurdos que caían en las trampas turísticas del Café Bizarre— a los idealistas, simpatizantes de las sentadas demasiado alejados de los Woolworth segregados, chicas de ojos azules enamoradas de John Glenn y el senador Kennedy. Esas chicas acudían a escuchar cantar a Tommy «El zapato de Kruschev», «La masacre de Sharpeville» y «El blues de Gary Powers». Por tanto, aunque con retraso, necesitado de convertirse en el chico de oro antes de que le lloviera oro, Tommy aceptó lo que Rye le había prometido. Tommy salió a ligar un poco. Rompió algunos corazones. Tommy se doblegó a la insistencia de una chica llamada Lora Sullivan y le permitió cortarle y afeitarle con sus propias manos las ridículas patillas y luego, cuando vio su cara bonita reflejada en el espejo, antes de veinticuatro horas había roto con Lora Sullivan, una cabronada de la que Rye podría haber alardeado pero que en el caso de Tommy nunca abandonó del todo el terreno de las recriminaciones a sí mismo.

Tommy de Actualidad pasó un año al sol, mucho tiempo, antes de que las cancioncillas de plumilla dejaran de ocurrírsele como si tal cosa. Enseguida se sintió humillado por voces americanas, por artesanos de la canción con derechos sobre esos materiales entre los que él rebuscaba, hombres que jamás habían soñado con que los fotografiaran con un chaleco brocado sino que posaban estrictamente con abrigo de piel de oveja mientras oteaban el horizonte desde lo alto de un tejado, hombres en cuya presencia, aunque Tommy era mayor que ellos, se le trababa la lengua y se entristecía como el hermano menor que en el fondo era.

En un exceso de gratitud por el mero hecho de estar presente, Tommy no podía dejar de sonreír y estrechar las manos desde el escenario como un buen Gogan, daba igual si el tema era la hambruna de la patata, la rotura de una presa o la silla eléctrica. Movido por lo que su madre calificaría de respeto y en recuerdo de sus días de albañil, todavía llevaba corbata porque consideraba una afrenta al verdadero obrero vestirse con ropas de obrero.

Los cantantes nuevos que iban apareciendo no tenían tantos reparos. Cualesquiera que fueran sus orígenes, lucían gorra y mala cara.

La clientela molaba.

Tommy se preguntaba si tenía lo que hacía falta para inventarse otro disfraz y la actitud correspondiente.

Después supuso que todo tenía su origen en la vanidad del canalla que dejó a la tal Sullivan, y deseó o imaginó que deseaba encontrar la forma de telefonearla e incluso llegó a hojear una edición de William Blake de Penguin donde habría jurado que había apuntado su número. La chica era de Ohio y se rumoreaba que había vuelto a su pueblo.

«Lluvia de patillas»

«Abrí la puerta, entró Phil Ochs»

«Intenté visitar a Woody en su lecho de muerte (pero acabé en el Bronx)»

Sin embargo, quemar mitos privados, volver a visitar novias, lamentar las encrucijadas del camino, también eran callejones sin salida, complacencias del escritor bloqueado. En su habitación del Chelsea Hotel, Tommy Gogan encendió otro cigarrillo, el último. Después de ese tendría que salir en plena noche a por un paquete; hacía mucho que había anochecido. Francamente, sabía cuánto lo había aburrido Lora Sullivan. Del recuerdo de una chica que te aburría no podía cosecharse una canción. Aquella vida, la verdad, había sido otra falsificación, un simulacro en busca de una invención de sí mismo definitiva. Aquel vacilar, un intervalo esporádicamente espléndido cuando todavía vestía de brocado, todavía en la cama supletoria de Peter, aquel intervalo durante el cual había localizado su voz de cantante protesta sin dejar de ser el hermano menor, uno sumisa y completamente sometido no solo a Peter y Rye, sino pronto también a Phil y Bobby… aquella había sido una vida de poses torpes, de sinceridades fingidas sinceramente y pasiones fingidas apasionadamente y todo ello únicamente un preámbulo, o así lo parecía, del día en que Miriam Zimmer catalizó y cautivó todo su ser.

Fue una famosa mañana ventosa de febrero de 1960 cuando caminó hasta Corona Park en plena ventisca huracanada acompañado de un famoso cantante de blues blanco para visitar a un famoso cantante de blues negro, uno que también había sido ordenado sacerdote y, por tanto, como perpetuaría la leyenda durante el resto de sus vidas, Miriam Zimmer y él deberían haberle pedido al reverendo que los casara allí mismo. La alegre fama de todo aquello —de Dave Van Ronk y el reverendo Gary Davis, y la fama de la tormenta, fotografías de la cual coparon la prensa durante dos días, quitanieves atascados y entradas de metro bloqueadas y esquiadores en Central Park— se perdió en la locura de aquel día y los que le siguieron, la fama intramuros de dos amantes descubriéndose. Se lo había preguntado eternamente y no había encontrado una buena respuesta a por qué narices se había enfrentado a la tormenta en el Nash Rambler prestado de Van Ronk para ir a sentarse a los pies de Gary Davis y presenciar una clase para aprender a puntear el riff de «Candy Man», él que punteaba (o de eso se burlaban) como si la diestra fuera un pie, y además el pie palmeado de un pato. Por qué había superado lo que más tarde Miriam le explicaría que era un «caso típico de barriofobia» para ir a Queens. Tommy suponía que la respuesta radicaba en que había estado discutiendo con Pete, como solían, y buscaba una excusa para salir del loft del Bowery y justo entonces se topó con Van Ronk. A saber si Van Ronk sabía siquiera cómo se llamaba Tommy antes de aquello, pero el viejo folkie gregario se lo llevó con él. En retrospectiva el aprendizaje de Tommy tenía algo de servil: una voluntad perruna de seguir a Bob Gibson o Fred Neil a la compra o al lavabo que quizá no resultara del todo atractiva. Sin embargo visitar al reverendo era poético. Si se le ocurrían nuevas canciones, sin duda nacerían de recordar días como ese.

Ella estaba sentada a la mesa con la mujer del reverendo. La casa era minúscula, en un barrio de casitas minúsculas y calles inclinadas, donde la nieve se amontonaba como si fuera a enterrarlo todo, y entonces la apaleaban con tapas de cubos de basura hasta una zona de aparcamiento y luego corrían dentro a calentarse las manos. Gary Davis ocupaba su silla con la postura solemne de una escultura de madera, aparte del movimiento por los trastes y el taconeo del zapato derecho, con las gafas de sol puestas dentro de casa, porque era ciego y probablemente no se las quitaba nunca, ni dentro ni fuera.

Entrar en aquel refugio de calor y café, a una distancia tan sorprendente de Manhattan y un día en que las fronteras entre la noche y el día, la acera y los adoquines, el tejado y el cielo habían desaparecido en un todo blanco, fue un viaje sublime. Algo alucinante para Tommy, el sempiterno hombre de mar arribando a la orilla, exiliado pero no trotamundos, el ratón en el laberinto de Greenwich Village del que ni siquiera buscaba una salida. Ella estaba sentada a la mesa de la cocina con la esposa del reverendo y un par de mujeres negras, vestidas como versiones más jóvenes de la señorita Annie, que fue el nombre con que se la presentaron. Hijas, tal vez. Otro hombre blanco los había precedido, y estaba sentado con la guitarra en el sofá de enfrente estudiando al reverendo. Tommy lo reconoció, Barry Kornfeld, banjo, pensó Tommy. Tommy sintió la puñalada de la exclusión por haber llegado tarde al salón del reverendo igual que a todo en la vida incluso antes de ver a Miriam y suponer celosamente que Kornfeld era su novio. Ella no se levantó de inmediato, pero señaló divertida al ver a Van Ronk zapateando en el recibidor para limpiarse la nieve, al que saludó como si llamara a un amigo en el andén de enfrente del metro de la Cuatro Oeste.

Kornfeld no era su novio. O ya no. Tommy nunca presionaría a Miriam para que le contara sus relaciones anteriores, sobre todo con otros cantantes o guitarristas. Miriam tenía veinte años —bueno, casi veinte, como le corregiría ella después— y era una asidua de la calle MacDougal, siempre con el diafragma en el bolso hasta que pudo contarse entre las primeras usuarias de la píldora. Lo que fuera que hubiera pasado antes había quedado olvidado tanto para ella como para él, y si no, Tommy no quería saberlo.

No tardó en enterarse por boca de Miriam de que era una confidente tanto de Phil Ochs como de Mary Travers, y de que además trabajaba en la tienda Conrad de MacDougal con la Tercera, agujereando orejas con un alfiler y un cubito, radicalizando lóbulo tras lóbulo. (A falta de su número de teléfono, Tommy tendría que visitar la joyería para volver a verla). Descubrió a Rose, la alcaldesa roja de Sunnyside, y a Albert el espía. Y ahora deseaba recuperar aquel instante en que Miriam había entrado en el salón.

El reverendo estaba tocando más lento un arreglo de «Sportin’Life Blues» para que los jóvenes pudieran seguirlo.

Alguien le colocó a Tommy un platito con un trozo de bizcocho de café en las rodillas.

Las notas flotaban hasta los cristales empañados y más allá, hacia el gélido cielo.

Quería, si era posible, aferrarse a aquel momento en que Miriam se levantó de la mesa donde estaba la mujer del reverendo y entró en el salón con los hombres. Detener aquel instante e intentar verle la cara como aquella primera vez. Saber cómo podría haber sido mirarla a los ojos antes de que hablara.

Para cuando pudo hacer algo remotamente parecido a una estimación aproximada, ella ya se había puesto las gafas, unas Wayfarer negras, muy aconsejables para el destello blanco de la tormenta. Por tanto, mirar a los ojos de Miriam equivalía a ver cómo los gordos copos salpicaban aquellos parabrisas oscuros por debajo de un pelo negro como ala de cuervo y al descubierto; un pelo que, recogido caóticamente por un pasador grande de nácar, acumulaba una boina de nieve en la capa superior, donde no la derretía el calor corporal, mientras las gotas solidificadas colgaban hacia los hombros y la pechera del grueso abrigo de damero. Por debajo solo asomaban las piernas enfundadas en medias negras, puesto que la falda era más corta que el abrigo. Miriam, aburrida de la lección de guitarra (como Tommy se había aburrido, ya que el reverendo repasaba los mismos cambios cien veces con Van Ronk y Kornfeld y él no había llevado la guitarra y por tanto se sentía capado, aunque quizá no tanto como se habría sentido de haber intentado seguir los dedos mágicos del viejo), se había excusado ante la señorita Annie y los hombres y había insistido en que el metro todavía pasaba y conocía el camino y quizá a Tommy no le importaría acompañarla. En absoluto, sería un placer.

Los dos fueron dando tumbos y trompicones por las aceras nevadas, con los copos arremolinándose locamente en el cielo para derretirse al contacto con el calor de sus mejillas y lengua y manos o posarse en sus abrigos. Para entonces Miriam había hablado tanto que Tommy no conseguía recuperarse, no podía volver a pisar tierra firme. Antes de que se lo preguntara ella le había dicho «Sí, sé quién eres. Te he visto cantar». ¿Ya se conocían? Tommy juraría que no, pero le dio miedo haberla olvidado en algún momento de vértigo del escenario, perplejidades típicas cuando estaba con sus hermanos. No, no se conocían exactamente. Pero ella le conocía. Y ahora él la conocía. Miriam Zimmer.

Miriam dijo «Sé quién eres». Como si conocer el nombre de Tommy Gogan significara tener conocimiento de la persona definitiva que lo llevaba, un conocimiento del que Tommy carecía.

Y actuando como si así fuera, Miriam lo hizo realidad.

A partir de aquel famoso día de la nevada en que lo arrastró de vuelta al loft de Peter y compartieron un canuto y luego prepararon una cafetera para los marginados y ella le explicó por qué el Bowery se llamaba así.

El tren elevado apenas lograba arrastrarse por las vías cubiertas de nieve, su vagón iba completamente vacío aunque los trenes que circulaban en dirección contraria rebosaban de trabajadores atemorizados por la nieve que huían de la isla a las tres de la tarde mientras aún podían, como si hubiera caído la bomba de hidrógeno en Manhattan y solo a unos locos se les ocurriría tomar la dirección que ellos llevaban, y mientras entraban lentamente en el túnel el perfil de la ciudad se borró, el blanco se convirtió en negro y ella no se quitó las gafas de sol y Tommy, que él supiera, había perdido para siempre la oportunidad de verle los ojos.

Había dado una calada a un porro dos o tres veces antes y no le había parecido ninguna revelación, no como aquel día, pero ¿qué era el huevo y qué la gallina en una jornada tan reveladora? Había cogido la Silvertone para defenderse de un posible ataque, para apuntalar su torpeza verbal con algunos acordes de cejilla, porque comparar su punteo con el del reverendo no le reportaría ninguna ventaja. Gracias a Dios Peter había salido, no se veía ni rastro de él. Oscureció casi antes de que subieran, pero se limitaron a encender unas velas de Peter. Ella colocó los zapatos de ambos sobre el radiador y luego buscó la cocina y descorchó una botella de tinto, con el que llenó hasta la mitad dos vasos de zumo. El porro salió de su bolso como si lo tuviera planeado, como si tuviera planeada la fuga, el pseudosecuestro. Lo encendió con una vela. Ya se habían besado una vez, el resto todavía eran promesas, en el camino por la nieve desde el metro, sin decir quién había iniciado qué mientras sus hondas pisadas buscaban colisiones a propósito. Ni una sola a cubierto, donde sofá, butaca, cuerpo masculino sin abrigo, cuerpo femenino sin abrigo, mesa entre ambos, puerta para posibles entradas o salidas, todo ello se mantenía a una dolorosa distancia fija que había que sortear con intención o no. Le ardía la piel con la sensación de riesgo, la hipersensibilidad a la presencia de Miriam, el cosquilleo de las extremidades heladas que reclamaban volver a la vida, el temor a que el avance del reloj exigiera algún resultado.

—Esta es la primera canción que compuse —dijo él, y comenzó a tocar los acordes iniciales de «Linchamiento en el río Pearl».

Tommy esperaba corroborar la increíble atención de la judía desandando sus pasos, la tenue construcción de un personaje independiente de los Gogan Boys. Aunque debía de ser una fan, no actuaba como las otras. De todos modos, en aquel momento, por efecto de la marihuana, a Tommy le apetecía escuchar la canción, que contenía un desafío codificado contra sus hermanos que apenas había podido saborear antes de que la rechazaran. Así pues, al concluir el primer pasaje instrumental, cantó la letra con todo su ser.

—La primera, ¿eh?

—Sí… sí.

—Pues tócame la siguiente.

Ella se inclinó para no perderse detalle. Él casi habría deseado que se perdiera algo, que se girase. Se había quitado las Wayfarer, con el único resultado de que ahora no podía mirarla a la cara. Sus atenciones le habían parecido una botella en la que confiaba en colarse y luego expandirse, como un barco, con las velas recogidas hasta el momento en que se desplegaban y ocupaban hasta el último rincón. En cambio, se sentía como una palomilla, zumbando hasta su interior solo para dejarse engullir, rebotando contra el vidrio impasible, emitiendo una lucecilla pulsátil para no perderse dentro.

¿El porro no debería haberla distraído? Pues no. El mundo se cerraba en torno a ellos, estaban en el ojo de la tormenta, fuera había oscurecido por completo. Tommy había pasado de que le costara imaginar que Peter pudiera seguir fuera un minuto más a tener la certeza de que su hermano había fondeado en el bar de McSorley o en el Spur y aguantaría toda la noche encima o debajo de un banco de madera. ¿O es que a Tommy se le había olvidado que tenían un concierto? Parecía imposible, pero le entró miedo. Luego pensó que con semejante ventisca se habría anulado. Miriam Zimmer seguía hablando cada vez que Tommy dejaba de tocar y él absorbía todas sus palabras y ninguna, perdido como estaba en murmullos interiores, vanos, flagelantes o burlones. La dificultad de contemplar a otra persona estribaba en que interponías tu propia persona. Recibir un impacto tal, como el que acababa de recibir Tommy, significaba adentrarse en un lodazal de autorreflexiones.

—Para ser irlandés cantas mucho sobre negros.

Tommy acababa de concluir una versión perezosa de «La masacre de Sharpeville». El recital quizá estuviera derivando hacia algo más parecido a una audición, mientras seguía rebuscando entre su escaso catálogo. Si el comentario de Miriam quería ser provocador, nada en su expresión la delató. A Tommy no se le ocurría qué replicar, al menos no en el idioma de ella. Porque él no tenía otro.

—¿Te he incomodado?

—Supongo que canto mucho sobre negros. Quizá solo para incordiar a Rye.

—Sudáfrica, Haití, Mississippi… joder, Tom, ¿has ido a todos esos sitios?

—Soy culpable de los cargos, que no eres la primera en resaltar. Compongo revisando la prensa.

—Pues deberías viajar al Sur, me han dicho que flipas.

—Lo había pensado, pero los tríos de minstrel no tienen mucho tirón.

—Me refería a ir sin tus hermanos.

—Ah. Tal vez. Pero Peter nos tiene muy ocupados. Casi no descansamos.

—Lo que faltan son voces, Tom.

—¿Dónde faltan?

—En las canciones.

Sus palabras no sonaron amables ni críticas, simplemente tan llanas e irrefutables como ladrillos bien colocados. Tal vez nadie le hubiera escuchado cantar nunca hasta aquel instante, ni siquiera él mismo. Su madre le llamaba Thomas; su padre, hijo; sus hermanos, Tommy. Nadie le llamaba Tom.

—Nosotros también tenemos negros —dijo ella—. A ver, basta con que bajes a la calle.

Por necesidad, habían pasado por encima y por el lado de varias figuras ovilladas tratando de protegerse de la tormenta hasta alcanzar el portal de Peter. Los hombres que llenaban las calles del Bowery eran negros por definición, independientemente del tono de su piel. Los habían ennegrecido la condena, los jirones de ropa negra, las sombras. Tommy no los veía si podía evitarlo.

Entonces se forzó a verla a ella, a ver más allá de su encanto cegador, sus ornamentos y su aura, los diversos brazaletes que tintineaban cuando movía la mano, su falda escocesa arrugada tan beatnik y el fino jersey de cuello cisne, el pelo negro como ala de cuervo, para buscar sus ojos castaños bajo unas cejas gruesas y arqueadas, para enfocar la curva de sus labios carnosos, que en los escasos momentos de reposo dibujaban una mueca tan perpetua, de tantas implicaciones, que absolvía a su destinatario de cualquier juicio individual: la mirada de aquella mujer te arrastraba a un estado de exasperación y perdón universal al mismo tiempo. Y luego su nariz, tan ancha y aguileña, que parecía la caricatura de una nariz judía. Casi esperabas que desapareciera cuando se quitaba las gafas. Aquella nariz proletaria permanecía ajena al encanto que la rodeaba, era una mancha de humanidad.

—Vamos a prepararles un café.

—¿A quién?

—A los tíos de la calle, si es que no se han convertido en estatuas de hielo. Vamos.

Se levantó y comenzó a llenar la cafetera eléctrica de Peter.

—¿Y en qué lo servimos?

—Pues bajamos las tazas y luego las recogemos.

—No tenemos para todos.

—¿Quién ha dicho todos? —Rebuscó en el fregadero y el armario—. ¿Qué te parece si servimos a cuatro? Estáis fatal de vajilla. Nunca vienen más de dos visitas por noche, ¿eh?

Tommy se limitó a abrir la boca.

—¿No tenéis más tazas?

Se puso el abrigo y se metió las tazas de cerámica en los dos enormes bolsillos.

—Espera —dijo él, desapareciendo en el lavabo y cogiendo la taza de afeitarse de espuma de mar de encima del lavamanos. Sacó la brocha y lavó la taza—. Cinco.

Miriam abrió los ojos como platos al ver la barba y el ceño fruncido de la taza.

—Mierda, hablando de clichés desagradables. Es la última casa en la que una esperaría encontrarse con baratijas de duendes.

—No es ningún duende. Es Green Man.

—Pues eso.

Tras recuperar los zapatos, que no se habían secado, sino que ahora, escalfados sobre el radiador, apestaban, Tommy y Miriam bajaron dos plantas con la cafetera y cinco tazas hacia una tormenta que tocaba a su fin. Bajo las farolas y sin viento, una capa blanca y crujiente cubría los contornos del mundo, cada antepecho y dintel, todos los parabrisas inmóviles y las papeleras volcánicas del Señor. La única excepción eran las figuras humanas que avanzaban penosamente, saliendo de las cavernas a rodillazos, echando el aliento a guantes sin dedos. Miriam encontró a sus cinco apiñados en la entrada de un hotel de mala muerte. Repartió las tazas y sirvió la primera ronda, luego dejó la cafetera en un montículo a sus pies, donde el calor abrió un agujero y la cafetera se asentó. Green Man acabó entre las manos irritadas de un marginado negro de mejillas hundidas y correosas, ojos gélidos y amarillos como el maíz.

—No os quedéis con ganas, hay suficiente para todos. Volveremos dentro de quince minutos a por los utensilios, caballeros.

Miriam le tiró del codo y avanzaron por los caminos que habían comenzado a abrir otros en dirección a Houston.

—Ven, vamos a hacernos un tatuaje.

—Estará cerrado.

—Es broma. Mira, allí arriba es donde pinta Rothko.

—¿Eso querías enseñarme?

Pollock y Kline y De Kooning eran, como Dylan Thomas y Jack Kerouac, nombres unidos a quimeras del Village que se vislumbraban solo instantes antes, nuevas pruebas de que Tommy había llegado demasiado tarde a la fiesta.

—No, mira. —Señaló al otro lado del gran cruce de Houston—. Esto es el Bowery.

Abarcó el lugar con un ademán.

—No te entiendo.

—Ni esperaba que lo hicieras. ¿Sabes porqué se llama el Bowery? Antes Nueva York terminaba aquí. —Dirigió su atención atrás, al lugar por donde habían venido—. Los holandeses tenían un camino que iba a las granjas y el bosque. Y aquí había un bower, como una pérgola gigante. —La dibujó en el aire moteado—. Si pasabas por la pérgola, salías de la ciudad a la naturaleza.

Tommy vio lo que ella quería mostrarle. El fantasmal paisaje urbano que se elevaba sobre la calle Houston podría volver a la naturaleza antes de que la nieve se derritiera.

—Vivo aquí y no tenía ni idea.

—Nadie sabe estas cosas —alardeó Miriam.

—Alguien debería escribir un tema sobre esto.

—Alguien debería escribir un temazo sobre esto.

Estas palabras las susurró. De haber podido, Tommy habría atado su boca a su oreja con la bufanda para volver a escuchar el susurro eléctrico de su voz en los cañones de la tormenta en calma.

—Mira, si lo piensas, probablemente es la razón de que los vagabundos y los viejos marineros acaben aquí. Están esperando a pasar, aunque no lo sepan. Piden entrar, como en un cuento de Kafka.

—Sí.

—Entrar a los jardines.

—Sí. Al Edén.

—Claro. O a la calle Catorce a ver si consiguen un polvo de saldo.

Nada en la Antología de poesía amorosa Pelican le había preparado ni remotamente para aquello. Que Tommy se diera cuenta de que la chica quería descolocarlo y escandalizarlo no le servía de nada. Estaba descolocado y escandalizado. Era una mujer niña, con la sobrecogedora y feroz prodigiosidad de una niña de diez años, de las que se quedan mirándote y te calan al instante en el transporte público. Pero con la serenidad de alguien mayor, de una espectadora de mundo. La madre de la niña del autobús. Que a todas luces se había saltado la cruda etapa intermedia, donde él estaba atrapado. La hermana mayor que nunca he tenido. Le mortificó lo predecible de la expresión. Y la presuntuosidad del «he tenido». ¿La estaba teniendo? ¿La tenía? (Rye habría respondido que no sin ninguna duda). Después de esa tormenta que había borrado el sol, destruido el reloj, ¿qué pasaría? ¿Se suponía que debía llevársela a la cama? El amor a primera vista ¿significaba que no debías perder de vista a la persona que acababas de descubrir?

—No necesitas fingir que estás donde sea, en Argelia, Tom. Ni en el Delta. O sea, mira, hasta el reverendo Gary Davis se ha mudado a Queens. Esos tíos de ahí abajo son auténticos. Estás en el meollo de todo.

Lo cual proclamó en las escaleras, de regreso con las tazas y la cafetera que habían recogido de los hombres destruidos que se apiñaban a la entrada del albergue. Los marginados habían apurado el café y luego les habían devuelto las tazas con gratitud muda, pero Miriam había empujado la taza de afeitado de vuelta a las garras apretadas del que la sostenía.

—Quédatela, amigo. Trae buena suerte. El tipo se llama Green Man.

El hombre movió los labios, pero no se oyó más que un «señorita».

—Si hablas con ellos descubrirás que remacharon vigas en el Empire State Building, que fueron condecorados en las Ardenas o que tocaban en la orquesta de Henderson. Son siempre mil veces más interesantes que cualquier historia tonta y triste que te puedas contar tú solo… Y eso es lo que algún genio tendría que incluir en una canción.

Antes de que la visión de Miriam Zimmer pudiera desarrollarse más topó con su anulación en la figura de Peter Gogan, cuyas huellas embarradas de las botas delataban su recelosa inspección por el piso. Había estado examinando el estado en que lo habían dejado al escapar por una súbita inspiración, las velas encendidas, los restos de vino en los vasos de zumo, la ceniza en el cenicero.

—Alguien… se ha sentado… en mi… silla —susurró Miriam.

—Hombre, hola, hermanito —saludó Peter—. Menudo tiempo hace, ¿eh? Sé un caballero y preséntame a la señorita.

Mientras Tommy buscaba su voz Miriam depositó la cafetera manchada de nieve en manos de Peter y después comenzó a descargar las tazas de los bolsillos del abrigo, como en un truco de magia. Apenas había entrado en el piso, así que colocó las tazas en la estantería más próxima a la puerta.

—Me llamo Miriam Zimmerfarbstein, soy de Estudiantes Contra el Kitsch y siento horrores tener que anunciarte, Hermano Gogan, que mi colega y yo acabamos de liberar a tu unicornio.

—¿Mi unicornio?

—Se refiere a… tu duende —consiguió decir Tommy, y en cuanto pronunció la palabra Miriam y él cayeron presos de un ataque de risa en el mismo umbral y resbalaron en el charco que habían dejado sus zapatos y las vueltas de los pantalones.

Sus extremidades se entrelazaron, los abrigos eran tiendas de campaña hundidas, sus cerebros se deshacían en un alborozo feliz, sus seres al completo se licuaron, salvo que en el nudo que los unía Tommy notó por primera vez su erección como un ladrillo sin poner aún, un ladrillo que ardía de ganas de notar el frío bálsamo del mortero, y entonces Miriam se levantó y lo abandonó allí, sin ni siquiera alisarse un poco el pelo o el abrigo o enfocar la mirada y dijo «Tengo que irme, buenas noches a los dos, Gogan Boys», y bajó las escaleras y se marchó.

—¿Tu hermano está al corriente?

Al decir «hermano» Warren Rokeach se refería a Peter. Rye no importaba. Estaban sentados en unas esteras en el despacho de Rokeach, donde Tommy había entrado solo un par de veces, la primera hacía casi tres años, corriendo desde Penn Station para estampar su nuevo nombre en el acuerdo general, y luego otra vez a los pocos meses para conocer al tipo de contrataciones de la discográfica Vanguard y firmar el contrato de Una noche junto al fuego con los Gogan Boys. El lugar había cambiado mucho. Antes había sido un enjambre de acreditaciones profesionales, paredes cubiertas por folletos conmemorativos con los mayores éxitos de los artistas de Rokeach, actuaciones en el Carnegie y el Town Hall, lustrosas fotografías, maquetas de portadas, archivadores metálicos rebosantes de papeles, una amplia mesa también metálica atiborrada de más papeles y cintas magnetofónicas. Todo aquello había desaparecido, reemplazado por una mesilla baja de sencilla madera rubia alrededor de la cual Tommy y Miriam y Warren Rokeach estaban sentados de piernas cruzadas, sorbiendo de tazas sin asas un té que olía a cola de carpintero. Rokeach había volado a la costa; Rokeach había trabado amistad con Alan Watts; Rokeach «estaba metiéndose muy en serio en el budismo zen»; Rokeach había despojado el despacho de cualquier rastro de empeño, vanagloria o neurosis, aspectos reducidos para testimoniar su nueva persona en el camino del buda, y los había sustituido por parafernalia japonesa. Porque la cara y la voz y los manierismos de Warren Rokeach permanecían atrincherados en décadas de amor propio, de ser el tipo del que desconfías aunque te estreche la mano. Igual de lejos todavía del buda seguía la vena como un gusano que la tensión le marcaba en las sienes planas y despejadas. Una yema de sus dedos visitó ese gusano, luego rascó en la periferia de su barba recortada y salpimentada.

—Tienes que decidir ahora cuáles son tus intenciones, porque en mi opinión aquí no valen medias tintas.

—Mi idea era que escucharas las canciones —dijo Tommy—. Quiero hacer lo mejor para el material.

—Lo mejor para el material, ¿eh?, esa es tu idea. Pues a mí me suena a que quieres que piense por ti. —Rokeach clavó la mirada en Miriam—. Aquí, tu novia, está mordiéndose la lengua. Quiere decir algo, está claro que ella sí ha estado pensando.

—Nos casaremos en diciembre.

—Estupendo, porque ya tienes manager. Tranquilo, es broma.

Tommy, bastante incómodo en la estera, con la guitarra sobre las rodillas tensas, había tocado «Alfonso Robinson», «Bernard Bibbs», «Howard Ealy» y la primera del disco, «Obertura al Bowery de los olvidados», las cuatro canciones de El Bowery de los olvidados: Un ciclo de blues que estaban lo bastante acabadas para mostrarlas. «Pasar bajo la pérgola», la última, no estaba todavía para pasar pruebas. Warren Rokeach había permanecido sentado asintiendo, a veces con los ojos cerrados y masajeándose la sien, y luego se había puesto a hacer preguntas y Tommy se lo había contado todo en plena subida de adrenalina, el mismo estado en que había escrito las canciones, el mismo estado en el que vivía últimamente.

Las canciones, comprendió Rokeach, aludían a hombres, hombres de verdad que Tommy y Miriam habían entrevistado en los albergues para vagabundos del Bowery, una inspiración calamitosa derivada directamente del primer día que pasaron juntos, en el salón del reverendo y en el metro y después, arriba en el piso de Peter y abajo, en la calle. El día de la tormenta. Tommy se explicó: las canciones no eran meros cameos documentales de marginados que vivían en un albergue en particular, sino una alegoría del individuo atrapado en el engranaje agotador de la máquina estadounidense, a la que, en referencia a Henry Miller, Tommy llamaba en un tema «la pesadilla con aire acondicionado». Tommy y Miriam no ocultaban su amor: apoyaban las manos en las rodillas del otro, sus cuerpos tendían el uno hacia el otro como las enredaderas buscan el sol. Que la mayoría de los días ya a mediodía les salía la maría por las orejas, inclusive en el despacho de Rokeach, no hacía falta que lo dijeran. Saltaba a la vista.

Tommy ahora tenía piso propio, en la calle Mott. Miriam regresaba con tan poca frecuencia al apartamento junto al tren que compartía con dos estudiantes que, la verdad, prácticamente el piso nuevo era de los dos. Tommy nunca había vivido solo, había pasado del internado a una litera en la marina a la pensión de la señora Powell al plegatín de su hermano antes de la felicidad compartida de la calle Mott. ¿Lo lamentaría? Nota a pie: entre marzo y abril, Tommy y Miriam habían acechado a los protagonistas de las canciones, negociando con los malhumorados encargados detrás de sus ventanillas para que los dejaran subir a cuartos de una decrepitud y un hedor pasmosos, donde las latas de judías se carbonizaban directamente sobre tarros de combustible, donde los lavabos del pasillo estaban tomados por yonquis atrincherados, así que solo quedaban las ventanas traseras y las salidas de incendios para mear y, aparentemente, incluso para cagar. Les llevaban presentes: hamburguesas del White Castle en envoltorios grasientos, cajetillas de Marlboro, calcetines limpios o peines de plástico, otros enseres de uso cotidiano, e intercambiaban el sustento más básico por conversaciones fantásticas. La osadía de Miriam los llevó a lugares a los que Tommy jamás habría soñado llegar. Su encanto les abría los corazones, mientras que su oído para el caótico dialecto de los vagabundos traducía lo que Tommy jamás se habría siquiera imaginado mientras se sentaba a anotar frases en la libreta.

Los hombres eran tanto blancos como negros y en ningún caso ajenos a la diferencia. Por mucho que hubieran acabado juntos como Robinson y Viernes en los arrecifes del Bowery, un conjunto de parias todavía conservaba los prejuicios respecto al otro, y el otro su estigma más profundo. Tommy y Miriam repartían hamburguesas y cigarrillos por igual, pero en lo tocante al proyecto de recolectar historias vitales, preferían a los descendientes de la esclavitud. «Nosotros también tenemos negros».

El Bowery era un Delta a la puerta de casa. Tenías que hundirte en el lodo con negros y judíos.

¡Por fin dejarían de observar y participarían!

Howard Ealy les había dicho que descendía de reyes etíopes y que había sido el primer negro del sindicato IWW y que una vez le había confeccionado un traje a Theodore Roosevelt. Alfonso Robinson, cocinero de comida rápida y defensor de la frenología, les regaló figurillas que tallaba en fósforos usados y que tenían minúsculos penes astillosos. Bernard Bibbs fue todavía más allá y, después de la entrevista, se desnudó delante de Miriam en el pasillo, pero su material era demasiado bueno para no aprovecharlo y no se lo tuvieron en cuenta.

Tommy se preguntaba si alguna vez le contaría a Miriam que los chavales del Ulster llamaban «negratas» a los católicos.

Era siempre culpa de uno mismo si se negaba la vida que tenía delante de las narices.

Pero ya no, con Miriam ya no pasaba.

—Sí —dijo Tommy—. Las canciones son hombres. La idea es que no haya distancia entre el hombre y la canción.

—Lo entiendo, pero me pregunto si habrá algún problema legal que te obligue a cambiar los títulos. En fin… —Rokeach levantó una mano a lo zen o quizá a lo apache hollywoodiense—, ya lo abordaremos cuando toque.

—Yo lo llamo «blues vivo» —continuó Tommy—. Se trata de dejar a un lado mi propia voz para limitarme a ser testigo.

—Me gusta lo que dices, desde mi punto de vista resulta muy atractivo, un material con mucho compromiso social y, sinceramente, me gustaría trabajar contigo en el proyecto, Tommy. De modo que diría que tendrías que deliberar con tus hermanos, no sé si me entiendes. Tu futura, aquí presente, parece que me sigue. Tal vez ya te haya dicho lo que pienso.

Miriam sonrió.

—Va a obligarme a que lo diga. Me está poniendo nervioso, Tommy, y lo digo en el buen sentido. El socio silencioso. Es una técnica de negociación que suele subestimarse. Dejar que los otros se acerquen a ti.

Por mucha acuarela del monte Fuji que colgara de su pared, Rokeach era lo opuesto a lo zen. El muy astuto estaba inquieto porque Tommy se había presentado con una judía. Pues le llevaré una judía al judío, pensó Tommy, llevaré a mi propia judía. En lugar de entender la Ciudad Enigma, cásate con uno de sus ejemplares, con la criatura fruto de su espíritu. Miriam Zimmer era a Nueva York lo que el Green Man al bosque, era a Sunnyside Gardens lo que el unicornio a su jardín tapiado. ¡Me he casado con el unicornio judío! Tommy situó los dedos en los trastes y, sin rasguear, puso letra a los cambios mentalmente: Te he traído a una judía, ahora no sabes qué hacer. Ahora, cualquier idea, cualquier comentario, para él era una canción.

—Tienes que dejarlos.

Bueno, tal vez no todos los comentarios.

—Doy por hecho que se puede decir en voz alta lo que todos estamos pensando.

Miriam habló por primera vez desde que la habían presentado y se había sentado.

—El señor Rokeach quiere decir que deberías dejar los Gogan Boys, Tom.

—Warren, por favor. ¿Ves? Ya sabía que había otro cerebro funcionando en esta habitación. Has hablado tú, Tommy, pero la he escuchado pensar a ella cada vez que has abierto la boca. Deberías escuchar a tu señora, Tommy. Por cierto, me alegro muchísimo por los dos.

Tommy se sentía en una especie de delirio. Por supuesto había ido al despacho para que le dijeran eso. O lo había llevado Miriam para eso, puesto que, como Rokeach veía claramente, había sido ella quien le había azuzado para que solicitara una reunión en privado.

—Los Gogan Boys son de lejos el grupo más cursi que llevo, Tommy. Sigo con ellos por lealtad y por diversión y porque van saliendo conciertos, lo que atrae buen karma para todos, pero el proyecto no va a ninguna parte. En cuanto te sumaste al grupo se vio que eras su mejor baza. Lo que ya era cursi en 1956, cuando Peter y Rye entraron en mi despacho, era, no obstante, cursi de 1956 del bueno: exotismo Eisenhower. Irlanda era lo más bohemio que la gente aceptaba por entonces. En 1960 Irlanda tiene de moderno lo que tu abuela. Ya puestos, los Goyan Boys podrían estar tocando rock.

¿Qué había quedado exento últimamente de los nuevos estados de delirio? Tommy estaba embriagado por lo que ocurría entre su cuerpo desnudo y el de Miriam sobre un colchón desnudo en el suelo desnudo, sin cortinas en las ventanas, pero poco importaba, puesto que yacían en el suelo, donde no podían verlos; el piso de la calle Mott era de un minimalismo menos forzado que el del despacho zen de Rokeach. Tommy también estaba embriagado por los detalles de los marginados de los albergues, por la textura de su pena y lo que habían significado para su arte. Regalos así no eran casualidad. Por primera vez Tommy se sintió músico en lugar de intérprete. Con ese par de judíos, estaba en buenas manos. Si el talento de Tommy era de carácter pasivo, si Tommy no era tanto un generador de intensidades como alguien que se convertía en prisma para intensidades ajenas, aun así, él seguía siendo el del talento. Se casaría. Lo dirigirían. Que las artimañas de ese par lo separasen de sus hermanos, unas artimañas que él no habría ideado solo. Eran artes judías. Tommy se absolvió del uso de un estereotipo tan atroz porque les profesaba una admiración absoluta y timorata.

—Ahora gustan canciones comprometidas que entusiasman al público joven, que quiere creer que se las canta con convicción alguien menos antediluviano que el bueno de Pete Seeger. Lo que tú haces, con la cantinela del blues, es fantástico, quiero que sigas así, creo que podría colocarle un disco así a una discográfica seria de inmediato. No tienes ni idea de quién se pasa olisqueando por aquí. El otro día me vino un tipo preguntando si llevo a alguna Odetta blanca, ¿te lo puedes creer? Una pregunta: ¿por casualidad no habrás tocado algo de esto con los Boys?

Miriam negó con la cabeza.

—No han escuchado los temas. Ni siquiera saben que existen.

—Bien. Así será un poquito más fácil sacarte de ahí. Mírala a ella, ahí sentada. ¿Cuántos años tienes, quince? Está considerando lo mejor para ti desde todos los puntos de vista. Podría quitarme el trabajo, Tommy. Cuando me retire a la montaña, le dejo el puesto con gusto. ¿Sabías que voy a comprar una montaña?

—No.

—No es barata. La compro para Watts, que parece carecer de espíritu práctico. Lo que quiero decirte, Tommy, es lo siguiente: la separación entre este material y tus actividades anteriores tiene que ser total. Has hecho bien acudiendo a mí, porque si cualquier otro tratara de romper uno de mis grupos le retorcería las pelotas. Así, lo hago yo solo.

Lo más cerca que Tommy y Miriam habían estado de pelearse fue cuando, después de apremiarlo para que cogiera el piso de la calle Mott, después de prohibirle mencionar las canciones nuevas, después de algunos desaires y respuestas cortantes en los conciertos —Miriam le pedía un cigarrillo a Rye para luego darle la espalda y dedicarle toda su atención a una de sus novias descartadas del backstage—, Tommy, en un acaloramiento producto de la angustia de ver que quizá tuviera que elegir entre los Boys y ella, la acusó de odiar a sus hermanos.

La mirada de Miriam no había transmitido el menor sentimiento.

—Voy a contarte una cosa sobre Rose.

—¿Y qué tiene que ver Rose?

—Tú escucha. Cuando yo tenía más o menos doce años había un hombre que vivía en los Gardens, un tal Abraham Schummel, su esposa falleció y él perdió el trabajo y más o menos enloqueció, comenzó a pintarrajear sinsentidos de esquizofrénico en las paredes de los demás y acabó teniendo una crisis. Se lo llevaron y su casa quedó vacía. Y un puñado de vecinos recogió fondos para contratar a un médico privado que lo ayudara a regresar a su casa, pero Rose se negó a colaborar. Y ten presente que mi madre por entonces se definía como una persona preocupadísima por la comunidad, siempre repitiendo que entre vecinos hay que ayudarse, y yo, con doce años, no entendía qué tenía contra Schummel, yo lo consideraba una víctima de la mala suerte. Y Rose me dijo, y cito textualmente: «Para empezar, era un hijo de puta». Si curas la enfermedad mental de Abe Schummel, me dijo, tendrás a un hijo de puta mentalmente recuperado. Si lo devuelves a su casa y su trabajo, tendrás a un hijo de puta con casa y trabajo. Porque hay cosas que no tienen remedio.

—De lo cual debo deducir que mis hermanos son como el tal Schummel. Unos hijos de puta sin remedio.

—Para eso sirve madurar y tener a alguien a quien no le gusta tu familia, Tom. Para dejar de pensar que la familia es tu cruz, un problema que solo tú puedes arreglar. Te libera para que los veas como simples mamones igual que el resto.

Ah, y luego estaba Rose. Hablando de lo que no tiene remedio. Rose, la maravilla de la nueva vida de Tommy. Rose, el inconfundible punto de origen de la obstinación de Miriam, de su cinismo y sus ideales, su conocimiento nativo de Nueva York y, sin embargo, también el origen de la fortaleza de Miriam en la lucha contra sus orígenes: contra Rose, que ocupaba el terreno del que Miriam había tenido que huir. Contra los Gardens de utopías muertas. Madre e hija hablaban por teléfono a diario, a menudo incluso durante una hora. Solventando agravios, intrincadas políticas de los vivos y los muertos, la exclusión de los negros de la junta de la Biblioteca Pública de Queensboro y cómo sopesar las hambrunas estalinistas en Ucrania frente a los hornos de Hitler.

Si Miriam era el unicornio judío, a quien Tommy había buscado aun desconociendo su existencia, Rose podría ser quien Tommy había confiado en no encontrarse (desconociendo también su existencia): el sapo en el jardín del unicornio.

¿Y si el sapo sabía algo que el unicornio ignoraba?

Para empezar, que Schummel era un hijo de puta.

Había cosas que no tenían remedio, pero ¿cuáles?

Tommy y Miriam cogían la 7 hasta la calle Bliss para visitar a Rose y, mientras caminaban desde el tren elevado, Miriam le esbozaba animadamente sus años de niñez, mostrándole hitos sentimentales del barrio del que había huido despavorida. Sin embargo, conforme se acercaban a los Gardens, Tommy sentía que descendía en picado, mucho más allá de la niñez de Miriam, hacia la suya propia. Una parte de él regresaba volando a Belfast, a los misterios de Europa.

Cuando Miriam y Rose hablaban por teléfono y Tommy se sentaba en la única silla cómoda del piso, recogida de la calle Houston, y fingía afinar la guitarra, en realidad estaba intentando entender lo que decían y pensando en las furgonetas de lavandería con esvásticas que había visto en una visita a Dublín, y en su incertidumbre secreta de niño, cuando no sabía con qué bando iban los irlandeses.

Así pues, el ascendente de Miriam en el cielo de Tommy lo liberaría de la órbita de Peter y Rye. Rebelarse contra el régimen Gogan era requisito para alcanzar la vida adulta. ¿Cómo, entonces, enfrentarse a Rose Zimmer? Por un lado, podía decirse que Miriam había roto con ella a los catorce años por una cuestión de pura supervivencia física, como escapar del cráter de una bomba. Por otro, Rose no había ni empezado a ser derrocada. Se alzaba como un monumento, una torre oscura, un zigurat. Quizá el sapo fuera no solo mayor que el unicornio, sino puede que incluso mayor que el jardín. De Tommy no exigía nada concreto en relación con comportamiento o actitud, a cambio de que contemplara aquello que ningún hombre podría solventar. Contemplad mis obras y desesperad.

Cuando Rose se reía para sus adentros, esos adentros eran el siglo XX. Estabas viviendo en sus adentros.

¿Querría Tommy a Rose? Rose había traído a Miriam al mundo, un punto a su favor. Sin embargo la perspectiva le aterraba y no habría sabido ni por dónde empezar. ¿La odiaría? Miriam odiaba a su madre por los dos, quedaba poco margen. Y de nuevo sin embargo, el último sin embargo, Miriam compartía con su madre un afecto tan profundo como para despertar los celos de Tommy como amante y como hijo. A él su madre le escribía una carta al mes, en sobres de papel azul con rayas rojas y blancas en los bordes, con una letra florida y que apenas merecía el esfuerzo de desentrañarla de lo aburridas que eran sus homilías. Tommy le respondía, al atónito pasado del Ulster, aquel que se negaba a aceptar que era pasado, un libro de cuentos ya superado.

La madre de Tommy le escribía para preguntarle si los calcetines le calentaban en invierno. Le escribía para pedirle que le suplicara a Rye que le escribiera. En todas las cartas escribía que la tienda de música de Burdon Lane seguía vendiendo bien Una noche junto al fuego.

Lo cual la convertía en la única tienda de música del planeta en conseguirlo. Y a Tommy no le habría sorprendido si por cada disco vendido su madre regalaba una tarta de grosella a los propietarios (cocinada, por supuesto, por la criada).

Cuando escribió para comunicar que se casaba, su madre inmediatamente telegrafió preguntando si «llevaría a la chica a verlos». Cuando Tommy le explicó por carta que la visita tendría que esperar debido a su carrera musical y que sería una ceremonia pequeña en el salón de un pastor de Queens, Nueva York, a la que solo asistirían un puñado de amigos y, huelga decirlo, sus hermanos, su madre dio su bendición perceptiblemente aliviada. (El cheque que adjuntó con la carta se invirtió en comida china y marihuana al día siguiente de la boda). Aunque, tal como esperaba Tommy, ni siquiera se planteó que sus padres cruzaran el charco (en cuyo caso habría tenido que aclarar que el pastor en cuestión era un cantante negro y ciego), ni que decir tiene que esperaban conocer a la chica y que agradecerían cualquier fotografía que Tommy les mandara.

—Sí, desde luego —le dijo Tommy a Warren Rokeach—. Tengo que separarme de los Boys de la forma más limpia posible.

—Por el bien de la nueva obra.

—Por el bien de la nueva obra.

Sí, sí, tiene que ser esto. Si es que iba a sacar algo de esta noche en el Chelsea, «la noche de los cigarrillos cortos», como Tommy estaba tentado de apodarla al ver menguar su último Marlboro, a punto de reunirse con las colillas que estaban soltando ceniza sobre el linóleo cuarteado del suelo del hotelucho. El segundo disco de Tommy Gogan, si había de brotar de fuentes del fondo de su ser, como sabía que así debía ser, debía obtener toda su fuerza y su sustancia del Tommy Gogan que había nacido de golpe aquel día de la tormenta, cuando encontró un nuevo comienzo en el salón del reverendo. Debía recuperar aquella esencia de munificencia egoísta, de egotismo benevolente, en que la guitarra no había abandonado su mano ni un segundo salvo para ser reemplazada por Miriam: días picassianos, cuando guitarra y cuerpo femenino, cintura y caderas y cuello, y su forma de tocar ambos, se entremezclaban para formar una única cosa. Aquellos días en que tenía la impresión de que las canciones fluían incluso de un comentario cazado al vuelo —un negro discutiendo con un tendero, el panegírico de un taxista dominicano a la Estatua de la Libertad— o del espantoso estruendo de un tren hundiéndose en el subsuelo, del rumor de un revolucionario en la barra de un bar sobre un desahucio a punta de pistola o una confesión forzosa, de los planes dementes del primo Lenny con respecto al béisbol, prácticamente del ladrido de un perro desde una lejana salida de incendios. Tommy había poseído la ciudad brevemente y había sido el vehículo para su canción secreta, y parecía que la ciudad quería que cantara sobre ella, todo ello consecuencia de saber que Miriam lo deseaba. A ojos de Miriam la ciudad había dejado de contemplar a Tommy. Porque en aquel mismo instante él se contemplaba a sí mismo. En él, en sí mismo, era donde debía buscar las canciones que se negaban a salir, que no se dejaban componer. La guitarra fría irradiaba culpa desde el cubrecama.

«¿Se había acostado con Rye? (No querría saberlo)»

«Mi suegra es auténtica, camaradas»

«No me llaméis turista irlandés»

Se ató los cordones de los zapatos y salió de la habitación, dejando atrás la guitarra pero con el cuaderno y un boli por si acaso. Los pasillos del Chelsea eran tan vastos y amplios como las habitaciones opresivas y estrechas, aunque no de más categoría, la moqueta estaba raída y grasienta tras mil años de pisadas. Con todo, el tamaño del pasillo parecía mofarse de la habitación. El vestíbulo era aún peor, con candelabros ridículos y paredes rebosantes de cuadros y muebles cabeceando por doquier como en el mar. Los hoteles neoyorquinos tenían algo de aldea Potemkin, una fachada falsa pensada para impresionar —¿a quién?— con una cantidad exagerada de espacio público. En cambio, las dependencias eran estrechas como ataúdes. La habitación de Tommy era un lugar donde ir a morir, no a componer un disco de canciones confesionales, como le había ordenado Warren Rokeach, quien desesperado ante el bloqueo de su cliente le había pagado cinco noches de hotel, costeadas con el adelanto de Tommy de la discográfica puesto que Warren se había arruinado al comprar una montaña. Quizá el objetivo secreto de Warren fuera el siguiente: Métete en la habitación y muere. Nunca habrá un segundo disco y Verve Records quiere liberarse del contrato y está dispuesta a adelantarte una habitación en el Chelsea para que te suicides y deshacerse de ti.

La noche era fría, un chaparrón había limpiado el aire estival, fuera se estaba mejor que en la habitación. Tommy encontró tabaco en un quiosco de la esquina de la Veintitrés y la Sexta Avenida y como tenía hambre se compró un knish Gabila’s en un puesto de perritos calientes. Luego, avergonzado de llevar la libreta bajo el brazo, regresó con los cigarrillos y el knish al hotel. Frente a la entrada lo saludó un mendigo, que le pidió «una moneda para comer algo», y Tommy estuvo a punto de entregarle el knish humeante y grasiento envuelto en papel, pero se lo pensó mejor y le dio un dólar.

Se abre un ancho abismo entre, por un lado, los folkies que recuperan la tradición y los cantautores que siguen la actualidad de la Nueva Izquierda y, por otro, la nueva escuela emergente y mucho más importante de compositores que canalizan las corrientes transformadoras de la escena contemporánea. Envalentonados por el éxito de Bob Dylan, muchos creen que pueden saltar ágilmente ese abismo… pues no. Las responsabilidades estéticas y una integridad sociopolítica utópica se antojan arduas tareas para la mayoría de los nuevos Guthries que plagan la escena. Entre aquellos que saltan como lemmings al citado abismo, no hay caso más doloroso que El Bowery de los olvidados de Tommy Gogan, una nauseabunda amalgama de intento de congraciarse con el country-blues y poesía engreída, salpicada por una lástima perogrullesca por el tema. Difícilmente puede imaginarse uno a los vagabundos negros del Bowery que donaron sus nombres e historias al proyecto obteniendo el más mínimo placer de escuchar la enunciación penosamente meticulosa y la triste verborrea del «blues» resultante. Gogan exporta el paternalismo liberal de Alan Lomax a la isla perdida de Manhattan, pero ¡hey!, al menos Lomax tuvo la decencia de llevar encima una grabadora. ¿Mi objeción es que Gogan se envuelve en la piel de un bluesman del Delta? No. Para objetarlo me vería obligado a rechazar buena parte de lo mejor que están haciendo los cantantes blancos de reciente hornada, entre ellos Dylan. Objeto sin embargo que Gogan envuelva con la piel del bluesman muy poco de sí mismo. Se la viste como un pío maniquí de sastre… o, más en concreto, como un turista irlandés. En un tema reciente, «Spanish Harlem Incident», Dylan le echaba morro y, sí, se ganaba el respeto de no solo querer sufrir como un miembro de la clase marginada (el gran deseo de Gogan), sino de follar como uno de ellos. La gente dice que Dylan es arrogante, pues yo se lo aplicaría a la escritura llorica de Gogan.

Bowery por fin había salido en 1964, tras meses de trabajosa composición, una búsqueda demasiado larga para la comprensión de una discográfica, y estallaron disputas de última hora con un abogado de Verve que había descubierto una cláusula en el contrato de los Gogan Boys que exigía seis meses de inactividad previa por parte de cualquier miembro que quisiera grabar un disco en solitario. Demasiado tarde para adelantarse a otros competidores del mercado, si es que importaba algo. «¿Quién es ese tal P. K. Tooth?», gruñó Rye la noche que se reunieron en el Horse Shoe a lamentarse entre espaguetis y whisky. «Un chaval de diecisiete años. Tenemos que entrar en las oficinas de The East Village Other y saltarle los dientes». Miriam, que de normal le llevaba la contraria a Rye en todo, lo secundó a viva voz y luego propuso algo en una línea más matizada, relacionado con secuestrar al crítico y encerrarlo en una habitación con la puta del Harlem hispano de sus fantasías.

Cuando Tommy se recuperó de la farra, Warren Rokeach le recomendó que lo olvidara. Que volviera al trabajo. Transcurrido un año no había conseguido ni una cosa ni la otra. Era capaz de recitar largos pasajes de la reseña que había asesinado a su disco, pero incapaz de aprovechar esas palabras, ni ninguna otra, en una canción. Ahora, de vuelta al hotel para enfrentarse a la cuarta noche, la penúltima, de picar piedra inútilmente, no se veía regresando a la mísera habitación, a la guitarra que no había tocado en todo el día.

Se acomodó en un confidente del tenebroso vestíbulo, devoró el knish y se limpió las manos grasientas en el cojín. Luego encendió un cigarrillo, decidido a jugar al detective de hotel un rato, estudiar las idas y venidas, la incoherente población del Chelsea. He aquí, de subida, el británico de apropiada calvicie que se había presentado en el pasillo contándole entre tartamudeos que estaba escribiendo «ciencia ficción espacial» como para defenderse de algún malentendido. En recepción, pidiendo el correo que el director había retenido para exigir que le pagaran, la que decían era una chica exiliada de Warhol, si es que era una chica. No había ninguna garantía de ello. En el rincón junto a la ventana delantera del vestíbulo, decorados con expresiones aburridas, dos tipos con peinado Beatle y gafas de sol por la noche y una funda de guitarra eléctrica y un pequeño amplificador a sus pies. Tommy supuso que incluso podrían ser los Stones o los Animals o cualquier otra subespecie ignorante de los Beatles. Junto a la cabina telefónica esperaba, era de suponer que porque le había dado el número del teléfono del vestíbulo a alguien que no estaba llamando, el poeta residente con semblante de carterista. Tommy tenía el problema contrario, un número de teléfono en el bolsillo al que intentaba no llamar por miedo a que no hubiera nadie esperando a que sonara.

Miriam había aprovechado la oportunidad para sumarse a un retiro de planificación al norte del estado, en Kerhonkson, una fiesta en el bosque de opositores a la guerra. A Tommy le habría gustado acompañarla; el movimiento pacifista no le era completamente ajeno. Miriam, con su olfato para los ambientes disidentes, a principios de primavera había reclutado a la voz y la guitarra de Tommy para los seminarios del City College y la New School del Queens College, sus alma máter imaginarias. Tommy incluso había escrito un puñado de canciones para la manifestación de abril en Washington. «Sunrise Village», «McGeorge Bundy, no yo» y «Un movimiento estudiantil puede descarrilar el tren» no estaban pensadas para el disco, ni siquiera para un hueco en el micrófono de la reunión de abril en la capital, donde de todos modos no le habían pedido que actuara. Más bien, con sus acordes y estribillos sencillos, estaban calibradas para los que se sentaban en círculo, para enseñar a tipos con guitarras desafinadas y menos talento que Tommy, para despertar solidaridades locales. Tommy ni siquiera se había llevado su instrumento a Washington, sino que desfiló con Miriam entre la asombrosa multitud, un cuerpo más entre millones de cuerpos, mientras el movimiento brotaba a su alrededor.

Miriam conocía a todo el mundo, al menos cuando llegó la hora de coger el autocar de vuelta. Descubría amigos del alma a una velocidad que a él le daba vértigo. Los primeros años, Tommy había tenido que esforzarse para comprender que Miriam no se tiraba a todos sus amigos nuevos, ni quería hacerlo, fueran hombres o mujeres. De hecho, le costó muchísimo más entender que en justicia no había forma de prohibir el ansia de Miriam por poblar sus vidas con acólitos tan intimidados por ella como lo había estado él. La capacidad de Miriam para confraternizar con otros dejaba en nada el talento de Tommy. Miriam era la música más elevada, cada vez menos dirigida hacia Tommy. Impecable en su afecto y su apoyo, divertida y afable en la cama, Miriam le había retirado el ardor judío que tan copiosamente le había regalado al principio. La guitarra de Tommy era una barricada por la que él nunca había aprendido a trepar, un adorno superfluo en el hablar llano mediante el que Miriam comulgaba sin problemas con cualquiera: adolescentes, negros, polis desconfiados, el dependiente con sombrero de vaquero de la gasolinera a la salida de Kerhonkson donde habían parado hacía cinco largos días.

Consumada neoyorquina, no tenía carnet de conducir ni ganas de tenerlo. El día antes de instalarse en el Chelsea, Tommy la había llevado a su retiro, bajo una lluvia de verano, mientras ella acumulaba mapas arrugados en el regazo. Kerhonkson, cuando lo encontraron, resultó estar escondido en un lugar de nombre desconcertante: Ulster County. Como si Tommy no se hubiera movido de casa, como si solo hubiera hecho aparecer a la judía mística en el Opel de su padre durante alguna excursión adolescente lejos del gris de Belfast. Daba igual que condujera él, al lado de Miriam se sentía un adolescente. ¿Por qué no entrar con ella? Pero Warren Rokeach, magnánimo, le había obsequiado con la habitación del Chelsea; Warren Rokeach había dado calabazas a las torpes canciones de los seminarios; Warren Rokeach había dicho que Tommy tenía que escribir una canción de amor, de recuerdos, algo «sensual», algo «cinematográfico», algo «guay».

De modo que Tommy la había dejado salir del coche. Le había acercado el equipaje a la puerta de la casa, donde los recibieron los anfitriones. Dirigían el centro amigables cuáqueros que, sospechaba Tommy, no tenían ni idea de lo que se les venía encima, de las cantidades de humo de porro que pronto ingerirían sin querer. Miriam había cogido el equipaje, le había besado y le había deseado buena suerte, y Tommy había regresado al bochorno de la isla en agosto, al hotel desde cuyo vestíbulo la había telefoneado y le había dejado un mensaje cuatro noches seguidas, sin conseguir hablar con nadie que pudiera localizarla, aunque fueron todos guays, fueron todos cinematográficos, fueron todos incluso sensuales en su voluntad de pasarle sus mensajes.

Esta noche Tommy no llamaría, bendito fuera el poeta sepulcral que se erguía como emblema de la inutilidad de la cabina telefónica. La cabina no era más que un artilugio para ridiculizar la soledad humana.

Sin duda la movida estaba en Kerhonkson. Y no en aquella falsa bohemia. En la medida en que podían interesarle a un detective de vestíbulo, los taciturnos especímenes allí presentes eran de un poco amenazador catastrófico. El Chelsea, supuestamente un invernadero de creatividad, parecía una estación de desgana, un lugar donde recalaban los pretendientes insolventes o, como a Tommy, los aparcaban sus managers. Tommy se preguntaba cuántos cantantes fracasados más estarían sepultados en él. Debería darse una vuelta por las plantas altas tomándoles declaración. Su segundo disco, El Chelsea del que pronto será olvidado. O El Chelsea del olvidable: Un ciclo de sollozos. Comenzaba a sospechar que su talento era una carga de ladrillos. Cada vez le agotaba más que no le permitieran olvidarse de él.

Un hombre dominado por el espíritu de la prosa.

El recepcionista, harto de discutir con la chica de la Factory, encendió una radio de un manotazo para no oírla. «Mr. Tambourine Man». La primera canción ineludible del verano, últimamente había sido conquistada por la virulencia electrificada de Dylan. Los Byrds, otros falsos Beatles, ablandando el mundo para la perorata de Bob. Por lo visto ahora el hastío psicodélico de Dylan asombraba incluso a adolescentes que no habían escuchado una canción folk de verdad en su vida. El hastío de Tommy solo lo asombraba a él, y tampoco mucho.

Desde hacía ya dos semanas el nuevo Dylan sonaba en todas las radios de Greenwich Village, desde las ventanas abiertas de par en par para atraer los últimos restos de oxígeno de las aceras sofocantes, con ese sonido volátil y mareante, el desdén con que obligaba a todos los solitarios a rendir cuentas, ni que fuera a sí mismos: ¿Qué se siente? Tommy sospechaba que en este caso Bobby no tenía ni idea, porque Dylan, a diferencia de Tommy, nunca había estado casado ni había sentido que perdía la atención de su mujer. Estuviera Dylan cualificado o no para ser el autor, la infame canción magnificaba la soledad: cada vez que la escuchabas actuaba como un espejo que te devolvía tu reflejo desastrosamente cerca, te obligaba a escudriñar las bolsas de carne gris, a enfrentarte a las venillas rojas de los ojos. Y lo hacía al tiempo que declaraba al oyente oficialmente invisible.

¿Era esa la pena de Tommy, su motivo de queja? Solo si se engañaba pensando que las raíces de su arte penetraban mucho más hondo en su vida de lo que creía en ese momento. Le contrariaba menos por él que por Van Ronk, Clayton y tantos otros, tragados y regurgitados, eclipsados, acribillados por la descarga cerrada que llovía desde la radio. Porque ¿qué era creerte parte de un cuadro de voces, de una zona, de una escena, de un campo de compromiso definido por su alcance y su relevancia? Porque ¿qué era ser folk? Si no, bueno, ¿qué? ¿Qué, que Tommy no hubiera temido poner por escrito, ni siquiera para sí mismo?

Sin embargo, lo que acababa de caer no era solo un plan para un mundo mejor. Tommy lo creía de verdad, por mucho que costara confesarlo. Y por tanto, creerte definido, por somero que fuera tu talento, por la inmersión en una expresión colectiva más profunda de lo que sería capaz cualquier intérprete por sí solo, y que luego todos los comentarios de terceros fueran ¿alguna vez has teloneado a Dylan?, ¿conoces a Dylan?, ¿estaba Dylan?, ¿vendrá Dylan?, ¿se parecía a Dylan?, creo que he visto a Dylan, es un Dylan de segunda fila, no se parece en nada a Dylan, y ¿por qué no retiran las placas y llaman a todas las calles de la ciudad Dylan? La esquina de Dylan con Dylan, y donde vi por primera vez a Dylan pero ya no se le ve nunca el pelo, ¿no? Al menos los que son como tú no. ¿Era mejor o peor haber participado del torpe comienzo del invento? ¿Reconocer la propiedad común incrustada en cada frase de Bobby o vivir felizmente ignorante de todo lo que Bobby había devorado?

«No le teloneamos, nos teloneó él a nosotros. (Capullo.)»

Sin embargo, la antipatía quedaba fuera del alcance de Tommy. No estaba convencido de que le correspondiera a él conservar ni defender ese mundo desaparecido, en el que había entrado meramente como destinatario de la llamada de su buen hermano Rye para que acudiera a Greenwich Village a disfrutar de su ración de chicas beatniks. Ofenderse tanto quizá fuera patrimonio de Phil Ochs. No de un Boy que se había equivocado al marcharse. La situación era simple. Tommy había comprado una entrada. A Tommy le habían dejado entrar. Y ahora el espectáculo tocaba a su fin. Tommy Gogan tenía veintisiete años y sencillamente necesitaba un concierto. El siguiente tenía tantos números de ser con ladrillos como con guitarras. No escuchaba nada de lo que los otros decían escuchar de la música nueva, y sospechaba que solo fingían que lo escuchaban. Las manidas farsas sónicas de las que el propio Dylan ahora era cómplice. Todo el compromiso había desaparecido de las canciones. También habían arrancado la poesía. Mientras observaba a dos Animals o Puercos burlándose parapetados tras gafas de sol, Tommy tuvo una cosa clara: la fuerza estaba en los números. En el plural, los Byrds o las Comadrejas. Por fin, la respuesta al acertijo colectivo de la escena folk, a por qué Bobby abarrotaba su música con Mike Bloomfield o quien fuera que machacara el piano eléctrico. En lugar de una epifanía musical sincera, semejante elección revelaba el anhelo de compañía, de unos Beatles propios. A Dylan, que había reducido todo un mundo a su persona, le aterraba el aislamiento.

No debería hacer falta un completo desconocido para percatarse, pero Tommy jugaba con cierta ventaja en su capacidad de reconocimiento: estaba solo. Debería haberse quedado con los Boys. Le vino a la cabeza una frase de Rose. Nunca le había abandonado del todo desde la primera vez que la oyera. Una frase enigmática, o quizá él quería creerlo así: «El verdadero comunista siempre acaba solo». Rose no la había explicado. La frase se explicaba sola. Tommy dejó el boli en el bolsillo, porque ni por un segundo habría deseado cantar eso, ni trazar las palabras con su letra, ni siquiera para tacharlas como todas las demás. La libreta de Tommy Gogan no contenía un segundo disco.