3
EL DESFILE DE HALLOWEEN
El disfraz le quedaba perfecto, barba, sombrero, traje negro, todo, incluso a pesar de que las zapatillas Adidas que asomaban por debajo de las perneras demasiado largas mermaban ligeramente la dignidad histórica de su indumentaria. Había descubierto el conjunto en una tienda llamada, por increíble que pareciera, el Marqués de Seda, colgando en un pequeño anexo con disfraces tradicionales prácticamente repleto de chándales de la era disco confeccionados con tela de paracaídas y minúsculos pantaloncitos de cuero con adornos de aluminio y latón. No solo se quitó la camiseta desteñida, los vaqueros y la cazadora de cuero y flecos que llevaba, sino que los tiró a la papelera de la tienda; de todos modos eran un disfraz, igual que el nuevo. Luego, después de escudriñar a la clientela y los peatones que pasaban frente al escaparate de la tienda para asegurarse de que no le seguían, Lenny Angrush pagó al contado con parte de un fajo compuesto en su mayoría por billetes de dos dólares nuevos —blandió los billetes talismán ante el hastiado cajero del Marqués, estilo Village People, rímel y barba incipiente, para espetarle que las monedas son una lección de historia si te molestas en examinar lo que llevas en la cartera, pero, claro, ¿quién lo hace?— y después bajó a la estación de la calle Christopher. El trabajador de la Agencia Metropolitana del Transporte encerrado en la cabina no comentó la indumentaria de Lenny pero, a diferencia del homosexual, al principio intentó rechazar los billetes de dos del Bicentenario. Lenny tuvo que arengarle sobre la responsabilidad en cuanto que empleado municipal de familiarizarse y sancionar las emisiones del reino, el decimosexto presidente defendió al tercero. Al salir vencedor —nadie superaba a Lenny Angrush arengando y no tardó en formarse una larga cola de airados viajeros detrás de él— le entregaron la ficha de latón. El vale del metro neoyorquino, la moneda local del Hades, que solo un tonto loco coleccionaría. Lenny nunca compraba más de una ficha, que depositaba a escasos pasos de haberla adquirido, negándose a mancillar la borra de sus bolsillos. De modo que accedió al andén para esperar junto a los demás perdedores decorados la ocasión de subir al transporte en dirección al centro.
¿Era solo imaginación de Lenny que, pese a los cretinos asesinos con hacha sanguinolenta y seductoras Catwoman y Frank N. Furter y Darth Vader varios que abarrotaban el vagón, todos los viajeros de color pareciesen dedicar al abogado partetroncos de Kentucky todas sus miradas suspicaces? ¿Se equivocaba mucho al pensar que sus miradas debieran posarse en aquella figura en particular con gratitud? ¿O quizá considerasen que el hombre no estaba a la altura de su barba? Bueno, peor para ellos si no sabían encajar una broma.
Un viajero se las había apañado para entrar disfrazado de camello por el ojo del torno del metro.
Había un tipo con un disfraz sutilísimo de Eddie el Loco o quizá fuera el propio Eddie de camino a casa después del trabajo, en esta ciudad nunca se sabe.
Lenny se bajó en la Catorce y paseó, disfrazado con su chistera cual monolito de Kubrick, de regreso a Westbeth. Pongamos que era una maniobra de señuelo. Mantener una ruta circular era tan esencial como la barba: esa noche la isla entera lo camuflaba. Los matones que le perseguían no se sentían cómodos en Manhattan, una ventaja fabulosa desde el principio, y la noche de Halloween el alcance de dicha incomodidad le serviría de manto protector. Probablemente, a los matones de ese género, Greenwich Village en su estado actual les parecería un desfile de Halloween cualquier noche, habitando como habitaban un inalterable gobierno de Eisenhower imaginario. Sus cerebros se habían cerrado desde entonces y, todo lo posterior, astronautas, hippies, detectores de metales, minifaldas, el Concorde y la Krugerrand, eran tóxicos modernos que no les cabían en la cabeza. A Lenny le habían ordenado que no saliera del distrito de Queens hasta el día siguiente, cuando el Matón Primero, también conocido como Gerry Gilroy, «cruzaría unas palabras» con él: eufemismo que equivalía a la idea que tenía un mafioso irlandés de Queens de una amenaza sutil y máxima razón por la que Lenny había cogido el portante, había optado, a la manera de Hoffinan y Leary, visionarios a los que ya no les gustaban los últimos años de la década, por el underground.
Al salir del metro se topó con un aquelarre de brujas que lo saludaron con gesto teatral, quitándose el sombrero ante uno de los suyos.
A Lenny le gustaba su nariz. Quizá fuera el único, ¿y qué? Estaba igualmente solo con respecto a sus rodillas cubiertas de costras y sus pulgares cortos pero eficientes; disfrutaba caminando sin muletas y respirando sin los impedimentos de una costilla rota o un bazo reventado. De ahí, vestir chistera y barba y perderse en la historia. Ser el hombre del centavo, la cara cobriza entre los cojines del sofá, que está en todas partes y nadie la ve… ser dinero subliminal. En lugar de echarse al monte, Lenny se escondería a la vista de todos, como Peter Sellers en El guateque, se alojaría en la casa de Miriam en Alphabet City y viviría con los elefantes pintados. Era tan ciudadano apóstata como cualquiera de los inquilinos y probablemente podría enseñarles un par de cosas sobre el verdadero comunismo y a cambio dejarse absorber al menos por la orgía rutinaria que se había negado durante demasiado tiempo.
Lenny se lo había montado con una niña de las flores en 1974, o quizá 1975, en un colegio mayor de Stony Brook, después de conocer a la chica en el andén del ferrocarril de Long Island cuando ella volvía de un concierto de Pink Floyd y probablemente también de otro de Owsley en el Nassau Coliseum, y cuando él regresaba de un recado para Numismática Schachter. Aunque en la cama le llamó «papi», la niña hobbit tenía las piernas casi tan peludas como Lenny, ahí es nada.
A Lenny no le importó.
Lenny también tenía una mata de pelo en la parte baja de la espalda cada vez más parecido al de los monos.
Sospechaba que la comuna de Miriam era un hervidero de chicas así. Le tocaba disfrutar de su ración. Participar en una orgía donde no importara tener vello en lugares peculiares. Enfadado por no ser correspondido, se había separado de su prima Miriam y su generación durante demasiado tiempo. Se drogaría, ya que todo el mundo se drogaba. Hacía años que le habían prohibido la entrada en la tienda de ajedrez de MacDougal porque agobiaba y apostaba y vociferaba demasiado en las rondas relámpago y molestaba a la clientela de pago, de modo que había dicho: A tomar por culo el ajedrez. Ahora lo habían echado de Schachter en la calle Cincuenta y siete, y por tanto diría: A tomar por culo las monedas. Ayudaría al niño pelirrojo de Miriam a despegar sellos de postales, quizá algún día encontrara una Jenny Invertida. Que los matones de Gilroy lo acechaban por Sunnyside, pues diría: A tomar por culo Queens. A tomar por culo la amnesia de los comunistas que convenientemente habían olvidado que eran comunistas, de los inmigrantes que habían olvidado que eran inmigrantes, de los irlandeses y los polacos que ahora les complicaban la vida a los mongoles y los coreanos y los turcos como si su comida fuera mejor, como si una generación o dos les hubiera borrado cualquier traza de historia. Quizá después de todo el verdadero comunismo se hubiera ido con los Weather Underground. Lenny desaparecería de la historia en la contrahistoria. Que Miriam le diera acceso a su comuna radical y entre todos volarían un par de furgones blindados, los sacarían del sistema; quizá: A tomar por culo hasta el verdadero comunismo.
A Tomar Por Culo Todo, Hasta Que Solo Quedara Tomar Por Culo. Lenny sería el último en subir a bordo de la Década Yo antes de que se derrumbara, antes de que se revelara un esquema Ponzi de herpes y divorcio. Algo en la combinación entre el disfraz de Lincoln y las amenazas de muerte apenas veladas de la mafia de Gilroy le había provocado a Lenin Angrush la erección de su vida. Llevaba una chistera en la cabeza y otra en los pantalones. No tenía nada que ver con la deslumbrante Jayne Mansfield que en ese instante cruzaba la calle Hudson. Esa noche, cuanto más hondo y persuasivo se luciera el canalillo, más seguro estaba Lenny de que estaba comiéndose con los ojos a un hombre.
Los encontró en el cruce acordado junto a la entrada del complejo Westbeth, punto de partida del desfile de Halloween, donde las grandes máscaras flotantes y las bandas se reunían para su sensual marcha por el Village. Los fiesteros se arremolinaban: osos de peluche, Gigantes Verdes pintados a spray, caballeros sin cabeza, monjas y las inmensas cabezas esculturales enarboladas como pancartas, reproducciones de héroes y monstruos de toda clase, entre ellos otro Lincoln, que se alzaba como si fuera a caer sobre los humanos de más abajo, con ojos como ventanas vacías abiertas a la oscuridad de la noche, con el lunar del tamaño de una pelota de baloncesto medio desinflada. Miriam y Tommy vestían uniforme con boina roja y bigotes falsos negros y tupidos. Tommy, por supuesto, llevaba la guitarra colgando a la espalda a modo de ametralladora. El deseo de Lenny era tal que no pudo mirar a su prima directamente. Bajo los pantalones no había encogido nada, pero el traje de Lincoln lo disimulaba bien.
—A ver si lo adivino. Sois los nuevos Hermanos Marx, en una nueva versión de Sopa de ganso con Steve Martin y Gene Wilder.
—Somos sandinistas, Lenny.
El chico estaba a la sombra de sus padres, casi irreconocible bajo unos cuernos gigantes de cartón adornados con flores de papel de seda. Por debajo asomaba el rojo llameante de su pelo. Que un niño medio judío pareciera tan irlandés era todo un misterio.
—¿Y tú?
—Ferdinando el Toro —respondió su madre—. Sergius está protestando contra nuestra elección porque nos considera guerrilleros violentos.
—¿Un toro como protesta contra los sandinistas?
—Ferdinando es el toro que se niega a pelear. Prefiere oler las rosas.
Ah. Los códigos privados perpetuados entre padres e hijos, el eterno misterio de la casa y el hogar. Lenny negó con la cabeza. Lo que Miriam había necesitado reventar en Sunnyside Gardens, ahora lo reproducía en Alphabet City.
—¿Y tú, Lenny? —preguntó Tommy—. ¿Abe el Honrado huye del Ejército Republicano Irlandés? Me gusta la incongruencia. «No puedo mentir, fui yo quien intenté colocarle oro falso a un duende irlandés».
—El IRA no son duendes, son unos putos matones. Y no era oro falso. En contra de lo que creen muchos, la Krugerrand no es oro puro, es una aleación de cobre al ochenta y tres por ciento. Los medallones Kruger tenían la misma proporción, exacta.
Lenny tenía la impresión de que llevaba repitiendo los mismos datos a una cara perpleja tras otra desde hacía cinco días, los mismos que no dormía. Primero, a los hermanos Schachter, cuando habían encontrado una de las imitaciones de Krugerrand que Lenny vendía aprovechándose de la reputación de la casa. Karl y Julius Schachter interrogaron a Lenny, primero en la planta de ventas y luego, cuando ambas partes comenzaron a gritar, en la cámara de la trastienda. Allí, en la calle Cincuenta y siete, habían confiado durante años en la experiencia y el discernimiento de Lenny, en su conocimiento sin parangón de las diversas acuñaciones y por tanto habían tolerado su aspecto a veces sucio como una necesidad excéntrica del negocio. De modo que ¿qué importaba que un matón idiota no supiera distinguir, en la penumbra de un bar del IRA, entre una Krugerrand auténtica y un medallón fabricado en Camerún con un retrato del presidente sudafricano Paul Kruger y en el anverso una gacela saltarina? El contenido de oro era el mismo. El contenido de oro era el mismo, ¡EL CONTENIDO DE ORO ERA EL MISMO! Comerciabas con Krugerrands por el contenido en oro, ¿no? ¿O es que apoyabas por motivos sentimentales a una nación que practicaba el apartheid? Lenny consideraba la propagación de sus medallones, que, si bien funcionaban perfectamente como Krugerrands para cualquiera que acaparase oro, socavaban la maligna autoridad de la moneda, un acto menor de rectitud. En su opinión el presente episodio debería entrar en la leyenda de Lenny Angrush, no finiquitarla. Karl y Julius no estaban de acuerdo.
Después de que los Schachter se deshicieran de él, asegurando a los emisarios de Gilroy que desconocían por completo el ardid de Lenny, no le quedó otra que presentar su caso ante un tribunal en varias trastiendas del IRA. Jamás hubiese dicho que en todos los pubs de Queens Boulevard la zona privada era mayor que la pública, como en el cerebro humano, hasta que lo arrastraron por el cuello de la camisa a media docena de ellos. ¿Sustituir todos los medallones por Krugerrands auténticas? ¡Imposible ahora que me habéis dejado sin acceso a la Numismática Schachter! (Aunque de todos modos tampoco habría podido). ¿Habéis oído hablar de la gallina de los huevos de oro, imbéciles? Solo que quizá no debería haber citado una fábula que incorporase la idea de matar. Dado que trataba con seres humanos de mentes menos que alegóricas. Uno le había aplastado un vaso de pinta en la sien izquierda, una herida agravada por el borde del sombrero a pesar de que la sombra del ala disimulaba el moratón.
—El contenido en oro era el mismo —repitió Lenny al idiota de su primo político—. Y además, lo de «No puedo mentir» no tiene nada que ver con Lincoln; eso lo dijo Washington, el padre de la nación, a propósito de un cerezo, pero imagino que llegaste demasiado tarde para que te reeducaran.
En ese momento Lenny advirtió, sobresaltado, que había contado mal el grupo. Pese a no bajar la guardia, le había fallado la visión lateral: la maldita barba. Hablando de materia oscura: el protegido schvartze de Rose, después de tanto tiempo, se había convertido en una mole. El negro parecía amedrentado a pesar de su tamaño: encorvado para protegerse del caos del desfile, de los títeres gigantes que emborronaban el cielo. Su disfraz, si es que era un disfraz, consistía en una camisa celeste por dentro de unos pantalones con cinturón y unos mocasines. En una manaza regordeta sostenía una máscara con lentejuelas.
—El Fischer negro —dijo Lenny—. Todavía en este mundo. A ver si lo adivino, vas disfrazado de William S. Buckley.
—Cicero es un licenciado de Princeton, Lenny.
—Pues no ando tan errado. ¿Qué haces con estos schmucks?
—Cicero ha sido un niño bueno, pero queremos ayudarle a caminar por el lado salvaje de la vida antes de que comience el posgrado.
Lenny se topó con la mirada dura y desconfiada del joven. No era tan distinta de la de los negros del metro, solo que cargada con todo lo que Rose había embutido en aquella inteligencia novel. Y cargada también con amargura, seguramente por haberse encontrado con un sinfín de obstáculos que ni la inteligencia ni Rose le habían ayudado a superar. ¿Un pijo negro de ciento cuarenta kilos y metro ochenta y siete de altura? ¿Un maricón que, la noche de Halloween de 1978 en Greenwich Village, necesitaba que le enseñaran a descubrir el placer? El mundo no lo necesitaba. A pesar de todas sus peculiaridades, Cicero le pareció el típico negro estadounidense: recibía palos por todos lados.
—Supongo que con eso del lado salvaje de la vida te refieres a la inminente revolución internacional de los obreros que arrasará todo lo que ven tus ojos —dijo Lenny. Una broma pésima, trillada. Aludía a un universo perdido que solo Miriam reconocía, y a su pesar—. ¿Todavía juegas?
—¿Perdón?
—Al ajedrez.
—Lo he dejado.
—Bien, es propaganda imperialista, no tiene nada que enseñarte salvo a saborear un punto muerto. Ahora te basta con cambiar esa ropa por un uniforme de camuflaje y sumarte a estos sandinistas. Te parecerá ridículo, pero una indumentaria así puede salvarte la vida en caso de que los proletarios se hagan con el control de las fabricas.
Cicero lo miró fijamente. Bien, pensó Lenny. Tú usa el silencio del hombre negro, que yo usaré el murmullo judío. Los dos recurriremos a lo que nos pertenece por nacimiento. No es gran cosa, pero no pueden quitárnoslo.
—Déjale en paz, Lenny —dijo su prima. Con el uniforme parecía sacada de un póster de Ramparts—. Ya hemos cumplido con nuestros deberes de activistas, ahora estamos en el mercado para divertirnos.
—Mientras tengáis claro que es un mercado. ¿En qué sentido habéis cumplido con vuestros deberes?
—Venimos de un mitin por el Parque de Bomberos del Pueblo. Una victoria de hace un año, pero decidimos notificársela a Koch coincidiendo con el desfile de Halloween.
Lenny le quitó importancia con un ademán: Lincoln la liberaba con un gesto casual de conceptos serviles.
—A mí no me va eso de mezclar títeres con el movimiento. En los años treinta tenían murales y en los cincuenta dulcémeles. Ahora, en los setenta, toca el papel maché. Prefiero el marxismo de verdad.
De hecho, Lenny no tenía mucha idea de lo que los queridos ocupas del parque de bomberos de Miriam intentaban conseguir y dudaba mucho de querer enterarse. ¿Había algo más gentil que los bomberos? Seguro que no existía un cuadrante de ciudad más antisemita que la zona polaca del norte. Le habían llegado rumores de que el diario polaco de allí todavía publicaba editoriales a favor de Hitler.
—Deberías haber pasado algunas noches con los ocupas, me han inspirado mucho. Una acción muy seria, nada de hablar por hablar.
Lenny, incapaz de reprimirse, embebido de autoridad presidencial, se inclinó para susurrarle a la sandinista al oído y de paso rozarle una teta.
—Yo sí que puedo darte acción de la buena.
—Aparta, Lenny.
Miriam lo empujó. Lenny se tambaleó y cayó entre un grupo de bailarinas barbudas. Tommy permaneció ajeno al rifirrafe; ajeno o divertido, como siempre le había divertido la idea de la rivalidad de Lenny con relación a Miriam. Solo Cicero observaba, condenándolo con la mirada, con su rostro demasiado bueno para la máscara de lentejuelas. Entretanto, el cantante folk irlandés negaba a Miriam la galantería de defenderla y en su lugar contemplaba a los artistas disfrazados señalándole a su hijo de cuernos y ojos enormes, al búfalo de agua pacifista o lo que fuera que representara, los monstruos ejemplares. No paraban de llegar más, una panoplia sacada del Bosco o Brueghel solo que con muchísimos más hombres con pechos. Por todas partes había hombres con pechos, todos tenían tetas menos Lenny: quizá esa fuera la solución, quizá debiera dejarse crecer los pechos o ponerse un sujetador con relleno para tocárselos. Iba a volverse loco.
—No puedo controlarme, Mim, la perspectiva de la muerte ha enderezado mis prioridades. —Se tocó la polla por encima de los pantalones—. Me gustaría aclararte algo que se palpa entre los dos… ¿Te das cuenta, Mim? ¿Lo pillas? Algo que se palpa entre los dos.
Quizá si se tiraba a la acera, si se agarraba a una pierna de Miriam y la montaba como un perro unos quince segundos, consiguiera aliviar el tormento de toda una vida. Si eyaculaba en el traje de Lincoln, ¿podría considerarse una seducción diferida? Desde luego en semejante bacanal pasaría inadvertido.
—¿La perspectiva de qué muerte?
—¿Has escuchado algo de lo que te he contado?
—¿Lo de los tíos del IRA?
—Tengo que desaparecer. Sobreviví a McCarthy a la vista de todos, pero estos cabrones me tienen fichado.
—No recuerdo que McCarthy te prestara la menor atención.
—Moe Fishkin se alistó, la salida fácil. Yo elegí un camino más duro.
En su estado todo era una broma. El títere titánico de Lincoln había virado en lo alto hacia ellos, como magnetizado por su gemelo. Lenny se sentía igual de grande e inhumano, tan peligrosamente llamativo como el títere pese al disfraz.
—O sea que, al ver pasar la vida ante tus ojos, ¿insistes en tu campaña de violarme delante de mi marido y de mi hijo?
—No emplees ese lenguaje tan burgués. Nos esconderemos, subiremos por una de las barras del parque de bomberos, que ahora estará vacío.
—Iba a ofrecerte un canutillo de vacaciones pero, la verdad, me has asustado.
—Por favor, me iría bien un narcótico. Sobre todo un cigarrillo con el sabor de tus labios, como parece que no los probaré nunca…
—Deja de hablar como un loco, Lenny.
—Tendré las manos quietecitas, lo juro. Por favor, Mim, ten piedad, estoy al límite, loco de desesperación. Colócame.
Miriam pensaba liarse el porro de todos modos, solo se burlaba de Lenny. Se encorvó encima del canuto para proteger la llama del mechero justo delante del niño y los polis y el pijo negro y las bailarinas barbudas y el tío vestido de rodaballo pero, en una ciudad donde el viejo orden estaba siendo desmantelado por la extravagancia y la bancarrota y la locura, esa noche estaban justo en el centro sin ley, en una zona que a cada segundo recibía un nuevo fenómeno de feria, en ese instante unos puertorriqueños vestidos de latinos de los cuarenta pero con cresta y un tipo con un disfraz de bulldózer inverosímil —un bulldózer con lápiz de ojos, porque el lápiz de ojos es básico—, en una ciudad que había enloquecido, nadie se fijaba en uno porque se fumara un porro en público. El milagro radicaba en que si los matones que perseguían a Lenny consiguiesen adentrarse en la multitud con su uniforme de las afueras, sus chaquetas de Solo Socios y peinados años cincuenta, los raros serían ellos. Cantarían como una almeja. Mim le pasó el porro primero a Cicero y el licenciado de Princeton lo aceptó y, eso sí, le dio una buena calada. Quizá los hippies consiguieran soltarle el pelo. Cicero frunció el ceño concentrándose, se le pusieron ojos y mejillas de pez globo, y luego lo pasó al siguiente. Lenny lo cogió y tuvo el tiempo justo de llenarse los pulmones hasta el diafragma, hasta el último bronquiolo, antes de darse cuenta de que su visión de las chaquetas y los peinados de los cincuenta no era premonitoria sino preconsciente: el ojo de la mente no había invocado a los matones, sino que los había atisbado de reojo, entre los huecos del ancho de un pelo de las cortinas de su barba. Lenny trató en vano de alzar la voz y solo consiguió toser espasmódicamente, un ruido que apagó la cacofonía de regocijo y halagos y una banda de música que tocaba una versión atronadora de «Macho Man», además de la máquina que le bombeaba sangre a los oídos. Con los brazos inmovilizados a la espalda y una llave alrededor de la tráquea, Lenny se quedó mudo y cayó al suelo, bajo la sombra bailarina de su doppelgänger, que ahora le parecía un alma en pena elevándose a los cielos. Enseguida perdió de vista a Miriam. Por no hablar del padre sandinista y el niño de los cuernos. Lo último que vio fue a Cicero mirándolo con una inercia inútil. Con el cuerpo de un guardaespaldas pero toda la voluntad atrapada en el cráneo, detrás de los ojos. Había comenzado el desfile de Halloween. Arrastraron al Lincoln menor en dirección contraria.
El Último Comunista está soñando. El sueño es una nota al pie, una nueva nota al pie que añadirá a su monografía Quarter Eagles de 1841 auténticas y en circulación: Un disidente. El resultado que ha perseguido a fuerza de incordiar durante cinco años se ha materializado y la editorial de la Sociedad Numismática de Nueva York ha aceptado publicar una segunda edición de su libro con objeto de corregir las innumerables erratas; ahora, en el proceso de enmienda, el Ultimo Comunista ha insertado una nota al pie dorada, una nota capaz de redimir toda su expedición por el tiempo planetario. Porque sencillamente no puede permitirse que el Ultimo Comunista perezca con esta monografía como único logro en la vida, no tal como está, lastrada de errores y una primera impresión demasiado sumisa, sin embargo, si inserta la nota al pie, donde se ha atrevido a fusionar a Marx y David Akers con su conocimiento original de la herencia oculta del patrón oro, podrá morir satisfecho. En cierta ocasión Marx llamó al dinero «velo», sin embargo, en contra de numerosas interpretaciones, no sugería con ello que baste con mirar detrás del dinero en busca de la verdad que esconde; también debemos aplicar nuestra atenta mirada al velo, que desde un punto de vista materialista posee consistencia propia. Así comienza la nota al pie dorada que va desplegándose ante los ojos del soñador. De acuerdo, una vez más, con Marx, «la forma de la mercancía simple es el germen de la forma del dinero»: ¿qué es, pues, la mercancía simple? Oro. Esa sustancia escondida en la tierra y no obstante con un poder alquímico que la liga a nuestros sentidos, tentadora sugerencia de propiedades místicas; en el oro descubrimos cómo un velo puede ser también germen; el oro, a medio camino entre el barro y la piedra, un zurullo o forma fecal, puede elevarse, en el terreno del acaparamiento fantasmal, hasta convertirse en botín de imperios y riqueza de naciones. Para entender los delitos que conlleva, no solo la saga suprimida de la Quarter Eagle de 1841 en la acuñación en circulación en lugar de la contrastada, sino también la abolición del patrón oro por parte de Nixon, recurrimos de nuevo a Marx, quien nos recuerda cómo, en nuestro desequilibrio entre dinero como símbolo en circulación y oro como mercancía estética, llegamos a una encrucijada que ocupa el avaro shylockiano cómico, acaparador, cuyo afán de dinero «es insaciable en todos los sentidos». Aquí el soñador pierde de vista el texto, la nota al pie dorada cuyo final no desea ver jamás; algo —¿el bolígrafo con el que escribe?, ¿una Quarter Eagle?, ¿una Krugerrand?— le quema la palma de la mano y se despierta.
El Último Comunista en su última noche de vida, quizá, vuelve en sí en un vagón de la línea 7 mientras el tren coge estruendosamente la curva imposible de Queensboro Plaza hacia las vías elevadas, con la luna y las farolas atravesándolo como saetas de san Sebastián. Sin embargo no es tanto la luz lo que le despierta como la minúscula flecha de un porro que le perfora la mano. Por lo visto la cerró mientras forcejeaba y ahora descubre que se ha quemado la carne del interior del puño. Abre la mano y deja caer la colilla al suelo del vagón. Una pista de cine negro, arrancada de los dedos de un muerto. Sus secuestradores no se han dado cuenta. Tienen el vagón para ellos solos, probablemente habrán espantado a otros viajeros que hayan querido subir conforme su extraño retablo ha ido pasando estaciones: dos gorilas y un Emancipador comatoso. La chistera, milagrosamente intacta, ocupa el asiento de al lado. La irritación del esófago a medio aplastar le indica a Lenny que ha estado a medio camino de la muerte y ha regresado. Se pregunta durante cuánto tiempo no le ha llegado oxígeno al cerebro.
Desde 1956, tal vez.
Quizá desde antes, desde el día que meció a su prima y se le escurrió el sentido entre las piernas.
Ajedrez, béisbol, Krugerrands, la constelación de sinsentidos con la que ha decorado su solitaria existencia. Todo ello alrededor de un misterio pertinaz: sus creencias. Estas forman una pequeña zona oscura, protegida y duradera dentro del Ultimo Comunista que lo ha acompañado a lo largo de décadas de incomprensión y desdén, igual que la línea 7 acoge a ignorantes viajeros en sus tránsitos entre la luz y la oscuridad.
El Último es un hombre abandonado por la historia. Debería haber estado en el inicio, forjando un comunismo sanguinario contra la oposición de los zares. O haber vivido para participar de su eventual triunfo, una visión de H. G. Wells imposible de compartir con meros mortales. Jamás debería haber acabado aquí, en el interminable desastre intermedio. Aquí solo hay irrelevancia, los boicots yippies de Miriam y las protestas reclamando guarderías; las vigilias del cantante folk contra la pena de muerte; tiquismiquis que sueñan con Trotski y fetichistas del Tercer Mundo a lo Frantz Fanon, cerebritos franceses que han convertido el marxismo en jerigonza incompresible, en una nueva Cábala. O derechos civiles, que dieron lugar al Black Power y ya ves la recompensa: que odien a un chaval como Cicero. ¡Ja! Ya puestos, elige un ejemplo al azar, intenta protestar contra el apartheid vendiéndole Krugerrands falsas al Ejército Republicano Irlandés.
Ya no hay lugar para el Ultimo y no obstante si es sincero consigo mismo sabe que no es el Ultimo, que solo sostiene la antorcha para la Ultima, una antorcha que ella no necesita puesto que la suya nunca se ha apagado, siempre ha estado fuera, esperando a que el mundo llegara a su puerta. Ella, que se había camuflado en el vecindario: poli, biblioteca, pizzería, una felicitación navideña del presidente del distrito pegada a la nevera para disimular. El sunnysidismo es el comunismo de finales del siglo XX.
Lenny tendría que haberlo dejado cuando se metió hasta el cuello en los pepinillos, tendría que haber aprendido a disfrutar de las camisas saturadas de salmuera. Estuvo más cerca de lo que pensaba.
El tren se demora en la estación de la calle Lowery. Justo cuando las puertas empiezan a cerrarse, Lenny salta, sin olvidarse la chistera, y las cruza, escapa.
Rose abrió la puerta y le dejó pasar sin mediar palabra: quizá porque, a esas alturas, llevaba toda la vida esperando una visita del hombre de la chistera. Por supuesto, adelante, ¿por qué has tardado tanto? Lincoln, el Elias de Rose, ¿y por qué había de pasar siempre de largo? Era típico de ella pensar que un día elegiría su puerta. «Hace ochenta y siete años», dijo Lenny, y la sinceridad que tanto las palabras como la ocasión parecían demandar de él, el deseo de no decepcionar, se impusieron a las ganas de broma. Pero se calló. Ojalá se supiera el discurso entero. Rose lo miró impertérrita, con una expresión aguda y exigente, a la espera. Una mirada estoica no muy distinta de la de Cicero. Sin embargo, como el resto del mundo, Cicero la había abandonado, había escapado a Princeton y más allá, al desfile de Halloween de Miriam. Lenny se preguntó cuánto hacía que Rose no tenía noticias de su desagradecido protegido.
El siglo al completo había abandonado Sunnyside Gardens, había dejado de ensombrecer la puerta de Rose. Pero ¿había aprendido algo?
Los labios de Lenny no podían decir a través de la barba de Lincoln «Escóndeme» o «Abrázame» por mucho que deseara ambas cosas. No se acordaba del discurso de Gettysburg ni de la Proclamación de la Emancipación y ni siquiera encontraba su propia voz. Ningún aserto parecía igualar a la mujer que tenía delante, de quien había nacido hasta el último de sus desengaños, la única que conocía la inadmisible fe roja del corazón de Lenny porque se la había instilado ella, aunque fuera casi sin querer. El primo tonto, que se había sentado a la mesa de Rose una noche de verano de 1948 y había escuchado algo en lo que creía, como otros creían en Dios o en la patria. Sus padres lo alimentaban con kugel y Rose le engordaba el cerebro con revolución.
Rose, en camisón, retrocedió por el linóleo de la cocina y se quedó mirando la silueta de Lincoln contra el césped iluminado por la luna de los jardines del patio común y él, disfrazado, se preguntó si Rose sabía quién era, si lo había adivinado por la voz o los pulgares, o si la había engañado. No había visto a ningún niño pidiendo caramelos en los Gardens. Ninguna calabaza iluminada en el portal de Rose. Lenny cerró la puerta a su espalda. Puede que se le hubiera trabado la lengua, pero dentro de los pantalones de Lincoln Lenny se mantenía igual de firme. O había recuperado la firmeza a pesar de haber sido maltratado por los matones y extraditado a la línea 7. Era como la erección de la resaca con la que siempre podía contar al despertarse después de una noche de copas, una fuerza que confirmaba que, pese a las evidencias en sentido contrario, todavía había vida dentro de él. O quizá como la famosa erección que descubrían al descolgar y examinar el cadáver de un ahorcado. En cualquier caso, la aprovecharía para continuar con su discurso, para protestar, para perseverar en su maniobra obstruccionista contra la muerte. De hecho, su erección llevaba implícita una declaración, era un buscador más listo que Lenny, uno que señalaba a la madre pasando por la hija, desde Manhattan hacia los viejos terruños de Queens y Polonia. Una erección de preguerra, materialización de la sabiduría de un tiempo en que ni Europa ni el comunismo ni la mujer que tenía delante eran territorios en ruinas.
«¡Ochenta y siete!», repitió en un tono más grave, como si alguien supiera el tono que usó Lincoln. Lenny quería emocionarla e imponerle. Rose se retiró por la sombra de una puerta, indicándole, le pareció a él, el camino. Las luces estaban apagadas, la frugalidad excesiva típica de Rose, y cuando Lenny la alcanzó, los dos eran dos sombras, misteriosas la una para la otra en igual proporción. Allí, en las mismas habitaciones en que Lenny había sentido por primera vez la necesidad de follar. Las capas sedosas que Lenny fue liberando de los ojales y los broches contenían cada una una porción protuberante y blanda de Rose. La chistera se había caído en alguna parte, la barba se interponía entre sus bocas y tuvieron que arrancarla, con lo que por un momento estuvieron lamiendo pegamento, imitando los ruidos de un gato regurgitando una bola de pelo hasta que Lenny retomó los esfuerzos por devorarle los labios y la lengua y luego, más abajo, musitar las maravillas de su cuello y su clavícula y la dulce niebla de sus pechos.
Los pantalones de Lincoln tenían cremallera: ¿un anacronismo?, se preguntó Lenny. Se desnudó con más cuidado del que había puesto en la ropa de dormir de Rose. No por reverencia al traje de Lincoln, pero si lo rompía, no tendría qué ponerse. Sus carnes se unieron cálidamente, en regiones con las que lamentablemente Lenny había perdido el contacto en los últimos años. Ni siquiera estaba seguro de qué zonas pertenecían a cada cual, hasta que encontró el enchufe. La conexión inconfundible, ni joven ni vieja en su esencia. Por fin la raíz que los unía al espectro animal, el alivio de encontrar algo que empequeñecía la historia humana.
Puede que jamás dos personas más opuestas a un amante de la naturaleza hubieran pisado este mundo, por no hablar de haber conjuntado los únicos hechos naturales innegables que acechaban bajo sus ropas.
Rose había comenzado rebuscando en las costillas y las nalgas de Lenny, aunque no sabría decir si para detenerlo o para incitarlo. En cualquier caso, lo incitó. Unos tenues murmullos críticos por debajo de Lenny se volvieron rítmicos. Mientras se decantaba con lo que esperaba que fuera un gruñido sutilmente lincolnesco, Lenny intentó imaginarse qué maravillas podrían derivarse si un primo preñaba a una prima. ¿Un monstruo fantasioso de la revolución, un Lenin o un Kropotkin americanos? Era más probable que fuera uno de los huérfanos de la historia, como él, pero todavía más maldito, sin haber llegado jamás a vislumbrar el sueño. Un catcher suplente de los Sunnyside Proletarians que no pasaría el corte, caminando por la vida equipado de ignorancia.
Qué estampa tan lamentable la suya, como demostraban los dedos pegajosos: apenas capaces de devolver la barriga peluda al interior de la cinturilla de los pantalones de Lincoln, como si al derramarse hubiera engordado o estuviera más fofo. Su erección, lo último que le quedaba duro en el cuerpo, había desaparecido.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Lenny a la oscuridad.
Comprendió, demasiado tarde, que la pregunta podía resultar cruel. Que Rose hubiera sido poseída por Lincoln, para ella podría haber sido un sueño. Cualquier otra noche podría ser John Reed o Fiorello La Guardia o su policía negro de vuelta (o incluso Albert de vuelta), así que ¿por qué no Abe?
—¿Crees que un Angrush no reconoce a otro Angrush?
Lenny aguantó la respiración y se levantó de la cama.
—El traje, a oscuras…
—Es verdad que normalmente vistes fatal, pero no es la primera vez que te veo con traje negro. Estuve en tu bar mitzvá.
—¿No estás escandalizada?
—¿Y por qué ahora de repente tendría que escandalizarme? Sorprenderme ante ti o ante cualquier otro acontecimiento es una enfermedad crónica.
¿Es que Rose no era humana? ¿O sencillamente su defensa era inhumana? Un atisbo de galantería se removió en el interior de Lenny, un modelo de conducta al que rara vez acudía.
—Eres una mujer guapa, Rose. No me arrepiento de nada. Solo pensaba en la edad de cada uno.
—No seas schmuck, Lenny. Eres un viejo de cincuenta años más o menos desde que cumpliste los siete.
La galantería se evaporó en el ambiente creado por la franqueza despiadada de Rose, la misma droga que lo había atraído siempre hacia su puerta.
—Irónicamente quizá fuera el amor infructuoso que siento por tu hija el que me hizo madurar prematuramente.
—¿Sabes cuánto hacía que no me acostaba con nadie? No me hables de mi hija.
—La he visto esta noche.
—Y yo he hablado con ella esta mañana. ¿Qué tratas de decir?
Lenny había reculado hasta la puerta del dormitorio. Ya fuera para encerrarse con ella dentro o para conservar la opción de escapar, no lo tenía claro. Ninguna luz delataba la postura de Rose, solo los roces de la ropa mientras construía algo con lo que cubrirse a partir de los restos que Lenny había dejado. Fuera de aquellas paredes, dos idiotas habían seguido hasta la siguiente parada de la línea 7 y era de suponer que habrían bajado en la calle Bliss, tenían que decidir cómo explicarle a Gerry Gilroy que habían acorralado a su presa y la habían vuelto a perder. Quizá cambiaran de andén y siguieran una parada hasta Lowery para buscarla por las calles de Sunnyside.
—Miriam no está a tu nivel.
—Tendrás que ser más específico.
—Has intentado cambiar las condiciones en las que vive la clase trabajadora y alterar la trayectoria de una civilización condenada. Tu hija solo quiere meter LSD en el agua del grifo.
—Me temo que no estoy de acuerdo. Mi hija es mucho más revolucionaria que tú y yo juntos, Lenny.
—No lo dirás en serio. Lo dices para molestarme. —No pudo disimular su enfado—. Miriam boicotea uvas y se manifiesta en favor de las guarderías, pero se ríe de la historia. Esta noche la he visto con su cuáquero, disfrazados de guerrilleros sudamericanos como Woody Allen en Bananas.
—No van disfrazados. —La voz de Rose, en la oscuridad, adquirió un adusto tono profético, como el gran y poderoso Oz—. A comienzos del año que viene meterán al niño en un internado y se irán a Nicaragua. Tommy está escribiendo canciones en español.
—Son solo disfraces, Rose. Te han engañado.
—El que vive engañado eres tú. ¿Por qué iban a molestarse en contárselo a alguien como tú, para quien la revolución es siempre una alegoría? Tú eres el que juega a disfrazarse. La han arrestado a la entrada del Capitolio, ha participado en piquetes contra LBJ en la Exposición Universal y ahora está lanzándose de cabeza a la revolución. ¿Tú dónde estabas? Contemplando símbolos masones místicos en monedas de cinco dólares, creyéndote demasiado bueno para que te molesten.
—Los he visto, disfrazados con uniformes de tebeo para Halloween. Los arrestarían antes de salir del aeropuerto.
—No sé nada de Halloween.
—Pues mira el calendario.
—Mira tú. No existe ninguna tradición americana así, es un rumor, una pesadilla del viejo país, de Transilvania. Vinimos para escapar de aquel horror. Salvo tú, para quien todas las noches del año es Halloween. Crece, Lenny.
—Me has llamado viejo.
—Y también niño.
—Esto es una locura. Acabamos de hacer el amor, Rose.
—Sal de mi habitación, lárgate de mi casa.
—Fuera tengo enemigos.
—No das ni para un enemigo. No después de tanto esconderte detrás de mis faldas.
Rose no podía evitar provocarlo y maltratarlo, igual que no había podido evitar inspirarlo, en el pasado y siempre. Rose era una estatua para ser estudiada u obviada, para soportar las inclemencias del tiempo y acumular mierda de pájaro, pero no para negociar con ella. Que Lenny fuera un hombre en circunstancias peligrosas no iba a impresionarla.
Mejor que me condenen inmediatamente, pensó Lenny, romántico, que vivir condenado a esta irrelevancia. Pero… Miriam no. Miriam, lo supiera o no, estaba bajo la protección de ambos. Volvería a cerrar el círculo. Esa sería su prioridad final.
—Rose, ¿de verdad se va a Nicaragua? Estoy hablando en serio, por favor. Después, si quieres, me voy. Pero, en serio, los matarán.
—Para que conste, pronostico lo mismo; se lo he dejado claro por teléfono esta mañana. Nuestra familia no necesita intermediarios, Lenny. Eres un primo lejano, hecho que explica por qué se toleran tus visitas, pero no se repetirán. Y ahora vete.
—Si no crees en Halloween, ¿cómo explicas que me haya presentado vestido así?
—Porque eres un lunático.
Volvieron a atraparlo cuando se escabullía de los Gardens por la puerta de la avenida Skillman. Se zafó, agarró el sombrero en pleno barullo y, dando gracias a Dios por las Adidas, corrió hacia el patio de cemento de los apartamentos Cambridge, donde debería haberse dirigido desde el principio, para perderse en la verticalidad y el anonimato, llamar a la puerta de algún crío con el que hubiera ido al colegio, convertido ya en un gordo casado con una gorda y con hijos gordos, perderse en el anonimato confuso de Queens donde podría desaparecer hasta que se enfriara la jugarreta de las Krugerrands. Llamaría a quince timbres a la vez con las dos manos abiertas y confiaría en que alguien que estuviera esperando visita le abriera. Solo llegó hasta la fuente de hormigón seca, junto a la que vio una pelota de béisbol abandonada, naranja fluorescente, estilo Charlie Finley, pudriéndose entre telarañas. Por fin un hombre con una visión iconoclasta. Ojalá Lenny hubiera presentado sus peticiones en el despacho de un hombre como Finley en lugar de Shea y Rickey. Agua pasada, pero quizá Jack Kerouac estuviera en lo cierto y las posibilidades para la reinvención utópica esperasen en la costa oeste. Quizá Lenny, después de tanto tiempo, debiera cruzar el Hudson, Vete al Oeste, Carcamal, a ver qué se cocía por allí. Pensó en detenerse a recoger la pelota para lanzársela a sus perseguidores. Pero tenía un hombro fastidiado, dudaba mucho que pudiera lanzarla, un mal acumulativo que se había agravado en algún momento de la huida, entre la bacanal del Village y la cama de Rose. Follar era como una clase de gimnasia, como hacer flexiones, y hacía mucho que no pisaba un gimnasio. Pasó de la pelota y la esquivó camino de la entrada. La primera bala le atravesó el ala de la chistera.