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PANEGÍRICO Y TABERNA

El año que Rose Angrush Zimmer se enamoró de Archie Bunker fue el mismo en que comenzó a asistir a funerales de desconocidos. También fue la época en que sus rondas empezaron a ser cada vez más aleatorias, su vieja órbita de vigilante alrededor de Sunnyside se volvió cambiante y extraña, hasta que se descentró del todo.

¿Qué diantre perseguía yendo a los funerales?

Empezó con Douglas Lookins. Douglas Lookins había sucumbido sin previo aviso a una embolia meses después del fallecimiento a cámara lenta de Diane por causa de su preciada selección de dolencias. En una imitación perfecta del amante esposo, como si fuera incapaz de imaginarse la vida sin ella. Otro brochazo a la obra maestra de la indignidad que aquella aventura había supuesto para Rose, quien, no obstante, acudió a despedirse de él. Una majestuosa ceremonia policial en el cementerio New Calvary de Maspeth, en una loma nublada, donde desaparecer en el mar de lápidas que se veía desde la autopista de Long Island. Rose era la única cara blanca aparte de la del superior de Douglas, un comandante al que ella había conocido. Se sentaron juntos; fácilmente podrían haberla tomado por su esposa. Daba igual. A Cicero, ya un hombre, también se le veía algo tieso con su traje de novato de Princeton y no muy contento de que la muerte de su padre lo hubiera devuelto a aquel universo de rudos polis negros y sus sufridas familias. Rose le dio un abrazo frío, sin que ninguno de los dos derramara una lágrima, y le dijo que la llamara cuando quisiera, si quería. Por lo demás, prácticamente no habló con nadie. Un arte que había perfeccionado en cientos de ocasiones y que no le supuso el menor esfuerzo.

A continuación, el horror de esparcir con la comuna las cenizas de Miriam, mezcladas con las de Tommy, en el «jardín» comunitario de la calle Ocho Este, pasada la avenida C: un solar vacío. ¡Un solar vacío! La zona cero para una infancia en el gueto o algo peor: el Lower East Side, con tantos agujeros, recordaba a las películas rodadas en el Berlín de posguerra. Bueno, había pensado con amargura Rose, ¡al menos está en Manhattan! Con seis meses de retraso y sin la presencia del niño, al que Rose sospechaba que mantenían alejado de ella. Allí, Rose no dijo palabra. Los asistentes cantaron y se balancearon cogidos de los brazos entre el humo de la marihuana, por lo visto los rumores del final de la escena de la calle MacDougal eran exagerados. Rose se marchó antes de que concluyera la demostración de amor.

¿Lenny? En una caja camino de Israel.

De modo que Rose salió en busca de un funeral como es debido y, para su sorpresa, resultó que se refería a un funeral judío.

Quizá se hubiera vuelto meshuggah ahf toit, quizá hubiera enloquecido de pena. Quizá fuera una de esas personas que, al perder a todos los seres queridos en un cataclismo, buscan situaciones anónimas que además ejemplifiquen el dolor. Posiblemente no fuera una locura, o quizá fuera una locura pero no por lunática sino por audaz. Tal vez el truco consistiera en difuminar y despersonalizar el luto y también en congelarlo, en consolidarlo como una ocupación permanente. Los judíos lloramos la pérdida, no tiene más, ni nada de nuevo. Dejadme ir a seis millones de funerales, quizá después se me pase. Para entonces mis muertos serán como gotas de lluvia en el mar. Olvidaré sus nombres.

Los funerales en Corona o en Woodside o en Forest Hills o incluso en Manhattan cumplían además una función más práctica: sacaban a Rose de casa, pero la catapultaban más allá de las inmediaciones de los Gardens, aquel laberinto de rencillas. Porque estaban agotándosele las reservas de rebeldía. Los funerales convertían Sunnyside en un vestíbulo, en una antesala de destinos más importantes. Y de vez en cuando, y además de hacer la compra y llevar las cartas a correos, Rose necesitaba salir de casa. Veía demasiado su espléndido televisor nuevo en color. Había días en que tenía la impresión de colarse por la pantalla hasta el jardín del Shea Stadium, un césped que se burlaba de su sempiterna indiferencia por la hierba. Se pasaba días ajustando el color, intentando equilibrar el destello escarlata de las mejillas de los actores de Ryan’s Hope.

Así fue como un día Rose descubrió la telecomedia, curiosamente solo porque alguien le había comentado que transcurría en Astoria. Rose creía que había renunciado al amor hasta que le vio. Un racista paliducho con expresión compungida. Al principio apenas escuchaba lo que decía, solo oía la dolorosa música de su acento. Archie hablaba en tono monótono y entre dientes, una caricatura del indígena neoyorquino. ¿La reacción de Rose? Debería habérsela esperado, pero después de una vida entera de sorpresas fulminantes no dejaba de asombrarle que su fascinación por un macho en particular, fuera juez, policía o un simple capataz de una zona de carga, estuviera conectada a su sexo. ¡Era increíble que sus conexiones cerebrales todavía alcanzaran aquella región abandonada! Hacía una década que no la tocaba ningún hombre, a menos que contara el espasmo ridículo de su primo la noche que lo mataron. Por lo visto, para hacer reaccionar a Rose se necesitaba a un hombre cuya vanidad le pareciera absurda, porque estaba claro que era lo único que habían tenido en común sus hombres. Quizá necesitara que la vanidad de un hombre fuera lo bastante grande para anular la suya, para que las miradas obstinadas parecieran razonables.

De modo que Archie se coló en su corazón y en sus entrañas.

Sin Edith podría haber pasado… pero siempre tenían esposa, ¿verdad?

Otros días Rose contemplaba los Gardens como si fueran la televisión. Si se quedaba mirándolos por la ventana de la cocina con suficiente persistencia, mientras se le enfriaba una taza de té en la mano, los habitantes se emborronaban, incluso aquellos que se paraban a saludarla, como si Rose sacara una fotografía mental con una exposición larga. Solo veía los edificios y las vallas y las plantas y la decadencia de los parterres y, a lo largo de los senderos, solo tiempo. Los nuevos propietarios habían balcanizado los jardines uno a uno. Una ración del planeta que pertenecía a todo el mundo había devenido mera propiedad privada, un pedazo de hierbas valladas del tamaño suficiente para una barbacoa de hierro o una silla de terraza de plástico, cobarde imposición de la visión de los derechos humanos estilo McCoy contra Hatfield. Habían reclamado incluso el camino. Ya no se podían cruzar los Gardens desde Skillman a la Treinta y nueve sin dar mil vueltas para esquivar las vallas nuevas.

El problema de permitir que el fuego de tu mirada fundiera a los humanos hasta convertirlos en fantasmas era el siguiente: si después te mirabas las manos que sostenían la taza tibia, estas también habían desaparecido. No quedaba nadie para llorar por todo.

Por lo tanto, Rose convirtió cada día en una ocasión para leer las listas de defunciones, ponerse pintalabios y un traje pantalón negro y dejar que el cadáver del ataúd representara todo cuanto se enterraba a diario: cuerpo, mente, mundo, creencias.

Hasta que un día el nombre que leyó en el diario fue el de Jerome Cunningham, antes Jerome Kuhnheimer, y para la familia y los amigos «Stretch», y se preparó para el funeral, en Corona, y al asistir Rose descubrió que la vida dentro y fuera del piso, más en concreto, la vida a ambos lados del cristal abombado del televisor, se había mezclado.

Ocurrió en la capilla de una funeraria cualquiera, adaptada con cuatro detalles judíos, un chal por aquí, una menorá por allá. El método de Rose consistía en reducir las probabilidades de que la reconocieran entrando la última y sentándose al final. Ya desde el principio aquel funeral fue raro, la tropa de Pendergast Tool & Die, la empresa donde trabajaba Stretch Cunningham, donde el pobre desgraciado se había deslomado toda la vida adulta en el muelle de carga, se mezclaba con dificultades con la familia judía. El difunto había tenido el coraje, o la idea estúpida, de anglicanizar Kuhnheimer a Cunningham, más blanco, anglosajón y protestante: única osadía de una vida por lo demás caracterizada, si habías de creer en los panegiristas de la ceremonia, solo por las monerías de Stretch. Por una firme negativa a tomarse las cosas en serio: lo que le granjeó el cariño de todos. Había muerto un chistoso.

Archie, aunque tenía que hablar en el funeral, llegó todavía más tarde que Rose. Irrumpió de repente mientras Edith le plantaba un yarmulke en la cabeza y, sin apenas preámbulo, subió al minúsculo altar de la capilla. El hombre, corpulento, iba embutido en un traje negro que probablemente llevaba guardado entre bolas de naftalina desde el último funeral, celebrado hacía varios años y diversas tallas de camisa. El cuello de esta y la corbata se ceñían para reprimir la rebelión de más abajo; por encima, el yarmulke mal puesto cubría las canas y contenía la explosión superior. Y en medio, la cara de Archie dibujaba un mapa de pálida carne de su alma. Sus rasgos delataban todo tipo de patetismo involuntario, estupefacción bovina, cólera pesimista y diversión astuta, sin tan siquiera disimular la crítica cruel que traslucían las comisuras de los labios y los ojos.

—He trabajado codo con codo con Stretch durante once o doce años y, eh, le conocía bien. Bueno, no tan bien como creía… —Rose, aunque no comprendía cómo Archie podía colarse de aquella manera en su vida, entendió la broma a la primera. Archie, antisemita, no sabía hasta que entró en el funeral que su querido amigo era judío. Archie continuó—: Stretch era de esos que siempre están de buen humor, el tipo más alegre que he conocido, siempre riendo, contando chistes, y muchos sobre judíos…

Archie le gustaba incluso más en persona, humillado delante de tantos judíos. Rose se rebeló por él, en nombre de la determinación maravillosamente inocente que le empujaba a continuar hablando. El hombre echaba de menos a su amigo Stretch y la muerte lo apabullaba y no obstante seguía allí plantado metiendo la pata sin huir despavorido ni echarse a llorar.

Archie Bunker era, en verdad, un recién nacido disfrazado con un casco cada vez más viejo. Rose se perdía en el laberinto de la estupidez carismática de aquel hombre. Y luego Archie terminó, y nadie le ayudó a elegir la forma de bajar del altar. «Shalom», dijo en voz baja, echando un vistazo al ataúd al pasar, intimidado por haber pronunciado aquella palabra extranjera, que Rose tuvo la impresión de escuchar por primera vez en la vida.

Sí, Archie. Tenemos una palabra para lo que quieres decirle a tu amigo Stretch, una palabra que no existe en ninguna otra lengua y, aunque existiera, tampoco la emplearías. Te parecería una palabra comunista y no la querrías ni regalada. Porque ¿qué significaba «shalom»? No solo «paz». ¿«Totalidad»? Puede. ¿«Reciprocidad»? Quizá también. Pero también «hola», «adiós» e incluso «buen viaje». «Todos los hombres son hermanos, sí, como tú quieras, pero ahora desaparece de mi vista, tengo asuntos más importantes que atender». Quizá por primera vez en la vida Rose sintió el poder del judaísmo del que había abjurado, su influjo sobre la mente del lumpen estadounidense. Antes del surgimiento de las ideas que la habían separado de los judíos, Rose ya formaba parte de una conspiración internacional. Sí. Las Gentes del Libro, irónicas y sin estado. Tras los prejuicios contra los judíos se escondían el temor y el asombro, exactamente lo mismo que traslucía la expresión de Archie.

Cuando el episodio terminó y apagó el televisor, Rose tuvo que acostarse, temblorosa. ¿Era posible? ¿Qué había pasado en el funeral? ¿Podría volver a contactar con él?

Érase una vez, cada paso de Rose por la acera había sido el tic de alguna esfera moral, cada encuentro una vuelta de tuerca, cada saludo silencioso con la cabeza disparaba vergüenza en múltiples direcciones: No te quito ojo, amigo, así que no creas que eres tú quien me vigila. A tus amigotes les parecerás lo que quieras, pero aún me acuerdo de con quién te juntabas en 1952… ¡Conmigo! En el dilema del prisionero de las recriminaciones vecinales, Rose interpretaba al guardián, que recorría los corredores haciendo sonar las llaves con la confesión de todos guardada en el bolsillo de la pechera. Se había marchado de la fiesta antes de que acabara, sin admitir jamás que la excomunión en el último segundo le había ahorrado participar en la posterior contrición en masa, y no se sabía de dónde emanaba su autoridad. La única placa de Rose era su ceja arqueada, sus filiaciones —con polis, bibliotecarios, políticos locales—, tan imposibles de negar como de explicar. Había dado un salto mortal, ¡de subversiva a vigilante! Para Rose, salir de la cocina y caminar hasta la avenida Greenpoint significaba zarpar con la bandera profética cubierta por el hollín de un siglo entero de remordimientos. Su estandarte: las causas perdidas eran mejores que cualquier causa que algún día pudiera triunfar. Con la nube de la historia a rastras, Rose recorría kilómetros por la zona y su presencia hacía estremecer y callar a quienes la veían.

El dolor personal era otra cosa. La reducía al nivel de los cotilleos prosaicos de los Gardens. Vestir el luto del doliente era penoso, no era bandera ni era nada. Rose captaba ecos insidiosos incluso en los silencios que sus ex camaradas improvisaban el tiempo justo para que pasara de largo por la calle. El pegamento de la paranoia política se secó, se pulverizó y voló, y resultó que la paranoia era lo único que para ella todavía daba sentido al vecindario. Lo que quedó después fue un puñado de viejos inofensivos que cuchicheaban sobre Florida y la muerte (Rose no sabría decir cuál de los dos destinos era peor). Los vecinos más jóvenes, para quienes Sunnyside era sencillamente el lugar donde se habían instalado, no la conocían.

Rose, agotada, ya no acorralaba a nadie, ya no exigía que le presentaran a todas las caras nuevas: un lapso momentáneo que devino un largo deslizarse hacia el anonimato. Mientras premiaba con su silencio habitual a quienes la conocían desde hacía décadas y era incapaz de forjar nuevas relaciones con las parejas jóvenes que probablemente habrían respondido con educación perpleja, en la acera iba abriéndose un golfo entre Rose y el resto de los seres humanos. Costaba recordar la base radical que había convertido la indignación de Rose en garantía de idealismo, incluso a ella. Sin dicha garantía, Rose se parecía desconcertantemente a una vieja amargada. El silencio que en otro tiempo implicaba reprobación ahora era solo silencio. Si, asustado por la mirada o un gesto de aquella figura solitaria, algún recién llegado se molestaba en preguntar, obtenía la siguiente respuesta: «Una pena, a su única hija la mataron en Sudamérica». U otra más cáustica: «Un caso sin remedio. Una roja. El marido huyó en los años cuarenta y la hija probó suerte en Manhattan, pero por lo visto no estaba lo bastante lejos. Para encontrar a un hombre que la tocara tuvo que recurrir a un schvartze y hasta ese desapareció. Cualquier otra habría criado a su nieto huérfano, pero ella no. Mandaron al niño a Pennsylvania, con no sé qué secta».

«¿Los cuáqueros no son una secta? Bueno, todos somos libres de opinar».

Al menos entre los judíos amargados que empujaban los carritos de la compra por los pasillos refrigerados las señoras del Holocausto podían arremangarse y mostrar los números grabados en el brazo. Rose necesitaba un tatuaje que dijera «Antifascista prematura».

«Mira, una vez obligué a uno de Industrial Workers of the World a sentarse a hablar tranquilamente con un kropotkinista. Puede que a ti no te diga nada, pero en aquel momento el mundo pendía de un equilibrio muy precario».

En medio de las ruinas, y entre un funeral y otro, Rose caminaba, y caminaba lejos, hasta el Programa de Protección para Blancos del Gran Queens. En algún punto de la intersección donde 47th Road se cruzaba con 64th Terrace de camino a 78th Place y más allá, debería ser capaz de perderse por inmersión entre los incontables humanos que vivían, sin reconocimiento ni clemencia, en aquel sistema incomprensible de aceras numeradas. La gente, la gente: Rose había comenzado con la gente, cuando tenía dieciséis años y se atrevió a encararse a su padre en la mesa de Pascua. Si esta es una noche para preguntar, déjame que añada una pregunta: ¿Qué hace la esclavitud judía más conmovedora hoy día, con todo lo que sabemos, que cualquier otra versión actual del esclavismo? ¿Acaso no somos todos gente? Rose se había consagrado a la humanidad, que vivía sujeta a falsas divisiones impuestas por las ideas de la raza y el credo. Y no obstante su dedicación la había conducido a un distanciamiento desastroso, no solo de su padre y el judaísmo, sino de la humanidad. Fiel a sus percepciones, se había apartado de las células dirigidas por la Unión Soviética y plagadas de agentes del FBI. Había salido de allí con el sistema nervioso adaptado a entender el mundo como un conjunto de sistemas, instituciones, ideologías. Ahora pensaba: ¡Basta de policías y concejales! ¡Basta de alcaldes: es igual que reverenciar al Papa! Investías de poder a cualquier hombre, incluso a un judío, y terminaba seducido y corrupto, y en el caso de Manes, de cabeza al precipicio. Teniendo en cuenta que Rose era más inteligente y orgullosa que cualquiera de los hombres bajo cuya inverosímil autoridad había desperdiciado la mayor parte de su vida, tranquilizaba pensar que quizá se hubiera ahorrado un destino similar solo por la casualidad de ser mujer. Rose Angrush Zimmer jamás había sido elegida para nada más importante que la junta de la Biblioteca Pública de Queensboro, donde se sentaba, única mujer entre jueces, curas y comerciantes imbéciles, para apenas articular una palabra a cambio de todos los discursos que tenía que aguantar. Habría dado lo mismo que se dedicara a vaciar los ceniceros o preparar hamantaschen con semillas de amapola.

Era solo su matriz lo que la había relegado a donde ahora creía pertenecer, entre las filas de los perdedores de la historia: la Gente. Se había mofado de la palabra «feminismo» cientos de veces cuando Miriam la proponía para describir la vida de su madre. Ahora tenía que sumar el arrepentimiento a aquella pérdida incomprensible, había terminado contemplando su vida desde el punto de vista de Miriam demasiado tarde para nada salvo una conversación con el fantasma de su hija por un teléfono que nunca sonaba.

Enfrentado a la pérdida suprema, la muerte de un hijo único, un judío normalmente renunciaría a Dios. Esa renuncia, Rose la había presentado hacía décadas.

Por tanto, ¿a qué podía renunciar?

Al materialismo.

Y esta era la actitud con la que Rose caminaba ahora, arrepentida de haber patrullado, alejada de cualquier posible consuelo, y la actitud con la que entró en el Kelcy’s Bar en busca de algo más que protegerse del sol que le abrasaba la cabeza y una Coca-Cola helada con una rodaja de limón, aunque desde luego, de eso también. La misma actitud con la que una vez más emigró, mediante el vudú de la nostalgia, al mundo de Archie Bunker. Porque Kelcy’s era el bar de Archie Bunker, sito, según los créditos, en Northern Boulevard. ¿Por qué no iba a ir Rose?

La vista de Rose se acostumbró poco a poco a la penumbra hasta verlo emerger, apartado de la zona iluminada de la taberna, como de una silueta que podría haber correspondido a la de un osito de circo con sombrero: Bunker, sentado a solas, se tomaba un whisky de tarde.

Rose se coló entre la jukebox y la máquina del millón para tomar asiento en la barra. Haciendo acopio de toda su altivez, cogió una servilleta de papel de un montón y se secó la frente con delicadeza. Los cinco o seis hombres repartidos por el local —dos en la punta de la barra, con las cabezas inclinadas manteniendo sesudas conversaciones con sus copas; otros sentados a las mesas redondas y pequeñas, aisladas entre el serrín del suelo— bajaron las cejas, moderaron la curiosidad. Bunker saludó a Rose con un gruñido gutural. El camarero se colocó frente a ella con una expresión de amistosa expectación silenciosa.

—Coca-Cola con una rodaja de limón, por favor.

—¿Pepsi va bien?

—Pues Pepsi.

—¿No vas a celebrar la ocasión con una bebida de verdad? —intervino Bunker.

—¿Perdón? —dijo Rose.

¿Había vuelto a salir a la calle completamente ignorante de otra festividad?

—Acabo de ganar una apuesta con mi buen amigo el señor Van Ranseleer, aquí presente: según él, un martes por la tarde, no iba a entrar ninguna mujer. Como has ganado la apuesta para mí, el señor Van R. nos debe a todos una ronda. —Aludía, según comprendió Rose, a uno de los hombres del final de la barra, que llevaba gafas de sol dentro del bar—. Sí, exacto, es ciego. Estaba esperando a que hablaras para confirmar que es un perdedor. Pero no te preocupes, tiene más pasta que todos nosotros juntos. Así que tu, ¿cómo se llama?, tu Shirley Temple está pagado. Pero visto que has decidido honrarnos con tu presencia, pensaba que no hay ninguna ley que prohíba celebrarlo con una cerveza fría.

—Gracias, pero no me gusta la cerveza.

—Disculpa pero… ¿no serás judía?

—Sí.

—Bien, no es por ofender, pero tienes que admitir que los judíos no sois famosos por lo mucho que gastáis en los bares.

Rose lo pensó un momento.

—¿Lo dices porque… bebemos poco o invitamos poco?

Bunker levantó una mano como para detener un tren.

—Eh, que lo de los escoceses es mucho peor.

—Me llamo Rose.

—Archie. No te preocupes, estamos encantados de que te tomes una Pepsi.

—Te conozco. O sea, que ya te había visto.

—Ay, Dios. ¿Debería reconocerte?

—No te acordarás, pero yo sí me acuerdo de ti. Estuve en el funeral de Jerome… de Stretch Cunningham. Escuché tu despedida.

Una serie de expresiones cruzó el rostro de Archie, inventario del vasto catálogo de emociones disponibles en el extremo más opuesto a cualquier cosa que pudiera considerarse remotamente lúcida. Mientras lo observaba, Rose recordó la sensación de trance del día del funeral.

—Quizá por eso me ha dado la impresión de que eres judía —dijo Archie, no sin cierta ternura.

—Tal vez.

—Bueno, el muelle de carga nunca fue lo mismo sin Stretch, eso seguro.

—Eres capataz… ¿no?

—Lo he sido durante treinta y seis años, pero ya me han regalado el reloj de oro. Aunque tengo planes, eso sí.

—¿Qué planes tienes?

—Los tienes delante.

Abarcó el bar con un gesto del brazo y lanzó una mirada a Rose para indicarle que sin darse cuenta había entrado en una heredad o un feudo.

—Sentarte con tus… —Rose esquivó «amigotes» y «compinches», consciente de la susceptibilidad de Archie—. ¿Pasar el día aquí con los amigos?

—¿Bromeas? ¿Con estos perdedores? Qué va, voy a comprar el bar para embolsarme su dinero. Lo convertiré en un restaurante pequeño, me cargaré el antro de al lado… Me refiero a que lo ampliaré al local contiguo.

—Sí, ya te había entendido.

Rose volvió a reprimir una risa por la galantería, tan torpe. Una flor en pleno estercolero.

—Me voy a forrar.

Ahora que había encontrado el camino a Kelcy’s, Rose podía volver cuando quisiera.

Archie daba pocas muestras de querer moverse del taburete, salvo para proclamar indignado las injusticias cometidas contra «Richard E. Nixon». El desacreditado presidente había sido la última esperanza del país, según Archie, que bajaba la voz para añadir con tristeza: «Pero luego le dimos la espalda, pobre desgraciado». Cuando se topaba con la censura de los habituales del bar —hombres cuyo tímido progresismo se adivinaba solo por contraste con la intolerancia de Archie— soltaba una pedorreta o entrecerraba los ojos y ordenaba: «Bebed lo que tengáis que beber y sincronizad la lengua con el silencio». O: «Dejadlo estar. No tengo tiempo para… ¿cómo lo llamáis? Palabras de consuelo». Luego volvía a convertirse en el pasmarote enfurruñado de hacía solo un momento, detrás de un vaso de whisky. ¡Qué implacable!

¿Y a qué o a quién le recordaba a Rose? ¿A pesar de que Archie pusiera patas arriba cualquier opinión humana o sensata, inclusive el mismísimo idioma inglés? ¡A ella antes!

Porque Rose, después de tanto tiempo, tenía un antiguo yo. Lo único que había hecho era viajar en la alfombra mágica del sofá de su piso a oscuras mientras el foco del tubo del televisor la transportaba al Kelcy’s Bar, para pasar después directamente del bar a un sueño amnésico, sin sueños. Así encontró la libertad, como una figura de un cuadro que bajara por un marco dorado y luego recorriera el museo de puntillas hasta el parque más cercano.

Se había convertido en… bueno, no en una habitual, para los estándares del bar, no. En alguien que acudía a diario sin que los otros apenas se percataran. Rose iba a eso, a que la dieran por sentada: a ser la presencia obviada, que no desempeñaba papel alguno. Durante cuarenta y pico años había vivido, a veces como dirigente, a veces como prisionera airada, en los Gardens, aquella granja urbana en la que había acabado tratando de escapar de la trampa de barro de Nueva Jersey. Luego, un día había entrado en el Kelcy’s y había descubierto que se había quedado estancada en la oposición, en miradas a la vez tan defensivas como las de un luchador agachado y tan exageradas y falsas como las de una cantante de ópera.

Su antiguo yo, del que se había deshecho. Entonces ¿por fin era anticomunista? No. El asunto ese de Koestler, El Dios que fracasó, era tan pomposo a su manera como lo contrario. Otra religión. Rose no había renunciado a nada; los ideales que la habían sustentado toda la vida seguían siendo su sostén, porque no eran ideológicos, ni siquiera eran ideales de verdad. Existían en el espacio entre una persona y otra, afinidades secretas del cuerpo. Alianzas entre quienes soportaban el mundo. Las encontrabas donde las encontrabas, de repente y sin previo aviso, en una reunión o una manifestación. Luego buscabas reproducir la sensación en las siguientes cien reuniones o manifestaciones y te llevabas un chasco. Podías encontrarla en una fábrica de encurtidos, en los placeres de la solidaridad real en el trabajo. La encontrabas en la barra de un White Castle, almorzando huevos duros fraternalmente con quienes habían sacrificado sus hamburguesas a las raciones de los soldados. Y ahora, en la taberna de un zafio en Northern Boulevard. La gran comedia del siglo: el comunismo nunca había existido, jamás. Entonces ¿a qué oponerse?

Rose existía. El comunismo, no tanto. ¿Y para qué existía Rose? Para hablar y leer e imponer. De joven, para follar. Ahora, en la cuesta abajo, para hablar y reírse de sandeces y beber. Había comenzado a aceptar la hospitalidad que le ofrecían en el Kelcy’s, ya no rechazaba un whisky con soda de vez en cuando, daba igual aquel sabor odioso al que nunca se había acostumbrado, daba igual el embotamiento de sus sentidos afilados, de la alerta siempre rauda de la que se había enorgullecido durante años. ¡No era de extrañar que nadie se fiara de los judíos! Los judíos se negaban a ser estúpidos de esa manera tan agradable, cuando ciertas líneas se desdibujaban y desaparecían para formar una amalgama humana automática fuera del intercambio capitalista, del tipo con que los socialistas solo podían soñar. Qué tarde en la vida para descubrir la embriaguez, pero no demasiado. Rose había renunciado a la fiesta por metas cívicas, por instituciones cívicas; debería haberse dirigido a la primera cervecería abierta. Debería haber dejado que Miriam la invitase a un porro, la única vez que lo había intentado. La marihuana era como el feminismo: un regalo rechazado, una oportunidad que había muerto con su hija.

Una tarde Archie, resplandeciente poeta surrealista, bautizó el estado de ánimo secreto de Rose. «Camaraderismo». Había estado intentando poner nombre al sentimiento que existía entre él y los otros clientes del bar, hombres a los que acribillaba a insultos cuando no los dejaba rezongando de perplejidad con sus barrocas opiniones sobre los polacos («La gente de ascendencia polaca tiende a pecar de lo que podríamos llamar cierta falta de empuje»), los italianos («íbamos como sardinas en lata en el metro, sin luz ni ventilación, y estaba junto a un italianini de ciento cuarenta kilos, la mitad de ellos puro ajo») y escatología («Los progres tenéis más formas en las que puede acabar el mundo que pulgas los perros»). Rose había terminado intimando con todo el elenco de la taberna: el sepulcral Hank Pivnik, con la mirada perdida en una distancia invisible, quizá puesta en la playa de Omaha bombardeada; Barney Hefner («Nada que ver con Hugh —dijo cuando le presentaron a Rose—, ¡aunque compartimos algunos intereses!»); Van Ranseleer, el ciego del ingenio cortante; y Harry Snowden, el atribulado camarero, que estaba preparándose para asociarse con Bunker en contra de todos sus instintos. Porque el sueño de Archie era borrar Kelcy’s de la ventana y bautizar la taberna Archie Bunker’s Place.

Con todo el derecho, además, porque el bar era de Archie. Por mucho que protestaran, Archie tenía a toda la clientela en el bolsillo, bajo su influjo, y Rose no era menos. Es más, Rose tenía la audacia de creer que no era invisible para Archie, pensaba que quizá sintiera algo por ella. De modo que el día que en el curso de la conversación Archie se adentró en un mundo de evocaciones, Rose decidió confesarse con él, darle a conocer su estigma en un tono humorístico.

—Camaraderismo —repitió Rose, cambiándose a un taburete más cercano—. Pues yo estoy contigo, Archie, digan lo que digan. Tú y yo somos un par de camaraderistas impenitentes.

Él puso cara de bulldog quejumbroso, levantó un dedo regordete.

—Cuidado, Rose, no saques mis palabras de contexto.

Pero Rose no pudo parar. Ver a Archie a punto de explotar era el único vicio que le quedaba; en comparación, el whisky no era nada. La tentaba que pudiera explotar en su dirección.

—Mi querido Archie, solo me refiero a que siempre puede una confiar en que Harry o tú invitaréis a una ronda, un buen ejemplo de eso de «A cada cual según sus posibilidades y sus necesidades»…

Rose alzó la copa y Archie la suya, con aire pensativo, luego entrecerró los ojos como preguntándose si lo habían engañado.

—No sé si te entiendo…

—El ambiente de la taberna… —dijo Rose, interpretando para el público que se escondía tras las candilejas, permitiéndose ser algo más que un simple extra—. Recuerda a una reserva, un lugar a salvo de los depredadores del mercado. ¿Cómo dicen? «Cuando haya desaparecido la subordinación del individuo a la división del trabajo…».

—Mira que he entendido poco de ese galimatías… pues preferiría no entenderlo.

Archie dio la réplica con renovado entusiasmo, victorioso en su sagrada ignorancia. El lugar estalló en una carcajada de felicitación mucho más potente de lo que correspondería a la escasa clientela del bar.

Rose continuó, pese a la hilaridad, pero centró su objetivo en Archie. Olvídate del resto. Hacía mucho que no le prestaban atención.

—Admítelo, Archie, conozco a un comunista en cuanto lo veo.

—Aquí no hables así —susurró Archie. Que siempre encontraba motivos para saltar.

—Sí, soy comunista, mírame bien. Soy mujer y comunista y te gusto. Reconozco esa mirada, he tenido toda la vida para aprender a reconocerla.

—¡Basta!

Se inclinó con gesto conspirativo, escudriñando el bar en busca del informante, del topo entre sus compañeros de copas. De hecho, nadie les prestaba atención. Snowden, Pivnik, Hefner, Van Ranseleer, eran como máquinas desenchufadas, como marionetas con los hilos cortados, salvo por los momentos en que Archie se dirigía a ellos directamente.

—Te quiero… —comenzó a decir Rose.

Él la bajó del taburete agarrándola por el brazo, girando la cabeza con exasperación, alborotándose las canas como un maníaco. Sus labios dibujaron una mueca de pánico.

—¡Ven! ¡Vamos dentro, aquí no se puede hablar así!

Rose terminó en el almacén del bar, una habitación con cajas de cartón con botellas, llenas y vacías, e iluminado por una bombilla pelada.

—Y ahora, escúchame bien.

—Abrázame.

La manaza de Archie seguía aferrando el brazo de Rose por detrás. En ese instante se soltó como si ella quemara.

—No me malinterpretes, eres muy atractiva, Rose, pero, por Dios, ¡que tengo mujer!

Rose sabía cuanto quería saber, más incluso, sobre Edith, sensiblera y chillona, y las verdades del hogar de las que huía a diario aquel hombre: el recurso monótono de los huevos con beicon fríos, las canciones al piano de pared desafinado, cosas que incluso la pobre sensibilidad de Archie había terminado por no soportar más. ¿Cómo hacerle saber que Rose ya había dejado atrás esa fase, había perdido la esperanza de alejar a su hombre de su mujer? Se conformaría con un abrazo de Archie. O un revolcón. Pero ¿cómo hacérselo saber sin desmoronar el pequeño castillo que él había construido alrededor de su desesperación?

—Pues ahora te toca escuchar a ti, Archie. ¿Crees que medio siglo en células infiltradas no me ha enseñado a tener el pico cerrado? ¿Crees que no me llevaré a la tumba secretos de importancia global? Sí, toda la vida he estado en contra de la propiedad privada burguesa, pero eso no significa que quiera destrozar tu hogar. Sé ordenado en la vida matrimonial para poder ser intenso y original en el adulterio, decía Flaubert. Te enseñaré a asumir las contradicciones, Archie, pero, por amor de Dios, y mira que ni siquiera creo en Dios, abrázame.

En Archie creció lentamente la más lenta de las irritaciones. Abrió los ojos de golpe, como gachas burbujeantes y humeantes. Rose quería coger aquellas mejillas de ternero entre las manos y gritarle «¡Ricura!». Quería mordisquearle los carrillos.

—Te he elegido para que seas mi último amante. Es el sueño de tu vida, Archie, solo que no lo sabes. Tirarte a una roja buenorra.

Él la miró boquiabierto.

—No está bien, ¿no lo ves?

—¿Por qué?

—Mujer, Rose… Una judía y un gentil lo tienen negro.

Archie estaba solo pero nunca sin coro. Mejor que Rose se acostumbrara. El público invisible del plató se rio a carcajadas, aclamando la burda broma. «Judía», «gentil» y «negro». Si Archie tenía la sensibilidad donde iban a morir los sueños, semejante aforismo era su justo epitafio. Pero que no fuera también el epitafio de la relación, que no fuera la despedida de Rose y Archie en una pista de despegue en blanco y negro. No renunciaría a él tan fácilmente.

—¿No comprendes que primero soy subversiva, y judía solo de forma residual? Muy bien, si eso te pone, tírate a una judía comunista loca de pena.

—Dios mío, menuda lengua la tuya, Rose. Voy a tener que ponerme firme contigo.

Demasiado fácil, le bastó decir «firme» para lanzar a la muchedumbre invisible hacia otro crescendo desternillante.

—¿No quieres tenerme?

—Uy, ya tengo todo lo que quiero ¡¡AQUÍ!! ¡¡AHORA!!

La acumulación de chistes combativos parecía apuntar, para terror de Rose, al precipicio de los títulos de crédito, al final del episodio. Justo cuando por fin había conseguido llamar la atención de Archie. El único consuelo era que, si acababan en pleno suspense en la trastienda, sin duda Rose tendría un papel central en los siguientes episodios. Quizá estuvieran preparando un spin-off. Podía llamarse simplemente Rose. O ¡Impenitente!

Una manita había entreabierto la puerta del almacén sin que Rose se diera cuenta. Una niña morena se coló en la habitación y llamó a Archie. Llevaba un peto de pana y jersey de cuello cisne, trenzas, y tendría nueve o diez años. La hija adoptiva de Archie y Edith; ¿cómo la había olvidado Rose? No, Rose jamás tendría a aquel hombre, al menos el tiempo suficiente para que importara. Archie era un gigante planetario alrededor del cual orbitaban cuerpos menores. En casa o en la taberna, siempre aparecía alguien nuevo. Se enterraban personajes, como Stretch Cunningham, y se presentaban amigotes nuevos, carnaza fresca para el malhumor de Archie. Rose tendría que aprender a vivir con ello.

Archie gruñó a la niña sin ninguna muestra de afecto, solo le dedicó un resoplido cáustico.

—¿Qué haces aquí? ¿Cuántas veces tengo que decirte que esto no es lugar para niños?

La niña pasó por alto el reproche.

—Archie, ¿me compras unos patines? Ayer los pusieron de rebajas en McCrory’s.

—¿Ayer? ¡Pues ya no quedarán! Y escóndete eso dentro de la camisa, por amor de Dios. Que te lo haya regalado no significa que quiera verlo…

—Perdona, Archie.

—¿Qué le has regalado? —preguntó Rose.

—No es asunto tuyo.

—Espera.

Rose detuvo la mano de la niña que asía la cadena que le colgaba por la pechera de la blusa. Impasible, la niña abrió la mano para mostrar lo que contenía: una estrella de David de aluminio barato.

Una huérfana judía refugiada del frío universo por el bruto del vecindario. ¿A qué debía recordarle a Rose? ¿A Ana Frank? ¿O…? Qué asco apuntar al corazón con tan poca vergüenza.

—¿Se lo has regalado tú?

—¿Y qué? —le escupió prácticamente Archie.

—¿Habéis adoptado a una niña judía?

Archie se estremeció, le enseñó los dientes, la apuntó con un dedo acusador.

—Ahora no te hagas la lista. Esto es un asunto familiar, ¿no lo ves? ¡No puede evitar ser lo que es!

—Ni…

Pero Rose se calló. El cuerpo tenía sus propias necesidades, órdenes entre las que el lenguaje oral era solo una salida menor. El contacto con la niña la hizo estallar. Apretó la manita que cogía la estrella de David contra su pecho, como si la baratija hubiera de ser para las dos. Luego, arrodillándose, abrazó a la niña. Ella se quedó flácida y fría contra el pecho resollante de Rose mientras las lágrimas de esta comenzaban a mojarle el pelo. Archie se encogió de hombros, frunció los labios, puso los ojos en blanco, perdido como siempre ante el caos emocional de los judíos. Rose entendió, pese al dolor, que aquel ya no era su guión. No rodarían ningún spin-off.

—Ay, Dios. Menudo par. —Archie enterneció la voz, casi un susurro. Podía permitirse algo de ternura porque había vuelto a ganar, como siempre—. Os veo a las dos y me pregunto por qué no has criado a tu nieto.

Rose no contestó. Soltó a la niña, que regresó al protectorado de la gran masa de Archie.

—¿Tenías algo en contra del asunto ese de los cuáqueros?

Necio estúpido, me importa un pito la religión. Pero Rose había dejado de recitar el guión. Que Archie dijera la última palabra. Rose ya no quería hablarles a las sombras que cruzaban la habitación, los coletazos de la luz y el color del tubo contra la pantalla de interior gris de la nostalgia.

—Esas cosas no deben afectar a la familia. Ya sabes, ha hecho falta una niñita judía para enseñarle un truco nuevo a este perro tan viejo.

Aplausos. Créditos.