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EL LINCOLN DE SANDBURG

Así fue como Rose Zimmer acabó viviendo tantas décadas en Sunnyside Gardens: en lugar de en una granja judía de Nueva Jersey.

Su recién estrenado marido era dos maridos, uno judío y otro alemán. Su judío interior quería ciudades. El alemán quería bosques. El alemán quería una granja. Su alemán interior, benditos sean los dos, cuyo padre era banquero y cuya madre era cantante de ópera y esposa de sociedad, su alemán interior, que solo conocía urbanidad y cultura, que tuvo su primer y definitivo encuentro con Marx como un entretenimiento de salón más, servido con té y galletas y conversación intelectual, su alemán interior que había descubierto, al conocer a sus camaradas, un tipo peculiar de conversación intelectual que había galvanizado su pasividad y reordenado su vida, le había henchido de orgullo por las posibilidades revolucionarias —aunque era, no obstante, una conversación intelectual, una ficción de salón, como las pastas de té apiladas en delicada formación sobre la bandeja—, ese alemán interior ahora quería una granja. Quería, dijo, gallinas. Limpiaría mierda de gallina, recogería huevos de gallina, estrangularía pescuezos de gallina cuando hiciera falta.

Por tanto Rose, de soltera Angrush, desde hacía poco Rose Zimmer, acabó en un Packard rumbo al sur, más allá de toda civilización conocida, hacia las tierras salvajes de las afueras de Newark con la idea de quedarse una parcela en lo que llamaban los Jersey Homesteads. Su marido había anunciado el viaje de repente, con la vaga excusa de que tenía que hablar con alguien de por allí y añadiendo, como si tal cosa, que quería que Rose considerase la posibilidad de convertir el lugar en el futuro hogar de la familia. Albert, que apenas sabía conducir la tartana polvorienta que les habían prestado, que no tenía ni idea de conducir hasta que solo unos meses atrás le había entrado la obsesión de sacarse el carnet, tuvo que arrastrarla prácticamente a gritos. Mientras giraban deslizándose por una curva normalita de la carretera, Rose bajó la mano de golpe en busca de su ejemplar de Abraham Lincoln: Los años de la guerra, Volumen II de Carl Sandburg, recién publicado, que había sacado prestado de la Jefferson Market y que ese día llevaba consigo como opción esencial de supervivencia en cualquier salida al campo: algo que leer. Asió el grueso volumen como si le rezara a Lincoln para que reforzara la unión entre los neumáticos del Packard y el suelo.

—Si piensas conducir el tractor igual que estás conduciendo por la autopista, los… ¿cómo se llaman?, ¿surcos?, los surcos, granjero Zimmer, te quedarán todos fercockt y las hileras de judías parecerán rayos. Te das cuenta, ¿no?

—Rose, por favor.

Los Jersey Homesteads, algo imposible, algo que no podía existir, pero existía. Ocurrió bajo el liderazgo de un loco utópico llamado Benjamin Brown; «un pequeño Stalin de origen ruso», lo llamaba la prensa, aunque en realidad no pertenecía a ninguna célula conocida, era solo un hombre de pueblo con una visión, la de sacar a los judíos de los bloques de pisos y devolverlos a la tierra. Contra toda probabilidad, salvo la de hallarse en lo más hondo y desesperado de la Gran Depresión, cuando lo imposible ocurría de forma rutinaria, el tal Brown había ido a Washington a reunirse en persona con Harold Ickes en el Departamento de Interior y salió de allí con un cheque de cien mil dólares del programa de subsistencia de Roosevelt, con el que había comenzado comprando tierras de labranza abandonadas a cualquier granjero ignorante de Nueva Jersey dispuesto a vender, reunió casi quinientas hectáreas de esa nada y luego se puso a organizar judíos. Probablemente un plan tan dudoso como el de Madagascar de Hitler, pero Brown lo consiguió. Allí, anunció, levantarían una fábrica comunal, una manufactura textil que emplearía a cientos de sastres, además de una tienda y una granja también de propiedad comunal. Este Moisés de los Sastres despertó la compasión de los judíos del Lower East Side y el Bronx, quienes, en aquellos tiempos de penurias, juntaron quinientos dólares para adquirir una participación en los Homelands. Voilà. El futuro. Rose había oído las historias que contaban las esposas que iban a visitar a los primos en sus breves escapadas del campo: polvo durante cinco meses, nieve durante tres, barro durante cuatro. En las casitas de hormigón que salpicaban la utopía de Brown, las mujeres, cuando no estaban en la fábrica o en el campo, no hacían más que palear, frotar, barrer y sacar brillo. Eso si te habías llevado contigo algo a lo que sacarle brillo, si no lo habías vendido todo en una carretilla en la calle Delancey para costear los quinientos dólares necesarios para vivir aquel futuro glorioso.

Ahora el vástago del banco y la ópera de Lubeca, el marido idealista de Rose, pensaba arrastrarla a ese lodazal del interior por culpa de alguna fantasía remanente de la Selva Negra de un hogar agrario y pastoral. Una estampa que los judíos de Lubeca solo habían visto pintada de azul en alguna vajilla de Meissen.

—Los judíos vienen aquí en autobús —dijo Rose—. No en un automóvil prestado. Los que tienen automóvil van a tomar el fresco a Rockaway o, si son ambiciosos, se van a Montauk. Luego vuelven a casa, que es donde tienen que estar.

Solo un judío de ciudad querría una granja, quería gritarle Rose. Los que llevaban el pueblo en la sangre conocían los abismos de ignorancia, la asfixiante estupidez de la vida en el campo. Solo quienes todavía llevaban el pueblo en la sangre comprendían que el futuro, para las Gentes del Libro, estaba en la ciudad.

—Podría ser la solución, Rose. Sabes que en mi piso no cabremos los tres.

Desde el aborto, Albert lo sacaba a relucir a la menor ocasión: el bebé invisible. Aquel que, como la revolución, se demostraba inevitable por su rechazo a hacerse presente. Aquel que, como la inevitable revolución, resolvía con eficacia cualquier reparo que se expresara, cualquier negatividad o falsa conciencia. Ese día llegaría, y era mejor que se prepararan. Lo cual, por lo visto, ahora implicaba un viaje en Packard hasta los Jersey Homesteads, si es que dicho viaje no terminaba zanjando la cuestión matándolos, a ellos dos y al niño imaginario.

—Mira a la carretera. Hay muchas familias de tres que viven en pisos. En el piso de mis padres éramos seis.

Lo que Rose no añadió fue que los bebés no se criaban en pisos, se criaban en bloques de pisos. En vecindarios. Podían quedarse en el piso de arriba durante una hora o dos o tres… Los bebés, según Rose, se desarrollaban rodeados de otros bebés y de sus madres, en habitaciones repletas de tías y primas, en cocinas donde las discusiones ahogaban el ruido de la radio. ¿Quién iba a enseñarte a hervir los pañales en una granja de Nueva Jersey? O mejor, ¿quién iba a hervirlos por ti?

La ciudad a su espalda, los árboles silbando a su paso, un túnel de hojas hacia la incomprensión y la fantasía.

—Si quieres descubrir el Nuevo Mundo, Albert, deberías comprar un mapa más grande que no lleve solo hasta Nueva Jersey.

—¿Qué tiene de malo Nueva Jersey?

—Millones de personas vienen a Nueva York, todas tienen suficiente sensatez para quedarse en la mayor ciudad del planeta o suficiente locura y coraje para subirse en un carromato y partir en busca de un Edén en el lejano horizonte, algún lugar con nombre indio, Dakota u Oklahoma. O Hollywood, un paraíso que se merezca que cruces el continente a rastras. Un lugar que merezca devorar a unas cuantas personas por el camino. Dejarte corromper bajo el sol, como Ben Hecht. Darle la espalda a la ciudad de Nueva York y llegar solo a Nueva Jersey es síntoma de eso que llaman empobrecimiento de la imaginación.

Rose se encontró de nuevo con que había abierto la boca y ya no podía parar. Tras el primer año de matrimonio, resultó que su silencio tenía fecha de caducidad, como un paquete de mantequilla. A veces se sorprendía a sí misma como siempre había oído que sorprendía a los demás: ¡Eh! ¿De dónde ha sacado la tercera hermana Angrush esa lengua fershlugginer que tiene? ¿De dónde saca esta chica los reproches que le echa en cara a la familia? ¿Es que no hay forma de pararla?

No había forma de pararla. Desde el día en que Rose aprendió a leer y conversar había ido acumulando vocabulario con el que animar las actitudes de su madre, no con gemidos o encogimientos de hombros, no retorciendo las manos o agitándolas frente a su cara, sino mediante latigazos de la lengua inglesa. Y cuando se encontraba en una reunión comunista, donde la nueva clase de argumentación corría a cargo de jóvenes no muy distintos de ella en sus orígenes o temperamento, algunos incluso con la boca y el cerebro encima de un cuerpo provisto de pechos y vagina —¿por qué no?, ¿no reclamaba la historia el advenimiento de algo así?—, cuando se encontraba en una reunión, la voz de Rose se catalizaba. Rose se maravillaba a sí misma, pero jamás admitiría que se consideraba una maravilla. Sencillamente estaba bien ser Rose Angrush. Ser Rose Zimmer no era menos bueno. La historia había ordenado que existiera. Y el matrimonio era en sí mismo, como descubrió tras un año de temeroso y bobo silencio, una situación extremadamente dialéctica.

Al llegar a los Jersey Homesteads, la perspectiva mejoró y también empeoró. El lugar no era tal cual lo había imaginado Rose, un sitio con judíos descalzos sacados de fotografías de la miseria rural. Albert y ella fueron recibidos con bastante pompa por los dos organizadores, a todas luces hombres del partido de la variante pelota servil, que les dieron la bienvenida en la dirección acordada, un bloque bajo idéntico a todos los demás, adonde Albert había llegado no sin pocas dificultades y donde había aparcado el coche. Los dos hombres, uno con peto y una calva quemada por el sol, un granjero judío de caricatura del New Yorker llamado Algo Samanowitz; el otro sudando con un traje negro y una corbata diminuta, un oficinista rojo de la variedad de los que te saludaban en las puertas con panfletos que nunca leerías pero que no podías rechazar llamado Daniel Ostrow, acompañaron a Rose y Albert primero a la fábrica de ropa, a la planta de ventas. Allí, si entornabas los ojos para no ver las ramas de pino engalanadas de sol de las mugrientas ventanas, podías creerte en la Triangle Shirtwaist Company, con la ventaja de que si saltabas por la ventana no volarías diez pisos hasta la acera, sino solo unos metros y hasta un suelo de tierra y estiércol, cuyo penetrante olor fue intensificándose conforme se dirigieron a la granja central.

El olor no importaba. Los guías parecían creer que estaban enseñando el Soviet a John Reed y Emma Goldman. Estuvieron todo lo pendientes que cabía imaginar de la opinión de Albert y Rose; esta, ajena al programa del día, primero atribuyó tanta deferencia al Packard prestado. Pero nada de eso importaba. No servía, no funcionaría. No estaban en Letonia ni en Ucrania, estaban en Nueva Jersey, y no podían mitigar el esnobismo de Rose en lo tocante a la mediocridad de dicha frontera.

De verdad, el lugar era un desastre, daba pena. La devoción política entre quienes habían emigrado a los Jersey Homesteads abarcaba desde el compañero de viaje progresista al miembro de una célula de la línea dura, pero ¿quién iba a tener tiempo de organizar nada mientras estaba ahogándose entre tiras de paño y mierda de pollo o mientras pelaba tubérculos grises no para echarlos al caldo, sino para prepararlos en «ensalada»? Así los había dejado la Depresión. Así había dejado la Depresión al comunismo. Cuando debiera haber alimentado la revolución, la había asfixiado; precisamente porque era en el salón donde la flama naciente de la revolución americana podía avivarse y era en la imaginación bovina y callosa del trabajador americano donde fue a consumirse y apagarse. En cierto modo, Rose tuvo que replantearse su opinión: aquella era una frontera tan lejana como la de las Grandes Llanuras, puesto que bastaba adentrarse una hora por Nueva Jersey para dejar de percibir el latido de la historia europea. El cuento americano otra vez, desde cero. Te plantabas en la indiferencia polvorienta de aquella utopía moribunda y al instante comenzabas a desfallecer por falta de oxígeno mental.

Habían llegado al vasto campo central, donde, comprendió por fin Rose, tendría lugar alguna actividad programada (con motivo de su visita ese día en particular y no otro). No era un jardín, sino un pasto, un terreno por el que estaba segura de que no había pasado un cortacésped, sino una segadora, algo tirado por un tractor, de tal modo que el suelo sobre el que habían colocado las sillas y habían extendido las mantas pinchaba y tenía bultos, donde las piedras habían quedado expuestas por el simple hecho de haber retirado las plantas que las cubrían y donde habían montado una tarima baja de madera para una banda o un orador. ¿Podían ser tan bobos los judíos de los Homesteads como para pretender echarse unos bailes tradicionales, como para imaginarse que realmente estaban en el Oeste? Esos judíos de granja, esos judíos de bosque, esos sastres cuyas mujeres parecían suplicar con todo su cuerpo el refugio social de un bloque de vecinos que diera forma articulada a su sufrimiento, sufrimiento que en su defecto tendría que degenerar allí, bajo un sol inmisericorde, comenzaron a salir con cestas de las casitas bajas de cemento. Dios bendito. Las mujeres extendieron las mantas alrededor de la tarima tan bien como les permitió el suelo irregular. Luego depositaron las cestas y, en el silencio moteado de sol de la tarde, acometieron lo que solo cabía definir como «una comida campestre».

La pequeña tarima cubierta de tela permanecía vacía salvo por tres sillas plegables. ¿Qué iba a acoger aquel escenario? Rose confiaba en marcharse antes de descubrirlo. Previendo el aburrimiento, había cogido del coche el libro de Lincoln: se perdería en la prosa de Sandburg antes del siguiente trayecto mareante de vuelta a la civilización. Ya había visto bastante. El día que había comenzado teniendo que tomarse en serio la descabellada idea de su marido tocaba a su fin. La certeza de que jamás viviría en semejante lugar era como un cable de titanio que le recorría el alma.

Albert la condujo a la manta que ocupaban el granjero judío del peto, Samanowitz, y su esposa, Yetta. Rose intentó irradiar un desinterés preventivo respecto a las formalidades sociales. Yetta Samanowitz recordaba a la fotografía en blanco y negro y con mucho grano de la abuela de alguien de alguna ciudad que no era rusa ni polaca, una figura entrevista en un marco o un relicario, salvo que esa figura podía acercársete y ofrecerte un plato con ensalada de huevo y pepinillos y tostadas con hígado picado —¡Dios santo, hígado picado, con semejante calor!— y decir en un inglés perfectamente normal:

—Come algo. Y bebe un poco de té. Deberías haber traído un sombrero para el sol, si quieres voy a buscarte uno.

—No, estoy bien.

El cable inflexible de Rose se tensó como si en un extremo estuviera atornillado al centro del cielo y en el otro al de la tierra, con aquel maldito campo en medio. Sin embargo, acto seguido, cuando Albert y sus dos escoltas, el granjero y el oficinista palurdo, subieron al escenario bajo un sol de justicia y saludaron y Rose comprendió que Albert pensaba dirigirse a la concurrencia —menuda concurrencia, cuatro almas desperdigadas derritiéndose sobre la paja, aquellos judíos parecían insectos paralizados por la luz—, sintió que el cable se soltaba y dibujaba un pretzel.

Albert y el granjero se sentaron mientras que el oficinista se quedaba de pie y tosía fuerte contra las manos, sin un micrófono con el que llamar la atención, pero sin encontrar más resistencia para silenciar al público que la de los niños. Presentó a Albert Zimmer, invitado especial de Nueva York, «un orador y dinamizador importante». Rose supuso que allí Albert podía ser considerado importante, al estilo del tuerto en el país de los ciegos. Quizá ese fuera el gancho. Cuánto le durase el residuo de dicha importancia una vez que se hubieran mudado al campo ya era otro cantar. Puesto que este lugar, le pareció a Rose, era adonde venía a morir la importancia.

Albert agradeció a su presentador, Ostrow, y al granjero Samanowitz, sentado detrás y que todavía no había hablado, y luego a toda la concurrencia que los hubieran recibido en «un día semejante». Rose no atinaba a imaginar a qué se refería con «un día semejante», pero Albert recibió el tipo de débil aplauso que se consigue por la simple acumulación de seres humanos contentos de existir.

—Lo primero que querría deciros quizá os sorprenda —comenzó Albert—. Para empezar quiero que sepáis que os tengo en alta consideración, como trabajadores y como familias, pero también como americanos. Sois todos americanos excepcionales, mejores de lo que pensáis. Mejores que muchos. Lo digo porque, al prepararme para venir a veros e incluso durante la visita de esta mañana, me han llegado rumores de que en las poblaciones vecinas no os quieren vender nada si saben que sois de los Homesteads. Porque, dicen, sois comunistas. Me he enterado de que el Ayuntamiento de Monroe se niega a escolarizar a vuestros niños. Porque sois judíos y sospechosos de ser comunistas.

—¡Habla en yiddish! —gritó alguien.

Le siguieron algunos aplausos.

Yetta se le acercó al oído a Rose, sobresaltada.

—Siempre hay alguien que lo grita en mitad de las reuniones. —Su tono era de indiferencia—. La otra mitad de las reuniones son en yiddish y alguien grita «Habla en inglés». Imposible ganar.

—Albert no podría hablar en yiddish ni aunque quisiera —replicó Rose.

Yetta se calló. Rose, en parte para disculparse y pese a la sospecha inspirada en los hermanos Grimm de que comer en aquel lugar significaba aceptar contaminar su cuerpo con sus posibilidades, en contra de todos los instintos de su mentalidad de refusenik, cogió una tostada untada con hígado picado y cebollas salteadas. Estaba recién hecho. Se moría de hambre.

—Por supuesto, también podéis preguntaros quién es este que se presenta ante vosotros y se permite afirmar vuestros logros como americanos. Me apresuro a admitir que no soy nadie en particular, carezco de más autoridad ante vosotros que la de ser americano, otro ciudadano de esta tierra pero también del mundo, un ciudadano como vosotros de la civilización humana y, por consiguiente, con derecho no solo a hablaros como a iguales, sino a tener unas creencias propias. A compartir mis creencias, en contra de prejuicios como los que os habéis encontrado, y creencias a favor de lo que hemos venido a celebrar en este gran día: la libertad.

Vale, pensó Rose. Deja de poner la mesa y sirve la comida. Albert ponía muy bien la mesa, pero la comida era escasa. Con todo, más o menos se lució, allí, en el escenario, con el sudor brillándole en la frente pero también con su frágil ser brillando ligeramente por las miradas de la escasa concurrencia. Atraídos sus seres por Albert y la esencia de la ciudad perdida que representaba. Un baluarte de adoquín y lenguaje, rebosante de intelecto, daba igual lo pobres que hubieran sido allí, un paraíso comparado con esa sórdida aparcería donde los habían atrapado.

Albert poseía talento de orador, aunque aquello era completamente distinto, no tenía nada que ver con mirarte a los ojos y hablarte con convicción, ni con estar a la altura de Rose o cualquier otro que le rebatiera sus tópicos. En eso Rose le daba mil vueltas. Era solo así, en las distancias medias, donde Albert conseguía resucitar en cierta medida la admiración de Rose. Sentados los dos en el coche estaba demasiado atrapado en el oscuro campo de aguda y voraz decepción de Rose. Allí, sobre la tarima, Rose veía su encanto, una mezcla de locuacidad y carácter elusivo.

En la cama era igual. Había preñado a Rose al intentar evitarlo, porque la estaba volviendo loca con tanto rociarle los muslos y el vientre, con la indirección de algo que no debiera ser indirecto, y por tanto Rose se había aferrado contra él en el momento crucial. Ahora, en sus intentos de repetir el primer éxito accidental, el que los empujó al pánico del matrimonio, en su diligente deseo de calmar a Rose y a sus hermanas y a su madre con la dote de su semilla, Albert le parecía a Rose un hombre que se volvía invisible cuando tomaba el camino principal. Lo único que tenía Albert era ser indirecto. Cuando se le acercaba directamente, Rose apenas lo notaba, y la semilla no llegaba a su objetivo, desaparecía como en un truco de salón.

Albert oscilaba en el deseo de Rose como una emisora de radio que se sintonizaba y se desintonizaba continuamente.

—Permitidme una pregunta: ¿qué nación posee una herencia mayor de lucha revolucionaria por la libertad humana que la nuestra, Estados Unidos? Sin embargo, el oro revolucionario en la mena de la historia americana, tan rico y abundante, ha sido, como el tesoro material del propio capitalismo, escondido por las fuerzas reaccionarias. Por omisión, el campo revolucionario ha sido incapaz de reclamar para sí la continuidad de la tradición americana. Por eso vuestra hacienda es un hito tan conmovedor, por eso vosotros, aunque quizá no lo sepáis, aunque al encorvaros sobre el campo podáis pensar que os limitáis a labraros la subsistencia individual, estáis luchando por muchísimo más que una fábrica o una granja. Más incluso que por una nueva población rural: por la posibilidad del comunalismo material para toda la gente de esta tierra, incluso para quienes desconfían de vosotros y os denuncian, aquellos cuyos prejuicios no les dejan ver sueños de libertad. Por eso he venido a honraros con mi admiración y a daros ánimos de parte de aquellos cuya admiración quizá no podáis notar por la distancia. Sobre todo, en este día.

Dilo, Albert, ahora, adelante, dilo. Explícales que arrancar las patatas de terrones los convierte en activistas.

—El comunismo es el americanismo del siglo XX.

¿Acaso alguien de entre el grupo de cuerpos tirados al sol sobre las mantas protestó por una consigna tan manida? ¿Lo interrumpieron exigiéndole que hablara en yiddish o de algo más sustancial que mera ideología de reclutamiento? No, se quedaron paralizados por los halagos. Aunque Rose suponía que habría otros silenciados quizá por un cinismo no muy distinto del suyo. De momento, mientras se sucedían todos los empalagosos clichés del Frente Popular, Rose no solo desconectó de Albert tras haber conectado brevemente con él sino que tuvo una revelación que la obligó a revisar su misión de ese día. Fue eso lo que provocó que el cable de titanio que notaba dentro se le subiera al cuello, como una anilla que no solo imponía silencio, sino que incluso la impedía respirar.

Porque Rose comprendió entonces que el discurso de Albert era un encargo del partido, era producto de una orden del partido. Nada sorprendente. Ostrow y Samanowitz no eran simples guías turísticos, eran los contactos de Albert con el partido.

El repentino interés de Albert por aprender a conducir, el pasarse un mes chocándose con los bordillos mientras se sacaba el carnet, también respondía a una orden del partido. Lo que significaba, por lógica, que toda la propuesta de mudarse al campo había nacido del partido, y no en fecha reciente, sino que Albert se lo había callado durante meses antes de soltárselo a Rose. Rose escuchó hasta la última palabra, como si le vertieran al oído todo el dictado secreto. Considérese la situación de un pueblo lleno de abyectos judíos, dominado por la sospecha cerril de que son rojos, como si el mero hecho de construir su entrañable sueño de una granja y una fábrica equivaliera a la traición de afiliarse con los soviéticos. Dada esta difícil situación y su terrible debilidad, ¿por qué no habría de elegir dicho pueblo la fuerza que le proporcionaba el partido? ¿Por qué no optar por el apoyo que recibirían de Nueva York y de lugares todavía más al este que Nueva York? Tenían la oportunidad de reclutar a todo un municipio para el PC, ¡el primero en América!

Y ni una sola palabra de todo ello había llegado a Rose a pesar de su posición, claramente al lado de Albert, en la célula.

Todos estos detalles confirmaban lo que ya sabía: lo que una célula del partido requería de sus mujeres. En su comportamiento habitual las mujeres debían reconocer y reafirmar el mito primario según el cual, en el brillante futuro que perseguían todos sus esfuerzos, las divisiones y desigualdades entre hombres y mujeres se solventarían fácilmente. Entretanto, a más corto plazo, el partido, con su talento para los tejemanejes, destruía rutinariamente la tierna confianza de un matrimonio entre supuestos iguales.

Como si Albert hubiera sido capaz alguna vez de semejante confianza. Rose lo dudaba.

—Hoy, de entre todos los días posibles…

Por amor de Dios, ¿de qué estaba hablando? Entonces Rose cuadró las palabras de Albert con la telita mustia que adornaba la tarima. Llevaba todo el día viendo banderas, izadas en lo alto de los mástiles y colgando de las barandillas de los porches, pero solo las había visto como una molestia trillada, muy por debajo del nivel de exasperación que le provocaba el follaje. Y sin embargo, cómo no, ese día de entre todos los posibles. Reconsideró por última vez la excursión de ese día en el Packard y la vergüenza le recorrió todo el cuerpo, vergüenza por ser tan obtusa y, en consecuencia, por haber participado en el más estúpido de los rituales.

Era el Cuatro de Julio.

Entonces, si el deseo del partido era que vivieran en los Jersey Homesteads, ¿cómo acabaron en Sunnyside Gardens?

Habían subestimado la fuerza de Rose.

Si las intenciones de la célula habían llegado a Rose únicamente a través del teléfono secreto de su marido, ella llamaría a cobro revertido. Que la célula supiera de Rose mediante el mismo teléfono. No. Un mensaje de lo más simple, que no necesitaba ninguna clave soviética para desentrañarlo.

Para Rose, estudiosa del no, aquel vino a ser el día de su graduación, una disertación de una sola sílaba. Un no de su invención, ya no un mero no heredado, ya no el no de sus antepasados. Con él necesitaba hacerse audible no solo para Albert, sino para algún funcionario de Moscú, alguien que pudiera imaginarse con una concha marina pegada a la oreja, monitorizando a su marido desde el otro lado del inmenso océano. Rose tenía que conseguir que su réplica se escuchara contra la fuerza de una orden que ella misma reconocía de una necesidad histórica en lugar de fingir que no existía. Negarse era decir: Existo no solo para someterme a esta causa, sino para prosperar en ella, y no quiero gallinas.

La construcción de este no comenzó antes de que volvieran a subirse al largo asiento delantero del Packard y se despidieran de sus anfitriones. Había comenzado incluso antes de que terminara el discurso de Albert. Rose se había levantado delante de su marido orador y del resto de los presentes y había ido a sentarse a la fresca sombra del estribo del coche para reunirse con un capítulo de Lincoln. Que fueran a decirle que había fallado al comunismo o al americanismo por rechazar el barro, la paja y las insolaciones: No. En sus indagaciones privadas, que transformaban la cascara amable y vacía del Frente Popular en algo sincero y real, Rose comulgaba con el comunismo y el americanismo a una profundidad que ningún arado de granjero alcanzaría, no superficial, sino de misteriosas raíces intelectuales. Sandburg había destacado un pasaje del mensaje de Lincoln al Congreso en diciembre de 1861: «El trabajo es primero e independiente del capital. El capital es solo el fruto del trabajo y jamás habría existido de no existir primero el trabajo. El trabajo es superior al capital y merece mucha más consideración…». Esto, seis años antes que Das Kapital.

La otra cuestión, tontos, es que primero se publicó Los años de la pradera. Lincoln había dejado atrás las cabañas de troncos y elegido las ciudades, la civilización… ¡Y no al revés!

De modo que la espantada de Rose durante el discurso del Cuatro de Julio de Albert fue una mera obertura. Viajaron en silencio desde los Homesteads hasta Nueva York, salvo por algún ataque al estilo de conducción de Albert.

—Pareces un pintor pintarrajeando esa cosa.

—¿Qué cosa?

—El pedal. Lo atacas a pinceladas cortas y ligeras… Añádele un poco de azul a ese rincón, señor Picasso.

—Dudo que Picasso pinte con un crítico vigilándolo todo el rato.

—La aplicación de una presión algo más constante quizá fuera más del agrado del hígado picado de Yetta que todavía reside en mi garganta.

—¿No vas a decirme nada del discurso? Diría que no ha ido mal.

Rose se limitó a mirar por la ventanilla. Que Albert interpretara la fuerza de un no cincelado en su mirada pétrea, un no en señales de humo que le salían de las orejas. Un no inscrito, esa noche y durante semanas, en posturas indicativas de rechazo en el lecho conyugal. Camaradas, en la contienda entre el encanto de las gallinas y la perspectiva de que mi mujer no vuelva a abrirse de piernas, a regañadientes pero con una resolución creciente, voto en contra de las primeras.

Luego, inmersos en el campo de batalla del no, Rose le dejó entrever a su marido un posible acuerdo. Un armisticio, por así decirlo, entre ella y las presencias invisibles que perseguían la utilidad de Albert para el partido. Mira, le dijo Rose, más bien seca, ya que querían implantarnos, convertirnos en un gusano del partido en el capullo de la utopía, ¿por qué no una utopía con horizonte urbano? ¿Por qué no un lugar donde poder ir a pie a comprarles cigarrillos a personas dispuestas a venderles tabaco a los judíos? Los idealistas ya habían fundado un barrio, el equivalente urbano a los Homesteads de Brown, así que ¿qué se les había perdido en Jersey? ¿Es que no ves que los rojos de ciudad van a Sunnyside Gardens?

Como los Homesteads, los Gardens estaban poblados por judíos aturdidos por la historia cuyo viaje migratorio necesitaba una parada. Rose ya se había familiarizado con el lugar. Algunos Angrush lejanos vivían allí, entre ellos su primo mayor Zalman con su hijo de mirada alucinada llamado Lenin. A ver, dime, ¿cómo les habría sentado algo así en el distrito escolar de la ciudad de Monroe?

Lewis Mumford y Eleanor Roosevelt habían consagrado los Gardens como laboratorio social izquierdista. Si Mumford y Roosevelt eran meramente rosas, no rojos, ¿el objetivo que debía alcanzar el Frente Popular no era precisamente que los rojos usurparan el rosa? Aliarse y alistar los sentimientos progresistas que ya flotaban en la vida estadounidense, en una comunidad como los Homesteads o los Gardens. Como un hombre que asegura que solo busca amistad, luego se te planta en el sofá y antes de darte cuenta estás desnuda. Nueve meses más tarde ¡pares a un proletario! Así que ¿por qué no quedarse en la ciudad? Sunnyside Gardens podía constituir a la vez el rechazo, la inversión y la satisfacción al globo sonda de Albert Zimmer en los Jersey Homesteads.

Los Gardens y los Homesteads quizá fueran exactamente lo mismo, solo que vuelto del revés.

En Nueva Jersey, las casas bunker de hormigón se apiñaban rodeadas por un camino, el campo y el bosque, una extensión de tierra que empequeñecía aquella manchita de pretendida civilización, la convertía en algo mísero y precario.

En Queens, las casas familiares rodeaban un jardín comunal en cuyo interior los huertos fangosos interpretaban su papel en el teatro de la urbanidad. También daban un bonito toque de exclusividad, de triunfo social. Los Gardens eran mitad comuna Kropotkin y mitad Gramercy Park. Como el matrimonio de Rose, ¡aunque el tonto de Albert se hubiera creído algo más que un aristócrata!

¿Y qué si Rose había acabado de un plumazo con la carrera de Albert en el partido? Acabada en cuanto que Albert había cedido a Rose en lugar de a su célula y en consecuencia había demostrado que era débil, que no era de fiar (¡como si doblegarse a la célula hubiera demostrado lo contrario!). Mejor que se enteraran de lo que Rose ya sabía. De todos modos Rose era consciente de que había salvado la carrera de Albert en la misma medida en que la había finiquitado, puesto que había terminado con su deriva entre los cargos de Manhattan, donde sus contactos podrían seguir imaginando eternamente que, dada la locuacidad y dados los gemelos de sus camisas, dado el piso de Alma —el cenicero de granito y los restos de la vajilla de Meissen—, Albert tenía dinero o influencias que aportar a la causa. No tenía ni una cosa ni otra. Rose era la más fuerte de los dos por mucho que la célula fantaseara con Albert. En Sunnyside Rose tal vez conseguiría algo.

Por tanto, Sunnyside. A finales de aquel mes de julio estaba decidido. Con ayuda de Sol Eaglin, un hombre con cierto peso en el partido, a mediados de agosto habían conseguido un arrendamiento en la calle Cuarenta y seis. Y el recién estrenado carnet de conducir de Albert acabó en las profundidades de su cartera por seguridad, incluso antes de que acercara las suelas de los zapatos al acelerador de hierro de un John Deere.

La utopía era mejor cuando venía equipada con una parada de metro para poder volver chillando a la realidad por cinco centavos.

¿El momento? Una catástrofe sublime de la ironía. Rose y Albert y su bebé imaginario se mudaron el mismo día que se anunció el pacto Hitler-Stalin y acabaron con el Frente Popular de un plumazo.

Rose y Albert, a las puertas de la historia, temblaban como un ratón frente a las fauces de un gato.

La guerra puso patas arriba la vida de un comunista reclutador en Sunnyside Gardens igual que en cualquier otro lugar, el pacto había desmantelado de la noche a la mañana la precaria línea retórica del Frente Popular. Adelante, véndele Hitler a tu típico compañero de viaje, el que, envalentonado por el antifascismo, se había acercado de puntillas al partido. El que al día siguiente, al conocer el cambio de Stalin, la rapidez con que acogió a los nazis, estaba rompiendo los panfletos. Europa, fundiéndose bajo una lluvia de pesadillas, dictaba que los jóvenes se convirtieran en soldados en frentes reales. Y que los rojos volvieran a ser judíos.

Albert, aislado pues, nunca se acostumbró a la vida de los Gardens.

Casi de inmediato, comenzó a esfumarse en el tren elevado hacia su antigua vida.

Y allí exponía sus innombrables y diversas ofensas, las ofensas de un lozano aristócrata con acento alemán, que se escapaba de un matrimonio infeliz a los bares de Manhattan.

«Por la boca muere el pez», dicen. Bueno, pues el comunismo americano también podía acabar con uno.

Entretanto, Rose aguantaba. ¿Quién iba a imaginar que de la fuerza de un no a Nueva Jersey derivarían cuatro décadas o más? Rose Angrush Zimmer, tras propulsarse de entre las filas de sus hermanas riñendo en la trastienda de una confitería de Brooklyn, difícilmente contaba al casarse con Albert con acabar fuera de la isla. Y no obstante, atrincherada en el vasto no de Queens, se podía vivir.

En el exilio, las cartas de Albert —no muchas— provenían de Rostock, de Leipzig, de lugares que, gracias a la revista Life, resultaba imposible imaginar más que como un montón de meritorias ruinas, palacios de escombros. Las cartas podía haberlas mandado una máquina de fabricar sellos y matasellos alemanes instalada en Saturno o en la Luna, zonas mucho menos improbables que el Rostock de posguerra. Los sobres, claro, habían sido abiertos y vueltos a cerrar antes de que aparecieran en el buzón de Rose. Por lo visto Albert por fin había entrado en la lista de vigilados de Hoover, un orgullo. La madre tiraba las cuatro páginas arrugadas a la papelera mientras que la niña se quedaba con los sobres para despegar los sellos.

Más o menos al año de huir su marido, Rose erigió el santuario, la mesilla semicircular de la mesa de la cocina donde alineó los seis volúmenes del Lincoln de Sandburg y colocó delante un camafeo con un retrato del presidente que le habían regalado entre todas sus hermanas cuando cumplió treinta años. Albert se fue de casa y entró Lincoln.

El comunismo de Rose, el cociente entre conocimiento y creencia, perduró en ausencia de Albert, perduró en ausencia de aliento. No había necesitado, como el de Albert, el cultivo de las vanidades, el placer de la retórica de cartón piedra. El desmoronamiento tanto del matrimonio como del Frente Popular grabó en Rose el duro perfil de sus certezas más íntimas. Al siguiente revés, la invasión de Rusia por parte de Hitler, Rose no se contó entre quienes bajaron la guardia y volvieron a dejarse intoxicar por certezas públicas.

No hablabas, leías. Trabajabas. Asistías a reuniones pero no alardeabas de ello, aceptabas pequeñas tareas como visitar una asamblea de vecinos o una asociación juvenil. Eras una incondicional del sindicalismo en el puesto de trabajo y la nacionalización de la industria y la educación de las masas, pero no lo expresabas con la jactancia del Frente Popular, sino con un enfoque completamente centrado en la comunidad: abogando por la Biblioteca Pública de Queensboro y la Asociación Benéfica de la Policía, ayudando a un niño irlandés a cruzar una calle que nunca pisaba para enseñarle lo que era una pizza. El comunismo de Rose durante los años de la guerra fue como la cartilla de racionamiento que le dieron, junto con otra para la pequeña Miriam, cada una de las cuales guardaba Rose en una cartera de suavísima piel de becerro, una ironía cuando no podías comprar ternera. Como hacías con los cupones de racionamiento, hacías con tu personalidad política: arrancabas un trocito de su esencia y lo mostrabas solo en caso de necesidad, y atesorabas el resto confiando en que la provisión bastara hasta que terminara el sitio.

El White Castle de Queens Boulevard no podía servir hamburguesas cuando había escasez y, no obstante, el personal de Real’s Radish & Pickle estaba tan acostumbrado a almorzar allí que iban de todos modos y comían huevos duros. Sin embargo, cuando la guerra acabó y las hamburguesas reemplazaron a los huevos otra vez el mundo no volvió a ser el de antes. La guerra de Rose fue distinta a la de todos los demás, pero en un sentido fue la misma: la hizo más americana.

El primo segundo de Rose, Lenin Angrush, se había contagiado de la llama del comunismo y también de su enfermedad, cuyo síntoma consistía en exponerle tus opiniones a quien quisiera escucharle. Lenny era demasiado extrovertido, su mente era un poro abierto. Entre otras cosas, la mujer de Zalman, Ida, no pudo evitar que el poro de la mente de Lenny absorbiera el acento local; Rose la acompañó hasta la puerta de un profesor de dicción de la avenida Greenpoint, pero Ida lo consideró innecesario. Lenny, pese a sus intereses esotéricos y avanzados —la revolución global, el ajedrez, la numismática— hablaba como una castañera, un heladero, una cabeza que asomara de la boca de una alcantarilla. Ningún hijo de Rose llegaría a la mayoría de edad hablando el idioma fershlugginer de Queens, que se distinguía del estigma del acento de Brooklyn primordialmente en su fondo letárgico y rezongón.

Hablando de heladeros, de obreros de las cloacas, Rose tuvo un par de cada.

Sí, hubo hombres que cruzaron su puerta después de Albert. Guapa, pechugona, los hombres se fijaban en Rose y ella no siempre intentaba pasar desapercibida. Estaba en su derecho a sentir el pene de un hombre en la vagina si así lo decidía, en esta encrucijada de la historia, dadas las catástrofes que habían sufrido las ideas de todo el mundo, dados los horrores que acechaban en los noticiarios. Como inquilina de un siglo en ruinas podías reducir el mundo al tamaño de un hombre y una mujer en la hora de descanso del almuerzo. Pero ¿alguno de esos hombres significó algo más para Rose? Bueno, aparte de Lincoln, casi ninguno. Una hora en su cama, pero luego ni una taza de café. Por no hablar de dejarlos quedarse el tiempo suficiente para ver a la niña volver del colegio.

En casa con ellas, madre e hija, solo había un hombre: Lincoln. Rose era lo contrario de una viuda de guerra, estaba divorciada pero seguía casada con el judío que había regresado corriendo a Europa porque quería desintegrar su urbanidad, su judaísmo, su americanismo en el disolvente del bloque del Este. Quizá allí sus deseos se hicieran realidad: ¡quizá con el tiempo el partido premiara a su espía retirado con una granja de pollos!

Rose estaba divorciada pero casada con un siglo patas arriba.

¿Importó algún hombre? ¿Después de Albert, después de la guerra? Solo tres. Uno indigno, pero durante un tiempo sinceramente poseído por Rose; otro digno, pero que Rose nunca pudo poseer. Y uno no de su elección, sino de la de Miriam.

El indigno, Sol Eaglin. La aventura del partido de Rose, quizá un giro inevitable. Sol era el contacto de Albert, probablemente la persona que le encargó sacarse el carnet y arrastrar a su joven esposa a Nueva Jersey. Después de mantenerse en secreto durante años incluso para su vigente esposa por protocolos del partido, a Sol no le había costado nada salir de la madriguera en cuanto Albert desapareció. Para Rose, Sol era una cara conocida y por ende anónima de las reuniones donde hablaban otros; las miradas que le había lanzado Sol a lo largo de los años no sugerían ningún significado especial más allá de la curiosidad sexual. Ahora, además de admitir el papel especial que había desempeñado en sus vidas, Sol le contó que tenía esposa pero abogaba por el amor libre y admitió alegremente que no quería a su mujer, últimamente no se la tiraba y a ella no le interesaban para nada sus actividades. Dicho lo cual, sus cejas se alzaron lascivamente hacia el lienzo de su calva. Sol Eaglin tenía el apetito exagerado típico del hombre que se quedó calvo de joven, esto según el rumor que corría entre las hermanas de Rose y según sus propias observaciones. La primera vez que vio una fotografía de Henry Miller lo confundió con Sol, aunque al volver a mirarla no encontró el menor parecido en sus facciones, aparte de la cúpula calva y del brillo de un egoísmo inagotable, disfrazado de algo sublime o idealista.

Lo que Sol y Rose hacían en la cama supera a la imaginación de cualquiera. Al menos durante el primer año casi compensó el taladro de su retórica, sus persistentes comentarios sobre su propia persona como si recitara frases de un ensayo biográfico de algún libro de texto de la secundaria soviética.

1948-1950. Eran los años que Rose grabaría en la lápida de la relación. En todos los sentidos importantes, esta concluyó en 1950. Aunque en realidad Rose y Sol Eaglin volvieron a acostarse algunas veces antes de que ella se entregara a Douglas Lookins y antes de que Sol en persona encabezara su expulsión del partido. Esta secuela negada, el polvo esporádico tras la ruptura, era análoga al despertar subterráneo de otras llamas a las que había renunciado, en concreto, a la del sueño soviético.

Mientras navegaba por los delirios soviéticos de Albert y posteriormente por la fe terca e igual de absurda de Sol, Rose descubrió un talento para el silencio que antes no conocía.

Que el desengaño brillara más que el amor y, al hacerlo, se adelantara al juicio externo.

Que lo indecible quedara por decir.

El teniente de policía Douglas Lookins fue el amante digno de ella. Quizá el amante que Rose merecía, aunque no se atreviera a decirlo. Y, de todos modos, no podía poseerlo. ¿Para qué preocuparse de lo que merecías pero no podías tener? Su poli negro, noble nieto de la esclavitud, marido necesitado y padre contrariado, veterano de las Ardenas, votante republicano de Eisenhower, metro ochenta y siete y más de ciento treinta kilos de talla moral, de rabia contenida y pena reprimida, encarnación del destino americano acechando por la avenida Greenpoint, echando a los chavales de los portales y los parquímetros donde se reunían las pandillas, desafiando a cualquiera a soltarle una mala palabra… el hombre debería conseguir de Rose cuanto necesitara.

Lo que Rose necesitaba de él se lo había dado a la primera mirada, casi por completo: que la viera. La oleada galvánica de reconocimiento mutuo que ocurrió de forma instantánea en la reunión de la Alianza de Inquilinos, adonde había sido asignado para proteger a los dos intrépidos caseros que habían aceptado acudir y enfrentarse a un potencial linchamiento. Rose había ido tan solo con la idea de observar, pero acabó levantándose para apuntar unas palabras espontáneas desde una perspectiva global, que relacionaban el arriendo con la servidumbre irlandesa, aunque solo fuera por metérsela doblada a aquellos irlandeses idiotas de segunda o tercera generación que se habían convertido en la facción más reaccionaria del vecindario en ese asunto y tantos otros. Apenas había esbozado alguna comparación cuando se topó con la mirada escéptica y saturnina de Douglas, que contenía más reconocimiento del que Rose podía soportar.

Reconocimiento… ¿de qué? ¿Qué era por entonces Rose Zimmer?

Una mujer de mediana edad, casi de repente. Madre de una cría de catorce años de «donde las dan las toman». Miriam, siempre a la que salta, estaba a punto de echarse a perder por culpa de los chicos y Elvis Presley: un despertar sexual que casi sería un alivio para Rose, una interrupción necesaria en el rayo láser de una inteligencia preternatural, de Miriam presenciando las refriegas de Rose con sus hermanas y con Sol Eaglin, de Miriam pegándose a su primo Lenny, burlándose con sus asombrosas preguntas de lorito sobre béisbol y monedas, de Miriam hurgando entre libros, cualesquiera que hubiera en las estanterías de Rose o que hubiera sacado de la biblioteca, cualquiera que estuviera a mano menos el santuario de Lincoln (desde que a los ocho años Rose la había apartado de un bofetón porque lo había tirado dos veces, lo esquivaba). Miriam nunca olvidaba una reprimenda ni un cachete, sino que se lo guardaba silenciosamente en su catálogo mental, se disculpara Rose o no.

Demasiada madre. Pero aquí no. Otro motivo para levantarse y hablar en la reunión de inquilinos: que la vieran como algo más que una madre soltera en aquel piso donde cada día una se acercaba más al deseo y la fecundidad y la otra se alejaba de ellos, para que la vieran como algo más que la maga de la contabilidad de Real’s Radish & Pickle —una que para entonces se ceñía a su horario y gestionaba la oficina casi sin querer—, que la vieran como animal político y como mujer. Cada día que pasaba por Queens Boulevard atraía una mirada menos. Por cada hombre que antes habría mirado en su dirección, Rose sentía que se convertía menos en mujer y más en animal político, o quizá en cascarrabias. Porque irradiaba desaprobación, ganas de machacar a cualquiera que osara replicarle por la derecha o la izquierda de su postura única en cuanto exiliada política, en cuanto acertijo político. El asediado partido no quería saber nada de ella y la masa anticomunista no sabía qué hacer con una roja irredenta. Cuanto más se implicaba en causas civiles como la biblioteca o la Patrulla Ciudadana, más imposible e íntegra se volvía. El no sé qué de Sunnyside. Mira, ya viene. Prepárate para una lección cívica. No tires papeles al suelo ni mentes el Sputnik.

A Rose, plantada en mitad de una frase cuando se topó con ella, la mirada de aquella montaña de negro volvió a hacerla mujer. Fue como si toda la sala la hubiera visto desnuda en aquel instante, porque se sintió desnuda. Aquella mirada abría muchas puertas. Douglas era ex militar y vestía el uniforme policial con pulcritud militar, con porte militar. Rose comprendió al instante que durante décadas había vivido en un estado permanente de histeria cultivada ante la posible infiltración de las autoridades estadounidenses en sus reuniones, en sus filas, y el gran alivio que suponía conocer por fin a una autoridad de verdad, sin disfrazar, de uniforme, y que le decía con una simple mirada que sabía que era una cochina roja. De cualquier manera, las autoridades que acosaban a Rose pertenecían a sus mismas filas, siempre recriminándole que no era lo bastante roja porque no era capaz de arriesgar hasta el final con el tema soviético. Y ahora Douglas Lookins lo confirmaba todo con una mirada: su apetito decía que Rose todavía era una mujer y su asco que seguía siendo una roja.

Todo el mundo creía que era la aventura de una judía con un negro pero no lo era. Era un lío entre una comunista y un poli.

Dos agentes que competían en la misma ronda, en el mismo circuito callejero.

Albert había intentado explicarle la vergüenza de no haber combatido en la guerra y ella le había puesto mala cara por ser incapaz de ver la hombría, el honor del pacifismo. Ahora estaba enamorada de un hombre de uniforme.

Si Carl Sandburg hubiera escrito un Douglas Lookins en seis volúmenes, Rose no solo se lo habría leído, sino que le habría erigido un monumento en el recibidor.

Pero Douglas Lookins tenía en casa a Diane Lookins y a Cicero Lookins. Una pena para Rose. En ese tema él era como un soldado, servía sin necesidad de juramento, obediente a la literalidad del deber, puesto que el espíritu había abandonado su matrimonio hacía años. A Rose se le prohibió conocer a Diane Lookins. Incluso preguntar, después de que su primera ronda de preguntas se topara con respuestas cortantes. Douglas Lookins sí conoció a Miriam Zimmer, aunque poco, porque Miriam cada vez pasaba menos tiempo en casa, se instalaba en la cocina y el sótano de los Himmelfarb, en los patios de colegio y las heladerías y luego en el Greenwich Village y adondequiera que apuntara el horizonte de su sofisticación. Miriam tenía el poder de enfrentarse a su madre y al mismo tiempo no informarla del motivo.

Douglas Lookins demostró escaso interés. No estaba en el mercado para padre de una adolescente blanca bohemia. No estaba al acecho de una segunda familia.

Rose Zimmer, sin embargo, conoció a Cicero Lookins muchísimo mejor. Douglas los presentó en la biblioteca, con toda la intención, un día en que Rose colaboraba como voluntaria dando tutorías después de clase. Le presentó al rollizo Cicero como un problema que una experta local sabría enfocar: era un niño que necesita libros, y muchos. «Escucha, hijo, esta señora te explicará cómo funciona la biblioteca». No fue ni un gesto de complicidad entre amantes ni la imposición de una carga, sino una cuestión meramente práctica. En el hogar de los Lookins había aparecido un crío cuya mente escapaba al entendimiento de su madre. Su padre no tuvo mejor suerte. Pronto pareció que aquel había sido el propósito ulterior de la aventura, como si Douglas Lookins hubiera buscado inconscientemente esa consumación. Hasta el último elemento del idealismo desafiante de Rose colaboraría en la misión de ayudar a poner en marcha el aparato intelectual del hijo del teniente.

Por fin lo que Abraham Lincoln había querido de ella desde siempre.

Podían comenzar por la emancipación y los derechos civiles y luego lo encauzaría hacia el trabajo y el capital.

La revolución en realidad era un acontecimiento secreto que estaba ocurriendo por debajo de la piel de un siglo traicionado. Una operación —sí, una dialéctica— entre dos personas y luego tres, de colores de piel divergentes, de ideologías aparentemente opuestas.

1954-1962. En este caso, la fecha final de la lápida correspondía a la última vez que Rose y Douglas se habían acostado, algo que en los últimos años de la relación —era el término que empleaba Rose, daba igual el resto de la gente— había escaseado, con intervalos a veces de meses. Rose no tenía tanto la impresión de que el teniente estuviera inmunizándose a sus encantos, cada vez más blandos y vagos, ni a sus propias apetencias, que hicieron otro tanto, como que estaba alejándose de ella, desandando sus pasos. Sumiéndose en el papel que le correspondía en la vida, en responsabilidades que eran arenas movedizas, unas arenas que fueron trabajando durante décadas. Diane Lookins estaba enferma. Enferma sin el drama de la muerte, solo de la lenta degeneración, una aceleración de la mortalidad que los adelantaba a todos. Lupus. Rose se enteró del nombre de la enfermedad no por Douglas sino por Cicero y supo que Douglas nunca lo había mencionado por una cuestión de honor más que de lástima. Porque no quería excusarse ante Rose con algo incontestable: una esposa enferma.

Rose le dejó alejarse.

Rose se aferró a Cicero.

Rose se convirtió todavía más en la pesadilla de la junta de la Biblioteca Pública de Queens. Un día de estos, bromeaban, tendrían que votarla para que se uniera a la junta a ver si así se callaba.

Rose clamaba contra Miriam. Miriam, que como Douglas, la dejaba cada vez más sola. Miriam, contra quien, a diferencia de Douglas, era capaz de encontrar una voz con la que clamar. Arremetía contra Miriam como había arremetido contra ella su madre, solo que traducido del yiddish.

Y por último, el tercer marido de posguerra, post-Albert, de los cuatro si contabas a Lincoln. El que trajo a casa Miriam. El sino de Rose era de género, ella era consciente. Madre divorciada de una hija única, sostén económico de un hogar sin hombres, una madre así estaba destinada, cuando la hija se aventurase al mundo y trajera a casa a un hombre para ella, a formar una suerte de matrimonio con el yerno. No podía limitarse a aprobar o tolerar al yerno, este debía casarse en secreto con la madre en el alma de esta y de la hija. No porque la madre lo deseara, aunque pudiera ser, sino porque la hija lo exigía, como una corrección inconsciente. La madre era un problema que había que solucionar. Los tuyos han huido de ti, Rose, pero ya lo he arreglado. El mío no escapará. Ya puedes parar de traerte al heladero a casa y dejar de escandalizar a los vecinos con Douglas. Fue un punto y final. Dio carpetazo y cierre a la empresa de la madre. Te he traído uno a casa, Rose.

Y por tanto tenía que ser un hecho consumado. El cantante folk irlandés jamás pasó una prueba, nunca lo presentaron como a un chico que pudiera rechazarse, una simple cita. La primera vez que Rose vería a Tommy Gogan se la informó de que debía poner la mesa para cenar porque Miriam había invitado a alguien especial y, Rose, encandilada, siguiendo a pies juntillas el guión, puso la mesa y preparó la cena. Una orden absurda acatada sin rechistar. Terminó preocupada por qué vestido ponerse y cómo comportarse, y se tiñó las canas de las sienes tal como había aprendido hacía poco. Miriam llegó primero, media hora antes que su invitado. Mientras compartían un pitillo en los escalones de la cocina —¡de pronto podían admitir que las dos fumaban a escondidas!—, Miriam dio carpetazo a cualquier posibilidad que Rose pudiera estar barajando acerca de lo que ocurriría esa noche.

—Mamá, he conocido al hombre con quien voy a casarme.

—Ya veo.

Rose reconoció el comentario como lo que era, un lema, una pancarta. No podía discutirse. Por el modo en que Miriam pronunció aquellas palabras, como grabadas a fuego, un desafío disimulado como júbilo, solo quedaba preguntar qué podía hacer aparte de desmayarse en cuanto el hombre en cuestión asomara por la puerta.

—No, todavía no, pero lo verás en cuanto llegue.

Alégrate sin reservas por mí, ordenaba el triunfalismo de Miriam. ¡Y no vuelvas a mantener relaciones sexuales!

Antes de que apareciera, Miriam abonó el terreno. A Rose le encantaría saber, le aseguró su hija, que Tommy Gogan no era un mugriento beatnik, era un músico folk, pero no en el sentido de estudiante bisoño que tanto menospreciaba Rose cada vez que echaba un vistazo al círculo de Miriam en la calle MacDougal, sino en el de cantante protesta íntegro y comprometido, y además con contrato discográfico. Un contrato que estaba a punto de caramelo, prometió Miriam. Un dinamizador con guitarra, lo llamó, dando forma con su solicitud a la expectación que flotaba entre madre e hija: que dependía de Miriam encontrar la manera de sacar adelante las necesidades de Rose, de resucitarlas del sarcófago del socialismo. Para cuando terminaron el cigarrillo y volvieron a aplicarse el pintalabios, Rose era tan maleable como la cera, incapaz de protestarle al cantante protesta.

¿Por qué no alegrarse por Miriam?

De hecho un cantante folk, ya fuera de la variedad bisoña o mugrienta, difícilmente podía considerarse la peor posibilidad. Después del viaje de Miriam a Alemania, del que se había negado a presentar ni un somero informe, flotaba el pavor callado a que la chica hubiera cerrado una loca alianza con la historia de su padre y se escondiera tras el Telón de Acero del alma.

Tras la marcha de Albert, Rose siguió arrastrando a Miriam al piso de su abuela Alma durante años, insistiendo en que conociera sus orígenes, sin pensar jamás en que la recompensa podría ser que cayera en un sueño de porcelana de Meissen y mazapán de Niederegger y pianos de cola y reflexiones políticas al calor de unas copitas de brandy.

Alemania. Había que evitar que le robara todavía algo más del siglo de Rose.

No, el cantante folk irlandés no era el mayor miedo de Rose. De modo que Miriam no se casaría con un judío: nada sorprendente. Miriam, desde que se graduara del Colegio Himmelfarb para la Asimilación, se había juntado con hombres sin circuncidar como si participara en un programa de renuncia. Rose la había visto desestimar las peticiones de sus primas Angrush: las hijas de las hermanas de Rose, todas bien casadas, con dentistas y abogados y hombres del negocio de los diamantes, le preguntaban entre susurros cuándo haría lo mismo y Miriam se les reía a la cara. Cómo se burlaba de las peticiones del primo Lenny suplicándole que recordara de dónde venía, que pensara en la tierra prometida mientras se preparaba para la revolución mundial. En este particular Rose no tenía dónde agarrarse, no tenía a quién culpar más que a sí misma. Así que a las hermanas de Rose se les negaría la oportunidad de refocilarse con la idea de que Miriam había encontrado un judío a pesar del ateísmo de Rose. En su defecto, se regodearon con la idea de que Rose había recogido lo que había sembrado: ¡debería dar gracias de que Miriam no le hubiese metido en casa a un schvartze! El cantante no era un desastre. Más bien una satisfacción.

Tommy Gogan llegó y besó a Rose en la mano. Se había puesto una corbata debajo de la cazadora vaquera y se quitó la gorra, y las peculiares erres de su suave acento eran, si bien un poco teatrales, un millón de veces preferibles a la lengua pesada y arrastrada típica del choque entre unos padres irlandeses y las calles de Queens. Por debajo, se había peinado el pelo rojizo, y no hacía mucho que se lo había cortado; se pasó los dedos por la cabeza para reanimarlo tras la presión de la gorra, prueba de un deseo encantador de agradar a su futura suegra.

Tommy Gogan, como habrían dicho las hermanas de Rose de un bebé nacido en circunstancias dudosas al que no obstante había que acoger como maravillosamente aceptable, tenía dos brazos y dos piernas. Tenía dos ojos, y una nariz en mitad de la cara. Quería casarse con Miriam. Se refería a sí mismo en términos de luchador por la paz y la igualdad, no sin cierta inmodestia. Sí, provenía de las filas de unos hermanos sensibleros y había aparecido con ellos en El show de Steve Allen, pero su arte era menos tradicional en el sentido paparruchas, más dirigido a temas internacionales y estilos americanos, en concreto El Blues, término que pronunciaba en Mayúsculas. ¿Dónde había escuchado Rose el mismo discurso?

Los petos y los héroes rurales, el blues fershlugginer: los críos de la calle MacDougal se entretenían recuperando una vieja fantasía. Las artes campesinas, la nobleza de los paletos pobres, la redención que asomaba por un horizonte agrario justo fuera de los límites de la ciudad. ¡Otra vez el Frente Popular!

Sin embargo, en toda la velada se permitió Rose un solo destello de sorna. La verdad es que podía entender enamorarse de Tommy Gogan, un barbudo a lo Lincoln, un Tom Joad, y no peor elección que su propio marido. Por una vez Rose se mordió la lengua. Se esperaba de ella que acribillara al chico a preguntas, que lo sometiera al tercer grado, pero se limitó a servir el vino y escuchar, mientas la vanidad de Tommy Gogan se henchía por efecto de la adulación de Miriam. Rose se obligó a aceptar a quien había consentido en entrar en su lastimoso apartamento, con su estantería de libros dispuestos en el orden en que debían devolverse, con todas las habitaciones a oscuras salvo la que ocupaba en ese momento para ahorrar en el recibo de la luz. El piso de una anciana. Los dos jóvenes podrían haberse fugado. En cambio, habían ido a verla, como ella había ido a ver a Alma. Que Rose agradeciera que todavía existiera un mundo donde Miriam pudiera habitar con tanta inocencia como para repetir todos y cada uno de los errores de su madre. En las manos milagrosas de los jóvenes estos todavía no eran errores. Estaban enamorados.

Las quejas de Rose se ahogaron momentáneamente en el mar del tiempo, en la monotonía que los años imponen a toda situación humana.

Al fin y al cabo, ¿acertaban las hermanas de Rose y las primas de Miriam, esas hijas aburridas, esas aspirantes a burguesas? ¿Un marido, una brújula vital?

Todo el asunto era un misterio permanente.

Miriam y Tommy hablaban de causas y protestas. Derechos civiles, Martin Luther King, para quien Tommy y sus hermanos habían caldeado a una multitud de estudiantes de Harvard. Sus opiniones políticas flotaban en el ambiente, libres de la teoría y el partido, en una nube política. Miriam y Tommy querían cambiar el mundo, ¿y por qué no, cuando ellos mismos estaban tan cambiados? Ardían por el mero hecho de conocerse. Sus manos no podían dejar de enredarse el tiempo suficiente para asir el tenedor y comerse el pollo con fideos que había preparado Rose. Esta sospechaba que la guitarra del chaval últimamente estaba acumulando polvo… bueno, mejor que mejor para tocar temas campestres cuando la retomara. Te descubrías a ti mismo y lo que importaba de verdad solo después de pasar por la lente del cuento de hadas, impuesta por igual a todo hombre y mujer y según la cual ahí fuera, en el bosque del mundo, había alguien a quien amar y con quien casarte. De modo que mejor dejarlos cruzar ese umbral y descubrirse a la luz del otro lado. Rose, por tanto, solo interrogó al pretendiente una vez a la manera en que sin duda se esperaba de ella. Fue entonces cuando sucumbió a su instante de sorna, aunque difícilmente podía considerarse como tal si solo uno de los presentes sabía de qué estaban hablando. Solo ella entendió la broma.

—Todo esto está muy bien, jovencito, pero deja que te pregunte una cosa.

—Sí, señora.

—No me llames señora, por Dios, y menos aún señora Zimmer. Me llamo Rose.

—Como quieras, Rose.

—Dime una cosa ¿qué te parecería vivir en una granja de pollos en Nueva Jersey, llegado el momento?