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LOS SUNNYSIDE PROS

—¿Le está esperando?

—Querida, debería esperarme siempre. Para él es una suerte que aparezca. Dile al señor Shea que tengo lo que necesita aunque no sepa que lo necesita.

Lenny Angrush se cambió de mano la caja de cartón fino que contenía la cinta, cogiéndola junto con el maletín, para sacar el pañuelo y secarse la frente. Las oficinas del abogado eran lujosas y modernas, al menos para Brooklyn, pero la zona de recepción carecía de aire acondicionado. Posiblemente respondía a alguna estratagema para ablandar a los demandantes a las puertas del gran hombre. Es decir, de Bill Shea, el glamuroso abogado de Brooklyn encargado de llevar el béisbol a la zona pantanosa de Flushing Meadows.

Lenny había colado un pie dentro hacía meses. Shea buscaba electores de base, algo que poder enseñar a la escéptica prensa deportiva. Había dejado que Lenny organizara algunas reuniones vecinales, que recogiera nombres en una petición, e incluso le había soltado algunos dólares para instituir un premio con el nombre de Shea para galardonar al Futuro Jugador Profesional Más Prometedor de Queens College, que Lenny había otorgado a su lanzador favorito, Carl Heuman. Si en las semanas que siguieron la puerta no se había abierto más, tampoco se había cerrado; Shea era lo bastante astuto como para no mostrarse ajeno a un hombre del pueblo. La puerta no tenía que abrirse más, bastaba con que cupiera el pie.

Solo Lenny sabía lo grande que tenía el pie.

Exhibió los materiales sagrados ante la secretaria de Shea, a la expectativa. La caja de la cinta cabía perfectamente en el maletín, que solo contenía un libro de contabilidad pequeño y un estuche transparente con dos dólares de plata con el águila de la Casa de la Moneda de West Point, pero Lenny la lucía por fuera. Para despertar la curiosidad de la subalterna. Para que le preguntara.

—Le diré que está usted aquí.

—Dile que esta vez traigo algo mejor que un jugador de cuadro, mejor incluso que un lanzador.

—Tome asiento.

Lenny se sentó en la sala de espera. Colocó a la vista la caja con la cinta. ¿Doris? ¿Flora? Un plato atractivo, con el que no había llegado a ninguna parte en absoluto en sus diversas visitas a la oficina. Lenny la admiró cuando se levantó y, con sus zapatos planos, recorrió rápidamente el pasillo invisible, diseñado para mantener el misterio del sanctasanctórum. De forma regular Lenny se juraba solemnemente renovar los esfuerzos por llevarse a mujeres a la cama más a menudo y a la manera normal, seducir a una cajera o una secretaria o una camarera como Flora, sin exigir un celo revolucionario a la altura del suyo, sin comparar a sus compañeras de lecho con el ideal que constituía Miriam Zimmer. Había, por ejemplo, otra Doris o Flora que trabajaba en Monedas Raras Carmody; quizá confundiera los nombres. Debería ejercitar su función viril, mantener operativas las partes pudendas. Hacía demasiado tiempo que se movilizaba por causas: el partido, los proletarios, Mim. La prima Rose, que reconocía en Lenny a un homólogo suyo, le aconsejaba que viviera como el resto de la gente —«¡Vive en el mundo de una vez!», eran sus palabras textuales—, sin embargo Lenny sabía que él corría como un caballo de carreras, con anteojeras, uncido a unos propósitos, atrapado en la carrera.

Aunque llegara el último, al menos habría participado.

Hoy, como un caballo de carreras, Lenny estaba empapado en sudor. El rocío de su peluda muñeca resbalaba hacia el cartón blanco de la caja con la cinta. Esta contenía su tesoro, la canción del nuevo club de béisbol, el pago de la dote del cantante folk irlandés. Lenin Angrush lo veía así: al haber entregado el deseo de su corazón a cambio de una simple canción, esta debía de tener un valor extraordinario. Como en el cuento de las habichuelas mágicas, la aparente falta de valor del himno folk probaría su valía: «Los sumisos heredarán, el proletario dictará, ¡la poderosa cláusula de reserva caerá! ¡En Flushing Meadows el estadio de los trabajadores se alzará!».

A cada uno según sus necesidades; las necesidades de Lenny eran ilimitadas, inconmensurables. Por tanto las habichuelas mágicas de la canción folk germinarían y darían unas plantas mayúsculas, de locura, la consagración del club de béisbol de la liga Continental de Flushing Meadows y la fusión de su destino con el de los obreros de Queens, el talento y la dignidad indígenas de los trabajadores y comerciantes del barrio. Por ejemplo, el primera base de Lenny, que se ocultaba tras un inmigrante de segunda generación que acarreaba barriles en la fábrica de encurtidos de Rose. Su lanzador, Heuman, que merodeaba por la universidad estudiando a Gorki y Tosltói en ruso y que al final necesitaría que el equipo le costeara unas lentillas para parecerse más a un deportista. El receptor de Lenny, el hijo del repartidor de hielo. Hombres nacidos de las aceras y los adoquines. El béisbol socialista urbano se alzaría para derrotar a los equipos monopolistas. Los Yankees tenían a Mantle, sus home runs patrioteros. Los Pros tenían la curva dialéctica de Carl Heuman.

Lenny soñaba con los titulares, con las Series Mundiales o el Partido de las Estrellas: ¡Heuman se la cuela tres veces a Mantle! ¡Un ponche que merece un ponche!

Que se jodiera Mantle y que se jodieran los Yankees.

A Mim, que le den, por no quererle, por no ceder ni una sola vez.

«Que le den» era claramente más suave que «Que se joda», puesto que contendía cierto elemento de generosidad.

Lenny Angrush y el abogado Shea les iban a enseñar a todos. Shea y su socio Branch Pickey, heroico integrador del béisbol, aunque Robinson hubiera salido republicano, uno de esos negros memos a los que les gustaba Ike. Con Rickey de su parte, y el foco del senador Kefauver puesto en las prácticas monopolísticas de los propietarios, forjarían una liga y un equipo y un estadio en su patria, en las ciénagas de Flushing. Todo ello, dependiendo de lo que Lenny Angrush podía aportar: un pequeño lanzador de metro setenta y ocho del Queens College con una curva a la que Mantle sería incapaz de responder. El lanzador, un nombre para el equipo que encarnaba el espíritu de las clases trabajadoras. Eso —el lanzador y el mote— y la canción de la cinta magnetofónica.

Y aunque al propio Lenny Angrush la canción no le agradara especialmente, ¿quién era él para juzgarla?

La melodía del cantante irlandés se demostraría crucial. Miriam había traicionado a Lenny enamorándose del músico. Sin embargo, ¿cuáles habían sido las palabras de Branch Rickey? «La suerte es el residuo de un plan». El himno del equipo era el residuo del deseo de Lenny. Como diría Marx, «la plusvalía».

Cuando Dora o Dolly o Flossy (se le ocurrían mil nombres para ella, ¿por qué elegir uno?) reapareció, Lenny se levantó de un salto y la cogió del brazo desnudo con la mano, dejando caer el maletín, que no la cinta, al suelo.

—¿Dónde está Shea? ¿Está listo?

—Suelte, me hace daño.

Lenny detectó con satisfacción cierto deje barriobajero en su habla; la coacción lo había hecho aflorar, era un grano que había germinado atravesando el barniz de las clases de dicción.

—Esto no puede esperar.

—Pues será mejor que espere. Al menos media hora. Está con un cliente.

Al ver cómo se marcaba la huella de su pulgar en el brazo de la secretaria de Shea a Lenny se le ocurrió fusionar objetivos. Que se jodan los Yankees, que le den a Miriam. Carpe diem, para variar disfrutaría de un poco del residuo. Lenny moduló su tono de arenga imperiosa. Cuando quería, podía bajar una octava, insinuarse, congraciarse, engatusar. Lo hizo:

—Pues olvídate de Shea. Quiero que seas la primera en escucharlo.

—¿Escucharlo?

¿Es que esa mujer no tenía ojos?

—Debes de tener un magnetófono para tomar declaraciones o escuchar las grabaciones de los detectives…

La secretaria frunció el ceño.

—¿Qué detectives? Usted se refiere a otra clase de abogados, señor Angrush. Bill Shea pertenece al Club Demócrata de Brooklyn. Ayer mismo almorzó con Robert Moses…

—Uno de nuestros mafiosos más distinguidos, tiene a toda la ciudad en el saco. Escucha, confía en mí y trae el magnetófono. Lo podrás escuchar antes que Shea.

—¿De qué trabaja normalmente cuando no se dedica a venir aquí a molestar, señor Angrush?

—Mi trabajo es molestar. Soy lo que, con todo derecho, se llama un «provocador». Y no me avergüenzo.

Donna o Floris abrió muchos los ojos, quizá sin querer. Luego los entornó. Desconfiaba. Bien. Que su retórica fuera como la impronta rosa de su pulgar sobre la susceptibilidad de la materia gris de la secretaria. Doreen o Floreen sabía que Shea aceptaba las llamadas de Lenny. Lenny podía permitirse parecerte imposible… ¡era imposible! De asombros como los que veía en los ojos de la secretaria se componían ahora las esporádicas seducciones de Lenin Angrush. De hecho, la chica se dirigió como hipnotizada hacia un armario de suministro disimulado detrás de unos paneles de madera. De allí, de un estante a la altura de los ojos, extrajo con un pequeño gruñido un magnetófono enseñando durante un instante el borde de las medias a medio muslo, las carnes blancas desbordando por encima. Benditas medias justo por encima de las rodillas. Y que los cínicos dijeran que la humanidad no progresaba…

Lo depositó sobre su mesa, luego se plantó de brazos cruzados mientras Lenny tomaba el mando, desenroscaba el cable de la corriente y buscaba un enchufe, encajaba la valiosa cinta en los cabezales, la probaba un segundo, rrrrr, y la detenía. Lenny levantó una mano.

—El tema para radio y televisión de la franquicia de la Liga Continental con sede en Nueva York, de la organización de béisbol de y para los trabajadores, los… ¡Sunnyside Proletarians!

—El peor nombre hasta la fecha —sentenció la secretaria.

—Todo el mundo los llamará los Pros, claro está. ¿Cómo que «hasta la fecha»?

—No pensará que no nos están proponiendo nombres a cada hora, ¿no? Por telegrama y por teléfono, por señales de humo. Hay un contingente que quiere ponerles Gi-Odgers o Dodgants. Supongo que Pros no es mucho peor. También he oído Empire Staters y Long Islanders…

Lenny le quitó importancia.

—Cosas de aficionados. Me estás hablando de chalados que gritan entre los matorrales… Me he reunido con Shea una docena de veces, tu agenda da fe de ello. Hemos almorzado juntos. Shea en persona me confesó que, cuando llegue el momento, tendrá que montar un equipo desde cero. Yo tengo a los jugadores. Al fin y al cabo, ¿qué saben ellos de Queens? Yo soy el sabueso, el que les olfatea el terreno. Y si Shea insiste en ligarlo al lugar, Flushing Proletarians tampoco estaría mal. A mí Sunnyside me suena mejor por cuestiones rítmicas. Escucha.

Rrrrr, rrrrr.

—Te escucho, listillo.

¡En qué tigresa se había convertido Darlene ahora que Lenny la había sacado de la jaula!

—Por favor. Está a punto de empezar.

El cantante folk de Miriam tosió, rasgó una cuerda. Luego su timbre de tenor, plano y penetrante, zumbó por la sala de espera acompañado por la leve nota de color de las cuerdas:

Conocí a un trabajador, un gran tipo,

con el corazón roto por un equipo.

El brazo no me soltó

y su sueño me contó.

En Nueva York hay historias a millones

pero no para los que tienen millones.

Nuestros clubes huyeron a otra costa,

los Yankees ganan y a nadie importa…

—No puedes hacer eso —dijo la secretaria de Shea.

Rrrrr. Lenny tocó el dial, paró la cinta.

—Calla, que te perderás el estribillo. ¿No puedo hacer qué?

—Mencionar a los Yankees en la letra. No tiene sentido. Se supone que es un himno. No puede incluir una marca rival.

—El equipo está pensado como una espina en la zarpa de los plutócratas. Ahí fuera no hay solo aficionados de los Dodgers y de los Giants desengañados, créeme, hay un océano de gente que odia a los Yankees. Es el villano que enciende la sangre.

—Te recomiendo algo más marchoso.

—Esto es una maqueta. En la versión final llevará acompañamiento musical, trompetas, carrillón, cincuenta y siete sabores para potenciar el mensaje.

—Pues no pareces muy convencido.

—Chsss… El estribillo.

Rrrrr…

¡De las filas obreras nació un equipo!

¡Nueve contra los enemigos de la igualdad!

¡Para salvar al pueblo del mal!

¡Los Sunnyside Pros!

¡Los Sunnyside Pros!

Orelé, orelé, orelé.

—¿Y esos gorgoritos? —preguntó Flora—. Parece un paleto.

—Se llevan —se excusó Lenny. Lo cortó ahí, antes de lo que sabía que seguía, superfluas florituras adicionales del cantante. Lenny y la secretaria inclinaron la cabeza, a punto de rozarse. Quizá Lenny se la hubiera ganado con el fracaso de la canción, un destino mixto. Bastantes dudas tenía ya respecto a la melodía de Gogan. Si no pasaba la criba de la lacaya de Shea, estaba acabado—. Hoy día esto es bueno, la voz del pueblo. Créeme.

Lenny se preguntaba qué olor a duda emanaba de su chaqueta sudada, indetectable para él, puesto que iba a todas partes rodeado de una nube del mismo. En cambio el dulce aroma de Doria le llenó las narinas, mezclado con cierta humedad que podía provenir de su falda o de los muebles. ¿Cuánto hacía que no olía el cuerpo de una mujer? Todavía no había cumplido treinta años y ya lamentaba su vida.

Shea había aparecido por las puertas interiores de su despacho y estaba de pie observando a Lenny y la secretaria encorvados sobre el magnetófono. El hombre alto y trajeado tosió en un puño y los otros dos dieron un respingo. El robusto irlandés que iba estrechando manos, el hombre del alcalde, el contacto de Lenny para llegar a Moses y Rickey. Probablemente Delia o Felicia se arrodillaba dos veces al día en la moqueta para chupársela, antes y después del almuerzo. En la misma moqueta donde quizá tuviera que arrodillarse Lenny en lugar de cortejar a la secretaria. No por primera vez, Lenny Angrush se topó con un recordatorio de su inocencia, esa parte de él que todavía subestimaba la corrupción. No era motivo para felicitarse en un mundo práctico donde todo tenía un precio, un mundo que la revolución todavía no había renovado.

La canción: ¿la había escuchado Shea?

—Bienvenido, señor Angrush. ¿Por qué no pasa a mi despacho?

Lenny le tendió la mano y las palmas de Shea se cerraron a su alrededor como una almeja gigante. No era de extrañar que le hubieran confiado reclamar el béisbol para quienes se habían visto privados de los Dodgers; tenía unas manazas enormes. William Shea debería haber sido Lou Gehrig, quitándose la gorra y silenciando a millones con un gesto de serenidad interior, igual que en ese momento restituyó el orden en la zona de su secretaria con un imperceptible movimiento de la barbilla. Lenny pasó adentro, aferrado al maletín. Allí se escondía el aire acondicionado. Rachas canadienses alcanzaron los grandes lagos de las axilas, el pecho y la barriga de Lenny. Se giró y vio a la chica retirando la cinta y devolviéndola a su caja, después volvió a tapar el magnetófono con una actitud absurdamente remilgada y obediente. Luego Shea cerró la puerta y privó a Lenny de la escena a la que había aportado un breve momento de música y nostalgia… borrado sin más. La luz se colaba por las cortinas de detrás de Shea dibujando su silueta de policía en un interrogatorio.

Allí, dentro del sarcófago de la propiedad de Shea, cubiertas las paredes por fotos de apretones de manos y diplomas con sellos dorados, Lenny volvió a cambiar de opinión: Shea jamás se follaría a su secretaria. Bill Shea pertenecía a la otra variedad de animal poderoso, un dechado de rectitud que, si follaba, se follaba a su mujer. Ese despacho era un lugar donde se reorganizaban callada y eufemísticamente las vidas de otros hombres, donde se escribían en jerga legal soluciones amorales, arreglos a las crisis de los concejales que apostaban a los caballos y los contratistas atrapados en sus propias argucias. Allí, el elemento del caos, el imperativo de pensar en follar, lo aportaba Lenny. Shea irradiaba la zona con rectitud, con nociones cristianas de normalidad y virtud, y conseguía que todo el que estuviera al alcance de su señal se avergonzara de sus peores pensamientos y agradeciera la reprimenda.

Por eso recibía los grandes encargos y los cheques más gordos. Porque Shea lo hacía con su mujer o quizá discretamente en un apartamento a tal propósito en el West Side —ahí Lenny distinguía entre corrupción y beatería, puesto que Shea follaba, por supuesto, follaba de lo lindo y como un cabrón, un hombre así tenía sus apetitos—, pero nunca, ni en un millón de años, habría aceptado una mamada casual de una secretaria de las que mascan chicle y oriunda de la periferia más perdida de la ciudad. Era Lenny, que no mojaba nada, quien tenía la necesidad de sentirse al borde del sexo y del desastre en ese preciso instante, en ese despacho.

Así fue como, en los segundos previos a que Shea abriera la boca y se delatara, Lenny se convenció de que estaba mirando a la cara al peor enemigo de la revolución. Shea poseía la imperturbabilidad de la seguridad en sí mismo, de la capacidad de persuadirse a uno mismo. Lenny Angrush valoraba sus propias capacidades especiales, sus capacidades para reconocer el error fatal del capitalismo, su resaca de miseria, su arañar y lamentarse, la morbosidad detrás del pico de ventas. Todo lo cual se le hacía patente por su propio lamentarse miserable, presente siempre en él como una señal aguda, un gemido craneal. Bill Shea no funcionaba así, era completamente distinto. Shea era recto. Shea creía que en él las cosas malas podían hacerse buenas.

Era esta creencia, que circulaba por doquier en este gran país pero de vez en cuando instalaba su morada en una figura humana, normalmente una plantilla masculina y fornida exactamente igual que la que Lenny tenía ahora delante, la que había impedido que el comunismo llegara a los Estados Unidos de América.

La fornida plantilla dejó caer una manaza sobre el hombro de Lenny y tomó nota de su radical pequeñez.

—¿Ha escuchado la canción? —gimió Lenny.

—La Liga Nacional viene aquí —dijo Shea—. Se expande, solo a dos ciudades, Nueva York y Houston. Flushing tendrá club de béisbol.

—Es broma.

—¿Por qué iba a bromear? Rickey y Frick están fichados. Y Wagner.

—Ha abandonado.

—No he abandonado nada. La Liga Nacional de béisbol regresa a la ciudad de Nueva York. Lo anunciarán dentro de una semana. Hasta entonces, ruego discreción, por favor.

—La liga, la Liga Continental.

La Liga del Pueblo, aunque Lenny no lo dijo.

—Esto es mejor.

El alcalde Wagner y, tras él, siempre, Robert Moses. Ford Frick, comisionado del béisbol. Branch Rickey, creador de la Liga Continental. Shea, el abogado que lo amañaba todo. Todas las fichas del dominó que Lenny pensaba derribar, le estaban cayendo encima.

—¿Y el resto de las ciudades? —preguntó Lenny, preocupado no tanto por la respuesta como por encontrar instrumentos de comprensión: ¿quién había jodido a quién? ¿Era Rickey el Maquiavelo que doblegaba a Shea con sus tretas? ¿Alguien de más arriba? ¿O lo tenía delante?

Daba igual. Una traición aplastante en toda regla: los conocimientos acumulados a lo largo de su vida le informaban de que él no pintaba nada. Que sintiera que le habían jodido personalmente era un mero residuo del plan de la suerte. Se preguntó cómo daría la noticia a su lanzador gafotas, el estudioso de Gorki en ruso.

—Que la liga tranquilice a las otras ciudades. Quería béisbol en Queens. Alégrese, hijo. Es una victoria total.

—Los Pros —casi susurró Lenny. El nombre, por fin. Salvar el nombre. Le cubría una suerte de gracia en pleno desvanecimiento. Un residuo menguante, secuela del infortunio. Tenía que salir del despacho de Shea. Se sentía cegado por la luz, invisible. A saber cuántos habían entrado para no salir jamás. Los apretones de manos enmarcados. Si no se andaba con ojo podía acabar, como la mosca de Vicent Price, reducido a una cabeza en lo alto de un traje. Con una sonrisa asqueada mientras Shea le arrancaba la vida estrujándolo—. ¡Los Proletarians! —protestó Lenny mientras se encogía hacia la puerta adelantándose a los efectos del hechizo: tenía que ser lo bastante alto para alcanzar los botones del ascensor.

—Lo tendré en cuenta.

La frase hecha de Shea golpeó a Lenny por la espalda en su huida. Lo tendrá en cuenta, como Gi-Odgers y Dodgants. La diferencia entre el interior del despacho de Shea y el exterior equivalía a entrar en un horno. A Lenny le sorprendió que la escarcha no cubriera la puerta de Shea recién cerrada a sus espaldas. Cegado por la vergüenza, pasó de largo junto a la secretaria y se olvidó la cinta, de modo que ella corrió hasta donde estaba llamando al ascensor. La secretaria le tendió la caja blanca. Lenny la sujetó con el codo contra el maletín, hábilmente, extrayendo de la desesperación el aplomo que su entusiasmo destruía por rutina. Que la chica se enamorara de su figura alejándose. Ojalá llegara el ascensor.

—Estaba pensando —dijo Moira o Maureen.

—¿Sí?

—Convendría algo más típico de la vida en la ciudad. Música callejera, como el doo-wop, que hace furor. Mi hermano toca en un grupo de esos. Si buscas una voz para los trabajadores de Nueva York, dudo que les interese el sonido de los bailes rurales o el punteo del banjo cuando no han visto un maizal ni un terreno yermo en la vida.

De todas las humillaciones posibles. Que esa mujer hiciera una crítica históricamente acertada del Frente Popular. Lo que le faltaba. Lenny contestó sin girar la cara encendida de las puertas del ascensor que se negaban a abrirse.

—En principio estaría de acuerdo. La visión sentimental que tiene el progresista del granjero tipo al que en realidad, perdón por la franqueza, le importa un carajo el prójimo, y al que no merecería la pena organizar ni aunque fuera posible, es para mí un motivo de profunda y permanente aflicción. Deberíamos montar nuestros mítines por las esquinas con un poco de doo-woop para variar. Lo tendré en cuenta.

Lenin Angrush tenía los pulgares cortos y gordos. Imposibles de pasar por alto una vez detectados, estando como estaban a la vista de cualquiera. Allí donde se posaba la mirada del deseo, iban a continuación los pulgares, un cromo de béisbol o una canica, un trozo de regaliz. Lenny tenía seis años la primera vez que otro niño se fijó en sus pulgares, una diferencia suficiente para constar en la máquina tabula-diferencias de la mente colectiva de la primaria de Sunnyside Gardens. En clase, al serle entregado un lápiz para introducirlo en el arte de perfilar el alfabeto, Lenny lo aceptó con una mano prensil formada por cuatro dedos y un enorme dedo gordo del pie. El maestro tuvo que ayudarle a cultivar un enfoque único. Los pulgares de una persona, si te dejabas llevar, configuraban las zarpas asidoras del cuerpo, formaban una pinza con el centro justo en el corazón. Incluso en la esfera de los juegos solitarios, el pulgar suponía un problema cuando te hurgabas la nariz o te la cogías con la mano. No te quedaba más que cascártela con tu instrumento deforme. De modo que una parte crucial de Lenny, industriosa, animada, ágil, una parte definitoria de su diferencia humana con respecto al reino animal, se quedó corta. Esa única peculiaridad de su persona quizá podría haber explicado el resto del cómputo global de sus fracasos, si Lenny se hubiera permitido ese lujo. Algunas personas de constitución diferente podrían haberse quedado en casa lamentándose por sus pulgares para siempre. Lenny no. Él se olvidó de ellos por completo, de modo que parpadeaba sinceramente desconcertado si te los quedabas mirando fijamente, por no hablar de las escasas ocasiones en la vida adulta en que alguien los mencionaba.

¿Por qué, entonces, en presencia de Tommy Gogan, Lenin Angrush terminaba una y otra vez sentándose sobre los pulgares? ¿Metiéndolos en los bolsillos de los vaqueros, enmascarándolos tras jarras de cerveza cubiertas de espuma? Simple. La elegante mano relajada de Tommy arañando las cuerdas del mástil de su Gibson. Durante las conversaciones en la cocina el cantante folk se sentaba a la mesa con la guitarra, como si fuera una extensión de su cuerpo, moviendo silenciosamente los dedos por los trastes incluso mientras con la mano gesticulaba a propósito de la conversación o blandía el cigarrillo humeante o el tenedor engalanado de espaguetis. Miriam Zimmer se había enamorado de la única profesión en que la pequeña divergencia de Lenny importaba, la única en la que se consideraba una debilidad. A Lenny, pateando detrás de Mim en sus veladas por los bares, una vez le habían pasado una guitarra. La devolvió al instante, consciente de adónde podía llegar con sus manos como mitones y adónde no.

De modo que ahora estaba sentado con los pulgares palpitando escondidos, viendo cómo Tommy formaba acordes. A medida que la noche se alargaba al irlandés le gustaba poner banda sonora de fondo a cualquier conversación rutinaria, improvisando un sentido blues recitado de prácticamente cualquier intercambio atropellado, de cualquier confusión sin sentido producto del vino. ¿Tienes hambre? No, me he comido una hamburguesa con queso en Caricature, dum, dum, dum. Oye, ¿cómo vas a telonear a Van Rock en el Gate of Horn el martes si a Van Rock le han dado puerta en el Gate of Horn, dum, dum, dum? Pásame la sal, dum, dum, dum. Tommy Gogan, a entender de Lenny, no poseía un don precisamente bárbaro para la melodía. Aquellos pulgares largos, casi con doble articulación, que podrían haber alcanzado cientos de acordes, recorrían los mismos vetustos clichés del folk una y otra vez. Do-la menor-sol, do-la menor-sol. «¡Que no! ¡La polla no la tengo pequeña!», quería gritar Lenny. ¿Por qué no se ponían de moda los saxofones?

Dos de las jarras vacías empañadas de la mesa del White Horse de esa noche pertenecían a Lenny. Después de engullir la dosis acostumbrada, con el estómago vacío, además, se perdió en la cerveza y sus rencores y el estruendo y la penumbra sudorosos y beatniks del bar. Lenny había calculado el logaritmo conspirativo mentalmente, a la espera de que Mim y Tommy confabularan espontáneamente para desaparecer (Hasta mañana, tíos, y no me dejéis la cuenta, dum, dum, dum). Luego, cuando por fin se quedó a solas con la feliz pareja del otro lado de la mesa de madera rayada, Lenny lo dijo por ellos. Mim apoyó la cabeza en el hombro de Tommy, bamboleándose ligeramente al ritmo de sus rasgueos. La antigua joven despampanante, la llama de Sunnyside, por lo visto ahora quería fundirse con el hombro de su dios, mezclar su pelo negro con su cazadora de piel de matón, que combinaba con una camisa blanca y una corbata floja pese al calor, como si se creyera Paul Newman.

—J. Edgar Hoover ha acordado con Wagner y Moses matar el proyecto de la liga.

—¿Cómo dices?

(Dum, dum, dum.)

—Shea es un títere. Igual que Branch Rickey. El FBI se ha compinchado con el sindicato que dirige las grandes ligas. Han montado un equipo para terminar con el béisbol socialista.

Miriam desembuchó sin levantar la cabeza del hombro del cantante, su voz emergió de una maraña peluda que impedía a Lenny verle los ojos.

—¿Todo el FBI es responsable de que Shea haya dado al traste con tus Proletarians?

—La posibilidad de una nueva liga suponía tal amenaza que hasta Hoover ha salido en favor de los Yankees, a obligar a la Liga Nacional a aceptar su mercado. Puede que existiera un pacto secreto con los Yankees… Ya veréis cómo el equipucho de granjeros de Shea termina vendiendo a sus mejores jugadores, como una franquicia local de los Athletics de Kansas City.

—¿Hay sitio en tu conspiración para Whittaker Chambers? Creo que se siente un poco solo.

—¿Y para Franz Kafka?

(Dum, dum, dum.)

—Que os den a los dos.

—Sería un parabreve fabuloso.

(Dum, dum, dum.)

—Paracorto, irlandés ignorante. Un poco de respeto por el pasatiempo nacional de tu tierra de adopción. Y yo preferiría a Kafka de jardinero derecho, donde su pésima actitud no se contagiase a todo el diamante. Otra ronda cuando puedas.

Esto último se lo dijo a la camarera, que se acercó para llevarse los vasos vacíos haciendo equilibrios con la bandeja por encima de la cabeza mientras sorteaba la vorágine. Lenny necesitaba otro sitio para esconder el pulgar.

Sorbió el principio de otra cerveza y se le rompió algo dentro, como un trozo o una cara de hielo o de piedra desprendiéndose de un acantilado y haciéndose añicos al fondo del valle. No pudo atraparlo antes de que se estrellara, no pudo avisar a los minúsculos humanos como hormigas a sus pies. Solo pudo verlo caer.

—Cualquiera que os viera, tan neoétnicos, pensaría que estamos otra vez en 1936.

—¿Neoétnicos?

Dum, dum, stop. El cantante al menos estaba lo bastante alerta para percatarse de que lo apuntaban con un cargamento de cólera aunque estuviera en un lenguaje que no comprendía.

—Gentes de los Apalaches. Gaseosos cantantes de gorgoritos. Encorvados sobre el arado. Toda esa basura de distracción que fueron los años de la WPA, cuando la izquierda cayó en las garras del camarada Roosevelt y hasta el último urbanista que antes tenía un poco de ojo acabó persiguiendo vaqueros del petróleo con un cuaderno y un carboncillo, o plantándole una grabadora delante de las narices al primer aparcero iletrado con una guitarra de una cuerda. El partido perseguía la solidaridad del pueblo llano. Tu música es la caricatura pasmada que ha dejado tras de sí la triste estela del Frente Popular.

La provocación, el golpe que había desencadenado semejante cascada, había tenido lugar horas antes, cuando la secretaria de Shea le había devuelto la caja con la cinta cuidadosamente rebobinada, la cinta que contenía el himno inútil de Tommy. Ahora la cinta estaba en el maletín, con el libro de contabilidad y las monedas raras, a los pies de Lenny, en el White Horse. Otras vergüenzas, relativas al atractivo de la secretaria, el dejarse cautivar hasta el punto de que había detectado no solo su aroma sino incluso el calor que emanaba su cuerpo, el susurro de una posibilidad, esas también estaban contenidas, calafateadas y guardadas cual material radiactivo en las profundidades del lecho marino de su memoria.

—¿Mi música hace todo eso? —dijo Gogan—. Desde luego, me gustaría poder pasmar a una caricatura.

—Canta conmigo: ¿nos reuniremos en el río y ahogaremos el radiante futuro en pañales?

—De verdad que no sé de qué estás hablando.

—No, claro que no, tú no. Porque eres un anuncio andante con un ramo entre los dientes de la inocencia eterna de la música folk. Tú no, pero Miriam me entiende perfectamente.

—Demasiado —dijo Miriam.

—¿Prefieres a Paul Robeson? —preguntó Gogan, de un inofensivo enervante.

—Paul Robeson es un intelectual, y sí, lo prefiero. Como a Fletcher Henderson y a King Oliver, no por su política, que desconozco, sino por su dignidad innata, puesto que habla del mundo mejor que vendrá. Supongo que tú prefieres al indigente descalzo del Delta, a un osito quejica al que puedas acunar. ¿Sabes? Los Yankees todavía tienen a un negrito en la caseta para tocarlo y que les dé buena suerte antes de salir.

—Basta ya, Lenny.

Miriam levantó la cabeza del hombro del cantante al decirlo. Tommy Gogan se quedó mirando al frente, con los dedos alrededor del mástil de la guitarra. A Lenny le habría gustado hacerle daño, pero nada le afectaba. Lenny buscó bajo la mesa y sacó la cinta del maletín, la depositó entre las jarras sudorosas.

—Ten, no ha servido de nada. Escríbeme otra canción folk, bien pensado, titúlala «La ignorancia es una bendición».

—Para, Lenny. Vete a casa, vuelve a Queens.

Miriam podía mandarle callar, irse, solo porque nadie escuchaba. En uno de los ambientes habituales de Lenny Angrush —la tienda de ajedrez, la numismática, la cafetería del City College, en una reunión accidental de ex miembros del partido en los patios de Sunnyside que, pese a que ahora los habían vallado, seguían siendo comunales, jardines Kropotkin por diseño y a los que ningún límite, ninguna cerca blanca ni alambrada ni alto matorral de rosas podría corromper, posiblemente incluso en un vagón de la línea 7 que transportara a una horda desde Grand Central al andén soleado y tambaleante de Queensboro Plaza—, en cualquiera de ellos, la perorata de Lenny, su tono creciente de indignación, habría congregado a varios curiosos. Mirones que aportaban sus propias rencillas, sus ángulos de ataque. Enredados en la historia y no faltos de una diatriba propia. Aireando vejaciones nuevas y eternas, se habrían ofendido por una parte considerable de la argumentación de Lenny, seguro. También la habrían corroborado, levantándole un dedo o varios al cantante folk por su falta de comprensión histórica. La cuestión era que Lenny habría prendido una chispa. Pero aquí, nada. En el White Horse, hogar de pintores y poetas borrachos y adolescentes con barbas a lo Trotski que quizá ni siquiera reconocieran el nombre de Trotski si se lo mencionabas, aquí el torrente de Lenny era solo otro cuadro verbal beatnik, una mancha más en la confusión general. Si alguno de los oyentes cercanos se había quedado con algo de lo dicho probablemente lo habría considerado la típica palabrería. Un monólogo rutinario de Lord Buckley o el Hermano Theodore, algo entrecomillado. Solo Miriam le escuchaba y sabía lo que significaba y que importaba y, por tanto, la ausencia de un contexto dialéctico le permitía ordenarle cerrar el pico.

—Es solo que tanta candidez me altera —dijo Lenny, consciente de su malhumor.

Había ido a sentirse entre compañeros de viaje, en busca de consuelo tras la travesía por el despacho de Shea, y sin embargo, ¿estaba menos muerta la causa de la revolución trabajadora en el White Horse que en aquel despacho? No lo parecía.

—Tus deseos son órdenes —dijo, levantándose, pegándose el maletín al pecho como un escudo romano para cruzar entre las multitudes que se alzaban en el pub hasta la puerta—. Regreso al hogar, al solaz de mi pobre lecho, y a los zumos de naranja y los bollos de mantequilla de las mañanas. Recordadme cuando ya no esté. Los que vamos a morir os dedicamos una pedorreta.

La cinta de Lenny se quedó en su caja, flotando cual balsa sin vida entre un naufragio de manchas de cerveza.

—Hasta la vista, primo Lenny. Siento que la canción no convenciera a los peces gordos.

(Dum, dum, dum.)

Lenny Angrush tenía ocho años cuando le pusieron en los brazos a la niña en pañales. Para él, todavía parecía ayer. La madre de Lenny y la prima Rose montaban guardia por los alrededores, con sus tazas de té tintineantes, criticando. Probablemente, visto desde la madurez, en ningún momento se habían alejado tanto que no les bastara un gesto rápido para rescatar al bebé del niño al que habían obligado a lavarse las manos y prometer delicadeza. No obstante, en aquel momento, cuando depositaron el fardo en el regazo de Lenny, sobre las piernas cruzadas, fue como si el tintineo de aquellas tazas de té resonara desde costas lejanas: Lenny y Miriam estaban solos en una isla, o así se lo pareció a él. Concentró con precisión milimétrica su atención en la mirada entre la niña y él. En el color marrón de sus ojos. En una burbujita en la comisura del labio. El haz de su presencia le iluminaba. Miriam aliviaba la calamidad que Lenin Angrush, a los ocho años de edad, solo podía comprender como la esencia de sí mismo y ahora, gracias al efecto de la niña en él, como algo curable, como un mar de agitación tempestuoso dentro del que habitaba pero que no era él. Al menos no lo era cuando se agarraba a la niña y arribaban juntos a la isla. No obstante, se oían unas voces lejanas.

—Con él está callada.

—Y él con ella. Ay, qué niño. No se calla ni para atrás.

—Pues son una buena influencia mutua.

—Ya tienes canguro para dentro de un par de años.

—Lo que yo necesito es un ama de cría. Creo que quiere arrancarme los pezones. No le veo dientes, pero te juro que ya le han salido.

Una prima podía ser «tu prima», por fin algo que te pertenecía, incluso aunque describiera tu sentido de otredad. Tu familia componía un campo nocturno contra el que se perfilaba tu silueta. Así, la prima Rose era el ídolo y el enigma de tus padres, por haberse casado con aquel alemán imposible, por encarnar el estandarte del futuro sin clases… Puede que el papá y la mamá de Lenny creyeran en el comunismo, pero Rose era la Nueva Mujer producto del partido, implacable en su naturaleza y embriagadora en sus demandas, sus giros abruptos y sus violentas exclusiones. La prima Rose había destrozado la mezuzá de su puerta con un destornillador, había arrancado la madera y arañado la pintura. Después Lenny había rebuscado entre los matorrales y había rescatado los restos, curioso recuerdo de la desafiliación de Rose, de su feroz voluntad de reinventar con las herramientas a su alcance. Lenny los guardó con otros tesoros, canicas y un petardo inutilizado que había recogido debajo del tren elevado, objetos de Aladino que frotaría hasta que saliera el genio.

Ahora la prima Rose y su alemán habían hecho un bebé. Un bebé que habían depositado en los brazos de Lenny. Su prima mueva, una niña, un hecho que Lenny constató visualmente bastante rápido. No podían rondarle eternamente, no, mujeres como su madre y Rose, que discutían el Daily Worker mientras estropeaban una receta, luego se desesperaban por haber quemado la comida y lo arreglaban abriendo una lata de sardinas. Con tanta distracción lo habían dejado a solas con el bebé, incluso a pesar de que todavía no lo habían nombrado su canguro. Los pulgares de Lenny no eran tan cortos que no pudiera insertarlos en la cintura de los pañales y estirar. El pañal se resbaló de los tobillos regordetes de la cría. Lenny, después, fingió no saber nada, aseguró que se lo había hecho sola. El pañal, cargado de pis sobre la alfombra persa de su madre, apestaba y hedía, pero la niña estaba limpia y sin olores. Era perfecta.

Tener los pulgares cortos no era una gran maldición, al menos comparada con descubrir enseguida que para ti solo existía una persona en el mundo. La maldición de tener esa cosa que cualquiera buscaría toda la vida, que todos esperan, demasiado presente, demasiado cerca de tu alcance, desastrosamente pronto. La tenías en las manos y aun así se te negaba, como se le niega la luna a la rana. Los años previos a que Miriam Zimmer pudiera organizar su personalidad adolescente, los años antes de que aprendiera que tenía derecho a mandar a paseo a Lenny, a decirle «carretera y manta» o que «ahuecara el ala», antes de que pudiera exigirle que dejara de atosigarla con sus atenciones, pedirle que mantuviera en secreto su fe, es posible que aquellos años fueran los mejores de su vida. En alguna otra ocasión su prima se le había sentado en el regazo. Una vez para leer un tebeo que Lenny le regaló cuando la niña tenía seis años y él catorce. Un año después para ver el primer televisor que entró en Sunnyside Gardens, cuando todos los niños de varias manzanas a la redonda se juntaron en el mismo salón a maravillarse. Aquellos años antes de que lo expulsaran de la isla que había descubierto el día que la cogió por primera vez en brazos. Para dejarlo que se ahogara en el horrible mar. En ocasiones la niña lo veía en el mar, otras veces no. Pero nunca le rescataba. Lenny había querido a su prima toda la vida.

Lenin Angrush había nacido tres veces. En 1932 había llegado al mundo. En 1940, cuando tenía ocho años, le habían puesto en brazos a Miriam. En 1956 Kruschev había arruinado la ilusión comunista y había sido en ese instante cuando el verdadero comunista había echado a volar libre de la historia, como el humo. Los más débiles, entre los que se incluían prácticamente todos los que Lenny conocía de vista o de oídas, se hundieron con su sueño. Algunos abandonaron el rebaño. Así las cosas, el rebaño, el PC americano acabó hecho unos zorros.

El papá y la mamá de Lenny, en concreto, huyeron. Zalman e Ida, pero para Lenny, papá y mamá. Volvieron a hacerse judíos y se marcharon a Israel a cultivar olivos con primos Angrush todavía más lejanos, los que estaban devolviendo lo semita a lo semítico, construyendo un mundo judío nuevo fundado en un cacho de desierto, en cuatro frases arenosas del Viejo Testamento. Un refugio de la política del siglo XX oculto en la política del siglo VI a. C.: ¿por qué arriesgarse a la guerra del presente cuando todavía podía elegirse revivir la guerra del pasado? Le preguntaron si quería irse con ellos. Lenny dijo que no y se marcharon antes de que se graduara en el Queens College. Sus asientos quedaron vacíos en la ceremonia.

Menos de un mes después una pareja irlandesa tomó posesión del hogar de los Angrush en la calle Packard. Lenny podría haberse esfumado entonces de Sunnyside Gardens, huir al ver el hogar de su niñez ocupado, otra mezuzá arrancada, esta vez para lijar y repintar el marco de la puerta de verde chillón sin dejar ni rastro del pasado. Sin ningún recuerdo de sus padres. Olvidados en el agujero de la memoria junto con todo lo demás, en el silencio que se adueñó con alivio de todo lo que el silencio podía cubrir, todo menos las caras, caras como estoicos sumideros donde esconder los remordimientos. Los recientes ex comunistas, a diferencia del papá y la mamá de Lenny, todavía rondaban el lugar, desafiándote a que mencionaras lo que sabías de sus nuevas afiliaciones, de las afiliaciones sostenidas durante dos décadas y abandonadas de la noche a la mañana. Lenny podría haberse desvanecido como tantos otros. A los veinticuatro años era lo bastante joven para fingir que todo había sido idea de sus padres. Ya había comenzado a trabajar con monedas. Podría haberse mudado al YMCA, trazar una órbita que eludiera por completo Sunnyside Gardens.

En cualquier caso, en 1956, gracias a Kruschev, Lenny habría nacido por tercera vez. Tanto si hubiera huido como si se hubiera quedado. Una noche de verano estaba de pie en los jardines, no, para variar, en su salón ni en el de Rose ni en ninguno de los otros donde se celebraban reuniones formales o informales, sino en los jardines de los Gardens, en el trozo comunal de parterres y huertos sin barreras, algunos cubiertos de hierbas o dedicados a alimentar el crecimiento de algunos arbolillos que en el futuro darían sombra. Había salido a contemplar las estrellas y disfrutar de un cigarrillo (en su despilfarro, ese verano Lenny se había aficionado a fumar cigarrillos, un hábito que pronto abandonaría, un sacrificio de austeridad como tantas otras vanidades, como los calcetines conjuntados, el enjuague bucal o los paraguas, todos ellos lujos burgueses). Se plantó entre las parcelas, de zanahorias y nabos, como si todavía rigiera el racionamiento de la guerra; a lo lejos crecían unas rosas enanas, bajo un columpio hecho con un neumático colgado de la rama más resistente del árbol más viejo. Se quedó echando el humo a las estrellas titilantes y fijas, a los aviones cruciformes que se inclinaban hacia La Guardia o Idlewild. Desde donde estaba, en el centro de un complejo urbanístico diseñado para el acuerdo, Lenny oía voces. Peleas, desesperación, promesas rotas. Esas eran las voces que, si te permitías sintonizarlas, si te quitabas los tapones mentales de las orejas, te llegaban ese verano desde las ventanas abiertas de todas las cocinas. Riñas desesperadas con la historia, con el destino, con uno mismo. El comunismo americano, nacido en los salones, había ido a morir a la cocina.

Una ventana de una cocina permanecía en silencio, aunque la bombilla pelada encendida demostraba que no estaba vacía. La prima Rose no tenía con quién discutir. La habían echado del partido pocos meses atrás. Su marido comunista de pura raza, ya fuera porque era demasiado comunista o demasiado alemán para quedarse o porque no la soportaba, hacía mucho que se había marchado. Su amigo, el poli negro, estaba en casa con la familia. ¿Y Miriam? Miriam a los catorce años ya vagabundeaba. A los dieciséis, se había largado. Se había exportado de los Gardens, adondequiera que se le pasara por la cabeza a la nueva estudiante de instituto, a la heladería Morgenlander de Queens Boulevard o al sótano recién enmoquetado de los Himmelfarb, su «cuarto de juegos». Solly Himmelfarb, el buen judío que ahora trataba con prepotencia a los comunistas: se lo tenían merecido. El mismo empeño voluntarioso que habían desperdiciado en reuniones, dilapidado a la espera del nuevo mundo que vendría, Sol lo había invertido durante décadas en su tienda de muebles de la avenida Greenpoint, vendiéndoles a judíos e irlandeses por igual. Durante las privaciones de la guerra, sin nada nuevo que ofrecer, vendía muebles usados. Los compraba y los revendía al doble de precio sin la menor vergüenza. Astuto él, no vendía Himmelfarb, sino Lujo Moderno. Bajo ese nombre ganó un poco de lujo para sus hijas: la habitación del sótano con teléfono propio, de modo que Miriam podía llamar a la cocina de Rose y avisar de que volvía a quedarse a cenar con los Himmelfarb. A sus veinticuatro años, Lenny probablemente comía en la mesa de sus padres, antes de que se marcharan a la tierra prometida, más a menudo que la aprendiz de fugada en la de Rose. Así que en esta hora de recriminaciones y tormentos, con los niños pequeños acostados, expuestas las almas cansadas en las mesas de las cocinas, Rose estaba sola. Lenny vio la sombra de su prima cruzando la pared. Rose abrió la nevera para servirse un vaso alto de zumo de tomate. En el horno, la cena, algo congelado. O no. Posiblemente sardinas y galletas saladas, una opción igual de buena en términos de desesperación y comodidad.

Lenny podría haber huido de esa escena, esa noche y para siempre.

Entonces se dio cuenta de que no estaba solo. Oyó un arañazo en la tierra, al principió pensó que de un animal, de una rata o una ardilla a punto, Dios no lo quisiera, de treparle por la pernera. No, un niño… un adolescente, cosa increíble, arrodillado entre las flores, removiendo la tierra con un rastrillo de mano. Lenny aplastó la colilla y se acercó a echar un vistazo. Carl Heuman. Era más o menos de la edad de Miriam Zimmer, su compañero de clase, aunque con quince años las niñas eran mujeres y los niños solo niños. Heuman andaba siempre rondando por ahí, invisible, un testigo, una esponja. Un chico serio; Lenny le había visto incluso en reuniones del partido tratando de pasar inadvertido, ayudando a las señoras de la cocina a rellenar la bandeja de almendras o servir el té mientras grababa en su mente el universo adulto. Ahora Heuman cuidaba de las caléndulas de sus padres a la luz de la luna mientras ellos se atacaban a degüello a propósito de las verdades innegables y demoledoras de Kruschev. Una babosa entre la hierba, que iba dejando un rastro de babas adolescentes a su paso. Lenny había sido igual, no hacía tanto.

—No te había visto.

Heuman no dijo nada.

—¿Te gustan las flores?

El muchacho se encogió de hombros con gesto abatido.

—¿Alguna vez te has planteado interesarte por la numismática?

—¿Qué?

—Por las monedas.

—Si deshierbo las flores mi padre me llevará a un partido.

—¿Te gusta Cal Abrams?

Los Dodgers habían tenido un jardinero judío, aunque sin punto de comparación con Duke Snider.

—Erskine. Quiero lanzar.

Lenny no tuvo coraje de decirle al chico lo que sabía: los de la pasta estaban llevándose a los Dodgers. Había una razón por la que Walter O’Malley había vendido Ebbets Field: tenía puesta la vista en el oeste. Los poderosos correctores del béisbol segregado, equipo oficial secreto del Partido Comunista americano, ahora flirteaban con la idea de tener sol todo el año. Bronceados potentados judíos del cine ocuparían las gradas en lugar de pálidos centroeuropeos a medio americanizar.

Los mayores lo sabían y no sabían cómo contárselo a los críos. Un poco como Kruschev, el adulto de Moscú, obligado finalmente a romper el corazón infantil del PC americano.

Todas las afiliaciones caían en la vileza.

Lenny podría haber volado todo el tinglado.

—¿Lanzas con la izquierda? —preguntó, basándose en cómo agarraba el rastrillo Heuman. No era un chaval alto.

—Eh, sí.

—Los zurdos aguantan. Mira cuántas oportunidades le están dando al memo ese de Koufax. ¿Tienes curva?

—No lo sé.

—Te enseñaré.

Hacía diez años que Lenny no pisaba un campo de juego… los otros niños aprendieron a lanzar rozándole la cabeza y él terminaba mordiendo el polvo, así que lo dejó. Pero podía pelotear con el pobre chaval. Si Heuman tenía algún talento, podía enseñarle a lanzar dibujando una buena curva. Salvar algo de aquella ruina, donde una lluvia de galimatías siguió cayendo toda esa preciosa noche de junio de 1956, la noche del día en que el texto completo del Discurso Secreto de Kruschev, pronunciado en febrero, apareció publicado en The New York Times.

Lenny podría haberse alejado sigilosamente de la zona del desastre sin que nadie dijera ni mu.

En cualquier caso, se fuera o se quedara, comenzaba una vida nueva. Esa noche, mientras alentaba a un pitcher de quince años en el barro de los parterres de sus padres, Lenny sintió que el viejo comunismo, la obediencia a Moscú, se desprendía de su espíritu como una piel fina, una capa intrascendente, que se secó y se cuarteó y, cuando se la llevó el viento, dejó ver debajo un nuevo ser sonrosado. A la semana siguiente Lenny comenzó a trabajar en Real’s Radish & Pickle, cargando toneles. La prima Rose, que se lo encontró sentado en la oficina encorbatado para la entrevista, se lo quedó mirando como si estuviera loco, lo que le convenció de que hacía lo correcto.

Rose y Miriam eran su brújula, si es que una brújula podía tener dos agujas, una quieta y la otra saliendo disparada hacia lo desconocido. Rose, atrincherada en los Gardens y su vecindario, atrincherada en su Patrulla Ciudadana por las aceras, obcecada en rencillas locales. Y en el fondo atrincherada, sostenida por la rabia, en sus creencias. Una forma de vida imposible de cambiar, incluso aunque nunca lo mencionara. La habían echado, Lenny lo sabía. La expulsaron antes de inmolarse en las directrices corruptas de Moscú. Lenny eligió a Rose como modelo: la Ultima Comunista. Jamás le dijo a ella lo que sabía, ese reconocimiento, salvo a través de su presencia. Eran dos, una célula resistente. Rose era la aguja de la brújula de Lenny que nunca vacilaba.

Miriam, el pajarillo que voló. Lenny la veía de vez en cuando, explosionando en sus años de instituto, parecía que cada vez que la miraba le habían crecido un par de centímetros los pechos. A él le dolía el regazo por el bebé que había sostenido, por la niña que había tenido tiempo para su primo hacía solo unos años hasta que se alejó de él. Miriam todavía no había cumplido ni dieciséis años el sábado en que le espetó por primera vez un saludo formal mientras estaba sentado a una mesa de ajedrez al aire libre del parque de Washington Square, enfrascado en una partida interminable con uno de esos que nunca se rendían. Tenías que demostrarles a esos schmendriks que los habías derrotado, explicárselo no bastaba, puesto que muy de vez en cuando no era así. A duras penas conseguías acabar en tablas por ahogado, aunque esa era una expresión que por lo visto se negaban a aprender, quizá por temor a que pudiera aplicarse al conjunto de su existencia en general. Se le acercaron Miriam y una amiga negra, salvando la distancia entre Sunnyside y Greenwich Village, y Lenny, incorporándose de su postura de interrogante, prácticamente se enderezó como vino al mundo. Miriam lo descolocó tanto como si hubiera llegado a caballo y le hubiera saludado desde lo alto de la silla.

Miriam y la chica negra llevaban gafas de sol. Eran dos adolescentes riéndose de Lenny sin darle tiempo ni a abrir la boca. ¿Qué le hizo comprender al instante que tenía la bragueta abierta? Debería llevar horas así. Se subió la cremallera e inmediatamente renunció a la partida, para pasmo del schmendrik, a quien sencillamente comunicó con un ademán «No tienes ni idea».

—¿Qué haces por aquí, Mim?

—Vamos al cine, si nos invitas a las entradas.

—¿Y esta quién es?

—Janet. Mi mejor amiga.

Si pretendía provocarlo, Lenny no picó.

—¿Vives en Manhattan, Janet?

La chica negra negó con la cabeza y Miriam contestó:

—Nos hemos conocido en el instituto, primo Lenny.

Lenny miró con mayor atención a la amiga de Miriam, preguntándose si tendría relación con el poli de Rose. Pero el poli y su mujer tenían un hijo varón y único, sin hermanas mayores. De modo que se trataba del típico rebote instintivo de Miriam contra Rose: si mi madre se esconde con su negro, yo enseño a los míos.

—Genial, me sorprende no haberte visto antes por el barrio. A ver, ¿por qué no volvéis a Queens? También hay cines.

—Nos gustan más los de aquí.

Las chicas se rieron otra vez al unísono tras las gafas de sol, que regalaban a Lenny reflejos fragmentados de su rostro desconcertado. Pese al ambiente general de locura, Lenny dedujo que si algo había en aquella gran amistad, incluso aunque se hubiera fraguado ese mismo día y desapareciera al siguiente, podía florecer en Greenwich Village mucho mejor que en las proximidades del Instituto de Secundaria 560.

—Bueno, ¿y qué vais a ver? ¿Alguna de Mickey Rooney?

—De William Holden. ¿Te apuntas?

—No aguantaría toda esa bazofia entera. Opio para la masa. Pero os acompañaré.

—Invítanos al metro.

—Si no tenéis ni para la peli, no deberíais coger el metro.

—Tenemos dinero, pero no nos llega para las palomitas.

—Pues os invito. Así, cuando Rose se entere de que nos hemos visto, no tendré nada que ver con William Holden: simplemente os di de comer. Os llené el estómago y os recomendé que volvierais a familiarizaros con la línea 7, que es, que conste, para lo que estoy aquí.

Lenny, que se sentía cada vez más cómodo en la ilusión de estar al cargo de las chicas, sabía no obstante que era solo eso: una ilusión. Por lo visto había que dejar que Miriam pasara por una breve fase beatnik.

Con veintitrés, veinticuatro y veinticinco años, Lenny saboreó el lujo de creer que estaban en el tránsito más incómodo de su relación. Un niño de ocho años podía amar a un bebé, cómo no: era una locura, pero innegable, y nadie podía interponerse en su camino puesto que era una locura y un secreto. Un niño de catorce años también podía amar a una niña de seis, porque no solo ella estaba en un estadio contenido y presexual sino que él, salvo por un puñado de sábanas mojadas y pajas furtivas, se encontraba más o menos en idéntica situación. Un primo ya adulto —un primo segundo, Lenny se aferraba a esta distinción— podía casarse con su prima ya adulta. Cuando tuvieran, por ejemplo, veintiocho y veinte años, respectivamente. Esperaría. Pero un hombre de veintitrés o veinticinco años no podía amar a una inmadura que recién estrenaba pechos e iba dando tumbos por todos los rituales adolescentes de crecimiento. Lenny suponía que ambos lo sabían, aunque no podía confirmarlo, y por tanto se veían forzados a rehuir la zona de peligro, era una reacción defensiva. Las relaciones entre primos se volvían necesariamente irónicas, cáusticas, esporádicas. Era algo pasajero.

Lenny tuvo algunas citas durante esos años.

Lenny viajó varias veces a la calle Ciento veinticinco a que le quitaran el polvo.

Lenny se compró por un dólar un caro traje a medida del ropero de un hombre que a todas luces había muerto de pena.

Lenny, tras demostrar ser un inepto redomado para cargar toneles, fue despedido de Real’s Radish & Pickle.

Lenny, tras demostrar ser el mejor experto autodidacta de toda la ciudad en los rasgos distintivos de las monedas estadounidenses, en las excentricidades relativas a las diversas acuñaciones y reediciones de la arrogante Águila de Plata y las modestas Níquel Cabeza de Búfalo y Centavo Lincoln por igual, y tras aprender a reprimir la tendencia a aleccionar a numismáticos sin ningún interés fuera de su especialidad sobre las implicaciones políticas y filosóficas inherentes a la misma, poco a poco fue haciéndose imprescindible en las transacciones del mostrador de la Numismática Schachter de la calle Cincuenta y siete. Después de invertir tres años rondando por el mostrador, por fin, a regañadientes, se le asignaron suficientes horas evaluando colecciones para costearse el alquiler de la calle Packard y disponer de tiempo para el ajedrez.

Una noche, mientras metía mano a una chica que había sacado de una fiesta de un piso situado encima de una lavandería de la avenida Greenpoint con la excusa de estrenar un paquete de cigarrillos, la chica lo paró y le preguntó:

—No me reconoces, ¿verdad?

—¿Cómo te llamas?

Una forma de ganar tiempo. Tenía una melena negra y un cuerpo precioso que estaban volviéndolo loco y una nariz y unos labios que casi se le caían de la cara, unos rasgos varios años mayores que la figura que lo había cautivado desde el otro lado de la sala, donde estaba sentado encima de un radiador apagado. Probablemente, la cara de su madre, que había ocupado prematuramente el rostro de la hija: una buena razón para salir de la sala iluminada a la oscuridad de la calle. Y ahora le pedían que se concentrara en reconocerla. Entrecerró los ojos para fingir concentración.

—Susan Klein. Íbamos al mismo instituto. Tú ibas un curso por delante.

—Por eso no te he reconocido.

—Me tenías fascinada.

—Espero que todavía te fascine.

Ella no le hizo caso.

—Mi mejor amiga salía con un chico de Sunnyside Gardens. Moe…

—Sí, Moe Fishkin.

—Me lo explicó ella y se me quedó grabado. Los chicos de Sunnyside Gardens son judíos, sí, pero no lo parecen.

La desgracia innombrable de sus creencias. Lenny se limitó a sonreír. En 1959 nadie decía «Soy comunista», solo en las pelis, y siempre era un villano de tez morena y moribundo que expiraba sus últimas palabras con el cuerpo acribillado de plomo del FBI, o algún chaval insensato y tuberculoso, puede que Robert Walker o Farley Granger, enfrentado a las consecuencias de sus actos traidores. Todas las simpatías, afiliaciones, ansiedades, se silenciaban: no digas nunca «Rosenberg», no digas «Hiss», ni siquiera pronuncies jamás la palabra «capitalismo» por miedo a implicar su contrario. La vida cotidiana era un paciente que había sobrevivido a una espantosa operación a vida o muerte, la de ser amputada por completo de la historia. En cualquier momento podrían volver a abrirse las heridas.

—Moe Fishkin se alistó el verano de 1956.

Que Susan Klein se preguntara por qué en aquel momento un intelecto prometedor como Fishkin se había arrojado a las filas del servicio anónimo a su nación. Kruschev le había lobotomizado la moral. Lenny cerró la boca en torno a las facciones maternales de Susan Klein e insertó la mano por la cremallera lateral del vestido, localizó el final de la espalda e inició la incursión hacia sus tetas de hija.

En aquellos años Lenny ideó los Sunnyside Proletarians, un escondite a plena vista para la verdad. Ya que el nuevo equipo de béisbol representaría en forma codificada a los Dodgers y los Giants, que lo innombrable recibiera un nuevo nombre, que se encontrara lo perdido. O quizá nunca se hubiera perdido porque jamás había existido.

El auténtico comunismo era por definición una profecía del futuro.

En 1958, en 1959, el comunista auténtico colgaba del vacío, apoyado en nada, pero seguía adelante, despojado de ilusiones. Ya no quedaba la opción trotskiana puesto que también Trotski había sido cómplice. Nada de Frente Popular, ni Trabajadores Industriales del Mundo, ni Esta Guitarra Mata Fascistas, ni El Comunismo es el Americanismo del Siglo XX. La comunista auténtica abría otra lata de sardinas en la cocina. El comunista auténtico juntaba los labios y echaba aliento para humedecer ligeramente una corona austríaca de oro de 1915 antes de limpiarla con una gamuza.

El comunista auténtico estaba esperando.

Entonces, en los albores de una nueva década, Miriam le presentó a su primo al cantante folk irlandés y este se alegró de conocerlo (dum, dum, dum) y Miriam le dijo a su primo que había conocido al hombre que sería su marido y al poco tiempo Lenny Angrush comprendió que había desperdiciado toda la vida, perdido la dote que esperaba su corazón, la que había anhelado desde el día que el niño de ocho años acogió al bebé en pañales en el recinto de sus brazos, en su regazo y sus piernas cruzadas, a cambio de una mierda de ripios que ni siquiera tenían melodía, el himno de un equipo de béisbol que nunca existiría.

Lenin Angrush entró en los confines del estadio de Flushing, bautizado en honor a Shea, solo una vez. En 1964, el año de la inauguración: entró antes de que se jugara un partido oficial y no regresó jamás. Para entonces la canción de Tommy había caído en un misericordioso olvido, el nombre Sunnyside Proletarians prácticamente se había desvanecido y Lenny había dejado por completo el béisbol, salvo cuando la vista se le iba involuntariamente al laberinto de resultados del Daily News, expuestos para saborear los logros residuales de los Dodgers que habían sido de Brooklyn y ahora trabajaban en Los Angeles, cuyas estrellas de Brooklyn iban apagándose una a una bajo el sol abrasador, aparte del ascendente Koufax. Lenny no supo cogerle gusto a la tradición efectista de los Mets, dirigidos por Casey Stengel y desde el principio una completa farsa, una fantochada publicitaria. Para entonces era un hombre del ajedrez y las monedas, también un escribano, esclavizado durante las horas de trabajo redactando una monografía del Águila de Oro. La prematura mediana edad de Lenny, cuya potencialidad podría habérsele detectado fácilmente a los quince años, se encontraba, ahora que tenía treinta y dos, en pleno apogeo.

Sin embargo una vieja promesa a Carl Heuman venció al voto de no honrar jamás con su presencia el estadio de Flushing. El chaval había aprendido a lanzar curvas. Medía solo uno setenta y ocho, sus bolas rápidas probablemente nunca rebasarían los ciento treinta y cinco kilómetros por hora, llevaba gafas, pero su curva quebraba. Los bateadores universitarios mordían el polvo persiguiéndola, lanzaban los bates a la caseta tras ella, Lenny lo había visto. Y siempre quedaba la zona de calentamiento. Carl Heuman no podía ser mucho peor que lo que habían presentado los Mets en el 63: podía reducir pérdidas tan bien como cualquiera de los que sacaban a jugar en esos momentos, ¿no? De vuelta de dos años en el Cuerpo de Paz, encima se había desprendido de sus mofletes de bebé (vete a saber, quizá pilló la solitaria en los trópicos). De vuelta, obligado por su madre a estudiar odontología, Carl Heuman todavía soñaba con el béisbol. Lenny cumplía sus promesas.

De modo que telefoneó al abogado corporativo cuyo poder no había hecho más que crecer. Al poderoso Shea. ¿Todavía le atendería? Le atendió. La semana en que el equipo se mudó de Saint Petersburg para aclimatarse a su nueva sede, Lenny acompañó a Heuman a la entrada del club de tribuna sin acabar de creerse que lo había conseguido, aunque no dejó traslucir la menor inseguridad.

Los encargados de las puertas del perímetro del estadio y de los vestuarios no opusieron resistencia alguna, tampoco demostraron ningún interés. Confirmaron que el apellido Angrush constaba en sus listas y les dejaron pasar encogiéndose de hombros. Un entrenador les acompañó hasta el lugar donde Heuman podría ponerse la segunda equipación, gris y con «Nueva York» en el pecho, lo único que tenían disponible en su talla. Heuman dejo las gafas a un lado mientras se cambiaba, luego se calzó la gorra de béisbol y solo entonces volvieron las gafas a su cara, a regañadientes. Después el entrenador los acompañó por el túnel y el corto tramo de escaleras y salieron al enorme dónut recién mordido que dibujaba el estadio, a la fortaleza que Shea y Rickey habían obligado a la ciudad a construir, y por un momento Lenny sintió que todo su rencor salía volando hacia el cielo, justo por donde pasaba un ruidoso jet. Sus motores retumbaron en el hormigón de la cueva y en la tierra y en el césped. Los Mets estiraban en el jardín y en la jaula y Heuman fue conducido directamente al montículo, detrás de una protección que le permitiría lanzar a salvo de las pelotas rápidas. El entrenador arrastró a Lenny consigo de vuelta tras la línea de foul, a esperar en la caja y observar. Heuman lanzó varias pelotas flojas al receptor, luego apareció un Met con la primera equipación, blanca, y un bate. Heuman no se volvió a mirar a su benefactor, siguió absorto en la tarea, en el momento.

—¿Quién es ese?

—¿El bateador? Se llama George Altman. Un jardinero nuevo. Hizo muy buena pretemporada.

—¿Capaz de batear una curva? —Lenny no pudo reprimirse.

—La pregunta del millón.

Heuman lanzó cinco pelotas antes de que Altman fallara. A partir de ese momento entró en situación y dejó al bateador en ridículo en tres abanicos seguidos, pero el entrenador no estaba atento.

—¡Qué tío! —gritó Lenny, que quería atraer las miradas hacia la promesa que tenían delante aunque se sintiera idiota.

Altman bateó un foul largo, quizá un triple a la esquina. Lenny no pudo verlo desde donde estaba. Un recogepelotas corrió a por la bola. La escena, con pelotas volando por todos lados, jugadores esprintando, no parecía la ideal para valorar nada. Carl Heuman mantuvo la concentración en pleno caos, con el ceño fruncido con sinceridad y empeño, tan olvidado como la noche en que Lenny se lo encontró removiendo el barro del parterre, la noche en que murió el comunismo. Era como si solo Lenny pudiera verlo, como un amigo imaginario.

Otro bateador ocupó el lugar de Altman. Roy McMillan, el viejo paracorto. Debía de funcionar así. Un veterano como McMillan, básicamente un cazatalentos de uniforme, evaluaría la situación. Un bateador no podría apartar la vista del muchacho del montículo como por lo visto hacía el resto del universo sin ningún problema.

—¿Cuánto rato quiere seguir? —preguntó perezosamente el entrenador, después de una quincena de líneas de McMillan.

—¿A qué se refiere?

—Depende de ustedes.

—¿La prueba ha terminado?

—¿La prueba?

—A eso hemos venido.

—A mí me han dicho de la oficina que dejáramos practicar unos tiros a su hijo. Como un favor a Bill Shea.

Y allí terminó la carrera de Heuman, ese día en el montículo, bajo los aviones. Un día soleado. El niño de Sunnyside Gardens que una vez practicó con los Milagrosos. Lástima que Lenny no llevara una cámara. Sin la prueba fotográfica el momento se perdió en la leyenda, el dentista siempre estaría dispuesto a contártelo si se lo pedías y callaría en caso contrario. No embellecía la historia: No le lancé a Kranepool, no, ni a Choo Choo Coleman, no, explicaba con paciencia, ni a Art Shamsky. Shamsky todavía no estaba en el equipo. Hablaba sin decepción, nada había alterado su devoción por la Liga Nacional, no, el dentista era un aficionado, a pesar de que en todas las visitas que siguieron al estadio de Shea tuvo que pagar entrada.

Lenny no. Los Mets no recibieron ni un solo centavo de su bolsillo. Lenny no necesitaba para nada a ese equipo de Perdedores Encantadores imaginarios. Conocía a demasiados necesitados de amor auténticos.