El obispo de la diócesis de Málaga, Antonio Castro, observaba los periódicos que su secretario había recogido de la puerta del obispado. Desde hacía años, un kiosquero le traía dos periódicos locales y uno de tirada nacional para que cuando llegase al comedor, a eso de las siete y cuarto, siempre se los encontrase encima de la mesa. El obispo disfrutaba de ese momento y solía recrearse en los periódicos un buen rato antes de leerlos. Le deleitaba esa disposición perfecta que tenían las hojas del diario antes de ser abierto, su olor a papel recién impreso, su apariencia de objeto inmaculado, casi aséptico. Después le parecería que todo ese encanto se le iba esfumado cuando ya eran manoseados. Tampoco le gustaba los suplementos de economía que trababan la parte central del diario, por eso su secretario procuraba quitarlos sin desarreglar en exceso las hojas, para que todo estuviera a su gusto. A veces, si el periódico venía más arrugado de lo conveniente, el secretario le pasaba una plancha seca colocada sobre un trapo para que la tinta no se corriese y todo quedara bien apelmazado, al antojo del señor obispo. Solía leer primero los periódicos locales al comienzo del desayuno, cuando daba cuenta de su vaso de zumo de naranjas recién exprimidas. Después se tomaba un café con sacarina y un par de tostadas de pan de molde untado con una mantequilla de oveja que le mandaba su amigo, el obispo de Ávila, cada dos semanas. Finalmente, si era miércoles, acompañaba el desayuno con un huevo de granja poco cocido que le habrán servido con la cascara abierta para ser untado con una rodaja de pan, hecho en la propia cocina del obispado. El obispo invertirá todo ese tiempo sólo para la lectura de los dos periódicos locales, dejando el periódico nacional para después, cuando se levante de la mesa y se siente junto al sofá del salón que hay frente a los tres ventanales del comedor, los que dan de cara a toda la fachada de la Catedral de Málaga, desde la torre del campanario hasta la otra torre, la que aún está sin acabar. Aquella característica de la Catedral fue lo que más despertó su curiosidad cuando tomó cargo de su obispado hace casi veinte años. Ya entonces sabía de aquella peculiaridad del edificio que le había dotado de personalidad propia. Así lo asumía parte de la población de la urbe, que la bautizó como “la manquita”, mientras que la otra mitad se horrorizaba pensando en que su Catedral llevaba doscientos años de parón. El obispo quiso poner aquel tema de la finalización de la Catedral como una cuestión importante de su prelado, pero se dio cuenta de que aquel gesto solo traería la animadversión de una parte de la ciudadanía; y para esas cosas don Antonio Castro, obispo de Málaga, sabía muy a la perfección cómo manejarse para no tener descontento a casi nadie. Ese era el signo de su carrera sacerdotal. Desde que salió del seminario de León en el año 1965, a poco de terminar el Concilio Vaticano II, siempre supo atraer las simpatías de quienes disponían las jerarquías, obrando con complacencia en el buen servicio de la iglesia. Aquella disposición de cuerpo y alma le llevó a Roma en los años 70, donde ejerció cargos administrativos en la Santa Sede y aumentó sus contactos dentro de la jerarquía, hasta que el destino, o el designio de alguien, lo llevó de nuevo a España ya con cargo de obispo. Así fue de ciudad en ciudad hasta recalar en Málaga a mediados de los 80. A partir de ahí, su estrecha relación con Roma dimensionó su figura entre una sociedad malagueña que soñaba con tener todo un cardenal regentando la diócesis. También supo recoger simpatías entre las hermandades malagueñas, uno de los poderes fácticos de la ciudad, capaces de influir hasta en las decisiones urbanísticas del Ayuntamiento para favorecer los recorridos de sus tronos en Semana Santa.
– Señor, tiene una llamada del padre Fabián, el párroco de la iglesia de las Angustias, en El Palo.
El secretario trajo el teléfono inalámbrico y se lo dejó encima de la mesa. Dió tres pasos atrás y se quedó a una distancia prudente para no estar dentro de la conversación.
– Me ha dicho que es muy urgente, señor obispo, así que no he tenido otro remedio que traerle el teléfono.
– Está bien, Pablo – le respondió el obispo mientras apoyaba el periódico sobre uno de los brazos del sillón, sin cerrarlo, a la espera de retomar la lectura por donde lo había dejado –. Me extraña tanta urgencia siendo sábado.
El obispo estuvo cerca de cinco minutos enganchado al teléfono sin hablar. Gesticulaba con la cara y dirigía extrañas miradas a su secretario, quien no obtenía pista alguna sobre lo que estaban hablando. En esos cinco minutos, el padre Fabián le narró todos los detalles del extraño fenómeno de la lágrima de sangre en la cara de la Virgen del Rosario, que hacía tan sólo tres cuartos de hora que había ocurrido.
– Es demasiado aventurado pensar que es sangre, ¿no le parece, padre? – inquirió el obispo, que pareció salir de su mutismo.
– Eso es lo que parece, y eso es lo que dice la gente que lo ve – respondió el padre Fabián –. Tendría que estar aquí para verlo y darse cuenta de lo extraño que es todo esto.
El obispo se frotaba los ojos con los dedos pulgar e índice de su mano izquierda hasta acabar pellizcándose el puente de la nariz, donde quedaban las marcas de sus gafas de leer. Ahora miraba a través de la ventana, aunque en realidad parecía fijarse más en el reflejo difuso de su rostro proyectado sobre los cristales, a pesar de que la claridad exterior ya era evidente.
– Vamos a ver, padre. ¿Me está usted diciendo que la gente lo está viendo? – ahora el obispo parecía caldearse -. Pero por el amor de Dios, ¡cómo se le ocurre!
El padre Fabián tardó bastantes segundos en contestar, dejando en el obispo la sensación de que había colgado.
– Le recuerdo, señor obispo, que esto es una iglesia, y que no puedo impedir que la gente entre y salga.
El secretario del obispo se acercó y le dio una ligera palmada sobre el hombre para advertirle de un nuevo aviso. El obispo tapó el auricular del teléfono y le hizo un gesto con el hombro para interesarse por aquel aviso de su secretario.
– La alcaldesa está abajo, esperándole – le susurró el secretario –. Nos ha dicho que quiere hablar con usted en persona.
– ¡La alcaldesa! – exclamó el obispo con sorpresa mientras recibía un gesto afirmativo por parte de su secretario. Ahora el obispo se preguntaba si tenía algo que ver la noticia del padre Fabián con que ella estuviese allí.
– Bueno padre, hablo con usted más tarde, tengo a la alcaldesa subiendo las escaleras.
El obispo colgó el teléfono y se lo entregó de inmediato a su secretario, quien lo dejó sobre un mueble que hacía de mesa de centro, pero cuyas características ornamentales, con relieves de San Pablo cayendo del caballo a las puertas de Damasco, le hubiese valido un hueco en cualquier sacristía. La alcaldesa entró al salón mientras una mujer del servicio se apresuró a despejar la mesa donde el obispo había tomado el desayuno.
– Querida amiga – el obispo se acercó a ella con pose complaciente –, no hacía falta que subieses hasta aquí, mi secretario iba a informarte ahora mismo de que pensaba bajar…
– Me imagino que ya sabes por qué estoy aquí… ¿verdad?
La alcaldesa interrumpió al obispo, desentendiéndose de lo que le estaba contando. El obispo reaccionó mirando primero al teléfono y luego al secretario, como queriendo comunicarle que su sospecha le hacía pensar en el padre Fabián.
– Bueno, entiendo que será por lo de la parroquia del El Palo – le contestó el obispo, dejando el suficiente margen de maniobra a la posibilidad de que la alcaldesa se refiriese a otra cosa.
– ¡Pues qué va a ser, querido Antonio! – le respondió la alcaldesa, que rompía el distanciamiento inicial llamándole por su nombre y apoyando su mano sobre el antebrazo del obispo.
La alcaldesa, Ana Vivanco, llevaba dos legislaturas como regidora, en cuyas elecciones había conseguido sendas mayorías absolutas. Era una combinación extraña de mujer de derechas, más cercana a la efectividad de sus tareas que a lo prosaico de sus discursos, pero con cierto populismo de calle que le hacía sentirse cómoda llenando sus mensajes electorales con frases propias de una izquierda comprada a granel. Solía mirar a los ojos: era una mujer segura de sí misma que no necesitaba que nadie le viniese hablando sobre la igualdad de la mujer o la discriminación positiva. Se sentía superior a sus contertulios, fuesen hombres o mujeres, que en su mayoría solían formar un coro de palmeros que usaba para rellenar actos, fotos y a veces concejalías. Así es la política, solía repetirse, si buscásemos gente perfecta seguro que no se meterían a políticos, o si no, no serían tan perfectos. Con esas frases solía dilapidar cualquier conversación que contuviese alguna crítica hacia ella o hacía sus acólitos, elegidos por conveniencia, propia o ajena. Como buena líder, sabía gestionar sus fidelidades sin probarlas más allá de un mitin o un apoyo en una votación de partido. Sabía por experiencia que en el páramo de los ideales sus compañeros de viaje podían ser también su cruz. Rondaba los cincuenta y cinco años, así que su travesía política comenzó durante la transición española, en una época donde todos lo de su generación juraban haber sido antifranquistas y haber llenado las celdas de Carabanchel. Tantos años de experiencia le ayudaban a manejarse en todos los caladeros de la política, y lejos de ser una regidora local de segundo orden, había ostentado cargos de primera fila en la política nacional, prefiriendo dejar sus últimos años para la alcaldía de su ciudad, en lugar de un retiro dorado en el parlamento europeo. Le gustaba verse en ferias de barrio, mercados y eventos culturales, aunque fuesen organizados por movimientos de tilde izquierdista. Pero, por encima de todo, le encantaba aparecer en todas las salidas procesionales de la Semana Santa, combinando horarios, atravesando calles y atajos para no perderse ninguna salida ni encierro. Jugaba a llevarse bien con los Hermanos Mayores de cada hermandad. Desfilaba encantada en la procesión del Viernes Santo delante del trono del Sepulcro, con los compases de la música del réquiem de Mozart, coronada con su mantilla y su peineta de Carey. Ése era su momento.
La alcaldesa se dirigió a la mesa donde el obispo había desayunado y se sentó en un lateral. El obispo la secundó y llamó al servicio para ofrecerle un café, que la alcaldesa aceptó. El secretario salía de la habitación y los dejaba solos, cerrando la puerta con suavidad.
– Pues bueno, dime… ¿qué vamos a hacer con este asunto, querido Antonio?
El obispo enarcó las cejas a la vez que apoyaba su espalda sobre el respaldo de su silla. No dijo nada durante unos segundos, dando tiempo a que el servicio entrase con una cafetera humeante y un par de tazas. El obispo lo rehusó colocando la palma de su mano sobre su taza. La alcaldesa se sirvió un café solo. Y ahora volvía a repetir la pregunta mientras removía el azúcar con una cucharilla.
– Dime algo, Antonio.
– Pues qué quieres que te diga, Ana. Que me parece que estás exagerando… y a todo esto… ¿cómo te has enterado, si yo lo acabo de saber hace sólo diez minutos?
La alcaldesa sonreía como si se sintiese al mando de los servicios de inteligencia del país.
– El concejal de ese distrito vive muy cerca. Al pasar por delante vio la muchedumbre y se acercó. ¿Entiendes ahora mi preocupación?
– Pues no lo entiendo – respondió el obispo mientras se levantaba para dirigirse de nuevo al ventanal en busca de un reflejo que ya daba por perdido –. De verdad que no entiendo el problema.
La alcaldesa daba un sorbo largo de café y se levantaba para acercarse al ventanal. No miraba al obispo, ni éste tampoco la miraba a ella. Ambos parecían recrearse con alguna escena que estuviese ocurriendo fuera.
– Esta ciudad ya no es un pueblo, querido Antonio. Pasamos de largo el medio millón de habitantes, abrimos museos aquí y allá, hacemos exposiciones internacionales, vienen cruceros y vuelos de todos los países, buscamos que el nombre de la ciudad sea reconocido en el mundo entero… y desde luego todo esto de la Virgen y sus lágrimas me suena más a pueblo con gallinas correteando por las calles que a ciudad de primera fila.
Ahora el obispo la miraba de lado, sólo un momento, antes de volver la mirada a la calle para no fijarse en nada concreto, para diluir su mirada entre la gente que paseaba por la plaza que había frente al palacio.
– Me gustaría saber cuál va a ser la postura de la Iglesia. Si le vais a dar mucho bombo al tema para tener contenta a la grey, o si, como espero, os mantendréis al margen, dejando todo esto en una simple anécdota parroquial.
Antonio Castro sonreía mientras se alejaba de la ventana, dejando sola a la alcaldesa. Volvía a su asiento y ahora se servía del mismo café que antes rehusó, sin llenar toda la taza, sabiendo que ya sobrepasaba lo recomendado por su médico.
– La Iglesia para estas cosas es muy seria – replicó el obispo mientras daba un sorbo –. Ya no llenamos los museos de cuadros con mártires o con fundadores de órdenes religiosas delante de una aparición de San Pedro. Ése ya no es nuestro estilo. No buscaremos una razón científica al hecho, pero de alguna manera daremos a entender que esas lágrimas son más de este mundo que del otro.
Ahora el obispo se levantaba y dejaba la taza con apenas dos sorbos de café. Volvía a acercarse a la alcaldesa. Ésta se giró para dejar la ventana a su espalda, mirándolo de frente.
– Si no ha habido más milagros desde Fátima o Lourdes – continuó el obispo –, es porque la Iglesia ha entendido que ese tiempo ya acabó. Pero no podemos pedirle a nuestros creyentes que dejen de creer… es como si tú le pidieras a los votantes que dejasen de votar. No tendría sentido.
– No te creas, Antonio – sonreía la alcaldesa –, que a veces creo que hacemos todo lo posible para que la gente no tenga ganas de votar. Y casi te digo que lo conseguimos.
– Nosotros también tenemos lo nuestro – respondió el obispo con la misma sonrisa –. Cuando nos da por sacar una encíclica se nos queda la parroquia medio vacía.
Ambos reían. Comenzó de pronto a sonar el teléfono inalámbrico que aún continuaba sobre la mesa de centro. El obispo miró hacia la puerta esperando ver a su secretario con la llamada atendida. La alcaldesa, como en un acto reflejo, se marchó con paso corto hacia el fondo del salón. El secretario entraba con el móvil pegado a la oreja.
– Señor obispo, se trata de Fernando, el párroco de los Mártires. Dice que es muy importante lo que tiene que contarle.
El obispo recogió el móvil mientras el secretario atendía al teléfono inalámbrico, que aún seguía sonando. La alcaldesa ya se encontraba a varios pasos de ellos, dándoles la espalda, mirando con detalle una especie de mueble alacena donde se exponía una vajilla de la Cartuja de Sevilla. Ahora miraba el reloj y caía en la cuenta de que tenía que irse, pero esperaba a que el obispo terminase de hablar para no parecer descortés. Por eso lo miraba, para ver si le prestaba la suficiente atención y le podía decir adiós, aunque fuese con un gesto de la mano. Pero lejos de eso, el obispo no la miraba. Y se mostraba bastante contrariado. Ahora observaba al secretario, que parecía compartir la misma preocupación. La alcaldesa comenzó a mirar hacia todos lados: miró al fondo donde aparecía un tapiz con la manida imagen de la última cena de Leonardo da Vinci. Miró arriba para fijarse en las dos lámparas de hierro forjado que colgaban del techo a uno y otro lado del salón, uno frente al otro. Miraba hacia la ventana, de donde despuntaba un lateral de la Catedral, en cuyo campanario empezaban a sonar las nueve. Aquello la estaba poniendo más nerviosa, así que avanzó hacia la silla donde se había sentado y recogió el bolso con ademanes de marcharse, pero un gesto con la mano abierta del propio obispo la frenó. Aquello la puso mucho más nerviosa. El secretario terminó de hablar y se acercó a ambos. El obispo se levantó, cortó el teléfono y lo dejó en el mismo mueble donde lo había encontrado. Ahora miraba de frente a la alcaldesa, esta vez dejando caer la mirada hacia el suelo, como si le pesara la vista. Se acercó hasta ella para tenerla a un paso, con el secretario casi en medio de ambos.
– Ana, la cosa se complica… y ahora sí que no sé qué decir – El obispo apretaba los labios igual que si quisiera reservarse una confidencia –. Era el párroco de la iglesia de los Mártires. Estaba delante de la Virgen de los Remedios cuando de pronto ha visto cómo le caía una lágrima de sangre por el rostro, igual que la Virgen del Rosario.
La alcaldesa dio un ligero paso hacia atrás y trató de retomar la tranquilidad. Aprovechó la proximidad de la silla, volvió a sentarse, y luego miró hacia la ventana, esperando que ya sólo quedara que un arcángel revoloteara por delante de la Catedral proclamando la Buena Nueva.
– Aún queda algo más, señora alcaldesa – interrumpió el secretario
El obispo lo miraba con la misma curiosidad que ella.
– Señor obispo, señora alcaldesa – prosiguió el secretario, que aún no había soltado el móvil –. Era una llamada de la Iglesia de San Pedro… La Virgen de la Expiración también está llorando sangre.