En aquel tiempo, no se sabe cuándo, pasó que un último milagro se obró en el Panteón del conde de Buenavista, en la Basílica de la Victoria. En una imagen central, dentro de su planta cuadrada, aparece la imagen de una muchacha, de edad incierta, más inclinada a la adolescencia que a la edad adulta, con las palmas de las manos a punto de juntarse, igual que si estuviese rezando de rodillas, mirando al cielo y rodeado de un escenario tétrico repleto de calaveras. Sobre el mármol de su rostro corre una lágrima que macula su cara marmolea y que va dejando su traza hasta caer sobre el cuello. Es imposible pasar por alto aquel detalle, así que quien entre lo verá y quedará sobrecogido por la escena. Y eso es lo que ocurre con el diácono de la Basílica de la Victoria. Al entrar lo ve y lanza las manos a su cabeza, da vueltas sobre sí mismo y coge su teléfono para llamar al obispado. En ese momento entra el párroco titular alertado por los gritos del diácono. No hace falta preguntar qué pasa. Lo averigua por sí mismo. Ambos deciden imponerse un poco de calma para encarar el asunto. Hay que llamar al obispado y a la alcaldesa, insiste el diácono. El párroco le reitera que no debemos repetir lo que ya pasó hace unos años. Que esta ciudad no puede volverse loca otra vez, y que ya hemos perdido bastante en el camino…
– ¿O no recuerdas el incendio que tuvimos en la biblioteca?
El diácono toma unos segundos de silencio antes de lanzarse sobre la imagen. Se estira la manga y comienza a eliminar las trazas de aquella mácula. El párroco lo detiene antes de culminar su propósito.
– Vamos a pensar con calma qué es lo mejor – proclama el párroco con cierto grado de autoridad –. Lo que decidamos lo acometeremos con todas sus consecuencias, pero tenemos que pensarlo: o lo hacemos público, o eliminamos esa lágrima y nos lo callamos para siempre.
Pasan unos segundos en los que ambos parecen estar de acuerdo.
– Pues venga, decidamos…