Sábado Santo

 

Aquello fue un sonido que no esperaba, un sonido melodioso que lo sacó de su sueño y lo dejó desconcertado. Un sonido agradable lleno de cadencia y armonías que sonaba a lo que tenía sonar, o al menos a lo que Elías entendía reconocer en ese acorde melódico que navegaba desde el fondo del patio hasta su habitación, acariciando sus tímpanos, perpetrando una melodía salpicada en el intenso olor de las flores de azahar. Aquello era el sonido del reclamo de un pájaro, del timbrado melodioso de los canarios del hermano Beltrán. Tenía razón, se dijo a sí mismo Elías mientras se levantaba de la cama con renovadas energías y se asomaba sobre el alféizar para asegurarse que aquel sonido venía de quien tenía que venir, de los canarios enjaulados del patio, los mismos que llevaban meses sin cantar y que ahora anunciaban el fin de las hostilidades, el advenimiento de un día que pretendía ser diferente a los anteriores, el día en que todo se solucionaría para aquella ciudad tal como proclamó en su momento el hermano Beltrán en aquel mismo patio. El propio hermano Beltrán apareció en escena y lo saludó con efusión mientras le hacía gestos que apuntaban a los pájaros. Gestos claros que le dicen que ya lo puede comprobar por usted mismo. La canarios han comenzado a cantar y las puertas de la iglesia las hemos abierto por primera vez en tres meses, porque las calles se han quedado vacías y ahora Málaga suena a silencio del bueno, de esos de por fin ya no está pasando nada.

– Puede usted salir a comprobarlo – le insiste el hermano Beltrán –. Le recomiendo que lo haga, aunque eso sí, pase primero por la cocina, por el amor de Cristo, y métase un café, que no tiene pinta de haber descansado mucho.

Elías le respondió con una sonrisa sincera y lo despidió con un gesto de la mano antes de meterse en la habitación. Se marchó hacia el reloj y miró que eran más de las diez. Luego se fue al lavabo a remojarse la cara. Después se vistió con una camisa limpia que tenía en su armario. Se calzó y se dirigió a la cocina para propinarse un buen café que le hiciese recuperar el resuello. En la cocina estaban los dos jesuitas mayores que solían hacer pareja frente a la tele. Se saludaron en el silencio, sin contar más de dos palabras entre conversación y conversación, hasta que uno de ellos miró al otro con resignación y negó con la cabeza, para luego decirle en voz baja que a saber dónde se ha metido este muchacho toda la semana.

– Esta criatura no se ha perdido un trono, te lo digo yo. Seguro que ha estado disfrutando como un niño todos estos días.

Elías daba cuenta de su café mientras sonreía a los dos viejos jesuitas y les contestaba que sí, que la semana le ha venido muy bien, porque ha podido descansar de lo lindo, y que no se pueden hacer una idea de lo tranquilito que he estado. Elías se levantó de un salto de su silla y salió de la cocina, no sin antes darle una apretón en el hombro a uno de los dos jesuitas, que poco hizo más allá de girar levemente el cuello y mirar de soslayo a su compañero de batallas dialécticas, sin decirse nada, que con esa mirada ya le estaba diciendo bastante, algo así como míralo, ahí se va de nuevo, con lo que éramos nosotros a su edad, que no nos saltábamos ni un rosario, y ahora a estas generaciones les huele el alzacuello a Varón Dandy.

– Déjelo correr, padre. Que nosotros éramos medio tontos.

Los dos se quedaron refunfuñando mientras Elías salía por el pasillo que unía la residencia de los jesuitas con la parroquia del Sagrado Corazón. Salió por uno de las puertas que quedaba en el lado derecho del altar, justo delante de los primeros bancos del templo. Allí pudo ver sentados a varios fieles del vecindario, todos en actitud de profunda reflexión y con expresivas pinceladas de agradecimiento. Sonrieron según veían pasar al jesuita y decían, mira, un cura por Dios, un cura de los de verdad, si hasta sabrá hablar sin decir tonterías. Aquella imagen de los feligreses salpicando los bancos de la parroquias era la escenificación de la normalidad: la de una iglesia que abrías sus puertas al culto junto a la de unos fieles que iban vestidos con sus ropas normales, sin túnicas ni sayos rojos, actuando como gente que sólo quería ser eso: gente que van a la iglesia sin otra intención que la de estar consigo mismo. A Elías le calmó ver aquella imagen de normalidad que de siempre había visto en todas las iglesias. En la última semana eso se había convertido en una quimera, en un ejercicio de enajenación ante tanta anormalidad consensuada. No dejaba de pensar en Micaela, en que tal vez debía llamarla para contagiarse de toda esa normalidad y tener una despedida como mandan los cánones, con un adiós, ya nos veremos, y un saludo en la puerta del terminal tirando de una maleta y desapareciendo más allá del detector de metales. Pero no, mejor dejar las cosas así, pensó Elías según iba encarando la salida del templo. Mejor dejarlo como está, volvió a pensar, que hasta ahora no se me han dado mal las huidas; y esto no tiene por qué ser distinto.

– ¿Se marcha usted ahora, padre? – le preguntó por sorpresa una mujer de avanzada edad, vestida de negro enlutado, pelo gris y cuerpo enjutado por los años.

– Si quiere usted confesarse, puedo avisar a alguno de mis compañeros. Aquí no nos faltan curas – le respondió regalándole una sonrisa amable.

– Yo no quiero confesarme, padre, sólo quiero que me ayude a salir y a que me acompañe hasta la puerta de mi casa, que está justo enfrente del Museo de la Thyssen; si no le resulta mucha molestia. ¿Usted no ha visto como está la cosa fuera, verdad?

Elías no había echado cuentas de cómo estaba la calle en su regreso desde la Basílica de la Victoria hasta la residencia de la calle Compañía. Era de noche cuando regresó y todo estaba a oscuras. Apenas pudo observar su entorno con las velas de algún que otro fiel que se marchaba retrasado. Sólo en contadas ocasiones echó mano de la luz del móvil, pero poco más. La voz de amparo con la que le hablaba aquella señora sembró en su ánimo la duda y la curiosidad en proporciones equitativas. Abrió la puerta de la iglesia y comprobó lo que ya fue capaz de intuir en la plaza de la Merced la noche anterior: un tapiz de cientos de miles de prendas rojas que alfombraban el suelo y lo convertían en una travesía irregular llena de colinas, pliegues y trampas para unos pies torpes como los de aquella señora de avanzada edad. Elías le contestó que por supuesto que sí, agárrese a mí, que vamos a tratar de no caernos ninguno de los dos, que la cosa está complicada para andar por aquí. La anciana se abalanzó al brazo del jesuita con toda la fuerza que le daba la edad. Anduvieron el corto trayecto que separaba la iglesia del Sagrado Corazón del Museo Carmen Thyssen. Elías caminaba entre pliegues y colinas sin dejar de sorprenderse por el poder efectivo que tuvieron las palabras de Micaela cuando arengó a las masas a que se despojaran de sus prendas y emprendiesen el camino de regreso, a que deshabitasen la ciudad de fieles y se la devolviesen a sus ciudadanos. Elías pensaba en aquello mientras trataba de mantener el equilibrio sin llevarse por delante a la pobre señora. Ésta ya dudaba de si su petición de auxilio había sido una buena idea. Yo no sé si es mejor matarse sola, creyó escuchar Elías mientras se zafaba de varias túnicas enredadas en uno de los pies. Finalmente, al cabo de unos minutos, llegaron al portal que había justo delante del Palacio de Villalón, donde tenía sede el museo Thyssen. Muchas gracias padre, le dijo la señora antes de salir huyendo portal adentro, amedrentada de que el cura le propusiese otro paseo. Elías no esperó mucho y aligeró su paso hacia la plaza de la Constitución. Saltaba entre colina y pliegues con algo más de fortuna, ahora que tenía sus brazos liberados. En cuestión de un par de minutos recorrió toda la calle Compañía y entró de lleno en la plaza de la Constitución. El escenario que encontró fue el mismo: prendas rojas por todos lados, unas sobre otras y apiladas en algunos sitios formando auténticas escolleras de varios metros de altura. Elías anduvo unos pasos justo antes de detenerse en mitad de la plaza. El camino estaba intransitable y necesitaba un tiempo para corroborar lo que estaba viendo: el espectáculo de observar cómo la gente salía de sus portales, asomaba la cabeza y se atrevían a pisar las calles, a comprobar que aquello era cierto, que ya eran libres, que la ciudad volvía a ser de ellos; que esos pasos con los que iniciaban sus incursiones ya eran para quedarse y no tener que refugiarse de nuevo. Por fin podían abrir los brazos y gritar con fuerza que todo se acabó y que ahora, lo que tocaba, era poner algo de orden a la ciudad y a su más de medio millón de habitantes. Elías pensaba en todo aquello mientras miraba de un lado a otro obviando los detalles mayores de aquel escenario de holocausto. Decidió detener su atención en las particularidades más nimias, por ejemplo en cómo las palomas volvían a regresar a la fuente de la plaza. En la manera en que los niños jugaban a rodar sobre las prendas rojas. En cómo los ancianos se apresuraban a atestar los bancos para tibiar sus pieles en el sempiterno sol que escoltaba a sus ciudadanos durante todos los meses del año. Elías pensó en que nadie sabrá con certeza a quién debían la liberación de esta ciudad. Nadie lo sabrá nunca, y por no saberlo, jamás pondrán su nombre a ninguna calle ni le dedicarán una estatua. Nadie recordará a mi niña mica hecha mujer que se levantó en la plaza de la Merced para decirles a todos los fieles que desde hoy ellos serían Málaga, que dejasen sus túnicas en el suelo y que saliesen de allí. Elías se imaginó todo aquello y pensó que ahora tocaba olvidarlo. Había que tratar de que ya nadie regresase ni por los milagros ni por las imágenes plañideras. A Elías le volvieron a entrar unas ganas enormes de llamarla, de coger el móvil y preguntarle por dónde andaba, que él estaba perdido ahora en mitad de un tsunami de túnicas rojas y que necesitaba agarrarse a algo que le sostuviera el ánimo.

La gente continuaba saliendo a las calles con la intención de reconquistar el espacio perdido. Algunos ya empezaban a recoger prendas del suelo y a apilarlas sobre las paredes con más o menos esmero, pero con la intención de que al menos se pudiese andar sin tropezar y caer de bruces al suelo. La recogida de prendas fue multitudinaria, y no fueron pocas las personas que salieron con bolsas de basuras para recoger lo que iban encontrando en su camino. Las escobas empezaron a tomar presencia por todos lados, así como los cubos y las fregonas. La gente comenzó a quitar las maderas que celaban las cristaleras. Otros sacaban trapos y limpiacristales para ir dándole esplendor al entorno. Hubo quien supo poner en marcha la fuente. Otros abrieron las alcantarillas y sacaron aquello que podía atascarlas. Algunos otros más sacaron las bombillas de sus casas y las fueron enchufando en las farolas, haciendo uso de un apaño de cables. El desfile de trapos, escobas, fregonas y cubos se fueron multiplicando hasta conquistar el último tramo de la urbe. A partir de ese momento se inició un desfile infinito de túnicas en dirección a la playa; porque así se decidió. Entre todos pensaron que aquel era el mejor sitio para dejarlas, por espacio y porque ya pasaría algún barco que se la llevase, aunque era obvio que aquella idea no tuviese por donde agarrarla, pero no era momento de discusiones ni discrepancias. Eran tiempos de concordia y colaboración. Pronto las playas de la ciudad se tiñeron de rojo como en una maldición bíblica. Desde los puntos exteriores comenzaron a regresar los exiliados y a multiplicarse las manos que ayudarían a normalizarlo todo. La alcaldesa no perdió oportunidad para lucir palmito, vestirse de populismo y arremangarse la chaqueta para recoger ella misma, y con sus acólitos palmeros a la zaga, todo lo que quedaba cerca de la Casona del Parque, que era como se conocía al edificio del Ayuntamiento. Todo debe quedar como antes, anunciaba vox populi mientras que algún que otro ciudadano proponía terminar las obras urbanas aprovechando el tirón, que todo es ponerse y no parar. Elías seguía en medio de la plaza ayudando en lo que podía, imaginándose a Micaela haciendo fotos a todo aquello. La recreó ganando el Pulitzer, el premio Nacional o alguno de esos premios de fotografía que dudo mucho que fueses a recoger, seguía pensando. Y no lo recogerías para no ciscarte en todos los que invadieron tu ciudad durante varios meses. No, mejor que no te lo den, pensó de nuevo mientras advertía que en cuestión de un rato la plaza de la Constitución, y todo lo que había alrededor, iba cambiando de aspecto hasta mudarse en otra ciudad distinta, una ciudad que quería olvidarse de sí misma para recordarse en tiempos mejores. Fue entonces cuando ocurrió. Ocurrió sin esperarlo. Elías cayó en la cuenta de algo que no podía verse desde una distancia corta por lo inmenso que era, pero estaba ahí, delante de él, sin llamar su atención, hasta que al fin se percató de ello. Como si estuviese cantando una copla antigua, comenzó a musitar una y otra vez que el gran milagro estaba ocurriendo. El gran milagro en el que nadie creyó está ocurriendo aquí y ahora, porque sólo un milagro puede hacer que miles de personas se pongan de acuerdo sin pedir nada a cambio. Se estaban jugando los cuartos de su ciudad y en ello andaban, hombro con hombro, reconquistando la habitabilidad de la urbe para reconocerse en ella la siguiente vez que anduviesen por sus calles, se sentasen en sus plazas, visitaran sus playas, o regresaran a sus casas para clausurar otro día más de sol sempiterno y cielos despejados. Eso era justo lo que Elías estaba pensando mientras veía aquel escenario. El milagro era éste, se dijo; y a ti, admirado Ernesto, se te estaría saltando el alma del pecho de sólo pensar que la ciudad que soñaste, la Málaga que imaginaste junto a Inés acabas de crearla en este instante. La ciudad que dejaste matándose a sí misma está ahora resucitándose entre unos y otros; el muy cabronazo de Ernesto, que era esto lo que andabas buscando con tu teatro milagrero, y yo he tenido la suerte de verlo por ti. Elías suspiró con fuerza reconociendo la fortuna de estar viviendo ese momento. Luego metió las manos en sus bolsillos, vistió su rostro con una amplia sonrisa, y comenzó a pasear entre escobones y trapos camino de los callejones que cortaban en transversal a calle Larios. Allí volvió a encontrarse con más escobones, y trapos; y gente trabajado uno por otro, sonriendo y felicitándose de hacer lo que estaban haciendo, que ya habrá momento de descansar. Elías aprovechó un breve instante, entre escoba y fregona, para quedarse junto a la puerta de una churrería que despachaba gratis chocolate y churros a todo el mundo. Comprobó que otros bares también hacían lo mismo. Dispensaban cafés largos y cortos, sombras, nubes, manchados, con poca o mucha leche, con sacarina, o con azúcar blanca o morena. Descafeinados. Todos ayudaban a que aquel milagro siguiese creciendo y engordando, alimentado por el extraño discurrir de la naturaleza humana, capaz de lo peor y de lo mejor, capaz de matarlos entre sí o de juntarlos para rescatar una ciudad.

– Bienvenido a tu ciudad, Ernesto Miranda Huelin. Bienvenido a tu creación; porque esta ciudad es más tuya que de nadie, condenado loco. Bienvenido a tu Málaga, estés donde estés.

Y Elías se reencontró por fin con su ciudad. O al menos eso fue lo que sintió en aquel instante. Sus últimos treinta años de huidas acababan justo ahí, con las palmas de las manos abiertas, los brazos extendidos y mirando de cara el eterno cielo azul que techaba la urbe. Ese sentimiento lo liberó y le hizo soltar un gracias Ernesto. Gracias por haberme traído a mi lugar en el mundo. Sólo cuando cerró los ojos dejó de escuchar los ruidos que lo rodeaban, a la gente y su algarabía por la libertad recién conquistada. Sólo así recuperó el silencio de la paz, el de la conciencia que mudaba sus tempestades personales por las brisas de la reconciliación y que ahora siseaba suavemente en sus oídos hasta apagarlos, hasta retornar de nuevo a su memoria las nanas de su abuela, las frases reconciliadoras del padre Ugarte y los abrazos protectores de su madre. Todo eso volvía a instalarse en sus recuerdos para siempre, a ocupar su lugar en la memoria sin darle paso nunca más al dolor ni a la culpa.

– ¡Elías!

La voz sonó a su espalda y le hizo abrir los ojos. Tardó unos segundos en orientarse, en reconocer esa voz, que estando cerca, apenas se distinguía entre el ruido del entorno que caía en cascada sobre sus tímpanos.

– No te puedes hacer una idea de la alegría que me da verte aquí. Ya daba por imposible encontrarte.

Elías miró con desconcierto a Verónica, la sobrina de Inés Albilla. Se le plantó justo delante mientras Elías iba recuperando las sensaciones del entorno, como si despertara de una siesta.

– Perdona si te he molestado – le decía Verónica con semblante apurado –. Te he visto ahí plantado, con los ojos cerrados, y no sabía muy bien si interrumpirte, pero es que he salido de casa precisamente para buscarte. He ido a la residencia del Sagrado Corazón y me dijeron que te acababas de marchar… y al encontrarte en todo este jaleo… ha sido como un pequeño milagro. No he podido evitarlo.

– No te apures, Verónica – Elías le contestaba también con su dosis de aprieto –. Estaba tratando de disfrutar del momento… a mi manera… pero disfrutando al fin y al cabo… ¿Le ha pasado algo a tu tía Inés?

Verónica le respondió con una sonrisa amable que dejó bien claro que aquel encuentro no era para dar la noticia de un óbito. Lo que fuese, estaba relacionado con una bolsa pequeña de unos grandes almacenes que Verónica portaba en una mano, y que enseñaba en alto.

– Me gustaría darte esto – seguía con la bolsa en alto –. Disculpa si no he encontrado una bolsa mejor, pero es lo primero que encontré. Me gustaría entregártelo.

Elías recogió la bolsa. Observó que se trataban de una única foto antigua. Su examen no le llevó mucho más lejos. Prefirió buscarse un lugar lejos de la algarabía para retomar la conversación de forma más reposada y atender al contenido de aquella bolsa. Elías la invitó a regresar de nuevo a la iglesia del Sagrado Corazón. Allí podrían acoplarse en uno de los bancos del fondo para ver la foto con tranquilidad. A Verónica le pareció buena idea, habida cuenta de que tampoco contaban con otras opciones entre los bares de los alrededores. Se mantuvo detrás del jesuita durante el trayecto de regreso sin dar explicación alguna sobre la foto ni del porqué de aquella entrega. Esperaba llegar a la iglesia para aclararle por qué tuvo el impulso que tuvo cuando la vio y se lanzó a la calle a buscar a ese jesuita que le ha devuelto la sonrisa a mi tía Inés, aunque ahora la pobre ya esté anclada en esa zona oscura de su memoria, donde no parece sentir nada, se decía Verónica a sí misma mientras seguía a Elías; pero qué importa eso, volvía a pensar, si por fin es feliz después de tanto tiempo. Los dos llegaron a la iglesia del Sagrado Corazón al cabo de unos minutos y se trasladaron a los bancos finales, en el lado opuesto a los confesionarios, para no interrumpir a los feligreses que esperaban su turno en las confesiones. Al cabo de unos breves segundos se habían hecho sitio en una zona más apartada del templo, esquinados casi al final, y justo debajo de la imagen de un Jesús Resucitado que a Elías le resultó cuanto menos alegórico por todo lo que estaba aconteciendo en la ciudad. El jesuita no tuvo tiempo de echarle mano a la foto. Fue ella misma quien sacó la foto y la colocó en medio de los dos. La apoyó sobre el banco y en perspectiva para que ambos la pudiesen ver, cada uno desde su posición. Era una foto en blanco y negro, con los bordes muy gastados, antigua, pero hecha con una nitidez pasmosa, casi de estudio interior, aunque era todo lo contrario: era una foto de exterior con los contrastes de luces y sombras conseguidas de forma admirable y una profundidad de campo que dejaba ver los detalles del fondo. La foto mostraba a tres personas, de pie, sobre una escalera que Elías recuperó de su memoria de niñez. Era la misma escalera que subió en innumerables ocasiones cuando el palacio de los Miranda era una ruina y aquellas escalinatas caían al vacío. Pero en aquella foto no era así, sino que daba entrada a una ostentosa puerta de roble con cristales de mosaicos. También reconocía a dos de ellos: a Ernesto Miranda Huelin, que en la foto se le parecía aun más a él, e Inés Albilla Monzón, vestida con pantalones anchos y camisa remangada, ambos con una pose un tanto extraña: Inés con la mano apoyada en la frente tapándose del sol, cuando se percibía en detalle que la cara no la tenía mirando a la luz. Ernesto aparecía con la mano en el pecho, a lo Bonaparte, figurando en su cara una sonrisa guasona, igual que Inés, quien parecían disfrutar de aquel momento. A la tercera persona, que aparecía al otro lado de Inés, no la reconocía. Era un muchacho muy joven, entre 13 y 14 años, y la mano atusándose el pelo con la misma guasa que sus dos compañeros de foto, pero de una juventud que contrastaba con la todavía joven Inés y con un algo más que maduro Ernesto Miranda.

– Esta foto la he visto con mi tía Inés muchas veces. La tenía guardada dentro de una caja de zapatos junto a otro montón de fotografías antiguas. Adoraba esta foto. La hizo un amigo que se dedicaba a la venta de postales con panorámicas de todo el mundo, por eso el detalle de la foto es tan bueno. También hay que decir que mantuvieron la pose por lo menos dos minutos sin hacer ningún movimiento para que ninguno saliese movido. Mi tía se reía mucho evocándose con la mano apoyada sobre la frente y fingiendo que se tapaba el sol. Se recordaba minutos enteros con la mano en alto mientras Ernesto hacía de Bonaparte y soltaba sus gracias. Me acordé de ti cuando vi la fotografía – Verónica se sinceraba con la mirada – Esa sonrisa con la que aparece mi tía Inés en la foto es la misma que luce ahora en la residencia, aunque ahora ya ni hable ni reaccione. Me parece que al fin se está dejando morir. Y creo que se está quedando en paz consigo misma. Eso te lo debo en parte a ti. También quería decirte esto.

Elías cogió la mano de Verónica y la apretó para tratar de devolverle aquel agradecimiento, para decirle que se alegraba de escuchar aquello, porque Inés se merecía esa paz. Se lo merecía desde hacía mucho tiempo. Verónica asentía con la cabeza según Elías iba terminando cada frase.

– Lo justo es que ella y Ernesto hubiesen tenido la vida que desearon – aseveró Verónica –. Tenerla juntos; pero no pudo ser. Siempre me acuerdo cómo ella definía la vida. Me decía que la vida son tres ratitos: uno lo pasamos de niño y apenas nos enteramos. Otra la pasamos de anciano, y según nos apremie la salud, puede que la pasemos con más o menos dignidad; así que nos queda el ratito de en medio, que si echamos cuentas son pocos años. Por eso mi tía me decía que ahora yo estaba viviendo mi ratito de en medio, que no lo desaprovechara y que supiese cuantificar cuáles son las cosas importantes de la vida.

– Tu tía no andaba descaminada – ahora era Elías quien asentía con la cabeza –. Tiene mucho mérito que tu tía fuese capaz de pensar así, con lo que le tocó vivir.

Verónica apretó su gesto y volvió su mirada a la fotografía. Parecía perderse en ella, junto a ellos tres, a la entrada de la “case grande” de Ernesto Miranda, contemplando un atardecer que su tía Inés fingía con aquella mano puesta sobre la frente. Elías se dejó arrastrar por aquel gesto de Verónica y también se quedó contemplando la foto

– ¿Quién es ese muchacho joven? – le preguntó Ernesto con cierta curiosidad –. ¿Algún primo pequeño de ambos?

– ¡Ese muchacho!, pues lo deberías conocer si has indagado sobre Ernesto y mi tía. Es David Ben Ishti.

Ernesto se quedó un tanto perplejo cuando comprobó que David era apenas un muchacho de trece años, cuando lo imaginaba por encima de la veintena.

– Pero… esta foto… ¿de cuándo es?

– Es de los años 30. Creo recordar que de 1934. Sé que fue antes de la Guerra Civil y después de la quema de conventos de Málaga. Calcula ese periodo entre 1931 y 1936.

Elías seguía imbuido en su asombro. Aquello situaba a David hecho todo un adolescente en pleno fervor de los acontecimientos. Rescató al Cristo de Mena con aquel cuerpo menudo y esa cara de imberbe. Y luego, con apenas 18 años, estaría viajando a Alemania y haciéndose cargo de la imagen; de su cuidado y protección.

– ¡No me podía imaginar que David fuese tan joven! – exclamó Elías –. De hecho, no comprendo cómo pudo tener relación con gente mucho más mayor que él, como era el caso de Ernesto Miranda o Tomas Bocanegra. Y tampoco me hago al cuerpo de que siendo tan joven estuviese mezclado en todo esto.

Verónica sonrió cuando escuchó aquello. Elías no conocía el aprecio que sentía Inés Albilla por la familia Ishti. Ese aprecio era mutuo, le confesó Verónica, no sólo de ella, sino también de su padre, un ilustre notario de Málaga. David era un niño con mente de adulto. Había heredado mucho del conocimiento del que hacía gala su familia en el mundo del Arte. Ésta, como otras muchas familias de judíos, les había llevado a coleccionar y preservar una secular herencia en obras artísticas.

– Todo eso mi tía me lo contó muchas veces. David adoraba la ciudad de Málaga por su colección de imágenes religiosas. Aunque a él todo el beaterio católico le quedase distante de su fe hebraica, adoraba las procesiones y toda su imaginería.

– Quizá por eso, el día de la quema de conventos no dudó en saltar a la calle y rescatar al Cristo de Mena; aunque se jugase la vida en ello.

Elías soltó aquella reflexión dejando sorprendida a Verónica. Jamás había escuchado nada sobre el asunto del Cristo de Mena en labios de su tía Inés.

– No sé de lo que me estás hablando, Elías. Tampoco sé decirte si estás en lo cierto o equivocado con eso que me cuentas del Cristo de Mena. Sólo sé lo que mi tía me contó tantas veces, de cómo lo admiraba. Luego el tiempo los distanció, y sólo de vez en cuando llegaban cartas de él. Ambos parecían haberse castigado a sí mismos, creándose un distanciamiento formal. Poco más me contó mi tía, ni dónde vivió ni cuándo murió. Sólo me contó que ella y Ernesto le hicieron un regalo especial, algo que el mismo David llevaría siempre en su corazón, aunque te tengo que reconocer que jamás entendí dónde estaba la gracia del regalo, porque sólo se trataba de una frase escrita en un papel, una simple frase en Latín que ella repetía una y otra vez: “In patientia vestra possidebitis animas vestras”.

Ernesto no supo disimular una sonrisa cuando se encontró de nuevo con la frase que lo empezó todo. Ahora era como si le llegase desde el eco de un tiempo lejano. Un suceso que parecía haber ocurrido hacía años, cuando en realidad todo comenzó al inicio de esa misma Semana Santa.

– “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Es un versículo del Evangelio de San Lucas que habla sobre lo que les esperaba a los primeros seguidores de Cristo. Tiene su gracia si nos fijamos en qué misterio se manejaron tu tía, Ernesto y David. Pero tampoco hay que sacarle más sentido. Al fin y al cabo se trataba del lema de la familia Miranda.

– ¿Quién te ha dicho eso? – Verónica reaccionó sorprendida.

– Bueno, es lo que aparece en el escudo de la familia Miranda. Lo pude ver con mis propios ojos. Se mostraba con el acrónimo I.P.V.P.A.V. justo encima del árbol y la barca.

– Si hay algo que he visto docenas de veces es ese dichoso escudo que mi tía tenía impreso en el reverso de alguno de sus libros con el famoso “Miranda Ex Libris “. Aquellos libros era lo único que le quedó de Ernesto. Fue mi propia tía quien propuso aquella frase, y jamás la sacó de ningún escudo. Eso te lo puedo asegurar, porque si de algo presumía mi tía era de hablar latín de forma casi coloquial.

Elías se quedó pasmado. Esa frase fue la primera pista que lo condujo hasta la familia Miranda. El jesuita insistió en que aquello no podía ser así, que quizá tu tía Inés contó otra versión de la realidad.

– Perdona que te contradiga, Elías, pero un escudo es un escudo y no hay que darle más vueltas, y si te digo que esa frase ni está ni ha estado nunca en el escudo de la familia Miranda es porque lo he visto muchas veces. Es más, no tenemos que volvernos locos buscando en ninguna hemeroteca. Lo puedes comprobar tú mismo en esta foto – Verónica recogía la foto entre sus manos y se la enseñaba a Elías de nuevo –. Fíjate en los cristales policromados de la puerta. Si te fijas a la derecha, justo al costado de David, se puede ver la silueta del escudo, con el árbol, la barca, la playa y ninguna frase.

Elías abría los ojos con desconcierto. No quería darle más importancia a ese detalle, pero la tenía; porque por alguna razón intuía que ese detalle lo estaba cambiando todo. Fue en ese mismo momento cuando cayó en la cuenta de algo que hasta ahora no había visto, o quizá sí lo había visto; pero no se había fijado. Se trataban de unos signos que aparecían en el revés de la foto.

– ¿Qué es lo que aparece detrás? – Elías ya no podía disimular su curiosidad.

– ¿Esto? – Verónica le daba la vuelta a la foto –. Es la marca de la familia de David. La he visto unas cuantas veces porque a David le gustaba firmar las cartas con esa marca puesta en el remite. También lo hacía con las fotos.

Elías entró en una confusión aún mayor. No fue consciente de que le había quitado la foto a Verónica con ciertos ademanes bruscos. Ahora Elías le daba vueltas una y otra vez, del envés y del revés, mientras la propia Verónica empezaba a contagiarse de aquel mismo desconcierto. Elías por fin dejó de darle vueltas y se quedó observando la mano de David en la foto. La misma mano con la que se atusaba el pelo y que mostraba algo que por fin parecía explicarlo todo.

– El muy hijo de la gran puta. ¡Será canalla!