Lo primero que vio fueron sus pies descalzos sobre el suelo de cemento. Sus piernas estaban dormidas por la presión de las cuerdas que lo ataban. Sus dedos mostraban las uñas amoratadas. Estaba sentado, atado de pies y manos, con los brazos amarrados a su espalda en una postura que le provocaba dolores por todo el cuerpo. Tenía la mirada borrosa y estaba algo mareado; no eran náuseas, sino más bien un debilitamiento extremo. Aquella vista borrosa lo causaba una dilatación extrema de sus pupilas. Poco a poco iban enfocando con algo más de nitidez. Respiraba con normalidad y no sentía que tuviese dañada ninguna costilla. Paseó la lengua entre sus encías y comprobó que no sangraba. Tampoco le faltaba una pieza dental. Humedeció sus labios y no percibió ningún sabor extraño. Observó su camisa y tampoco observó ninguna mácula de sangre. Las primeras indagaciones le dejaron claro que, de momento, no había sufrido ningún tipo de tortura. Miró luego a un lado y percibió a su derecha, casi de soslayo, la silueta de Micaela. Se le escuchaba respirar sin dificultad y no había quejas en su respiración. No era capaz de verla al completo. Tampoco veía a nadie más a su alrededor. Decidió que lo mejor era mantenerse en silencio y no llamarla. Lo mejor era evaluar la situación en la que se encontraban antes de gritar auxilio. Comenzó a mirar hacia el techo para tener más datos sobre su ubicación. Estaban en una nave industrial con tejado de uralita y vigas abiertas que soportaban toda la cubierta. La luz entraba a través del techo y por una serie de estrechas ventanas que quedaban a una distancia considerable del suelo, casi a la altura de la unión de las vigas con las ménsulas de las columnas. Por la manera en que entraba la luz del día, le quedó claro que habían pasado muchas horas. Era una luz potente, más propia de un mediodía que del atardecer que recordaba a la salida del colegio. No podía ver el sol a través de ninguna de las ventanas. Tampoco podía deducir si entraba por el este o el oeste para calcular más o menos la hora. Sí supo deducir que la luz que entraba a través de las láminas del techo era más potente que las de las ventanas laterales. Intuyó que la hora podía estar alrededor de las doce del mediodía. Eso significaba que habían estado muchas horas inconscientes. Su estómago comenzó a rugir. Cayó en la cuenta de que llevaba más de un día sin comer. Ahora comprendía por qué se sentía tan débil, pero no sentía sed ni tenía la boca acartonada. Su camisa, aunque aparecía limpia de sangre, sí que presentaba unas manchas visibles de sudor. Le habían dado algo de líquido. No hubiese aguantado mucho sudando de aquella forma; pero no recordaba nada. Siguió mirando a un lado y otro para indagar más sobre su ubicación. La nave era amplia y tenía pinta de estar abandonada. Presentaba un aspecto bastante descuidado. Aparte de varias sillas caídas en el suelo, cables y botellas de plástico vacías, sólo llamaba la atención un desvencijado Volkswagen beetle descapotable que hubiese hecho las delicias de un forofo de los coches antiguos. Nada se movía y todo parecía parado en el tiempo, salvo la silueta de un ventilador que quedaba encajado en una de las ventanas y agitaba sus aspas por el efecto del viento. Tampoco se escuchaba nada alrededor. No había sonidos de tráfico ni de gente. Podían estar en mitad de un erial o en cualquiera de los polígonos industriales de la ciudad que habían sido abandonados ante la hecatombe de los millones de fieles que colapsaron la entrada y salida de los trabajadores. El tejido industrial de la ciudad estaba inerte desde hacía meses.

Por fin escuchó la voz de Micaela. Fue un dónde estoy que le hizo volver del mundo de los perdidos. Estoy aquí, le contestó Elías, que continuó con un no te preocupes, que de momento estamos bien. Elías hizo uso de la poca energía que le quedaba para girar su silla y colocarse de frente a Micaela. Presentaba buen aspecto dentro de las condiciones que permitía aquel confinamiento. También estaba descalza y atada en la misma forma que Elías, con las manos por detrás y los pies juntos. No presentaba manchas de sangre y su cara no mostraba rasgos de violencia. Elías aprovechó su nueva situación para observar el resto de la nave y comprobar que era más de lo mismo: un abandono que sembraba el suelo de cables y plásticos. No había mobiliario y sí mucha chatarra apoyada sobre una de las paredes del fondo. Allí pudo distinguir varios bidones metálicos y una montonera de verjas oxidadas. Al otro lado observó una enorme puerta metálica corredera que servía de entrada para los camiones, y que incluía, dentro de la propia estructura, una puerta más pequeña para el tránsito de personas. Elías ya no vio mucho más y comenzó a temer que los hubiesen dejado allí para no recogerlos nunca. Comenzó a planear, por puro instinto, cómo podrían salir, cómo dar con algo que le permitiese cortar su cuerda, o la de Micaela, para liberarse y salir de aquel sitio. Micaela seguía aturdida y apenas era capaz de fijar su mirada en un punto concreto. Ella también mostraba una dilatación visible en sus pupilas, así que la lógica le hizo pensar en que habían utilizado un formaldehido para narcotizarlos. Luego les tuvieron que dar algo con el agua para mantenerlos inconscientes durante tanto tiempo… pero, ¿para qué? se preguntó Elías a sí mismo mientras trataba de localizar sus objetos personales: el móvil, las llaves, la cartera. No había nada, y aquello no podía ser un simple robo. No se hace todo esto para llevarse una cartera, volvió a pensar para sí mismo. Un ruido empezó a rebotar entre las paredes de la desamueblada nave. Alguien giraba la cerradura de la puerta de entrada y la abría. Poco después entraron tres personas vestidas de forma extraña, sobre todo una de ellas, la que tenía una especie de sayo de color blanco con una cruz roja pintada en el pecho: una cruz formada por dos lágrimas rojas. Los otros dos individuos andaban cerca, un paso más atrás, cada uno a un lado. Vestían de rojo y no llevaban la cruz. Poco a poco se fueron acercando desde el fondo de la nave y su cara se iba volviendo más nítida. Pudo observar desde la distancia que llevaba algo en su mano, algo que no entendía qué hacía allí. Aquello no podía ser otra cosa que la carpeta con las cartas personales de Ernesto Miranda.

– Alabado sea el Señor que, en su infinita bondad, permite que nos encontremos a través de los tortuosos senderos de la vida para que aspiremos a ser hermanos los unos de otros; hijos de un mismo Padre. Pero el demonio incita nuestros pensamientos y hace que convirtamos a nuestro hermano en un enemigo, en un extraño que sólo quisiera procurarnos el mal.

Elías escuchaba el apócrifo sermón mientras aquel extraño se le iba acercando. Poco a poco fue reconociendo a la persona que vio frente a la procesión del Cautivo, junto al obispo de Málaga. Aún podía recordar su nombre: Nicodemo; así era como la gente lo llamaba.

– Desde luego – Elías respondía con energía –, no creo que esta sea la mejor forma para que le pueda considerar como un hermano.

Elías le hablaba sin mirarle a la cara, con la cabeza agachada. Sólo cuando lo tuvo cerca, casi a su lado, lo miró con rabia, con la misma cara que se pone cuando uno dice que si yo me pudiera levantar, te ibas a tragar tu sermón con estos dos tocándote las palmas, que me importa ahora mismo un carajo lo de ser cura y lo de la otra mejilla. Pero Elías se quedó sólo en la mirada.

– Soy yo el que lamenta esta situación – contestaba Nicodemo –. Aunque pueda parecerle cínico, soy yo quien más está sufriendo con este asunto. No me gusta estar en donde no quiero estar, pero en ocasiones uno tiene que ser como esa navaja que unas veces ayudará a cortar el alimento que se repartirá entre los necesitados, y otras veces será el arma que sesgue la vida de un ser humano. Soy un instrumento de Dios, sólo eso, y no siempre me gusta hacer lo que hago. Pero lo tengo que hacer.

Elías cambió su cara de rabia. Lo mudó por otra de asombro y cierto matiz de preocupación, de decirse que este tío está más loco de lo que podía imaginarme; y eso me preocupa. Elías empezó a controlar sus reacciones y a medir sus respuestas, sus miradas, sus gestos. Se daba cuenta de que la inestabilidad de aquel hombre podía traerle problemas, y más si venía acompañado por dos iguales a él. Uno de ellos, el que era más corpulento, se marchó hacia el fondo y se trajo un bidón rodándolo por el suelo. Cuando llegó hasta ellos lo colocó en pie y lo dispuso a un lado, cerca de Nicodemo, quien dijo un gracias Gestas que provocó la inmediata reacción de Elías. Al escuchar ese nombre no evitó la mirada hacia el otro acompañante. Confirmó a los pocos segundos lo que ya sospechaba: que el otro se llamaba Dimas, los dos ladrones que fueron crucificados junto a Cristo. Elías empezó a preocuparse por su destino y el de Micaela. Trató de mantener la calma y de mirar lo justo, de no dar una pose de te estoy retando y no me das miedo, pero sin caer tampoco en la mirada condenatoria que apunta al suelo y enseña la sien como quien espera el tiro de gracia. Elías sabía que en el término medio estaba la clave para controlar la situación. Eso y la conversación que pudiera tener con Nicodemo: no llevarle la contraria, pero tampoco ser condescendiente porque eso haría ver que se le estaba dando la razón como a los locos, que al fin y al cabo es lo que es, pensó Elías. No tengo que darle más vueltas.

– Parece mentira que un hombre de Dios como usted, padre Elías, esté impidiendo que el curso de los acontecimientos se dirima en los campos de la Fe. En una fe que el mundo jamás conoció, y donde hombres de todas las partes del orbe se están reencontrando con Dios y consigo mismos.

– Usted sabe que detrás de todo esto no está ni Dios ni los hombres. Más bien está un solo hombre. No podemos seguir con esta situación. La gente merece una fe verdadera, y no una patraña de estatuas plañideras.

Elías recibió un golpe en la cara por parte de Gestas, el menos bueno de los dos ladrones. Elías cerraba los ojos para asumir el dolor y recomponerse de esa nueva situación, de tener claro que ahora el frente se le abría por tres lados, y que debía prevenirse de todos ellos, no sólo de Nicodemo. Poco a poco fue abriendo los ojos. Observó a Nicodemo alzando los brazos contra Gestas, negando con la cabeza, diciendo que estas no son formas de obrar, que la ira son los raíles por los que transita el demonio, y que debemos ponerle freno. Elías no salía de su asombro mientras escuchaba aquello y se veía atado de pies y manos a una silla que no había pedido. Le quedaba por resolver una duda que circulaba en su cabeza sembrándole una mezcla de desconcierto y miedo: ¿Cómo sabía su nombre? Gestas se retiró al fondo. Dimas se aproximó a Elías y le pasó un pañuelo por la cara de una higiene poco aparente. Micaela seguía a un lado gimiendo, con la razón anclada aún en el desvarío.

– ¿Cómo un hombre que se llama a sí mismo ministro de Dios habla con ese desprecio de la Santa Madre? ¡Estatuas plañideras! Me duelen los oídos de solo repetirlo. Por favor, padre Elías, no quiero pensar que el contenido de unas simples cartas le ha hecho torcer su Fe. ¿Es que no cree usted en los hechos que vemos todos?

– No veo ningún hecho que vaya ligado a Dios. Mi fe me impide aceptar que eso sea lo que da validez a mis creencias religiosas. Lo siento Nicodemo, dígale a Gestas que venga otra vez a pasear su mano, porque no pienso aceptar lo inaceptable.

Nicodemo sonreía con un ademán que mezclaba la astucia y la enajenación en unas proporciones que no podían ser buenas. Ahora miraba a Elías y se agachaba hasta su altura, poniéndose en cuclillas. Dimas corrió hacia el fondo de la nave y trajo una de las sillas que había tirada en el suelo. La recogió y se la dio a Nicodemo, no sin antes pasarle el mismo pañuelo que le había dado a Elías. Nicodemo se sentó en la silla y se quedó a un metro escaso. No dejaba de mirarle. Y no dejaba de sonreír.

– Me cuesta trabajo imaginar cómo saca su fe para adelante si no es capaz de creer que Dios se puede manifestar de esta manera. ¿Pretende usted tener una fe sin Dios? ¿Es usted capaz de imaginarse una vida de Fe sin que Dios se le ponga delante a decirle lo bien o lo mal que lo hace? Yo no puedo imaginarme una vida así.

Elías pausaba sus silencios. Trataba de asegurarse de que Nicodemo había terminado su frase. Buscaba en su rostro los gestos que delataran su ánimo, su predisposición a recibir una respuesta suya.

– La fe del hombre es la fe del mensaje – respondía Elías –, la de su revolución contra el sentido común, la de obligar al hombre a amar al prójimo como a sí mismo, cuando lo que apetece es ciscarse en todos sus parientes difuntos. No hay necesidad de esperar que Dios se te ponga delante. Sólo basta con creer en lo que uno lee, en que ese mundo que se propone en las escrituras pueda hacerse verdad, aunque en el fondo todos sepamos que es imposible, antinatural; pero mientras unos cuantos lo intentemos, el ser humano estará salvado. Y con eso me basta para seguir tirando.

Nicodemo seguía mirándolo. Ahora alargaba su sonrisa de forma más pronunciada, casi en los límites de una carcajada. Dimas andaba nervioso de un lado a otro sin saber cómo reaccionar. Gestas seguía al fondo.

– Perdone que me ría, padre, pero con esas premisas la Iglesia no tendría creyentes ni para montar un Belén. ¿De verdad cree que la gente entiende lo que dice la Biblia? ¿De verdad piensa que se conforma solo con un mensaje? La gente lo que necesita es esto, un milagro a lo grande. Traiga su Biblia y colóquela en la plaza de cualquier pueblo, a ver si es capaz de reunir a tanta gente como aquí.

Nicodemo se levantó con brusquedad y comenzó a caminar de forma agitada, junto a Dimas. Los dos parecían nerviosos. Elías sintió que había derrapado en la última curva. Le seguía preocupando no ver a Gestas, que continuaba al fondo. Nicodemo volvió a la silla y se sentó de nuevo frente a él.

– Mire padre, vamos a poner las cosas en su orden para ver si somos capaces de que usted entienda la situación que nos retiene aquí – Elías miraba sus cuerdas, sin entender qué era lo que retenía a Nicodemo –. Quiero que usted comprenda por qué voy a hacer lo que voy a hacer – Elías miró esta vez a Micaela, en cuanto escuchó aquella amenaza velada, de forma instintiva –. El ser humano, tal como lo conocemos usted y yo, no hace ni tres días que levantó su cabeza por encima de los pastizales de África. Desde aquel día en el que tuvo conciencia de su existencia, sustituyó el instinto de supervivencia por el sentido de la razón. Ahí le cayó la mayor de las maldiciones: saber que se iba a morir. Visto el problema, el hombre buscó una solución que le repusiera de aquello, pero sólo la encontró en la vida eterna, la otra vida; una vida mejor; una reencarnación. Fuera lo que fuese, aquello se le iba de las manos. No tuvo otra que imaginarse a alguien capaz de obrar tamaño prodigio: un Dios. Da igual el nombre que le pongamos porque todos prometerán lo mismo: una vida eterna, otra vida mejor. Ningún Dios proclamará que no hay otra vida después de morirnos. No existe ningún Dios así porque jamás existió un hombre capaz de crearlo. Unos dirán que Dios creó al hombre y otros dirán que fue el hombre quien creó a Dios. En realidad a Dios lo creó un mono que ya no le apetecía seguir trepando árboles y que desde ese momento, desde que creó a Dios, se convirtió en el hombre que somos ahora. Así que la secuencia lógica viene a ser “mono crea a Dios y Dios crea al hombre”. Pero tenemos un problema: nadie le ha visto el pelo desde hace siglos. Uno coge la Biblia, pasa tres páginas y le salta Dios tomándose unos pinchos con Abraham o un chacolí con Jacob. Siempre anduvo por aquí abajo: nos mandaba plagas, separaba el Mar Rojo, le colocaba Diez Mandamientos a Moisés. Sin embargo, ahora nada de nada; no hay quien lo vea, y como dijo Santo Tomás “si no lo veo, no lo creo”. Sin Dios al que ver o tocar, ¿quién podrá regalarnos esa segunda vida para no quedarnos varados en la tapia de un cementerio, pudriéndonos hasta el último de nuestros átomos?

Nicodemo hizo una pausa extensa, sin dejar de mirar a Elías; y sin dejar de negar con la cabeza. Seguía sonriendo, pero ahora era otro tipo de sonrisa, como una mueca de fruición que le acartonaba el rostro. Elías seguía callado.

– Y se obró el milagro – continuó Nicodemo –. Dios ha vuelto, y esta vez ha vuelto para quedarse.

– Me temo que usted y yo no creemos en el mismo Dios –. Afirmó Elías, imprimiéndole a sus palabras un ligero matiz de cautela que no era capaz de controlar.

– A mi me da igual el Dios en el que usted crea, querido padre. Su Dios es un completo fracaso. Fíjese, dos mil años soltando un mensaje que no ha impedido ninguna de las atrocidades de este mundo. La Iglesia funciona por la obstinación que tienen unos cuantos por vivir como reyes a costa de su Biblia y sus sermones. Y lo han hecho muy bien, eso no se puede negar. Pero el trasfondo de todo este montaje es un sonoro fracaso. Nada ha cambiado, ni cambiará. Pero ahora la cosa es bien distinta. Y está cambiando a lo grande.

– ¿Qué le hace pensar que lleva la razón? – preguntó Elías – ¿Qué le hace pensar que la gente cambiará el mundo porque usted suelte un sermón en una ciudad invadida por millones de fieles vestidos de rojo?

Nicodemo volvía a tomarse su tiempo, y de nuevo con una sonrisa distinta. Esta vez sonreía como un tahúr que se sabe con la partida ganada de antemano.

– Este Dios es un Dios televisado, portada de docenas de periódicos, noticia en todas las redes sociales. Este Dios ha nacido desde la misma conciencia de este siglo donde los hombres creen lo que ven en la tele simplemente porque sale en la tele. A este Dios no hay que imaginárselo, sólo hay que enchufar un canal, comprase un periódico o conectarse a Internet para tener noticias de Él. En este Dios creo yo, un Dios con índices de audiencia capaz de devolvernos la ilusión por cosas que, aunque son imposibles, pueden ocurrir, porque Dios las hará: cosas como devolvernos nuestra vida eterna, esa vida que habíamos perdido por culpa de nuestra conciencia agnóstica. Dé un paseo por las calles de la Málaga y tópese con él. Es fantástico. Millones de hombres creyendo en que todo lo que se haga en esta vida tendrá su recompensa en la otra. Este Dios nos hará libres porque nunca más estaremos condenados a la devastación de una vida finita.

Elías escuchó un ruido que venía del fondo. Una puerta que se abría y que después se volvía a cerrar. Gestas trasteaba con algo que sonaba a recipiente de plástico lleno de líquido. Poco a poco el ruido se le iba acercando. Fue entonces cuando percibió un olor a gasolina. Elías se agitó en la silla y miró a Micaela. Se temió lo peor. Dimas recogía la garrafa y lo vertía en el bidón que Gestas había trasladado minutos antes. Nicodemo se tanteó la ropa, hasta que Dimas le enseñó lo que estaba buscando: una caja de fósforos. Encendió uno y lo lanzó al bidón. Éste saltó en llamas. De seguido, Dimas le alcanzó la carpeta con las cartas de Ernesto.

– ¿Sabe usted lo que ahora voy a hacer? – preguntaba Nicodemo – pues devolverle a Dios su lugar en el mundo. Impedir que nadie pueda cercenar el desbocado tránsito de esta nueva fe que barrerá los miedos del mundo y volverá a unirnos. El malo se irá al infierno y el bueno descansará eternamente en el cielo. Un mundo de justos donde los injustos pagarán por lo que hacen. Verá como a partir de ahora las cosas funcionarán mucho mejor.

Nicodemo lanzó la carpeta al bidón. Elías dio un salto en su silla para evitar aquello. Era imposible. Miró al suelo con resignación, negó con la cabeza, y aceptó que todo se había acabado, que ya no tenían por dónde seguir. Que tal vez lo peor estaba por llegar. Gestas y Dimas miraban el bidón mientras el fuego se iba mitigando. Nicodemo alcanzó una barra de hierro que estaba en el suelo y golpeó el fondo del bidón para asegurarse de que no quedara nada. Sacó la barra y volvió a mirar a Elías, sin dejar de sonreír. Luego soltó la barra a sus pies, dejando un estruendo metálico en el ambiente que se propagó por toda la nave. Aproximó su mano a la cabeza de Elías y lo agarró por el pelo, con fuerza, levantándole la cara.

– ¿Y usted, en qué parte está, en la de los justos o en la de los injustos? – preguntó Nicodemo, sin aflojar su mano ni un ápice–. ¿Comprende ahora todo el trabajo que tengo por delante?

Dimas trajo una nueva garrafa, esta vez con agua. Apagó el fuego del bidón con tal exceso de energía que empapó a ambos, sin que ninguno de los dos se quejara de ello. Nicodemo repetía la pregunta de ¿comprende ahora lo que tengo que hacer? y Elías negaba con la cabeza; pero no decía nada. En su interior ya estaba preparado para lo peor; era algo que imaginó más de una vez. Así se lo advirtió el padre Ugarte en decenas de ocasiones: te mandamos, pero nunca te recogemos, le repetía una y otra vez; así que procura que el destino esté de tu parte y dame la alegría de verte la semana que viene. Elías revivió en unos segundos todos los momentos en los que su vida recorrió el fino alambre que separaba la supervivencia de la fatalidad: las escaramuzas en la selva colombiana perseguido por las FARC, las misiones en Ruanda en plena matanza entre Hutus y Tutsis para sacar a unos religiosos que se negaban a abandonar los hospicios; la recogida de refugiados en Afganistán, el desembarco en las playas de Somalia para tributar por el rescate de un religioso. Las mediaciones en el norte de Pakistán para evitar la exterminación de la comunidad cristiana que habitaba en la zona; sus intervenciones en Nigeria para la liberación de una mujer católica juzgada por adulterio ante un tribunal islámico. Sus actuaciones con la junta militar de Birmania para liberar a un Premio Nobel que nunca saldría de su encarcelamiento; la extorsión a funcionarios, policías, carceleros o guardas de frontera. Sus veladas en distintas casas para no convertirse en un blanco fácil. Los pasajes se le fueron sucediendo con distintas luces, de noche y de día, con distintos tiempos, con lluvia, con calor, con frío, o con una humedad que dificultaba la respiración. En muchas de aquellas situaciones se recordó cerrando sus ojos para no verse recorriendo la última milla de su existencia, imaginando que aquello no podía estar ocurriendo, que volvería en un avión y se tomaría unos macarrones a la carbonara con el padre Ugarte en pleno Trastevere, con el Tíber discurriendo por las vaguadas de Roma y las palomas surcando un cielo que había contemplado mejores tiempos para aquella ciudad. Nunca imaginó que moriría en el primer mundo, de aquella manera, con un asunto de Dios por medio, y con el padre Ugarte tan lejos que apenas lo podía imaginar en la puerta de un restaurante romano con una copa de lambrusco. Todo se le acababa, sin más, a él y a Micaela, a la que llevaban a rastras hacia el desvencijado Beetle sin que se diese cuenta de lo que ocurría. Elías no tuvo esa suerte. Él sí sabía lo que le estaba ocurriendo y por eso no se resistió. Dejó que lo desataran y lo llevasen junto a ella, al mismo coche, observando cómo la gasolina salpicaba por todos los lados del vehículo. Nicodemo le seguía mirando igual que siempre, pero ya no sonreía, tan solo dijo que esto era lo que tocaba, que el trabajo que tenía por delante era elegir los justos de los injustos, que ese debía ser la premisa que se establecería en este orden de la nueva fe; y que a ellos dos les había tocado estar en la parte de los injustos, porque así se lo habían ganado buscando aquellas cartas. Dimas rezaba. Gestas se afanaba en traer cosas que ardiesen bien, que convirtiesen todo aquello en una magnifica pira de inmolación, aunque allí nadie había elegido morir.

 – Rezaré por usted, querido padre. Y también rezaré por ella, no lo dude. Rezaré para que sus almas encuentren el camino de vuelta y puedan disfrutar de una vida eterna plena; una vida que ahora será posible gracias a este nuevo Dios que se nos revela.

Nicodemo cogió la caja de cerillas y trató de encender la primera. No hubo manera. Luego trató de encender una segunda cerilla. Tampoco se encendió. El agua que Dimas usó para apagar el bidón había mojado las cerrillas. Gestas se palpó el cuerpo buscando un mechero. Dimas hizo lo mismo. Nada. Gestas se marchó hacia la salida en busca de alguna caja de fósforos o de un mechero que pudiese tener en el coche. A medio camino se paró. Algo escuchó que lo alertó. Algo que se acercaba, que traía sirenas de policía. Y sonaban cada vez más cerca.

– ¡No entiendo qué puede estar pasando! – exclamó Gestas –. Estoy convencido de que nadie nos siguió.

Gestas se lanzó hacia la barra de hierro, la recogió del suelo, y se abalanzó contra Elías, blandiendo la barra con las dos manos en alto, dispuesto a descargar un golpe de gracia. Nicodemo lo detuvo y éste desistió en su intento. Luego dejó la barra en el suelo y se encaminó hacia la puerta de salida, seguido de Dimas, que tiraba de Nicodemo sin mucho éxito.

– No deberíamos dejar las cosas así – gritó Gestas desde lejos, casi en el umbral de la puerta –. Saben quiénes somos y qué hemos querido hacer – y miraba a Dimas, conminándolo a terminar lo que él no pudo empezar.

– Dejadlo – impuso Nicodemo con voz autoritaria – Ha quedado muy claro que Dios no quiere que ejecutemos la purga de los injustos. Los tendrá reservados para una situación más propicia a nuestros intereses. De qué manera sino hubiese obrado así, vetando este sacrificio.

Gestas desapareció por la puerta y Dimas se encaminó hacia la salida. Nicodemo hizo lo propio, pero a medio camino se detuvo, giró su cabeza y miró a Elías a una distancia moderada. Seguía sonriendo. De nuevo mudó la sonrisa en un gesto distinto, uno que desvelaba los recónditos vericuetos de su locura.

– ¡Sabe qué le digo! – exclamó con voz alta, repartiendo el eco en toda la nave – Que Dios es inteligente y previsor. Búsquenme, arréstenme, y si quieren, condénenme. Me convertirán en un mártir, en un perseguido de la nueva fe. Tendré a millones de personas suplicando por mi inocencia y sacudiendo las puertas de mi presidio. ¡Ve cómo Dios me ha otorgado una libertad infinita! Tal vez sea eso lo que Él quiere: un mártir para su causa. Dios lo tenga en su gloria, querido padre, porque usted también tiene una misión que cumplir en todo esto.

Nicodemo desapareció por la puerta. Las sirenas sonaban cada vez más cerca. Elías guerreó contra las cuerdas que ataban sus muñecas, hasta que consiguió liberarse. Luego recogió a Micaela, la alzó en brazos, y salió del coche con todas sus fuerzas. Se alejó de aquel charco de gasolina que podía explotar en cualquier descuido. Las pocas energías que le quedaron las usó para abrir la puerta, dar un salto hacia la calle, y caer de bruces sobre el suelo cementado del exterior. El resto fueron brumas que se inundaron de luces acompasadas y de gente corriendo de un lado a otro.

Y de una voz que le resultaba placentera: la de su amigo, el comisario Javier López.