Málaga, 12 de Junio de 1940

Recuerdo que aquella noche pareció hacerse de día. La luz lo quemó todo y el siguiente día se convirtió en la primera de infinitas noches. Ese es el recuerdo que me queda de aquello, el que perdura en mi mente y se me ancla en el alma con un dolor que me quiebra. A veces, en las madrugadas, suspiro para que ningún despertar me revele que todo ese dolor es real.

Eran años prometedores. Eso también lo recuerdo. La travesía por la dictadura de Primo de Rivera llegaba a su fin y todo estaba por hacer. Mientras el resto de sociedades europeas surcaban desde hacía años por las singladuras de la democracia, en este país nos desperezábamos de nuestro nefasto siglo XIX con una cojera secular que pronto nos haría caer de bruces. Los innegables avances económicos de aquella dictadura poco pudieron hacer para enderezar un clima social tan volátil que estallaba por todos lados. Eran tiempos de cambios irremediables, y eso se palpaba en el ambiente. Eran tiempos de imposiciones donde todo el mundo quería que el cambio fuese a su manera. Se imponía la locura a la cordura y el sentido propio se sobreponía al sentido común. Eran tiempos prometedores, ya lo he dicho antes; pero no fueron buenos tiempos.

No recuerdo muy bien cómo empezó todo ni de qué manera, cómo llegamos a tomar decisiones más cercanas a la demencia que a la sensatez. Ejecutamos una letanía de actos que tenían poco de práctico y mucho de improvisación. Los meandros de nuestras travesías vitales llevaban tiempo hundiéndose en el lodazal de nuestras propias desgracias, y nada, absolutamente nada de lo que nos rodeaba, merecía tanto la pena como aquello que nos reunió a todos en la iglesia de la Merced en un día del mes de mayo del año 1931. De esta iglesia no queda más que los vestigios de un incendio que arrasó con todo. Que nos arrasó a todos.

Hacía poco que Miguel Primo de Rivera había presentado su dimisión ante el Rey Alfonso XIII. Siempre nos pareció curiosa aquella circunstancia en la que un dictador dimitía de ser dictador, cuando lo propio era que otro dictador lo derrocase, o que simplemente se muriese. España era singular hasta en eso. El Rey trataba de llevar la monarquía por la senda parlamentaria. Éramos muchos los que creíamos que aquello era posible, que el cambio estaría cerca sin caer en más derramamiento de sangre. La piedra estaba en el tejado del monarca. Tocaba actuar con diligencia e inteligencia. Mala combinación para aquel monarca que nos tocó en suerte. Se anunciaron elecciones municipales para el 12 de abril de 1931. ¡Cómo recuerdo aquellos días! No eran elecciones generales, pero se decidían los representantes de cada ayuntamiento. Aquí las grandes capitales, entre ellas Málaga, que presumía de ser la quinta ciudad del país, tenían mucho que decir al estar liberada del caciquismo secular que imperaba en la zonas rurales. Los votos en los pueblos valían para seguir comiendo y por eso se votaba lo que el cacique quería que se votase. Pero eso no ocurría en las grandes ciudades. Recuerdo los titulares de aquellos periódicos: de la Unión Mercantil, el ABC o El Imparcial, que leía en el café Central mientras disfrutaba de un café, un coñac y de uno de los pocos puros que nos llegaban de nuestras colonias perdidas del Caribe. Tomás Bocanegra me solía acompañar en aquellas tardes de primavera donde el sol nos tibiaba la piel hasta hacernos parecer unas lagartijas. Tomás era un farmacéutico de prestigio capaz de manejar a la perfección cualquier combinación de hierbas, fórmulas magistrales y todo los tipos de sustancias que la farmacopea fuera capaz de inventar. Manejaba las proporciones por intuición y presumía más de alquimista que de boticario. También venía con nosotros Luis Sánchez, subsecretario de la delegación del banco de España en Málaga, así como Walter Hoffmann, cónsul de la gran Alemania. Miguel Huelin, mi primo carnal, además de Jorge Loring y Ernesto Larios. También se unían a nuestro grupo D. Narciso Díaz de Escovar, ya muy metido en años, pero con una clarividencia de mente y talento que nos dejaba al resto como unos parvos atolondrados. La otra persona que se unía era la excepción femenina, el equilibrio a tanto universo andrógeno, mi querida Inés Albilla Monzón, una estupenda y lozana andaluza que no llegaba a los veinte años y que gustaba de vestir pantalones o leer periódicos liberales, como El Imparcial, donde conciliaba opiniones con D. Antonio Ortega y Gasset, muy querido y reconocido en nuestra sociedad malagueña. En nuestras conversaciones de grupo, periódico en mano, hablábamos de todo y de todos. Pero por encima de cualquier cosa hablábamos de política: ese gran asunto que parecía barnizarlo todo. La política se había convertido en la panacea para todos los males que sufría el país: el analfabetismo, el hambre, la mortandad infantil galopante o la economía agraria más propia de un sistema feudal que de una sociedad del siglo XX. Un tejido industrial inexistente y una economía de subsistencia que había perdido el tren de la Revolución Industrial. Un país sin investigadores, pero repleto de bohemios, de escritores sin lectores que se conformaban con dispensarse ditirambos unos a otros en las tertulias de los cafés. Los políticos lo arreglarían todo. El problema es que cada uno de esos políticos traía sus propias fórmulas. A ninguno se le pasaba por la cabeza que las otras fórmulas también podían ser buenas. O quizás mejores. Por un lado teníamos a los anarquistas de la CNT y su desajustado modo de explicarse a base de huelgas y actos vandálicos. A la zaga le venían los cachorros del socialismo. Más allá las juventudes comunistas, y en el otro lado la estremecedora falange española junto con la derecha más moderada: la republicana y la monárquica, con la sempiterna presencia del yugo eclesiástico dispuesto a disponer la moral cristiana sobre las normas de un estado de derecho. Todo fue una confrontación de energías de la que pudo resultar una enorme sinergia con la que este país se hubiese puesto al nivel de los estados europeos más pujantes. Pero no fue así. Más bien fue todo lo contrario. Los años se volvieron muy difíciles y algunos se nos fueron a destiempo. Una noche de abril estaba trasnochando entre mis libros, releyendo al bueno de Juan Ramón Jiménez, disfrutando de esa deleitosa costumbre suya de poner la “j” en todos lados. De pronto, me vino un escalofrío que me sobrecogió. Algo me hizo temer lo peor. Quizá fuese una premonición o simplemente la conclusión de un miedo que tenía enraizado en lo más profundo de mi ser. La envidia y la mala leche es un patrimonio de mi país, y a mi hermano Julio le llovía la envidia por todos lados, por rico, por vividor, por galante y educado. O simplemente por feliz. A Julio no le dejaron ver los claros de aquel día. Se lo llevaron de un par de disparos en la sien. Uno le entró por el cuello y el otro por la cabeza. A mí me entraron aquellos dos disparos por el alma. Julio murió en el acto. Yo me fui muriendo en actos seguidos, por fascículos como diría mi amigo Tomás Bocanegra. Y ahí empecé a urdir mi locura. El entierro fue breve, me acompañaron mis amigos de tertulias y nos despedimos en la puerta del cementerio de San Miguel. Un hasta luego para ellos. Un hasta siempre para Julio. Después fue llegar a la casa y encontrármela vacía. Y así se quedaría para siempre.

El primer germen de lo que definiríamos después como la mayor locura que se nos había ocurrido tuvo lugar en la Semana Santa del año 1930. Los enfrentamientos de los radicales de uno y otro bando hacían que todos los días amaneciésemos con la incómoda seguridad de que alguien ya no lo contaba más. La monarquía hacía aguas mucho antes de convocar aquellas elecciones municipales que le darían la estocada a quinientos años de monarquía española. Desde hacía varios años se hablaba abiertamente de Republica, aunque nadie creía que aquella República pudiese venir sin revolución. Quizá fuese que en realidad muchos no querían que esa República viniese sin revolución de por medio. Las revoluciones las hacen aquellos que no tienen nada que perder, y en esas estaban la mayoría de la población que simpatizaba con la izquierda o con los anarquistas. Nada que perder y mucho que ganar; si es que en estas lides se ganaba algo. La cuestión era que la República no estaba llegando a la velocidad deseada, aunque ya se sabía qué cosas acometería en cuento llegara. Una de esas cosas sería flanquear contra el enemigo común de todas las Españas: la jerarquía eclesial. Se llegó al convencimiento común de que la Iglesia era la principal cortapisa a todos los avances en la libertad de pensamiento y en el desarrollo del país. Era irónico creer que la mejor manera de luchar por la libertad de pensamiento era prohibir que la gente creyese libremente. España seguía siendo diferente. Aquellas prohibiciones atacarían a todos los aspectos que incurriesen en manifestaciones religiosas, desde la eliminación de las órdenes y la expulsión de sus miembros, como ocurrió con los Jesuitas, hasta la prohibición de la Semana Santa. Eso último fue lo que encendió la mecha de nuestra locura. No éramos religiosos. Algunos, entre los que yo me encontraba, no éramos ni tan siquiera creyentes. Pero no era una cuestión de creer en Dios. Era un asunto de creer en la obra del hombre y en la particularidad artística de la Semana Santa de Málaga, con todo su barroco paseando por las calles, las estaciones, el incienso, las filas interminables de penitentes, las velas encendidas en la noche, los cientos de nazarenos. Se trataba de creer en esa mixtura de religión, cultura, tradición y arte que sólo se daba en esta ciudad durante una semana al año; una de esas obras maestras que la humanidad había tenido por bien a concebir. Todo aquello estaba a punto de ser borrado por decreto. Al menos eso era lo que se decía. No supimos lo que creer.

La primera persona a quien le conté mi idea fue a Inés. Nos encantaba pasear todas las tardes cuando yo dejaba descansar la vista de mis lecturas y ella se liberaba de sus mítines políticos donde hablaba de la igualdad en los derechos de la mujer. La mayoría de la gente no la entendía, y eso que tenía mucho sentido común. Todos hablaban de un sufragio universal casi inminente, pero nadie contaba con las mujeres para votar. Ningún político de la izquierda quería que la mujer votase por temor a que reprodujese en las urnas lo que le imponía el marido o el confesor. Aquello hería en lo más profundo a Inés. Ella se negaba a claudicar ante semejante simplificación de los hechos. Inés era una socialista convencida que me llenaba la cabeza de discursos sobre la igualdad social, la equiparación de derechos entre las clases y la erradicación del analfabetismo. Yo le decía que eso no era socialismo, que eso era lo que había que hacer porque entonces el mundo se nos caería encima. Ella me sonreía y me dejaba su mirada impresa en la mía como un daguerrotipo de esos que se enseñan en las ferias ambulantes. A menudo nos íbamos a un estudio que tenía en plena calle Larios, dando esquina con la plaza de la Libertad. Allí terminábamos la velada cenando, bebiendo vino o buscándonos entre las sábanas. A Inés le importaba muy poco lo que pensasen de ella. Le daba igual que se santiguaran cuando nos veían subir las escaleras o que le dejaran estampitas de la Virgen de la Inmaculada por debajo de la puerta. Tenía una buena colección de ellas guardadas en su camafeo, tantas como para poner un negocio de estampitas a poco que se lo propusiese. Aquella tarde en que se lo conté ni tan siquiera me hizo caso. Siguió marchando y me soltó que aquello era una tontería. A la siguiente tarde volví a decírselo. Y así sucesivamente durante varios días. Finalmente me contestó con toda claridad. Me dijo que si quería hacerlo no podía hacerlo solo, que tendría que contar con más gente, pero sobre todo tenía que ver cómo se sucedían los acontecimientos en España para decidirme a realizar semejante locura. Creo que en realidad ella siempre compartió esa locura conmigo, en parte porque nos amábamos, y en parte porque la locura, cuando es cosa de dos, deja de ser una locura para convertirse en un síntoma, en una enfermedad del hombre que amenaza con contagiarse. Eso fue lo que le ocurrió a ella. Al final acabamos los dos contagiados.

Así fue como me decidí a decírselo al resto del grupo, quizá porque veía que los acontecimientos se precipitaban sin pausa, o quizá porque necesitaba contarlo. Sea lo que fuese, lo planeé, decidí el lugar, escribí en detalle el discurso que les soltaría, anoté todos los contras con los que mis amigos me aguijonearían, y enumeré al menos una razón que lo justificara; algo que no estuviese implicado directamente con una enajenación transitoria. Esto último fue lo que más me costó. Finalmente decidí el momento y los reuní en un lugar tranquilo y fuera del ajetreo urbano. Hablé con el bueno de Don Narciso Díaz de Escovar, quien gustosamente prestaba su casa para reuniones culturales, de teatro, pequeñas conferencias o para declamaciones de poemas. Era un eje fundamental de la cultura malagueña, y su casa se había convertido en una suerte de museo de libros, periódicos y fotografías. Allí los conminé a todos, y hasta allí me dirigí con el discurso escrito en un papel y bien apretado en mi puño. Me marché hacia allá, y cuando divisé la plaza donde descollaba el teatro Cervantes, cerca de su casa, decidí tirar aquel papel al alcantarillado. Supe en ese momento que no existía en el mundo un discurso que explicara lo que me rondaba en la cabeza; que estaba solo, completamente solo, yo y esa locura que me picoteaba en el cerebro. Cuando llegué a la puerta me quedé un buen rato pensando si dar media vuelta o seguir, pero al fin me decidí y golpeé con fuerza la aldaba como si esperase que el mismo Dante me abriese la puerta de los infiernos. Yo fui el último en llegar, al menos el último de los hombres, porque unos metros más atrás apareció Inés vestida con una elegancia soberbia. Ella me tendió su mano y me la acercó para que la besara. Yo no dudé en hacerlo. Después acercó sus labios hacia mi oído para susurrarme que estoy aquí contigo, y que todo saldrá bien. Aquello me sonó como si la Virgen de Fátima me viniese a contar todos sus secretos. Por primera vez en muchos días sentí que mi alma estaba salvada, y que todo lo que dijese ya no caería en saco roto; porque al menos estaba ella. Fue un alivio creerme todo aquello.

No faltó nadie. Eso me alegró hasta el punto de que olvidé todos mis temores. Con amigos como aquellos no me importaba para nada las vicisitudes que la vida me pudiese traer. Quizá fui demasiado apresurado al sopesar aquellas sensaciones, pero fue las que tuve en ese momento. Lo cierto es que no faltó nadie, y eso era lo que me valía. Algunos estaban sentados frente a la chimenea donde crepitaba el fuego que avivaba Jorge Loring con la obstinación de un carbonero. Otros, como Miguel Huelin y Walter, daban cuenta de la reserva de coñac de Don Narciso, sin que éste se percatara del asunto. Luis Sánchez paseaba por el piso superior de la biblioteca para hojear los periódicos que Don Narciso coleccionaba desde hacía décadas, y que formaba un auténtico diario de la ciudad y del país. Ernesto Larios estaba sentado en un cómodo sofá de tres piezas sin hacer otra cosa que contemplar el fuego. Inés llamó a sesiones y la concurrencia obedeció sin rechistar. Inés tenía carácter, todos la respetaban. Eso, desde luego, no era el trato normal que le solíamos dispensar a las mujeres. Nunca las tuvimos en consideración en lo referente a dejarlas opinar, pero con Inés era diferente. Todos disfrutábamos de sus ocurrencias y de su forma práctica de ver las cosas, aunque siempre acabase aderezándolo todo con el aliño de su recurrente socialismo obrero.

Lo que les conté fue breve y las palabras, más que decirlas, se me escaparon de la garganta sin saber cómo contenerlas. Por ratos llegué a pensar que iba a necesitar de una escoba para recogerlas de la alfombra. Como ya me previno Inés en su día, teníamos que tomar la distancia suficiente que exigía la prudencia, y esa prudencia tan solo consistía en esperar a que los acontecimientos se sucediesen en España tal como pronosticaba en mi discurso. Nadie dijo que me estuviera aventurando en mis conclusiones; todos estaban de acuerdo, aunque algunos me tildaran de apocalíptico, pero sin entrar en aspavientos. Había que esperar. Sólo eso. Y esperamos. Observamos el devenir de los acontecimientos desde ese día en adelante. Quizá nos equivocásemos, o simplemente no supimos ver el toro hasta que lo tuvimos encima. Sea lo que fuere, todo sucedió como imaginé y ya no hubo manera de remediarlo. Como adelanté en los párrafos anteriores de esta carta, tras la dimisión de Primo de Rivera en 1930, Alfonso XIII trató en vano que su regencia discurriese por la senda del Parlamento, es decir, quería volver al redil de la democracia sin que nadie pusiese pegas. Deseaba que todo el mundo olvidase su connivencia con la dictadura. Pero el patio no estaba para esos brindis al sol y poco pudo hacer el gabinete de concentración monárquica que mandó dirigir al Conde de Romanones. Todo condujo a las elecciones municipales que se celebrarían el 12 de Abril de 1931 donde se esperaba el mayoritario respaldo a los concejales monárquicos. Las elecciones tuvieron lugar y ganaron los partidos monárquicos cuadriplicando en número de concejales a los partidos republicanos. Sin embargo, la monarquía perdió en casi la totalidad de las capitales de provincia, allí donde los caciques y el pucherazo no podían influir sobre las urnas. De facto, eso era un rotundo “no” a la monarquía. Tras aquello se habló del uso del ejército y de varias barbaridades en las que España tenía todas las patentes. Alfonso XIII optó por la prudencia ante el desvarío de unos acontecimientos que tomaban el cariz de un enfrentamiento civil. Decidió formar un gobierno provisional presidido por Niceto Alcalá-Zamora, que en cuanto tuvo la mínima oportunidad, se vistió de gobierno revolucionario y empujó al Rey a su exilio. Sólo recuerdo una frase que escuché en calle Carretería aquel día 14 de Abril de 1931. ¡Ha estallado la República! Nadie se podía imaginar que la República llegaría de aquella manera, sin enfrentamientos civiles de por medio. Sólo hizo falta un Rey exiliado. Sólo eso.

Pero nos estuvimos engañando a nosotros mismos. Creímos que la Historia de nuestro país se podía escribir de manera distinta a nuestras formas de proceder. No quisimos darnos cuenta de que tan sólo se trataba de una prórroga. El 15 de abril se hizo público el programa de actuación de la República que afectaba a la reforma agraria, la libertad de culto y el aumento gradual de las libertades individuales. Aquello apuntaba buenas maneras y el entusiasmo nos encandiló a todos. Huelga decir que fue a Inés a quien más entusiasmó. No dudó en venir a una de nuestras reuniones tertulianas vestida con camisa roja, pantalón y un escudo de las JSU proclamando que se estaba pariendo una nueva España. Lo cierto es que fueron años donde se parieron muchas nuevas Españas. Viniese como viniese, Inés estaba hermosa como siempre, pero más radiante que nunca; quizá porque traía la mirada amueblada con todos los parabienes de la revolución y el cambio. Tenía la creencia ciega, y un poco mesiánica, de estar pisando los tablados donde se escenificaría la Historia de la que hablarían las generaciones venideras. Ella estaba allí, en primera fila, malgastando toda su juventud aunque no lo supiese en aquel momento. En realidad nadie lo podía saber. No pasaron ni dos semanas desde la proclamación de la República cuando las cosas empezaron a torcerse; si es que alguna vez vinieron rectas. El programa de actuaciones de la República fue ejecutada sui géneris por cada español según le venía en gana y conveniencia. El clima se volvió enrarecido. El punto de mira de todos señaló desde el principio a la Iglesia, a sus miembros y a sus posesiones. Se empezó a hablar de prohibir la Semana Santa y desamortizar los bienes de la Iglesia, de acabar con toda su riqueza, de repartirla según los criterios de unos y la aprobación de otros. Se comenzó a trazar los primeros renglones de un discurso que no conducía a nada bueno. La democracia no es un invento del hombre, sino una forma de convivir, y los españoles no estábamos dispuestos a convivir sin dejar margen a nuestra singularidad cainita.

Hubo una siguiente reunión, pero curiosamente no fui yo quien la convocó, sino que fue mi amigo Tomás Bocanegra, que en un principio no compartió del todo mis ideas, y que luego, al igual que los demás del grupo, veía que mis análisis más pesimistas se iban cumpliendo. Muchos conciudadanos hicieron todo lo que estaba en su mano para darme la razón, aunque yo no se lo pidiese. Jamás lo habría pedido. Los hechos que cuento a continuación fueron tal como los relato, aunque mi memoria quisiera mirar a menudo hacia otro lado para cambiar los acontecimientos, para contar las cosas de otra manera, o simplemente para inventarme otro país. Aquella reunión tuvo lugar el 2 de mayo. El día anterior se había celebrado el día mundial del Movimiento Obrero. Nosotros nos levantamos con un titular llegado desde el otro lado del Atlántico que nos maravilló: un presidente norteamericano inauguró el edificio más alto del mundo construido en la ciudad de Nueva York pulsando un botón desde Washington que hizo que se encendiesen a la vez todas las luces del edificio. No hizo falta que el presidente estuviese in situ. Los americanos estaban en otra órbita y aquella maravilla de la comunicación remota nos sobrecogió mucho más que las dimensiones titánicas del inmueble. El edificio se llamaría “Empire State”, un nombre que ninguno acertamos a traducir por ser más cercanos al idioma de Víctor Hugo que al de Shakespeare. Nuestro amigo Walter, como buen cónsul multicultural, nos proporcionó la traducción literal y nos aclaró que aquel era el nombre coloquial que se le daba al estado de Nueva York. De aquello sólo hablábamos nosotros. La noticia en sí no ocupaba más que media cuartilla en las páginas interiores de los periódicos. El resto de conciudadanos hablaban de los mítines que tuvieron lugar el día anterior con motivo de las celebraciones obreras. Yo no fui a ellas, pero Inés sí que fue. Ella participó como militante del PSU en un mitin que tuvo lugar en los astilleros de la Malagueta. No pudimos vernos en todo ese día a pesar de que la busqué por todos lados.

La reunión no fue esta vez en casa de Don Narciso. Tuvo lugar en la iglesia de la Merced, junto al convento de los Mercedarios, que se alzaba en una esquina de la plaza del mismo nombre, descollando justo detrás del cenotafio al general Torrijos si uno viene caminando desde el barrio de la Alcazaba. La plaza estaba vacía como si se hubiese proclamado algún tipo de festividad nacional. Yo andaba con mi periódico en la mano paseando junto a mis amigos Tomás Bocanegra y Walter Hoffmann. Discutíamos, o envidiábamos, la noticia referente al edificio americano. Inés apareció desde el otro vértice de la plaza, justo a la entrada que venía desde calle Victoria en una travesía que no podía traerla desde su casa. Inés me sonrió, y aquello me valió como respuesta y como garante de mi discreción. Llegamos hasta la iglesia cruzando el mismo centro de la plaza de la Merced y paseamos a pocos metros del cenotafio a los correligionarios liberales. Tomás se adelantó al resto del grupo y golpeó con los nudillos sobre la puerta del templo. Ésta permanecía cerrada por completo. Unos segundos después apareció el padre Damián, unos de los frailes de la orden de la Merced que vivían en la comunidad. Era además el que oficiaba como sacerdote en la propia iglesia. Inés no dudó en ser la primera en abalanzarse sobre el padre Damián, a quien conocía de sobra. El fraile llevaba una vida cargada de servicio en el barrio de la Coracha, en la Alcazaba y en la Malagueta. Había conseguido el milagro de hacer que muchos niños alcanzasen el don de la lectura y la escritura, despojándolos de la herencia secular del analfabetismo, la de ellos y la de los hijos que algún día tendrían cuando fuesen adultos. En muchas de esas escuelas, que no eran otra cosa más que una colección de viejas sillas sobre un solar abandonado, había coincidido con Inés. Ella identificaba al viejo sacerdote como un ejemplo de su ideario social. Inés era demasiado imaginativa para ciertas cosas y gustaba de mezclar condimentos sin que importase lo más mínimo a qué sabían después los guisos. Aquella comparación era de un sabor cuanto menos raro, sobre todo si se metía al fraile en la mezcla. El padre Damián no comulgaba en absoluto con su ideario político. Solía estar enfrentado a la izquierda más extrema. Los acusaba de inocular el anticlericalismo entre las capas más desfavorecidas de la sociedad. Ellos eran quienes tenían los oídos más abiertos a esos tipos de inquina por la manera tan particular en que la Iglesia había ejercido su ministerio, dándose el pisto con la gente adinerada en lugar de con los pobres. A ellos se les prometían todos los parabienes en el Evangelio; pero solo en el Evangelio.

Fue el padre Damián quien nos llevó hasta otro lado del templo, justo donde se daba salida a un patio interior que quedaba entre la iglesia y la zona de entrada al convento de los frailes. Allí volvíamos a estar todos, menos el pobre de D. Narciso, al que la edad, y algo de fiebre, lo habían dejado en cama. El padre Damián nos condujo después hacia una sala interior que precedía al salón de oraciones y que daba un espacio suficiente para sentarse con comodidad. Allí hablé de nuevo y todos volvieron a escucharme. Veníamos precedidos de una espera de meses en los cuales fuimos testigos del cariz que tomaban los acontecimientos. Todo lo que seguía sucediendo hacía prever lo peor. Quisimos creer que nos equivocábamos, que errábamos en nuestras predicciones; y así fue. Erramos porque nos quedamos cortos, y lo que al final sucedió fue imposible predecirlo, aunque lo peor fue no haberse dado cuenta de que aquello iba a ocurrir mucho antes de lo esperado, y en una forma que jamás habríamos adivinado. Inicié mi parlamento con una frase en la quise resumir todo de forma contundente, pero que volvía a repetir lo que ya vaticiné en la reunión anterior: uno de los patrimonios artísticos más grande del mundo, con más de cinco siglos de antigüedad, estaba en serio peligro. Ésa fue mi primera frase, y esta vez ya no quedaban más explicaciones. Tocaba actuar. Los acontecimientos habían disparado las alertas y los discursos incendiarios que provenían de todos lados: derecha, izquierda, republicanos o monárquicos, lo enturbiaban todo. El disparadero de todas las iras se centraba en la Iglesia y su patrimonio. La ciudad de Málaga poseía la mayor y más antigua colección de arte barroco y religioso disperso por conventos, iglesias, palacios y seminarios. Una vez al año se exponía por las calles de la ciudad en un acto de fervor religioso y folklore popular. Huelga decir por mi persona que de siempre la parte creyente me importó bastante poco, salvo en aquellos aspectos religiosos que es imposible disociar de una imaginería con tamaño valor. La fe construyó las catedrales y cinceló aquellas imágenes. Y con eso me bastaba.

El plan era sencillo, o al menos lo parecía en un principio. La idea me surgió a partir de las conversaciones que tuve con algunos de mis amigos que vivían en Madrid, donde ya se hablaba de un plan similar para los cuadros del museo del Prado en caso de conflicto civil. Sacarlos del país para evitar el expolio o su destrozo. Yo había ideado lo mismo, sacar lo que pudiésemos por Portugal, a través del Algarve, o por Marruecos, quizá por el puerto franco de Tánger, o entrando a través de Ceuta a nuestro protectorado. Cruzar hacia la vecina Francia se nos antojaba impensable sobre un mapa de frentes abiertos. Veníamos del sur más al sur que había en toda España, con el permiso de Cádiz. Lo primero sería hacer inventario, enumerar objetos, cuadros, imágenes, palios, mantos, cálices y todo aquello que fuese digno de ser salvado cuando entrasen o saliesen las tropas de uno u otro bando. Nadie por aquel entonces había oído hablar de los bombardeos aéreos. Años después los descubriríamos en Guernica. Nunca tuvimos eso entre los peligros venideros, como luego sí ocurrió. En un rápido y realista examen caímos en la cuenta de que la misión para salvar todo el patrimonio era imposible, a no ser que contásemos con media ciudad. Pero se suponía que no contábamos con ella para nada. Era algo entre nosotros. Teníamos que hacer una criba y quedarnos con aquellos objetos más representativos o valiosos, casi todas imágenes de Cristo o de la Virgen, confiando en que el resto pudiesen sobrevivir como fuese. Salvar unas cuantas imágenes, cuantas más mejor; con eso nos valía, y tal vez, llevados por la confianza, pedir a nuestros allegados que hiciesen lo propio, que guardasen las cosas en sus desvanes, en sus habitaciones o en sus casas de invitados. Inés saltó a colación de este asunto para exponer que ella echaría mano de alguna gente de los barrios limítrofes, gente pobre pero de confianza, que no dudarían en dejarse la vida por aquellas imágenes en las que creían con fe ciega. No pudimos evitar mirarnos de reojo. Precisamente la turba en la que se manejaba Inés era la que más nos preocupaba y en la que teníamos depositada menos esperanza, quizá por una desconfianza innata de nuestra parte, o tal vez por falta de trato con las capas más humildes. Fuera lo que fuese, no me veía dándole un cuchillo a un matarife. Inés se enojó y nos metió en su redil. Nos echó en cara que confundiésemos el hambre y las penurias del día a día con la dignidad de las personas, y que la gente con la que trataba tenía una honra del tamaño de nuestros palacetes, aunque no tuviese nada que llevarse a la boca para cenar. Decidimos sopesar la idea como último recurso. Al final, y para concluir la reunión, construimos un escenario pesimista en el que debíamos manejarnos. Quisimos creer que el estallido del conflicto civil podía saltar en cuestión de meses; quizá antes del fin de aquel año de 1931. Había que ejecutar un plan rápido para reclutar gente, atinar con una solución que fuese plausible, y poner en marcha la maquinaria de transporte que nos permitiera sacar todo lo posible en el momento preciso. Salimos de aquella reunión convencidos de que teníamos bastante tiempo, no mucho, pero sí suficiente, y de que quizás, y eso no era una convicción sino un deseo, no hiciese falta mover nada de su sitio. La reunión se dio por terminada y nos conminamos a reunirnos otra vez en una semana. Inés me cogió fuerte del brazo y salimos juntos de la iglesia. Ahí me dijo que su gente, en los que más confiaba, estaban en el barrio de El Bulto, y que allí era donde debía irme con ella, para que los fuera conociendo. Yo decliné la invitación por lo mucho que había oído hablar de ese barrio. Desconocía hasta entonces su afición a merodear por aquel sitio que tantas noticias daba a la sección de sucesos de los periódicos locales. Rara era la ocasión que no se hablase de aquel barrio como escenario de algún crimen o de alguna reyerta entre clanes. Se consideraba aquello como el cobijo de maleantes, rateros, convictos y malvividos de todo tipo de ralea, además de toda una colección de calificativos que no alentaban al júbilo. Pero ella iba y venía de allí como si fuese El Limonar o el Paseo de Reding. Ahora comprendía por qué nunca se sentía timorata cuando paseaba por Puerta Oscura a unas horas donde la prudencia invitaba a caminar por lugares más concurridos e iluminados. Sea como fuere, yo sabía que nunca podría cambiar ese hábito, así que me di por desentendido y continué mi paseo agarrándola, quizá con más fuerza que antes, temiendo que en un mal día me quedara sin ella.

No hubo tiempo para que pudiésemos hacer otra reunión. No nos concedieron ese tiempo. Por aquellos días la República inició un proceso de secularización con el que se debía amparar la libertad de culto como una de las patas del nuevo orden de la nación. Estado e Iglesia tenían que ser cosas distintas como así ocurrían en las más avanzadas sociedades de occidente. Las escuelas serían laicas, se legalizaba el divorcio, se secularizaban cementerios, hospitales y se acometieron una infinidad de medidas que dejaban a la Iglesia dentro de su ámbito de la creencia, y la sacaban de su ámbito de regencia. Muchos cardenales de toda la geografía publicaron en sus pastorales la defensa que debían hacer los creyentes para salvaguardar los derechos amenazados. Los grupos más radicales de la República consideraron esa pastoral como una declaración de guerra. El sopor anticlerical que inundaba las ciudades se podía cortar con un cuchillo de mantequilla. El 10 de mayo, en Madrid, se comenzaron a quemar varios edificios religiosos. Las noticias sobre el suceso no tardaron ni dos horas en llegar a Málaga, igual que si viniese a lomos de un ferrocarril ultraveloz. Era un runruneo que cruzaba las avenidas de bar en bar, plaza y acera, hasta concentrar a la gente frente a los edificios religiosos que salpicaban la urbe. Todo hacía presagiar que la noche sería larga. Y así fue. La noche del 11 al 12 de Mayo de 1931 yo no dormía en casa, si no que hacía noche en casa de mi primo Miguel como invitado. Fue una casualidad que estuviese allí, porque de otra manera no hubiese visto lo que vi. Eran cerca de las once, ya se escuchaban los primeros gritos en la calle y la gente corría hacia la misma dirección como si viniesen perseguidos por una torada. Andábamos en los postres cuando salí al balcón y comencé a verlo todo. La casa de Miguel estaba junto al palacio de la familia Félix Sáenz, en la calle Reding. Desde el balcón de la planta baja, donde cenábamos, apenas podía alcanzar con la vista más allá de la copa de los árboles que cercaban la fuente de las Tres Gracias. Decidí subir a los pisos superiores donde dormía el servicio. En la terraza que hacía de solárium para tender la colada, pude ver sin defecto lo que se me antojaba como un desastre, algo que no habíamos previsto. La primera columna de fuego cruzaba el cielo como un desgarro de luz. Saltaba desde un lado de la torre de la Catedral, por detrás del Ayuntamiento y del edificio de la Aduana. Mi primera impresión me hizo creer que la Catedral estaba ardiendo, pero los gritos de la calle me anunciaron que el Palacio del obispo estaba siendo pasto de las llamas. Bajé de un salto las escaleras que conducían a la planta señorial de la casa. Mi primo Miguel me miraba con el mismo asombro que debía de tener yo. No habíamos previsto esto. Nunca capitulamos un episodio donde la gente asaltaría los edificios religiosos para incendiarlos. En ese momento quise pensar que mis miedos me estaban conduciendo por los atajos de la confusión, y que quizá la realidad fuese otra, que todo quedase en un ajuste de cuentas con el obispo. Tenía claro que debía salir a la calle y cerciorarme. Mi primo Miguel me disuadió de inmediato, pero yo tenía muy claro lo que quería hacer. A la salida de la casa me encontré con la primera turba. Se encararon con nosotros. Reconozco que el miedo me hizo mudarme de una prudencia que creí perdida unos segundos antes, así que desanduve mis pasos y volví al Hall. Tenía que hacer algo, y ese algo vino de la mano de un ángel con la cara tiznada de hollín. El carbonero de la casa, encargado de suministrar la leña y mantener funcionado las calderas del palacio, había visto el episodio en primera línea. No dudó en acudir en mi ayuda en cuanto me vio en el apuro. Entró con nosotros y me guió al sótano donde estaban las calderas. Era un hombre robusto, de una talla mediana, similar a la mía, pero con andares más toscos y la espalda más corva, seguramente por el trajín del peso que acarreaba a diario. Allí sacó unos trapos de una pequeña alacena. En mi primera impresión me resultaron raídos y propios de un pedigüeño. Luego resultaron ser los hábitos de trabajo de aquél buen hombre. Sentí una vergüenza inconfesable por la mezquindad de mi reacción. No tardé en comprender la estrategia y me despojé de mi atuendo para colocarme aquello. Luego azucé con brío mi cabello para dejarlo sin los vestigios del agua de colonia que solía utilizar para fijarme el peinado. Después tiré de improvisación y recogí un poco de carbón para macular mi cara y redondear el engaño. De nuevo recibí la suerte de tenerle a él: me agarró las manos y evitó que hiciese aquello. Me dejó muy claro que no era buena idea tiznarse la cara en una noche de fogatas. Alguien podría pensar que estaba implicado en la quema y acabaría con los huesos en el paredón. Me acordé de Inés. Me acordé de ella porque tenía razón. La tragedia del analfabetismo secular de nuestra España era haber apartado de la senda de los descubrimientos, de los hallazgos de la física y de las teorías matemáticas, a tanta mente prodigiosa que malvivía sin poder proyectar ni un ápice de sus malogradas inteligencias. Aquél hombre me lo había demostrado. Sólo deseé que algún día aquello cambiase para sus hijos. Salí de nuevo a la calle sin sufrir esta vez altercado alguno. Estuve acompañado por aquel carbonero hasta que me dejó a la altura de la Coracha, donde vivía. Yo continué camino del Parque divisando la columna espesa de humo que salía por detrás del Banco de España y del edificio de la Aduana. Lo peor fue darme cuenta de que la noche pareció hacerse de día y que la luz ya lo quemaba todo. Las columnas de fuego empezaron a aparecer por un lado y otro. Todo se había vuelto de una claridad cegadora. Era imposible imaginarse otro escenario que no fuese una gran tragedia. Crucé el Parque en dirección a la Aduana. Desde allí entré a un costado de la Catedral hasta adéntrame en la plaza del Obispo, frente al Palacio Episcopal. Las llamas saltaban por la puerta y las ventanas. El techo de dos aguas comenzaba a derrumbarse, dejando los tabiques del edificio como espectros negros. Los bomberos pudieron hacer poco y la Guardia Civil acudió para facilitarles la labor, pero no se detenía a nadie. Hubiese sido prácticamente imposible. Continué mi recorrido. La gente se dispersaba por los distintos cauces de la urbe según se les iba notificando los partes de incendios. El aviso que me hizo saltar desde mi paroxismo fue el ataque que estaba sufriendo el templo de la Merced; el lugar donde tuvimos la reunión días antes. Corrí con todo el desagrado de mis pulmones. No podían tragar ni más aire ni más ceniza. Crucé por calle Cister, Alcazabilla y me personé en la misma plaza de la Merced, otra vez frente al obelisco de Torrijos, menguando frente a la columna de humo que salía desde el frontal del templo. Anduve con precaución pero sin pausa, y pude ver de cerca lo que acontecía. En la puerta se fueron agolpando un rimero de imágenes con varios siglos de historia, de un valor incalculable, únicas en el mundo, como los del Cristo de la Sangre, el Cristo de los Gitanos, la Virgen del Carmen o la Soledad. Un sinfín de imágenes y objetos que hubiesen deleitado las mejores galerías de arte de todo el orbe. Pero no estaban en una galería, sino que estaban amontonadas como una pira de leña, destrozadas, mutiladas y luego prendidas con el fuego insolente de la ignorancia y la estupidez humana. Juro que aquel fuego pareció quemarme el alma hasta consumirme en el más atávico de los odios humanos: el de matar al prójimo con saña para sentir vengados mis instintos más primarios. Cerré los puños y me dispuse a entrar en la pira crematoria cuando me detuvo el padre Damián con los ojos repletos de lágrimas y la nariz destilando sangre fresca. Me dijo no con la cabeza. Me dejó claro que ya nada valía la pena. Me frenó en seco al tiempo que caía de bruces sobre el suelo húmedo de la plaza. Le habían pateado la espalda. Y seguramente no había sido la primera vez. El padre Damián se levantó y siguió caminando, solo, con toda la carga de su pena, en dirección a la calle Madre de Dios. Si la dignidad alguna vez tuvo un rostro, seguramente fue el de ese viejo fraile que se alejaba de nosotros, derrotado, pero sin el semblante ni mucho menos amilanado. Recuerdo cómo me miró esa última vez para luego saltar con su mirada a quienes lo habían increpado. El brillo en los ojos de aquel fraile anunciaba una lejana victoria, porque los hijos de aquellos hombres, los niños a los que enseñaba a leer y escribir en los descampados de la Coracha, tendrían el poder de la letra impresa con el que algún día, y con algo de suerte, dispondrían de una mínima posibilidad para reconducir sus ideas y no aniquilar la Historia de sus ciudades. El fraile pecaba de optimista. Yo deseé que aquello fuese realmente cierto, pero siempre habrá alguna biblioteca de Alejandría dispuesta a ser el cebo de la humanidad.

Mientras manejaba ese pensamiento en mi cabeza, dispuse mi marcha hacia calle Álamos hasta enlazar con calle Carretería, que me dejaría frente a los muros que cercaban el cauce seco del Guadalmedina. En mi trayecto me crucé con decenas de personas, hombres y mujeres indistintamente, disfrazados con las casullas y los roquetes que habían saqueado de las iglesias. Otros tantos manifestaban su estado de embriaguez bebiendo manzanilla en los copones y cálices que habían expoliado, muchos de ellos con siglos de antigüedad que veía rodando por el pavimento como si se tratase de los despojos de una fruta. La noche se iluminaba cada vez más y las pavesas cayeron sobre mi cabeza como presagio del inmenso incendio que arrasaba a Málaga. Seguí caminando hasta llegar a los muros del Guadalmedina. Desde allí, en mitad del Pasillo de Santa Isabel, se podía divisar una nueva columna de humo que salía de la iglesia de Santo Domingo. Salté de espanto de sólo pensar lo que ahí podía estar ocurriendo. Me encaramé al viejo muro del río y brinqué sobre la fangosa tierra del cauce, que sólo presentaba un regajo de agua. El Puente de los Alemanes estaba colapsado por la muchedumbre, así que opté a saltar por encima de los regajos y encaramarme a un costado del puente para trepar al otro lado del río. Y allí lo vi todo. Frente a la iglesia de Santo Domingo se repetían los sucesos, pero esta vez la pira se formó con los cuerpos profanados de las monjas y curas enterrados en la cripta de la iglesia, expuestos como si se tratase de la mercancía de unos ultramarinos. Nadie parecía hacerle asco a semejante aversión. Rodeé la pira putrefacta y me encaminé hacia la puerta. Desde allí ya se divisaban las primeras llamaradas al fondo, junto al altar mayor. La gente entraba y salía vestida con los hábitos que iba encontrando en la sacristía, sin atender a género alguno, lo que hizo cruzarme con más de un garrulo vestido con la guisa de una monja. Pude ver cómo ardía el retablo y cómo mujeres y hombres saltaban de pie sobre el mismo altar, tirando cálices, cruces, cabezas mutiladas de varias imágenes, y todo lo que se les cruzaba por el camino. Pero yo no entré para ver aquello. Yo entré para buscar al Cristo de Mena, la imagen tallada por el escultor Pedro de Mena que estaba catalogada como la obra cumbre del arte religioso europeo de los últimos tres siglos. Aquella era nuestra Torre de Pisa, nuestro Coliseo de Roma; nuestra Torre Eiffel de París. Era la razón por la que muchos venían a nuestra ciudad. Era ese David de Miguel Ángel expuesto en Florencia desde hacía siglos. No teníamos nada más valioso. Pero no pude verlo. En el lugar donde la imagen debía de estar, sólo quedaba los despojos de una cruz; y más allá, a unos pocos metros, pude divisar cómo un hombre de mediana estatura propinaba hachazos a una imagen caída en el suelo que no pude identificar. No dudé en que se trataría del Cristo de Mena. Seguramente lo era. Las columnas de fuego se extendían por las naves del templo hasta encaramarse en la misma puerta. Todos lo que estaban dentro salían huyendo; pero yo me quedé allí, frente a la puerta de entrada, expuesto junto a la montaña de cuerpos profanados, contemplando cómo se consumía la iglesia de Santo Domingo y sus tesoros en los fuegos de Pandemónium. No hubo tiempo para despedirse de ellos, así que di media vuelta y me marché en dirección al puente de Tetuán, sin mirar hacia atrás. En realidad ya no quedaba nada que me importase, nada que mereciese la pena para que volviese la vista. Los fuegos de Sodoma y Gomorra no me pudieron tentar. Caminé sin rumbo fijo durante toda aquella noche hasta que mis huesos acabaron recostados sobre uno de los bancos del parque, en el interior de los jardines. Allí, al resguardo de las plantas tropicales que crecían junto a la fuente, cerré mis ojos y clausuré aquella nefasta noche deseando que al despertar todo hubiese sido un mal sueño. Pero no lo fue.

La mañana del 12 de Mayo me despertó con toda la humedad del puerto que me quedaba a escasos metros, justo al otro lado del Paseo de los Curas. Me incorporé en mi asiento y eché un vistazo a mi ropa para tomar conciencia de mi situación. Seguía oliendo a chamusca por todos lados. La gente iba con prisa de un lado a otro. Ya se observaban los primeros grupos organizados, que en nombre de la República y de los partidos de izquierda, se habían comprometido en la defensa de lo poco que pudiese quedar en pie. En el centro del Paseo del Parque se había organizado un pequeño grupo de militantes de la CNT para escuchar un manifiesto pacificador que trataba de acabar con el caos social. Pedía voluntarios para engrosar las filas de una Guardia Cívica que frenara los asaltos. Los miré con desidia y me pregunté si alguno de ellos estuvo en las iglesias la noche anterior. Tocaba hacer recuento de daños, y por las columnas de humo que aún veía alzarse sobre el perfil de la urbe, todo hacía indicar que el daño sería grande e irreversible. Volví a caminar sin rumbo fijo y traté de hacerme con un ejemplar de La Unión Mercantil que me pudiera informar de algo. También la sede de ese periódico había sido asaltada. Sin periódico, y con una desazón cada vez más grande, opté por acercarme al apartamento de Inés. Como era previsible, ella no estaba por allí. La desazón me creció por momentos y vislumbré un panorama que me llevaba por los derroteros más alarmantes que mi imaginación era capaz de crear. La conjugación de Inés y su populacho me la colocaban en los peores escenarios de la quema. Inés era una mujer leída, ilustrada, sosegada, y con suficiente pausa como para racionalizar un acto como aquel. Ninguna reclamación social ni vendetta contra la Iglesia podían justificar aquel irremediable acto de vandalismo cultural. Sabía que Inés pensaba igual que yo, y más cuando en las reuniones se manifestaba como la mayor defensora de mis ideas. Ante tanta confusión, opté por buscarla allí donde mi intuición me señalaba. Me marché directamente al barrio de El Bulto.

Caminé durante un buen rato en dirección a las playas de San Andrés. En mi camino iba recopilando las noticias de aquí y de allá como si se tratase de un parte de guerra o de una lista de bajas. La primera enumeración de daños me arrojó una lista formada por un sinfín de parroquias y conventos. Fueron incendiados, además del Palacio Episcopal, la iglesia de la Merced y la iglesia de Santo Domingo, de las que tuve constancia en primera persona. Otras parroquias como San Felipe, San Pablo, Los Mártires, San Agustín, así como los conventos y residencias de los Jesuitas, Carmelitas Descalzas, Capuchinas, Hermanas de la Cruz, Adoratrices o Mercedarias. Muchas otras iglesias fueron saqueadas y expoliadas, como La parroquia del Carmen, San Juan, Santiago, Angustias en la barriada de El Palo, Sagrada Familia, Cruz del Molinillo y un largo etcétera que se fueron añadiendo en horas sucesivas. Los días posteriores engrosarían aún más la lista negra. Reflejaron un escenario similar al de un holocausto. Pocas iglesias e imágenes se salvaron en una ciudad donde precisamente había muchas. Reconozco que hubo un momento en el que ya preferí no pararme a escuchar lo que se decía en los corrillos de la gente con los que me cruzaba camino de la playa de San Andrés. Decidí agachar la cabeza y tirar hacia adelante como un cabestro que busca la salida de la plaza. No quería darme más martirio con los escombros de una ciudad que se había derrumbado por sí misma, de la que poco se podía recuperar. Todo el plan que habíamos trazado días antes fue diseñado desde la perspectiva de un futurible conflicto civil, pero nunca imaginamos que la ciudadanía se echaría a la calle para quemar las iglesias y arrasar con todo el arte secular que albergaba. Era como haber quemado los museos. Lo trazado con anterioridad, las rutas de salidas por el Algarve o Tetuán, la lista con las imágenes que debíamos salvar, todo eso ya era simple agua de borraja. Ya no quedaba nada que rescatar. Ni tan siquiera nuestras almas. Tampoco se pudo salvar el alma de mi ciudad, ennegrecida por las hogueras del fanatismo.

Caminé durante un rato inmiscuido en el silencio de mis pensamientos. Miraba con la opacidad de un invidente, sin saber qué estaba mirando. El cielo se manifestaba azul. La imagen del sol rielando sobre las reposadas aguas del Mediterráneo me pareció tan indecorosa como los chistes en un velatorio. Pero ahí estaba, haciéndome compañía mientras clavaba los pies sobre la turbia arena de la playa de San Andrés. Lejos de resultar un paraíso de limpieza, aparecía cargada con los vestigios de una tormenta de levante que azotó la bahía en los días anteriores. En todos lados aparecían montoneras de restos de cañas arrastrados desde los ingenios azucareros de Vélez-Málaga o las plantaciones de caña del Arraijanal, que quedaban unos kilómetros más adelante. El perfil de la sierra de Mijas se cortaba sobre el horizonte de la bahía. Era un paisaje de contrastes de cielo, mar y altísimas montañas; los mismos horizontes que debió ver el general Torrijos cuando lo fusilaron en aquella misma playa. Seguí caminando hasta que las primeras casas del barrio ya quedaron a mi derecha, a una distancia moderada de la playa, pero suficiente para dejar cerca las barcas, si el oficio era pescar; porque el barrio se alimentaba de las peores historias y leyendas que circulaban por Málaga. Estaba seguro de que la mentira alimentaba en gran medida esa leyenda, pero lo poquito que tuviese de verdad era lo que me preocupaba. Ese poquito era suficiente para convertirlo en un lugar de mucho cuidado. Aun a pesar de todos esos reparos, sabía que ya no me quedaba otra opción que marchar para allá y encontrarla aunque tuviese que agarrarme a un pequeño milagro que me hiciera verla entre el rimero de casas y callejones que cruzaría con la desorientación de un náufrago. Pisé con fuerza a la entrada al barrio, lo hice encaramándome a través de un callejón que no tendría el ancho de dos espaldas mías. El callejón acaba en otro igual de estrecho que lo cortaba perpendicularmente. Así fui durante un rato, sorteando las esquinas laberínticas hasta hallar un lugar más despejado que podía ser, a todos los efectos, la plaza del barrio, e incluso la plaza de un pueblo cualquiera. Miré de un lado a otro mientras sentía que la gente me aguijoneaba con su curiosidad y se extrañaba de mi presencia. Sabían con certeza que no era merodeador habitual del barrio. Caminé envarado como si los centímetros que pudiese ganar en la talla me concedieran algún salvoconducto para sortear aquella situación. Por uno y otro lado vi desfilar decenas de rostros inidentificables que a la vez me miraban a mí, preguntándose por qué estaba allí. Sentí que mi envaramiento no servía de mucho. Suerte que la ropa no me hizo desentonar.

Buscaba un milagro y se me concedió. Caminaba sin rumbo fijo, y cuando ya buscaba una salida por donde huir por mi falta de arrojos, se me apareció ella, al final de aquella suerte de plaza, saliendo de una casa con un cántaro entre las manos, caminando hacia una pequeña fuente que le quedaba a pocos metros. No hizo falta que gritase su nombre porque ella me intuyó. Dejó el cántaro sobre el suelo y salió corriendo hacia mí. Fui feliz. Fui feliz en ese momento. Es lo único que sé decir. Ella se encadenó a mis manos y me miró a los ojos fijamente. Me besó con los parpados. Puedo jurar ante quien sea que fue así, que ella me besó con los párpados con sólo mirarme de aquella manera. Yo preferí tirar de tradición y la besé como ordenan los manuales. Seguía siendo feliz. Luego me fue empujando hacia la fuente mientras sentía que ya nadie me miraba, que todo el mundo aceptaba que yo estuviese allí. Aquello me relajó y quedé más tranquilo.

No pude hablar mucho antes de entrar en la casa. Lo poco que le dije me bastó para resumirle la tragedia que había sucedido delante de mis ojos. Le hablé de corrido sobre el padre Damián y los acontecimientos de la iglesia de Santo Domingo. Ella no dijo nada. Yo le insistí en que todo se había perdido, que ya no había nada que pudiésemos salvar. Ella siguió sin decirme nada; sólo me echó una mirada gatuna antes de perderse en las penumbras de la casa. Yo fui detrás. Entré en la casa y tardé unos segundos en adaptarme a la falta de luz y a la atmósfera cargada que se respiraba dentro. Comprobé que estaba en un pequeño salón rodeado de sillas de esparto donde se repartían tres personas de muy avanzada edad. Dos de ellas eran mujeres. El tercero era un hombre. Los tres vestían de negro. Las mujeres se quedaron sentadas y apenas levantaron su mirada del suelo. El hombre se alzó de su silla y me extendió la mano. La sentí tan áspera como la corteza de un tronco seco. Inés me llevó hasta una pequeña habitación que quedaba a un lado de la estancia, sin puerta alguna, pero cerrada por una cortina bastante deshilachada. La habitación también estaba en penumbra. La poca luz que entraba lo hacía a través de una pequeña ventana cuyos batientes aparecían clausurados por una tela opaca. Inés detuvo mi paso y me señaló hacia el suelo. Otra persona aparecía por sorpresa desde un lateral, más joven que los del salón, de piel clara y nariz aquilina. Aparentemente era muy joven. Me saludaba de forma educada y me apretaba la mano con fuerza, como si asiera las amarras de un barco. La penumbra me dejaba ver poco, pero me permitió intuir las formas de una manera más o menos clara. Lo que vi allí lo identifiqué con el cuerpo de una persona cubierta con una sábana. El rostro estaba tapado por completo. A su derecha podía distinguir el perfil de una mano inerte saliendo por debajo de la sábana. Miré a Inés con el convencimiento de que aquello era un cadáver. Ella me invitaba a que me acercase más. Lo hice, me arrodillé junto a los pies de aquel cadáver, y ella me destapó su rostro. Sólo necesité mirarle a los ojos para comprender que no estaba todo perdido, que aún quedaba un resquicio por donde nuestras almas saldrían del purgatorio. La locura de un nuevo plan saltó en mi cabeza como si lo tuviese escrito en el cerebro desde el mismo día de mi nacimiento. No dejaba de ser otra locura, mucho más grande aún que la anterior, pero menor que la que resultaría al final. Debía volver a reunirme con todos. Los convocaría y les explicaría lo que estaba viendo. No era por mí, era por la ciudad y por él, porque aquellos ojos exánimes, que ya no miraban a nada, me lo estaban diciendo con claridad: “El que quiera salvar su alma, la perderá; pero el que pierda su alma por causa de mí, la hallará”.

Yo estaba dispuesto a encontrarme de nuevo con mi alma.