Elías se apuraba para subir las escaleras del portal. Un portero vestido con la misma guisa que en las recepciones de un hotel le recibía en la misma entrada, sólo que no estaba en un hotel, sino en la portería de un edificio de lujo situado en la franja occidental de la ciudad de Málaga, al final del paseo marítimo de Huelin, arribando casi a la zona de Guadalmar y el Arraijanal: un brazo de tierra no urbanizada que limitaba las ciudades de Málaga y Torremolinos. El bloque estaba situado mirando de frente al mar Mediterráneo. Era de un estilo moderno que combinaba el cristal con la piedra de forma bastante acertada, con siete plantas de altura, donde cada apartamento ocupaba toda una planta en una extensión de casi 500 metros cuadrados. Siete plantas, siete vecinos; un hábitat exclusivo de gente con recursos suficientes para comprarse esa casa y dejar el barco atracado en el propio muelle de la urbanización, a pocos metros del edificio. La mayor pileta del mundo, solían decirse los exclusivos vecinos, presumiendo de tener toda la bahía malagueña a modo de piscina. Hasta allí había sido invitado Elías, sin posibilidad de negarse ni aducir excusa alguna que lo exonerase de aquel compromiso. Me lo ha pedido la alcaldesa y el obispo, recordó Elías cuando se lo comentó el comisario por el móvil, que creo que te va a llamar a través de su secretario. Y así fue como a eso de las cinco de la tarde, el secretario del obispado se comunicó con Elías para invitarle a la cena benéfica que se celebraba cada año el sábado anterior al Domingo de Ramos, el día antes del inicio oficial de todas las procesiones de la Semana Santa malagueña. ¿A beneficio de quién?, le preguntó Elías al secretario, que solo le contestó que no lo tenía apuntado, pero que siempre llegaba a manos necesitadas. Es una cena exclusiva, de pocos invitados, donde se paga bastante dinero. El obispado es el receptor de los donativos y usted iría de parte del obispo. El señor obispo estará esperándole. Elías entendió que no podía faltar. Eso del voto de obediencia. También algo de educación, por aquello de ir a donde te invitan.

Elías llevaba puesta una camisa y un alzacuello que recogió en la misma residencia. Ya que voy en calidad de cura, quiero parecer un cura, le dijo al hermano Beltrán, que tiró de armario para sacarle una colección completa de camisas negras a cual más estandarizada. Puedes ponerte esto, le diría el hermano, señalándole un hábito negro de pies a cabeza que Elías se negó vestir por no parecerse a San Francisco Javier. Me quedo con la camisa de toda la vida, le dijo tal cual, y así se presentó en el portal, con pantalón gris, camisa negra de manga corta, y alzacuello, mientras el portero lo saludaba y acompañaba hasta el ascensor. Es en el ático, le indicó el mismo portero mientras giraba la llave que sustituía al pulsador del ascensor. Elías se quedó sólo en el ascensor, subiendo con parsimonia, hasta que la puerta se abrió y se encontró, por sorpresa, saliendo al mismo salón de la casa. El comisario acudió a su rescate desde un lateral de la habitación, vestido de forma impecable, como siempre, algo informal por aquello de llevar vaqueros, pero bien lucido con su chaqueta de algodón de color salmón y una camisa blanca impoluta con los cuellos mejor planchados de todo el mundo civilizado. Estás hecho todo un cura, le soltó el comisario. Elías le miraba con cara de decirle que soy lo que parezco. El obispo no tardó mucho en acercarse. Coincidía con el comisario en que ambos llevaban en su mano un vaso de tubo. El del comisario contenía una ginebra con tónica. El obispo se tomaba un agua mineral. Te quiero presentar a nuestro querido anfitrión, le soltó el obispo sin apenas profundizar más en el saludo. Del fondo, en mitad de un grupo que conversaba y fingía su buen humor, aparecía un hombre de unos cincuenta años, pelo cano y planta recia, con los hombros bien puestos. Vestía bastante informal, con un traje azul marino de sport colocado sobre una camisa blanca que resaltaba su piel trigueña. Saludaba a Elías cogiéndole la mano entre las suyas y dándole un buen apretón. Elías comprobó en el trasiego de formalidades que llevaba un sello de oro sobre el dedo corazón de su mano derecha.

– Elías, este es mi amigo Philippe Savouier, una de las personas más preocupadas en que nunca le falte recursos económicos a nuestro obispado y a sus obras sociales.

Philippe se disculpó ante Elías aduciendo que su amigo, el obispo Antonio Castro, exageraba mucho para lo poco que hacía, y que nada le complacía más que compartir su suerte con aquellos que aún no la habían encontrado.

– Nuestro amigo Philippe es un filántropo en toda su dimensión – continuó el obispo –. No sólo nos ayuda a nosotros, sino que tiene una fundación con muchas ramificaciones en distintos países del tercer mundo. Es, además de un magnífico empresario, un reconocido coleccionista de obras de arte religiosas. Algunas de ellas han sido donadas al propio museo diocesano para ser expuestas al público.

Philippe volvió a disculparse. El obispo insistió en que no exageraba ni un ápice a la vez que cambiaba su agua mineral por una copa de Ribera del Duero. Elías prefirió no tomar nada. El comisario continuó con otra ginebra.

– Me va a permitir que me disculpe una vez más, padre Elías. No quiero parecer grosero con usted, pero me queda por saludar a unas cuantas personas. En cuanto acabe los saludos formales me gustaría retomar con usted la conversación. Nuestro amigo el obispo me ha puesto al corriente de sus pesquisas y estaría muy interesado en seguir charlando.

El obispo abrió los ojos como queriéndole confirmar el favor que le había hecho por hablarle de él. Elías prefirió mirar hacia abajo para diluir la sangre que se le inyectaba en los ojos, para no decirle al señor obispo que dejase sus juegos de palacios para otros, que a él no le hacía ninguna gracia esa parafernalia. El obispo y Philippe desaparecieron entre los invitados, dejando al comisario y a Elías a solas.

– Me vas a tener que contar algo de este hombre, querido comisario.

– Si quieres, también te lo puede contar ella.

El comisario señalaba a su espalda para que viese a Micaela saliendo del ascensor. Venía cogida de la mano de un hombre bastante más mayor. Vestía con un traje rojo, de una pieza, y calzaba unos altísimos tacones que dejaba a Elías reducido a la talla de un bosquimano.

– Vaya Elías, es un impacto verte de cura. Si te digo que te queda muy bien ese alzacuellos, cuántos padrenuestros me tendré que rezar como penitencia.

Elías sonrió. El comisario alzó su ginebra en señal de saludo. Rápidamente presentó a su acompañante como el juez Miranda, que no tardó en dirigirse hacia los camareros en busca de bebidas.

– Qué sorpresa encontrarte por aquí – soltó el comisario.

– Lo sería si no conociese a mi amigo el juez, que para estas cosas de la gente con parné, pedicura y caniche tostón me suele venir muy bien. En cuanto me enteré lo que le dijiste a Elías lo llamé para que me invitase, porque sabía que él venía a estas cosas. Es lo suficientemente mayor y homosexual como para no molestarme con los inconvenientes de un acosador senil. Es además educado, culto, tiene muy buena conversación y le gusta que le acompañe a estas cosas. Así que ya ves, aquí me tienes. Y a ti comisario… ¿no te ha traído la alcaldesa?

– Déjala, que anda negociando con las Hermandades cómo se va a solucionar las salidas de las procesiones. Parece ser que aquellas que han podido ser montadas sí saldrán con toda normalidad. Las otras, las que están en alguna de las iglesias cerradas al público, saldrán como puedan, improvisando pequeñas bases que permitan trasladar las imágenes entre unos cuantos. Será una procesión mucho más reducida, pensando en toda la gente que se agolpará en la puerta.

– No es una mala decisión – le contestó Micaela –. Mejor eso que tentar a la suerte y ver cómo la gente asalta las iglesias para sacar las imágenes. Se hace una cosa rapidita, una vueltecita por calle Larios y de regreso a su capilla, a esperar que el año que viene la cosa se tranquilice.

Elías estaba ausente. Parecía mirar alrededor como si hubiese perdido el móvil encima de una mesita. Trataba de acomodarse a la situación que lo rodeaba, a la gente, que sin ser numerosa, unos cuarenta, estilaba unas formas que a Elías le aburrían de forma soberana, incluido el juez sarasa que venía de acompañante con Micaela, y que al poco de tomarse la primera copa, ya se había desmarcado al fondo del inmenso salón.

– Te noto ausente, páter.

– Cuéntame algo más del tal Philippe.

– Bueno, pues de este hombre hay mucho que contar. Es uno de los mayores empresarios de Andalucía. Su negocio principal es el transporte marítimo de mercancías con todo el Norte de África, desde Marruecos hasta Egipto. Tiene su propia flota de barcos y además posee otra flota de aviones para el transporte de marisco y pescado desde Mauritania y Guinea. Tiene empresas a un lado y otro del Mediterráneo. Posee varios hoteles en la Costa del Sol y en la Costa Brava. También es propietario de una flota de aviones comerciales y opera con casi todos los países iberoamericanos. Tiene negocios en las energías renovables y posee varias empresas dedicadas a distintos sectores como el tecnológico, la consultoría y los alimentos. Participa en el accionariado de algunos periódicos y televisiones estatales. Es también dueño de un club de golf y está pujando bastante fuerte para construir un puerto deportivo en la misma capital, por aquello de querer atracar su yate justo delante de la Catedral.

– ¿Es francés?

– Pues no. Es belga, pero lleva cosa de unos veinte años instalado en la ciudad. Montó aquí la sede central de sus empresas y desde entonces se viene mezclando con todos los poderes fácticos de la ciudad; a saber: los políticos de todas las raleas, las Hermandades y tu querido amigo el obispo. Es un reconocido benefactor. Su fundación se dedica, entre otras cosas, a la restauración de monumentos en países del tercer mundo. Proporciona trabajo a las gentes de allí y lo deja todo como nuevo. Entre las Hermandades de la ciudad es muy reconocido por las cantidades de dinero que dona para la restauración de sus imágenes. Tiene predilección por las Hermandades más seculares, y prefiere hacer sus donaciones para restaurar lo antiguo en lugar de ayudar a las nuevas tallas de las Hermandades que se van creando. Debe de ser por su afición a coleccionar antigüedades.

– ¿Coleccionista de antigüedades?

– Pues sí, pero no creas que es aficionado a todas las antigüedades. A este hombre no le van ni las momias ni los jarrones chinos. Se ha especializado en el arte religioso: Vírgenes, imágenes de Cristo, iconos, retablos, pintura sacra y así hasta completar un enorme catálogo de obras de arte religiosas. Los museos de todo el mundo tienen piezas suyas en régimen de préstamos o, en algunos casos menos frecuentes, los dona a la ciudad. Pero suelen ser piezas menores y el altruismo se trueca en algún negocio local ayudado por una inversión pública. El arte al servicio del negocio. En eso Philippe es un consumado maestro, y se sospecha que no tiene límites en sus adquisiciones.

– Quieres decir que no duda en gastarse millones de euros por una obra de arte – pregunta Elías de nuevo.

– Quiero decir todo lo contrario, querido páter. Philippe también tiene su leyenda negra. Se sospecha que está detrás de algunos de los expolios que se cometen en iglesias perdidas por la geografía de Europa, principalmente la Europa del este, donde los sacerdotes no dudan en malvender un cáliz de doscientos años o una pantocrátor de cuatrocientos años con tal de sacar adelante la parroquia; eso sí, mal aconsejados y con el desconocimiento total de lo que realmente están vendiendo. Se dice que otras veces ni ofrece precio. Simplemente se los lleva y punto.

– Quizá por eso le gusta invertir en las restauraciones de los monumentos en países del tercer mundo. Quizá le sirve como plataforma de actuación.

– Tal vez, páter… tal vez; pero en realidad no sabemos nada. Lo mismo es una magnífica persona guiada por un espíritu completamente altruista. O lo mismo es lo que creemos que es. Lo que no hay ninguna duda es que aquí, en esta ciudad, cuenta con muchos amigos, así que no te extrañe que lo sepa todo sobre las investigaciones de las Vírgenes.

– De no saberlo, sería el único en toda la ciudad – Ironizó Elías

– Bueno, que tampoco hay que exagerar. Sólo lo deben saber un par de docenas de miles de personas… pero no pienses que muchas más – remató el comisario.

– Y por qué se vino a Málaga. ¿Tiene familia aquí? – Elías seguía insistiendo.

– En realidad no hay ningún vínculo familiar con la ciudad. Entiendo que un día vino, le gustó el clima, la ciudad, lo particular de su geografía con los montes y el mar tan cercanos… y seguramente otro día bajó a ver las procesiones, con toda esa mezcla de arte, folklore, creencia religiosa y dijo que éste era su sitio en el mundo.

– Bueno, pues yo tiro para la terraza – interrumpió Micaela –. Que este traje tan ajustado me está dando calor. ¿Os venís?

Elías y el comisario se miraron entre sí. No entendían por qué Micaela huía de aquella manera en mitad de la conversación, o al menos así lo pareció, sobre todo cuando se cruzó entre ellos para dirigirse a la terraza, mirando sobre su hombro hacia atrás, con una media sonrisa que parecía decir algo así como con quién vais a estar mejor que conmigo. El comisario no dudó en salir de allí. Cogió a Elías por el hombro sin agarrarlo fuerte, más bien fue una simple palmada que pareció barrerlo a la misma terraza hacia la que serpenteaba Micaela, cruzando de lado a lado el salón entre la gente que hablaba y reía sin parar. El juez levantó su copa cuando la tuvo próxima y siguió con su charla. El comisario y Elías también lo saludaron. Micaela se apoyó sobre la baranda de cristal en cuanto llegaron a la terraza y obvió los suntuosos sillones de bambú que aderezaban todo el solárium. La terraza tenía una parte cubierta por pérgolas de madera a modo de cenador sobre el que se agarraba una hermosa parra que lucía varios racimos de uva en ciernes. La vista se abría sobre la bahía de Málaga desde una perspectiva que permitía tener de frente toda la sierra de Mijas con sus laderas iluminadas por las ciudades de Torremolinos, Fuengirola y Benalmádena. El faro de Calaburra, en el punto más extremo de la bahía, destellaba con la cadencia que se le presupone, en competencia directa con el otro faro, la farola de Málaga, que lo hacía en el extremo opuesto, en las inmediaciones del puerto. No había luna llena, así que el mar se presentaba con una espesura negra en la que no se le distinguía el horizonte. Se podía observar un turbio oleaje gracias a las farolas del paseo marítimo que iluminaba la orilla. El comisario prefirió sentarse en uno de los sofás y dejó su bebida sobre la mesa de cristal que hacía de centro. Elías, sin embargo, se fue hacia la barandilla, con Micaela, para reconocer aquel horizonte urbano que había cambiado tanto desde la última vez que lo contempló, hacía tres décadas, en el rompeolas de Casa Pedro, en las playas de El Palo. Por aquel entonces las luces eran menos numerosas y ni siquiera había paseo marítimo o farolas, así que aventurarse de noche en aquel rompeolas era un ejercicio de temeridad absoluta. ¿En qué piensas?, le preguntó Micaela al ver cómo Elías se quedaba quieto, sin palabras, atándose a unos recuerdos que creía olvidados y que ahora, con el impacto de todas las imágenes de aquella ciudad, aparecían más fuertes y sentidas que nunca, como si de pronto le hubiesen robado su infancia y se la estuviesen devolviendo años después, pero con la extraña sensación de que aquel traje de recuerdos que le devolvían le seguía quedando demasiado grande, aun a pesar de todo el tiempo que había transcurrido. Recuerdo cosas, le respondió casi sin esperarlo, sin poder premeditar una respuesta ambigua que hubiese desviado la conversación, pero ya lo había dicho, así que Micaela se quedó esperando a que Elías terminara la frase. ¿Te queda familia en Málaga? Volvía a preguntar, pero esta vez indagando en la parte que más le podía doler a Elías. Éste torció el gesto para dejar claro que aquello no era un buen tema de conversación. El comisario intervino y soltó un pégate un copazo conmigo, páter, y verás qué tranquilito te quedas, que desde aquí veo a tu jefe dándole al palique, y no creo que se vaya a dar cuenta.

– Bueno, hablo del obispo, ya sabes –.proseguía el comisario –, porque el otro jefe lo puede ver todo –. El comisario alzó su copa hacia el cielo en un gesto de brindis que Elías recogió con una sonrisa.

– ¿Crees en Dios, comisario?

El comisario se tomó su tiempo, quizá sorprendido por esa pregunta tan directa de Elías. Entendió que tal vez había hecho un mal gesto que le había molestado, pero pronto comprendió que no había ocurrido tal cosa. Así que se levantó, cogió su copa y se marchó con ellos para apoyarse en la misma baranda, bajo el mismo cenador que daba de frente a toda la bahía malagueña.

– Como veo que te incumbe mucho este tema, te puedo decir a las claras que no. Pero no vayas a pensar que es un “no” rotundo. Yo no creo en Dios por opción, no por convicción.

– Eso lo vas a tener que explicar – le propuso Micaela, que parecía divertirse con la verborrea del comisario.

– Veréis. Os puede decir que no creo en Dios por opción, porque la convicción de que ésa sea la respuesta correcta, pues no la tengo. Cuando pienso en algo con forma humana creando al hombre, al mundo, preocupándose por todos, con megapoderes para estar en todos los sitios a la vez, obrando milagros en el pasado, resucitando gente y saltándose a la torera todas las leyes de la física, pues no. Cuesta trabajo creerme algo así, y mucho menos la figura del hombre Dios, hijo de un carpintero que al igual que su progenitor en los cielos era capaz de obrar los milagros que se le antojaba. No solo me cuesta trabajo creerlo, es que entiendo que es imposible hacerlo sin cambiar el orden lógico de las cosas. Hasta ahí todo correcto. Todo muy clarito. Es imposible y como conclusión Dios no existe, tanto el que me enseñaron aquí en occidente como los otros que hay trabajando en paralelo en otros lugares del mundo. Y lo de la fe y todo ese asunto del libre albedrío de los seres humanos, pues más de lo mismo. Es la fórmula perfecta para tapar todos los agujeros. Todo se explica con la fe. Que uno no entiende tal cosa, pues ten fe hijo mío y lo entenderás. Que hay cosas malas en el mundo que no se entiende bajo la bondad absoluta de un Dios misericordioso. Pues ahí tienes el libre albedrío para echarnos la culpa a nosotros mismos.

– En resumen, que no crees y punto – Sentenció Micaela.

– Espérate, porque ahora cojo y me planteo lo contrario. Y pienso que efectivamente la mente humana, la que da mejores resultados en la escala evolutiva dentro de nuestro planeta, es incapaz de explicar muchas cosas que no tienen nada que ver con la religión. Y ahí viene la otra fe. La fe que consiste en aceptar que somos incapaces de comprender nuestro universo a través de los parámetros humanos. ¿De dónde nace el Universo? ¿Qué había antes de la creación del universo? ¿Quién lo creó? Ahí es donde se enciende la bombillita de nuestro cerebro y nos dice que andamos bajos de batería, que pensar en el universo como un sistema finito con un principio y un fin es un término humano que no encaja en esas magnitudes. Que el tiempo no es el mismo, que ya no hablamos de horas sino de millones de años y que en lugar de kilómetros hablamos de años luz. Entonces nos acogemos a esa otra fe, la de nuestra limitación como ser racional, de nuestra incapacidad de razonar con dimensiones que se escapan a nuestras percepciones sensoriales. Las leyes de la física pueden cambiar, decía Einstein. Están los universos paralelos, las cuerdas cósmicas, el bosón de Higgs; nada es tangible pero todo se teoriza y se toma en cuenta como si fuese real. Esa fe no deja de ser la misma fe que la otra porque también la utilizamos para tapar los mismos huecos. Pero ahora surge la pregunta: ¿Y si hay algo que está por encima nuestra capaz de saltarse todas las leyes que podemos entender? ¿Quién puede demostrar que eso no es posible? Basar esas respuestas sobre la fe de nuestra limitación racional es tan poco convincente como querer explicarlo todo sobre una fe religiosa. ¿Quién dice que una fe es más verdadera y mejor que la otra? ¿El Papa? ¿Los investigadores de la MIT? ¿Quién les has otorgado a todos ellos el poder de la infalibilidad? La conclusión es que no hay ninguna fe perfecta. Al final uno opta por ir tapando huecos como mejor puede, y es justo ahí donde decido tomar una opción u otra. O creo o no creo. Y como creer en Dios te encuadra siempre en una religión, salvo que quieras ir por libre fundando religiones, pues tomo la opción de no creer. Pero no es un “No” por convicción. Es un “No” por opción: la opción de no creer en Dios. Es igual que todo en lo que creemos. Aunque pensemos que estamos convencidos de algo, realmente estamos tomando una opción.

– ¡Vaya, comisario! – Exclamó Elías –, no sé si sabes que el Papa anda buscando gente para escribirle la próxima Encíclica. Te puedo dar referencias, pero cámbiame el discurso, por favor, que lo de no creer en Dios no se estila mucho en el Vaticano.

– Déjalo, Elías, me quedo como estoy – ironizaba el comisario –. Pero no te confundas, que tengo cuerda para tres Encíclicas. Te podría contar otra teoría mía, como la del Gen de Caín que todos tenemos en la sangre.

– ¿La de tener ganas de matar a tu hermano?

– Hombre, páter, yo no sé cómo te llevarás tú con el tuyo, pero no es mi caso. El Gen de Caín es una reflexión mitad filosófica y mitad policial que tengo hecha sobre el Génesis y ese capítulo escabroso en el que Caín le daba el boleto a su hermano. El gen del que yo hablo no tiene nada que ver con el del fratricidio. Pero eso será en otro momento. Los buenos vinos hay que tomárselo poco a poco, y yo ya he soltado una buena parrafada.

El comisario volvió a levantar su copa y la terminó de un largo trago que Elías acompañó de una amplia sonrisa, secundada por Micaela y un sincero aplauso de ambos. No tardaron en decirle que se morían de ganas por escuchar su teoría del Gen de Caín, que a buen seguro les sorprendería; pero justo en ese momento, y al otro lado de la terraza, entró un miembro del personal de servicio reclamando a Elías, todo ello con mucha educación y guardando las formas. Al señor Philippe le gustaría hablar con usted en privado, le soltó sin hacer ninguna pausa y señaló hacia el otro lateral de la enorme terraza, justo donde aparecía una pequeña puerta que, según las propias indicaciones del mayordomo, daba a su despacho.

– Si es usted tan amable de seguirme – le solicitó el mayordomo, que lo guió hasta la misma puerta mientras Micaela y el comisario se quedaban mirando sin saber qué hacer, si quedarse allí o preguntar si ellos también iban. Finalmente optaron por pedirse otra copa y tomársela en los sillones de bambú.

– Pase usted. El señor Philippe le atenderá en un instante. Si quiere, puede sentarse en aquellos sillones.

El mayordomo salió por la puerta principal, cerró con sigilo y dejó a Elías solo en aquel enorme despacho en el que destacaba, a su espalda, una enorme biblioteca, y a los lados, cubriendo casi todas las paredes, innumerables pinturas religiosas de Santos, Vírgenes y Cristos. Figuras y objetos metidos en vitrinas de cristal adornaban la habitación por un lugar y otro como si se tratase de un museo. La mesa del despacho también parecía ser una antigüedad, aunque Elías era incapaz de saberlo. Era enorme y se encontraba despejada, con apenas tres papeles encima, un abrecartas, una lupa y un ordenador iMac con su pantalla de 27 pulgadas. Los sillones no eran cómodos, mas bien vetustos. Elías no tuvo claro si eran una antigüedad o sólo un toque ad-hoc para contemporizar con el resto de objetos que había en la habitación. Los enormes ventanales crecían hasta el ras de suelo como si fuesen las puertas de entrada. Permitían tener una visión magnífica de la bahía malagueña sin levantarse del sillón. No había retratos ni fotos de familia. No había señales de seres queridos o fotos de hijos graduándose en una Universidad americana. Tampoco una foto familiar abrazados a una mujer, en cuclillas, y sobre un césped con perro labrador incluido. Sólo pinturas y objetos religiosos. Las estanterías rebosaban de libros antiguos, algunos con portadas en cuero, otras con la indeleble huella del tiempo y el uso. En una esquina del despacho reposaba un enorme mapamundi esférico con la misma señal característica de lo antiguo. En él aparecía la vieja silueta de la URSS ocupando la mayor parte del hemisferio norte. Había pocos objetos de adorno. Todas eran reliquias antiguas. En ninguna estantería descollaba un souvenir turístico, ninguna torre Eiffel de metacrilato o una cerámica con la estampa iconográfica de alguna ciudad. No había ceniceros ni objeto que desentonara. Pero hubo dos cosas que le llamaron la atención sobre el resto. De frente, y justo detrás del sillón donde se sentaría Philippe, aparecía un candelabro judío de nueve brazos que Elías identificó como una januquía. Para ver el otro objeto, que estaba más alejado de él, tuvo que ponerse en pie y observarlo de cerca para dar crédito a lo que veía desde la distancia. Metido en una de las urnas de cristal, y dentro de un cuadrado de metacrilato, lucía un esplendoroso anillo pontificio del papa Pío IX, o así rezaba la leyenda que tenía escrita en el reverso, con las representaciones de San Pedro y San Pablo en el frontal. Aquello hubiese sido un objeto sin mayor valor aparente que el de una antigüedad de varios siglos. Pero había un detalle que Elías conocía a la perfección. Según la constitución apostólica, con la muerte del Papa, el Cardenal Camarlengo estaba obligado a destruir tanto el anillo como el sello de plomo para evitar que nadie firmara documentos oficiales. El anillo y el sello del Papa fallecido eran sustituidos por el sello del nuevo Papa. Así que Elías sabía que eso no podía estar ahí, que en realidad no podía estar en ningún sitio, y que de ser cierta su autenticidad, hubiese supuesto un grave incumplimiento de las estrictas normas vaticanas.

– Veo que le interesa el sello del papa Pío IX.

Philippe sorprendió a Elías con el rostro pegado a la urna de cristal, girando la cabeza de un lado a otro, observando todos los detalles del anillo. Philippe hablaba un castellano donde las “r” se deslizaban hasta convertirse en “g” muy nasal. Era un castellano afrancesado de los de manual.

– Eso no debería estar ahí. ¿Está usted seguro de que es auténtico?

– ¿Lo duda usted? – le replicó Philippe – Porque si me aduce como argumento que es imposible que un Camarlengo del siglo XIX no cumpliese con su deber, me temo que tendría que recordarle que los Camarlengos son seres humanos, con todas su debilidades incluidas, y que a buen seguro se dejaría llevar por la ira de no ser elegible, ya que el Camarlengo no suele entra en las votaciones para el nuevo Papa. Así que imagínese a ese cardenal disfrutando de su efímera gloria mientras se ponía aquel anillo en privado y se imaginaba siendo Papa. De ahí a mi vitrina sólo ha sido cuestión de años y de dinero.

Elías agitó la cabeza. Era incapaz de creer en ese argumento. Nadie se sorprendería con la corrupción vaticana, y más en aquellos tiempos donde los cardenales ejercían de auténticos príncipes. Muchos eran grandes terratenientes y disponían de su séquito de concubinas. Pero el sello Papal era lo más sagrado dentro de la más sagrada de las instituciones terrenales.

– Déjeme que al menos me incline por la duda – concluyó Elías.

– No se preocupe, lo entiendo, y le pido disculpas si le ha molestado el comentario, pero viéndole ahí observando esa rareza, porque la tengo ahí por rara no por valiosa, no he sabido evitar el comentario. Me abstengo por tanto de enseñarle el brazo incorrupto de Santa Teresa.

– ¡También lo tiene usted! – exclamó Elías con cierta sorpresa –. Siempre pensé que estaba en un monasterio de Ronda.

– Es una broma, querido padre. Supuse que iba a captar mi ironía. No me interesa ese tipo de objetos, donde hay más cabida al morbo que al arte en sí. Nunca entendí cómo el dictador Franco podía dormir con ese objeto en su mesita de noche.

– Lo tenía en la mesa de su despacho… creo.

– Pues peor me lo pone, despachando sentencias de muerte con el brazo de la Santa ahí delante. Desde luego no hay nada como tener la conciencia tranquila para convertirte en un ser sin conciencia. Quizá por eso no me gusta el invento de los confesionarios, son como un “peca todo lo que quieras que luego te lo vamos a perdonar”. El perdón es el más singular de los dones del ser humano. Todo el mundo piensa que perdonar es una opción o una decisión, pero no es así. El perdón es un don, y además es un don muy difícil de encontrar. Casi le podría decir que en toda mi vida sólo habré conocido una persona con ese don. La mayoría prefieren enmascararlo con un “yo perdono, pero no olvido”, que es una manera muy educada y efectiva de no perdonar. Perdonar es otra cosa distinta a lo que creemos; es olvidar, seguir tu vida sin el mínimo resquicio de odio, comprender el valor ilimitado de “perdonar”, un perdonar sin límites, sin pararse a calibrar el tamaño de la afrenta. ¿Hasta dónde usted sería capaz de perdonar? Hay gente que sería capaz de perdonarlo todo, pero ya le comenté que esa gente escasea. Por eso digo que es un “don”, porque pocas personas lo tienen. Lo otro, lo de te perdono que me hayas hecho esto, eso no es perdonar, eso es que con el tiempo te puede dejar de importar algo, o tal vez decidas olvidarlo. Precisamente por asuntos como estos del perdón me gusta estudiar la Biblia católica.

– ¿Por lo del perdón?

– Por el perdón y por otras cosas – contestó Philippe –. La Biblia es mucho más compleja que un simple memorándum de sucesos que ocurrieron hace miles de años, de deberes, de leyes morales. La Biblia está llena de recovecos que dejan claves para entender la vida: es la experiencia de cientos de generaciones plasmada desde el Génesis hasta el Apocalipsis de San Juan. El problema es que no está bien explicado, no sé si a conciencia o para guardar el secreto de la vida.

Elías no salía de su asombro y trataba de entender los derroteros de aquella conversación.

– Déjeme que le explique – continuaba el belga – Siguiendo con el asunto del perdón, en el Antiguo Testamento el perdón es una virtud divina. Un Dios justiciero que de vez en cuando perdona. Con el Nuevo Testamento nos enfrentamos a la dialéctica entre el Dios Castigador del Antiguo Testamento al Dios misericordioso del Nuevo Testamento encarnado en la figura de su hijo, que habla de perdonarse los unos a los otros o recita la parábola del hijo pródigo como ejemplo de perdón. El tiempo, la Iglesia o quizá nosotros mismos, hemos convertido ese perdón en resignación. Vivimos en un valle de lágrimas y todo lo malo que te ocurra deberás perdonarlo por imperativo moral para ganarte el cielo. Pero si nos vamos al sentido práctico del perdón, lo que la Biblia nos dice y nos enseña con clarísimos ejemplos, es que si somos capaces de educarnos en el perdón, en ese perdón real, nuestra vida se despojará de toda la infelicidad que acarrea el rencor, la envidia, el odio y un sinfín de manifestaciones que se disiparían perdonando. Pero como le digo, creo que no está muy bien explicado.

– Quizá si esté bien explicado – proseguía ahora Elías –, pero tal vez sea una verdad incómoda. No perdonar es una satisfacción completamente humana. El Odio produce una satisfacción inmediata cuando se consuma la venganza. Son caminos alternativos al perdón y es difícil no sucumbir a ello, quizá porque son caminos más acordes con nuestra naturaleza animal. El perdón requiere conciencia y razonamiento de los hechos, no es una simple respuesta de “acción – reacción“ sino de razonar y actuar en aras de un objetivo alejado de esa venganza. El perdón es un término humano que no se da en el resto de animales.

– ¡Ve como yo tenía razón! – Philippe sonreía –. No se debería enseñar la Biblia como un libro religioso – prosiguió Philippe –. Aunque se hable de Dios, ese libro trata más del hombre, de lo que fuimos y lo que somos, más que del propio Dios. Se ha tratado de convertir la Biblia en un compendio de prohibiciones morales cuando es todo lo contrario. Es una clara invitación a la libertad. Y ahí volvemos a lo de antes: está mal explicado o lo han escrito en clave. O quizá el concepto de nuestra relación con la Biblia sea la equivocada. La mayoría de los creyentes acceden a las lecturas de la Biblia a través de los sermones que los sacerdotes sueltan en las liturgias. “Es palabra de Dios” se suele decir al final de cada sermón; pero la única y verdadera palabra es la que está escrita en los libros sagrados, no es la que sale del discurso de cada sacerdote. Son pocos los creyentes que se otorgan el tiempo suficiente para leerse la Biblia entera.

– Ahora me toca defender al gremio – ironizó Elías –. Debe entender que los sacerdotes pertenecimos a ese exiguo grupo de personas que sabían leer y escribir. Éramos, por pura y simple logística, los que trasladábamos su contenido al resto de los creyentes. Todo eso cambió con el tiempo; pero aún así, la gente sigue necesitando de la interpretación del sacerdote, de su guía y experiencia fruto del estudio concienzudo que se hace de las escrituras en los seminarios. El sermón no es ni mucho menos una apreciación personal ni es el resultado de una lectura rápida que se hace media hora antes de la misa, sino que es la consensuada por el episcopado a través de los años de hábito que da el estudio y la adaptación del mensaje al signo de los tiempos, como gustaba decirse en el Concilio Vaticano II. Claro está que cada sacerdote lo matiza con sus vivencias personales y con el propio carisma que tenga. Los hay que son auténticos calvarios cuando sueltan su sermón, y otros son mucho más amenos. Ahí la Biblia no tiene el don de otorgar la locuacidad a los seres humanos.

– Bueno, no sé qué decirle – continuó Philippe –. No conozco ningún sacerdote que sepa estar callado más de cinco minutos – los dos rieron a la par –. Me alegro de que se haya tomado el comentario como lo que es, una simple broma – Levantó la copa apuntando a Elías –. Yo lo que quiero decirle es que la Biblia es insuperable, y se lo digo desde una postura agnóstica, sin el desbocamiento de quien va al trote sobre una fe ciega. No hay ningún matiz de fe a mi comentario, lo cual da más valor a mi razonamiento. No creo que el estudio del que usted hace mención tenga más valor que la de la propia palabra escrita. Se estudia para razonar, para discernir e interpretar, para entender los supuestos que hay detrás de cada parábola o salmo, pero ¿dónde dejamos entonces los matices que cada creyente le podría otorgar a su propia lectura de la Biblia? Quizá la mejor liturgia sería aquella que concediese unos minutos a cada feligrés para que cogiese su Biblia, leyese la lectura elegida y simplemente se la guardase. Nada de entrar en debates ni esperar que el sacerdote suelte su sermón. Sería la auténtica liturgia de la palabra, la de la letra impresa, no la de la palabra interpretada. Imagínese qué ocurriría si tocase el sermón de la montaña y cada feligrés, en todas las partes del mundo, empezara a tomar conciencia de la enorme carga social que tiene un discurso como ése. Un alegato que se anticipaba en dos mil años a Marx, Engels y a ese desequilibrado del Che Guevara blandiendo el machete en Sierra Maestra. Lo primero que se preguntarían los creyentes es cuáles de esas bienaventuranzas se han consumado a lo largo de estos dos mil años. Yo creo que dirían que ninguna, y a buen seguro que muchos de ellos se pondrían manos a la obra para que eso no continuase así. Me da la impresión de que hay un error en la forma en la que se está transmitiendo el mensaje. Si Dios hubiese querido hacerlo como se está haciendo ahora, no hubiese requerido de los cuatro evangelistas. Lo hubiese dejado todo en manos de la tradición oral como hacían los griegos en su día, generación tras generación, contándose lo que pasó hasta llegar a nuestros días. Pero si lo dejó por escrito tuvo que ser por algo… ¿no le parece? A no ser que usted crea que Dios no puso de su parte cuando se escribieron los Evangelios.

Elías sonrió con plena entrega ante la afirmación que le soltó su anfitrión. El mayordomo volvía a entrar al despacho. Traía una bandeja con una botella de vino, un queso, un cuchillo y varios trozos de pan tostado. Los depositó en una pequeña mesa que hacía de centro entre dos sillones del fondo. Después avisó de que todo estaba listo. Philippe invitó a Elías a que se acercara con él hasta la mesa y siguieran charlando. También darían cuenta del vino y el queso.

– Mi mayordomo me ha comentado que no ha tomado nada, así que me he tomado la confianza de hacer que nos traigan esto.

– ¡Vino y queso! Me encanta. No es muy habitual que tome otro queso que no sea el de los macarrones y las pizzas.

– ¡Vaya!, pues no quisiera parecer pretencioso, pero este es un queso muy especial. Se hace unas veinte unidades al año. Su fermentación se realiza en una cueva de Soria cuyo paradero desconoce todo el mundo menos el dueño y tres personas más. Todas de la misma familia. Es muy parecido al roquefort en cuanto aspecto, pero el sabor es completamente distinto. No lo venden al comercio sino que subastan las veinte unidades y se los dan a los mejores postores. No todos los años tengo la suerte de comprar alguno, pero esta vez lo he conseguido y encima se lo he quitado al dichoso nipón que el año pasado me lo birló en el último momento. Para que vea, querido padre, que yo no tengo el don del perdón y me recreo gozosamente en la venganza. El vino es un Ribera del Duero del 76 – Philippe se lo sirvió en la copa –. Cuando lo tome comprobará que aquella fue una cosecha excelente.

Los dos brindaron con sus copas y dieron buena cuenta de la primera porción del queso, que Elías encontró delicioso.

Je parle français… – Le dijo Elías después del primer sorbo de vino. De algún modo tomaba ese atajo para agradar a su anfitrión, proponiéndole hablar en su idioma natal.

– Muchas gracias – respondió Philippe –, pero prefiero que continuemos hablando en español. Un idioma como el suyo que lo comparten quinientos millones de personas merece que por lo menos usted y yo le dediquemos un rato de atención… ¿no le parece? Me viene a la cabeza una frase de Pablo Neruda que decía algo así como “Se llevaron el oro, pero nos dejaron el oro. Se llevaron todo, pero nos dejaron todo... Nos dejaron la palabra” – Philippe volvió a dar un nuevo sorbo de vino –. Qué manera más hermosa de definir su idioma. y si a usted no le importa, me voy a tomar la licencia de decir que también es el mío. Brindemos por nuestro idioma.

Elías y Philippe hicieron el enésimo brindis cuando apenas llevaban veinte minutos de conversación. Elías seguía mirando alrededor como si se le escapase algún detalle que no había tenido en cuenta. Miraba a las urnas desde la lejanía de su asiento con el sentimiento morboso de seguir indagando en las rarezas del belga.

– ¿No profesa ninguna creencia? – Elías soltó aquella pregunta mientras continuaba observado a su alrededor.

– ¡Vaya!, debo de tener escrito mi ateísmo sobre la frente – ironizó Philippe –. La verdad es que no soy practicante de ninguna religión, pero sí que tengo mis creencias y mis raíces religiosas que no pienso ni negar ni reconocer ante nadie –sonrió complacido –. Pero por encima de todo creo en el Arte en mayúscula. En el arte de crear a Dios.

– Y tanto apego a la reliquia… ¿no le ha inclinado a ser más practicante? – Elías volvió a insistir, tal vez guiado por una deformación profesional –. Quizá, tanto escapulario, tanto cáliz y tanto Cristo, al final crea querencia.

Philippe volvió a sonreír. Se inclinó hacia delante y cogió la botella de vino para rellenar la copa de Elías y la suya propia. Ya no quedaban más porciones de queso, así que sólo quedaba la buena conversación para acompañar el vino.

– Le voy a explicar de dónde me viene esta afición. Siempre me ha asombrado la necesidad que ha tenido el hombre para darle forma a Dios – continuó Philippe –. El Génesis dejaba claro que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza; pero en realidad yo creo que fue al revés. Si existe Dios, no debe parecerse mucho a nosotros. No tiene sentido ir dejando copias de sí mismo esparcidas por todo el universo. No me imagino un universo tan monótono lleno de seres como nosotros, ni tampoco me imagino a un Dios tan falto de creatividad. Sin embargo, a lo largo de los siglos hemos procurado llenar el mundo de supuestas imágenes de Dios que se pareciesen a nosotros. Váyase a África y encontrará Cristos negros. Váyase a los Estados Unidos y sus Cristos son caucásicos en toda regla para desánimo de las minorías étnicas que conviven allí. Las Vírgenes españolas son morenas, de ojos negros y con unas enormes pestañas que las harían pasar por la mismísima Carmen de Bizet. No encontrará ninguna que tenga aspecto nórdico. Nadie se imagina a un Dios diferente de ellos mismos porque todos necesitan creer que Dios es como ellos, que forman parte del pueblo elegido. Otro detalle que tengo en cuenta es la manera en que se representa. Están los Pantocrátor del románico, las imágenes de un Cristo casi humano en el gótico y los Dioses musculosos y de gran estética del renacimiento. En el barroco buscaban imágenes que representaran el sufrimiento y que infundieran sentimiento en los fieles, en el renacimiento se acaba con ese sufrimiento y, por mor de la revolución francesa y de la revolución industrial, la religión y el arte se comienzan a distanciar. Cada imagen de Dios es la imagen del hombre y de su época. Observe detenidamente un cuadro de un Cristo barroco y entenderá cómo pensaban los hombres del siglo XVII. El mismo arte existe y crece gracias a la religión como si fuese una creación más del propio Dios. En la Edad Media no se representaba otra cosa que la imagen de Cristo, de la Virgen o de los Santos. Son las órdenes religiosas, ávidas por inventarse los milagros de sus fundadores, los que patrocinan la mayor parte de las creaciones pictóricas y son ellos los que hacen que sobrevivan y se consagren muchos artistas de aquellas épocas.

– Aún así, le veo con un especial apego a la religión católica por encima de otras – Y Elías volvió a mirar de forma inconsciente a su alrededor.

Eso ya es cuestión de estética, querido padre. Los protestantes, los luteranos y los calvinistas reinventaron el Cristianismo para hacerlo más racional, más moderno y mas mercantilista; pero en el canje perdieron todo lo demás. Son una fe estéticamente aburrida. Vaciaron las iglesias de Vírgenes y Santos, y sus Cristos son asépticos, sin una gota de sangre ni mácula de sufrimiento. Son la imagen de la Resurrección, mientras que el Catolicismo ha preferido recrearse en todo lo anterior, en el sufrimiento de la Virgen, la Última Cena, la Crucifixión. Todo eso da mucho juego a la hora de cincelar una imagen. Se recrea mucho mejor a un Cristo mirando al cielo en su expiración que a otro bien duchado y vestido camino de los cielos con los dos brazos levantados. Nadie guardaría silencio en ninguna ciudad andaluza si viese pasar un Cristo con esas hechuras. Nadie le cantaría una saeta ni iría con él en penitencia. Esa fórmula estética no funciona. Por eso los cristianos ortodoxos son también plato de mi gusto, porque no han perdido nada de su estética original y se mantienen fieles a su idea primigenia de Cristo. Su iconografía también estimula mi más profundo amor por el arte religioso y puede comprobar que mis vitrinas lo reflejan con generosidad.

– También hemos de reconocer que hay gente que se siente ahogada ante la manifestación estética del barroco – Ahora continuaba Elías –. Prefieren esa pulcritud y suavidad de las formas que estilan las iglesias protestantes que el cúmulo de imágenes afligidas que convierten a algunas iglesias católicas en auténticos museos del sufrimiento. Cualquier hombre de una fe diferente a la católica que no haya tenido mucho contacto con nuestro mundo occidental se horrorizaría al ver de frente la representación fidedigna de un hombre clavado en un madero, con una corona de espinas y con el costado abierto por una lanzada. Puede parecer raro que yo, como sacerdote, diga esto, pero es lo que he podido percibir en mis conversaciones con diferentes personas que he ido conociendo por el mundo.

– Yo ahí no estoy nada de acuerdo con usted, padre – le respondió Philippe –. El cristianismo católico es una religión de siglos que ha ido perfilando su estética durante todo este tiempo. No podemos juzgar ese estilo desde el prisma de los tiempos de ahora sin olvidar en qué siglo se estilaba tal o cual forma. Nadie puede juzgar el protestantismo del siglo X o del siglo XIV porque simplemente no existían. Así es muy fácil ganar en todas las comparaciones. Lo que nos ha llegado del catolicismo hasta nuestro tiempo tampoco se puede resumir en el tradicional inmovilismo para no salir de su “valle de lágrimas”. Lo que ocurrió es que esa estética cuajó y la gente necesita mirar a una imagen y sentir con ella. Un andaluz o un castellano se fija en la Venus de Milo y echará en falta los brazos, pero no habrá ningún tipo de empatía. Sin embargo, si es creyente sentirá la pasión de sus creencias con el paso de las imágenes de la Semana Santa, a pesar de que el valor histórico y artístico de esas imágenes sea ínfimo comparado con la de la estatua griega. Hoy en día los talleres siguen creando imágenes barrocas cuando ese estilo en el arte se dio por superado hace más de doscientos años. ¿Por qué lo hacen?, pues porque la fórmula estética, al margen de las creencias actuales, siguen funcionando. Valorar como unos atrasados a los católicos que pasean exaltados la imagen de una Virgen de varios siglos de antigüedad por las marismas del río Guadalquivir es ser un bruto incapaz de percibir la manifestación estética que se produce cada año. Los protestantes, los luteranos o los anglicanos han perdido todo eso y sólo se han quedado con la fe; como si eso sirviese para algo.

– Aún a pesar de esos argumentos – tomó Elías la palabra –, argumentos que le agradezco porque nunca había tomado esa perspectiva de la fe que represento, me temo que no solemos quedar muy bien en las comparaciones con las otras Iglesias. La mayor fe del mundo cuenta con el peor modelo propagandístico del orbe. Siempre se nos tacha de atrasados y de no entender los tiempos que vivimos, y eso es algo que se palpa en el día a día. Sólo tiene que poner un telediario, escuchar las noticias que vienen del Vaticano y esperar las reacciones posteriores.

– Bueno, las razones de por qué el catolicismo tiene esa fama lo sabemos usted, yo y mil millones de creyentes; pero ahora no vamos a hablar de algo que ya tiene poco arreglo – Philippe daba una palmada sobre la rodilla de Elías –. Pero me resulta bastante curioso que, por ejemplo, los protestantes denuncien la exclusión de la mujer en el oficio de las misas o en la dirección de la iglesia como un símbolo inmovilista del catolicismo. Estoy de acuerdo con ellos en que es poco real con los tiempos que corren, y que la Iglesia Católica debería tomarlo en consideración. Sin embargo ellos, los protestantes, son incapaces de caer en la cuenta de que quitaron de en medio a la Virgen María en la razia que hicieron en su imaginería, y que con ello la testosterona monopolizó la plana mayor de sus divinidades. En el catolicismo le han dado rango de Diosa a la Virgen María. Aunque sólo sea la Madre de Dios se la venera como a una auténtica Diosa por encima de Cristo y del propio Dios. Cuando el Papa Pio XII declaró dogma de fe la ascensión de la Virgen a los cielos en cuerpo y alma se oficializó lo que ya era tradición de siglos: la Virgen, una mujer, cumple su papel en el Olimpo de los Dioses como ya ocurrió con Atenea, Hera, Isis o Shiva. A eso yo le llamo poner a la mujer en el sitio que le corresponde.

– En realidad no había caído en ese detalle – le replicó Elías –, pero no estoy de acuerdo en que nosotros veneremos a la Virgen María como a una Diosa. La Iglesia siempre ha tratado de proyectarla como un ejemplo de entrega incondicional a Dios, y no como un ser que lo tutea de igual a igual. Otra cosa es que el creyente opte por la fórmula más sencilla de venerarla, pero desde luego en la Iglesia Católica no se formula esa propuesta.

– Querido Elías, no me puede negar que el Catolicismo se ha convertido para muchos en una religión plenamente Mariana – Philippe continuó, animado por la respuesta de Elías –, donde los devotos de la Virgen olvidan por completo la “No divinidad” de la madre de Cristo. La veneran como cualquier otra cultura ha venerado a sus Diosas. Pero la razón es más sintética que suplementaria. La Virgen representa mejor que nadie ese factor humano que todo hombre busca en Dios. Al Dios Padre no podemos darle forma ni color. A Cristo lo hemos visto en todas las formas y edades, pero su capacidad de realizar milagros, resucitar a los muertos y resucitarse a sí mismo ya no lo hace tan humano, y si tiene algo de humano es gracias a ella, a la Virgen, a quien no se le pide otra cosa que sea ella misma, que sufra como cualquier otro ser humano, que llore, que le duelan los partos y que enferme. Que envejezca como envejecemos todos y que se muera al final de sus días, y no como los Dioses del Olimpo Griego que siempre andaban lozanos y hermosos. No hay milagros ni actuaciones sobrenaturales, sólo una elegida, y ese factor de normalidad es la que sintetiza la parte humana y la divina. Ha sido una fórmula tan exitosa que cada pueblo ha creado su propia Virgen María, cada una con su nombre: La Virgen del Pilar, Inmaculada, Ascensión, La Virgen del Carmen, la del Rosario, la Virgen del Rocío, Macarena y así un largo etcétera de nombres y Vírgenes que son todas las mismas, pero que han sido adaptadas a los gustos y costumbres de cada pueblo. Esto sería imposible hacerlo con la figura de Cristo. Cristo es Cristo y no se le puede llamar de otra manera; pero la Virgen María deja de ser María según el lugar donde se la venere. Aquí mismo, en la ciudad de Málaga, se la venera como la Virgen del Carmen, la patrona de los pescadores, y se la saca en procesión sobre una barca cada 16 de julio. Que yo sepa la Virgen María nunca puso un pie en una barca; pero ahí la tiene, adaptada al gusto y costumbre de este antiquísimo oficio marinero.

Elías volvía a sonreír. Philippe hacia el amago de rellenar su copa una vez más, pero Elías se opuso alegando que tenía planeado salir por su propio pie de aquella sala y no dando tumbos, que aquello no quedaba muy decoroso en un sacerdote. Philippe se llevó el vino hacia su copa y dejó muy claro que su hábito era otro bien distinto.

– Le puedo seguir enseñando más cosas de mi colección – prosiguió Philippe –. En la habitación contigua tengo bastantes más vitrinas, y si lo desea podemos hacer una visita a mi museo otro día. Allí albergo una colección aún mayor.

Elías volvió a declinar la invitación con toda la educación de la que sabía hacer gala. Le dijo que muchas gracias por el ofrecimiento, pero comprenderá que por mi oficio ando saturado de estas cosas y soy incapaz de disociar el arte de la fe. Elías terminó diciendo que nunca sabría darle a su colección el valor que se merecía.

– Donde usted ve arte, yo a veces sólo veo devoción – sentenció Elías.

– Querido padre – ahora Philippe se tomaba una larga pausa–, no he querido dejarle la impresión de ser un simple recolector de reliquias preocupado sólo en aumentar el tamaño de mis vitrinas. Yo también profeso esa devoción, pero en lugar de apuntar al Altísimo me quedo con lo de abajo, con lo humano. El valor de un cáliz del siglo XVII va mas allá del oro y los diamantes que lo adornan, más allá del estilo de la copa o de los siglos que tenga. Cada colección lleva la memoria de quienes bebieron de la misma fe y adoraron aquel objeto como parte de esa fe compartida, ya sea en una minúscula aldea de centro-Europa o en una de las grandes catedrales europeas. Durante cientos de años esos objetos han sido el vínculo entre la grey y el mismo Dios, y ese vínculo arcano es lo que diferencia el arte religioso de cualquier otro arte. Ningún cuadro del museo del Prado podría contarme esas cosas, pero los objetos que yo colecciono sí que pueden hacerlo. Sólo hay que saberlos escuchar.

Elías notaba que a Philippe le brillaban los ojos de una forma especial. No sabía definir con exactitud que sentimiento real se escondía detrás de aquellas pupilas, pero estaba claro que sentía una verdadera devoción por cada uno de los objetos que tenía en aquel despacho, por cada colección suya repartida por el mundo. Era fácil entender cómo se sentiría cada vez que entraba en una iglesia perdida de la Europa Oriental para quedarse con algún objeto por métodos que con seguridad rayarían el expolio. Era posible que aquello le importase más bien poco, y que se lo llevase a su casa o sus museos sin el menor de los remordimientos.

En ese instante la puerta se abrió detrás de ellos. El mayordomo antecedía al obispo. Lo invitó a pasar con la aprobación espontánea de Philippe, que se lanzó hacia el obispo para recibirlo en un trato más cercano.

– Me tengo que ir – dijo el obispo–, así que me despido de ambos. Mañana tengo que estar en Ceuta a eso de las 10:00 para un desayuno en la Residencia de las Hijas de la Caridad. Me toca madrugar para coger pronto el barco de Algeciras y luego volver para las procesiones del Domingo de Ramos, que este año se nos presentan como una incógnita.

Elías podía leer la seria preocupación del obispo. Éste no tardó en mirarle a los ojos nada mas soltar aquella frase, como si quisiera sostenerse sobre la verdad que ambos sabían acerca del verdadero milagro de las Vírgenes.

– A mi amigo Philippe le he puesto al corriente de todas sus pesquisas – continuó el obispo –. Me he tomado esa licencia porque estoy convencido que él podrá ayudarle en lo que sea. Conoce a la perfección esta ciudad y todos sus símbolos y, según he creído oír, ahora anda usted enfrascado en no sé qué signos extraños que al parecer ha encontrado en algunas de las imágenes milagrosas.

Philippe carraspeó con suavidad y se llevó la mano cerrada a la boca. Pareció prevenirse de cualquier elogio que le fuera a soltar el obispo. Luego extendió su mano hacia el hombro de Elías para decirle que no hiciera caso de su amigo, que en realidad me tiene por mejor persona de lo que soy.

– No digas eso, Philippe – le medio recriminó el obispo –. A buen seguro que en cuanto el padre Elías te conozca mejor, compartirá conmigo la misma opinión.

Elías en realidad no entendía nada. No comprendía por qué el obispo había decidido tomarse esa nueva licencia y le había contado todo al belga. Pero al fin y al cabo era su diócesis, y por tanto era él quien podía tomar esas decisiones. Si quería resolverlo de aquella forma, pues bienvenida sean esas maneras peculiares del señor obispo. Elías tuvo que recordarse a sí mismo que aquel tiempo de investigación era regalado, y que lo justo hubiese sido estar de vuelta en Roma trinchando aceitunas en una terraza del Trastevere con vistas al Tíber.

– Si usted lo entiende así, pues lo haré como me pide – Elías lo miraba mientras le hablaba – No tendré ningún problema en solicitar la ayuda del señor Philippe, aunque no veo la manera en que me pueda prestar su ayuda – y ahora le soltó una ligera sonrisa para quitarle acritud al mensaje.

– Bueno, ustedes dos se sabrán entender – zanjó el obispo –. Yo sólo le pediría que se abstuviese de propagar el resultado de sus pesquisas con esa tal Micaela. La conozco perfectamente del periódico La Opinión y no me gustaría desayunar con todo esto en primera plana. La ciudad no lo soportaría ahora mismo. Ya habrá tiempo de ir poniendo cada cosa en su sitio; de momento vivamos esto como un regalo de Dios, un regalo complicado de entender, pero un regalo a largo plazo. No hay lugar en el mundo donde no se hable de Málaga, y eso, con los años, traerá sus frutos, aunque ahora nos toque sufrir. Virtus sola nemini dono datur - La virtud sola no se da gratuitamente a nadie.

Praeterita mutare non possumus, sed futura providere debemos - No podemos cambiar el pasado, pero debemos prevenir el futuro – sentenció Philippe –. Esto lo decía Cicerón, y yo no pienso llevarle la contraria a ese buen señor; y si me permite un consejo de amigo, querido obispo, es mejor que no juguemos con el devenir, el porvenir ni con los prolegómenos de lo que tenga que llegar. Hagamos lo posible porque todo quede como si nada hubiese ocurrido. Veamos cómo transcurre la Semana Santa y ya calibraremos hasta dónde llega esa supuesta bendición de Dios.

El obispo guardó silencio. Elías empezó a sentir una declarada simpatía por Philippe. Se descubrió a sí mismo asintiendo con su cabeza a modo de aprobación absoluta, pero luego se detuvo, esta vez empujado por el reproche palpable del señor obispo. No era amigo de ese tipo de contrariedades donde no le aplaudían sus afirmaciones o se manifestaban disconformes con sus ideas.

– No creo que sea momento de entrar en esos detalles, querido Philippe, pero de momento le pediría al padre Elías que mantuviese a Micaela al margen de cualquier pesquisa.

– Me temo que no puedo hacerlo, señor obispo. Ya no puedo hacerlo. Forma parte del acuerdo.

– ¿El acuerdo?... ¿de qué acuerdo habla?

– Del acuerdo que impedirá que usted un día desayune con la noticia en primera plana. De ese acuerdo hablamos.

El obispo volvió a retomar su silencio, esta vez alargándolo unos segundos. Luego desvió su mirada al final de la habitación, quizá para no mirar nada, o más bien para no mirar a Elías y Philippe. Ambos se retiraron unos pasos atrás para volver a sus copas de vino.

– Hágalo como usted vea más conveniente – sentenció el obispo.

Luego se dirigió a la salida del despacho y abrió la puerta. Miró con displicencia hacia atrás y volvió a despedirse con un adiós y un espero querido Philippe que puedas prestarnos la ayuda que necesitamos. Después se marchó dejándolo solos, a Elías con la cara contrariada, y a Philippe levantando su copa hacia él, diciendo no se preocupe, que a este hombre se le pasan las cosas rápido. De aquí a un lustro lo habrá olvidado.

– Bueno, tampoco es que le haya regalado a usted un poema y una rosa antes de irse.

– Pero a mí me lo perdonará con la siguiente donación. Al señor obispo no le molesta que le sea claro, lo que le molesta es que lo haya sido delante de usted. Le gusta presumir de ser una de las “fuerzas vivas” de esta ciudad y tener a todo su entorno en un apasionado ceremonial de besamanos y bendiciones. Habrá comprobado que me gusta derrapar en las curvas.

Elías volvió a sonreír y daba por reconocida su más que declarada simpatía por el belga, así que le dijo que venga, veamos en qué me puede ayudar, a lo que Philippe le respondió que antes dígame lo que tiene.

– Tengo una foto de la base de una de las imágenes en donde aparece una serie de símbolos que coinciden con las que hay en la base de las otras imágenes.

– ¿Y el resto de imágenes?, ¿también las tienen?

– Pues no lo hemos comprobado, pero deducimos que sí. Sería mucha casualidad que en dos que mirásemos fuesen justo las únicas que tuviesen el mismo símbolo.

– ¡Un símbolo común en las imágenes!... ¿cómo se les ha ocurrido buscar eso?

– Bueno, en realidad es mérito de la pericia policial del comisario Javier López. Es la teoría de si una misma persona comete un mismo acto en distintos sitios se cumplirán patrones comunes. Luego Micaela aportó la idea de que si esa persona quería darnos un aviso, lo haría con algo que se destacase si te toma en cuenta el conjunto de todas las imágenes, pero ese mismo “algo” aparecería desapercibido si sólo se toma en cuenta como un símbolo aislado. Si uno ve lo que le voy a enseñar no le prestará más atención que la de preguntarse qué significa eso. Pero si descubre que esos mismos signos se repiten en otras imágenes, la percepción del asunto cambia por completo.

– ¿Y buscarlo debajo?

– ¿Dónde lo hubiese puesto usted?

Philippe se quedó meditando durante unos segundos, pensando en si habría sido capaz de llegar alguna vez a esa conclusión.

– Reconozco que me han sorprendido. Pero bueno, ¿tiene la foto por aquí?

Elías sacó el móvil y le dijo que aquí la tengo, pero que no se veía muy bien, que tal vez, si nos fuésemos al fondo, se vería mejor en la oscuridad. Que si quería se la mandaba al móvil por SMS.

– Ese móvil suyo viene con conexión bluetooh, así que no tendremos problemas para sincronizarlo con mi Mac y copiarlo en mi disco duro…si no le parece mal, claro está.

– Ningún problema, es todo suyo.

Philippe cogió el móvil, tanteó el menú, y activó el bluetooh del aparato. Después se marchó hacia su mesa y lo colocó encima, junto a su ordenador. Luego se sentó delante de su Mac, lo activó, y le conectó el bluetooh. Al instante comenzó a detectar todos los aparatos con conexión abierta bluetooh que había en las proximidades. Los aparatos aparecían como puntos señalados sobre un panel que simulaba las mismas pantallas en las que trabajan los controladores aéreos para detectar los aviones.

– Fíjese, me salen al menos catorce aparatos con los que podría sincronizar. Además del suyo aparecen los móviles de la mitad de mis invitados, que a buen seguro no tienen ni la más remota idea de lo que es el bluetooh y de que lo tienen encendido. Y mucho menos aún del peligro que tiene para la seguridad de sus datos el hecho de que trate de entrar y dé con uno que no esté protegido, con la de fotos comprometidas que guardan estos aparatos.

Philippe volvió a coger el móvil y miró el modelo para identificarlo en su pantalla. Aquí está, soltó el belga mientras cliqueaba sobre el punto parpadeante que lo identificaba.

– Le hago doble clic y su móvil le avisará ahora mismo de que me estoy tratando de conectar y le preguntará si quiere autorizar la conexión.

El móvil de Elías encendió su pantalla al mismo tiempo que Philippe enarcaba las cejas y señalaba el aparato, diciéndole que sólo queda que me autorice la conexión, si me puede autorizar, a lo que Elías le respondió que sí, que por qué no voy a querer, que qué quiere que tenga el móvil de un cura, pues fotos con imágenes de Vírgenes.

– Yo no he dicho nada. Excusatio non petita…

Philippe abrió la conexión y comenzó a navegar por las carpetas del móvil. Elías trató de recordar si había borrado todos los mensajes enviados y recibidos; aunque a esas alturas ya le daba igual, porque su status ya no era el de un enviado del Vaticano. Philippe accedió a la carpeta de imágenes recibidas y allí la encontró, en formato JPG y con un número de entrada por nombre. La copió al escritorio del Mac y lo abrió con un editor de imágenes. Después la amplió, le aplicó varios filtros para darle más nitidez, le quitó el ruido, y se quedó contemplando el resultado final.

– ¡Así que aquí estás!

Philippe extendió su mano hasta la pantalla y palpó con los dedos la inscripción I.P.V.P.A.V. como si se tratase de una inscripción tallada en relieve que pudiese tentar con la yema de los dedos. Elías se apuró en desconectar su bluetooh y ahora reparaba en el belga para fijarse en su mirada. Era una mirada singular que destilaba sorpresa y confusión.

– ¿Le suena todo eso de algo? – le preguntó Elías, llevado también por la misma sorpresa en la que el belga navegaba.

– Me suena por completo.

Se levantó de inmediato, se marchó a una de las estanterías, y comenzó a tantear el lomo de algunos de sus libros. Parecía que los estuviese contando con los dedos. En realidad trataba de dar con uno en concreto, uno que tenía con claridad en su mente y que lo retuvo en los estantes al menos dos o tres minutos, hasta que al final logró hallarlo, lo sacó con suavidad deslizándolo entre los otros dos libros contiguos, y lo llevó hasta la mesa del ordenador. Luego apartó el ratón y lo colocó de frente a su silla. Después se sentó y comenzó a acariciar la portada.

– Aquí puede que esté lo que busca – lo dijo mirando fijamente a Elías, sin dejar de sonreír en ningún momento –. Entienda esto como un golpe de suerte, como una gracia de Dios o como usted lo quiera ver, pero estar aquí y haberme enseñado esto le dará muchas pistas del camino que debe seguir. De eso estoy seguro.

Philippe abrió el libro. Elías se inclinó sobre el belga para observar su contenido. Philippe iba pasando las hojas con la misma lentitud que lo haría un filatélico con su colección de sellos, procurando no doblarlas, desplazando con cuidado el papel cebolla que separaba cada una de las hojas; asegurándose de que cada página no sufriese desperfectos. Cada hoja mostraba un sinfín de escudos y emblemas sobre textos que hacían referencias a pueblos, ciudades y familias. En algunas hojas se veía el mismo escudo repetido en una serie donde se delataba las variaciones que fue sufriendo con el tiempo.

– Y aquí está lo que busca.

Philippe señaló con el dedo un escudo en concreto. Uno que quedaba en el margen izquierdo de las últimas páginas. Un escudo similar al insinuado en los dibujos hechos en la base de las Vírgenes. Al lado aparecían otros escudos similares, pero esta vez con otros elementos añadidos, como una playa, el monte San Antón, o la Iglesia de las Angustias: la iglesia de la barriada de El Palo.

– No se extrañe de encontrar este escudo aquí. De hecho creo tener registrado casi todos los escudos que se han creado en la provincia de Málaga. Y no se crea que ha sido fácil recopilarlos todos, porque aunque parezca extraño hay una buena cantidad de ellos.

– ¿Por qué ha de parecerme extraño?

Philippe miró a Elías con la satisfacción de habérselo llevado a su terreno, ahí donde él daba salida a todo aquello que le gustaba explicar. No tardó mucho en levantarse, acercarse hasta un lado de la habitación, y recoger un cuadro que había colgado en la pared.

– ¿Qué diría usted que es esto?

– Pues un escudo. Veo claramente un blasón con la flor de lis de los borbones. Veo las columnas de Hércules que también aparecen en el escudo de Andalucía, y el resto puede ser cualquier cosa, pero no lo identifico ¿Es el escudo de su familia?

– Nada de eso. Es el escudo de este edificio. Lo hizo el vecino de abajo, que es un tipo muy aficionado al trabajo con cerámica. Le hizo gracia lo que le salió y me lo regaló hace un par de años. Y aquí lo tengo desde entonces, para que cada vez que suba a tomarse un té lo vea y no me venga reprochando dónde lo tengo.

Elías estaba confuso. No podía adivinar a dónde quería llegar el belga. Philippe captó de inmediato el semblante de Elías y dejó el escudo sobre la mesa. Luego retomó el libro con los escudos.

– Málaga ha sido siempre más burguesa que aristócrata. En realidad la aristocracia apenas ha rondado por estas calles como ocurre por ejemplo en Sevilla, donde usted podrá toparse con el más rancio abolengo de la aristocracia española. Aquí lo que ha habido desde siempre son empresarios, familias que han hecho fortuna con los negocios de ultramar, las exportaciones de vino, la construcción o los altos hornos. Así que, a falta de títulos, siempre fue bueno hacerse un escudo familiar parcheando de aquí y de allá; igual que éste que le acabo de enseñar. La mayoría de los blasones que usted puede ver en este libro no tienen más de cien años. Incluso le diría que menos, y eso que incluye los escudos de todos los pueblos de la provincia. Uno puede pensar que los escudos de esos pueblos son seculares y que deben de remontarse a los tiempos del Al-Andalus; pero nada de nada, son tan modernos como un bono bus. Son, en su mayoría, el reflejo de lo que les gustaría ser, mezclado con algún elemento notable del pueblo: que si una torre o una iglesia, que si un árbol centenario, que si un personaje relevante. No digo yo que todos los escudos sean así, pero sí le puedo asegurar que lo son en su mayoría.

Philippe volvió al escudo que se asemejaba al trazado en la base de las Vírgenes.

– Éste en concreto creo que lo ha reconocido a la primera. Es el escudo de la barriada de El Palo y representa una barca junto a un árbol en la orilla del mar. A su espalda se pueden ver las montañas y el campanario de la Iglesia de las Angustias. – Y ahora señalaba al escudo que había a su izquierda, de trazas similares, pero con otro juego de emblemas.

Elías se acercó aún más al libro, como queriendo que aquellas páginas le contaran de una vez lo que el belga parecía dilatar a propósito.

– Y este escudo de aquí es bien parecido. De nuevo el árbol, la barca y… ¿dónde están las montañas y la iglesia?, pues en ningún lado. Lo que aparece detrás es un palacio que era reconocido por los “paleños” de entonces como “la casa grande” y que se encontraba situada en la loma de una pequeña elevación montañosa que llamaban “la era”.

Elías reconoció aquellos nombres. “La era” estaba situada a la espalda del colegio de los jesuitas. En ella se encontraban las ruinas de una casa señorial de la que sólo recordaba una anchísima escalera que debió de estar en el salón, a la entrada del palacio. Recordaba sus amplísimos escalones, su balaustrada de mármol rosa y su caída al vacío, que era a donde iban a parar todos los que se atrevían a subirla. Del resto del palacio quedaba pequeños detalles dispersos por la enorme planta del edificio, como la chimenea, algún muro que quedaba en pie de mala manera, y las estatuas mutiladas que debieron poblar un jardín del que no recordaba nada. Tampoco recordaba ese escudo, ni sabía nada de quiénes fueron los pobladores de aquel palacio. Elías comparó ambos escudos y se fijó en los detalles coincidentes de uno y otro: el árbol y la barca.

El segundo escudo es una adaptación que hicieron del primero. Por eso pensó que era el escudo de la barriada de El Palo. Pero no es así, es el escudo de la familia Miranda, aunque aquí aparece incompleto; le falta un detalle que no comprendo por qué no sale en este libro.

– ¿El detalle del mar, quizás? – dijo Elías.

– Pues no, querido padre. El mar no apareció nunca en el escudo de los Miranda. Es un detalle mucho más significativo. Lo que falta es la frase latina “In patientia vestra possidebitis animas vestras”. Algo así como “con vuestra paciencia salvaréis vuestras almas”. ¿Ve ahora la relación?

Elías se tomó unos segundos para reordenar las ideas, hasta que vio un punto de luz, una salida que parecía iluminarlo todo.

– ¡Son las iniciales que aparecen escritas en las imágenes!– exclamó Elías –. I.P.V.P.A.V. Ese acróstico se corresponde con la inicial de cada palabra.

– ¡Correcto! – afirmó Philippe –. Es usted una persona de deducción rápida. Verá que es muy fácil llegar a la conclusión de que lo inscrito en la base de las Vírgenes no es otra cosa que el escudo de la familia Miranda.

– ¿Y sería posible encontrar algo que quede de ese palacio?

Elías estaba algo aturdido por la velocidad de aquella sucesión de revelaciones que lo habían conducido hasta aquel despacho. Cada pieza del puzle encajaba sola y le daba la siguiente gran pista: el indicio de un lugar donde encontraría el rastro de la persona que perpetró todo aquel asunto de las imágenes milagrosas. Ahora miraba al belga con el asombro de no saber cómo había sido capaz de enlazarlo todo tan rápido, cómo su mencionado golpe de fortuna había discurrido por un cauce tan corto. Philippe se dio cuenta de lo que Elías estaba pensando, así que volvió a levantarse por enésima vez, cogió el escudo del vecino, y se lo llevó hasta la pared donde estaba colgado. Luego se fue hacia otra estantería y sacó un libro con la portada negra y el tamaño de un álbum de fotos.

– No quiero que piense ni mucho menos que soy un genio – sonreía el belga sin ocultar su satisfacción –. Así, a primera vista, puede parecer que tengo una memoria de concurso, pero nada de eso. Sería incapaz de recordar el escudo de la familia Miranda y ni tan siquiera el de la barriada de El Palo. Pero ese acróstico es otra cosa. Cuando lo vi supe de quién se trataba porque la familia Miranda fue muy amiga de la mía. En concreto de un hermano de mi abuelo con el que tuve bastante trato de niño antes de que falleciese. En su librería lucía ese acróstico, y desde pequeño vengo viendo esa frase “In patientia vestra possidebitis animas vestras”.

Philippe continuaba con el libro en la mano, sin soltarlo ni abrirlo. Se había quedado a medio camino entre la estantería y la mesa del ordenador.

– Así que entenderá lo intrigante que le pudo resultar a un niño ver esa frase escrita en latín sobre la cabeza de una enorme estantería de libros. Me llamó la atención lo suficiente como para recordarla siempre. ¿Comprende ahora por qué le he dicho lo del golpe de suerte? Si todo dependiese de buscar un escudo, dé por hecho que no le hubiera ayudado en nada.

Ahora Philippe retomó el camino que le conducía hasta la mesa, apartó con cuidado el otro libro, el de los escudos, y le mostró a Elías el que acababa de traer. Era un libro con fotos antiguas bajo el título de “Málaga, una visión panorámica”.

– Perdone que ande todo el rato sacando y metiendo libros. A veces parece que no me sé explicar sin ellos, pero cuando los saco no es para tener entretenido al personal. Fíjese en este libro y lo entenderá. Contiene las fotos de las colecciones de Thomas y Roisin que se hicieron en Málaga en los primeros años del siglo XX. Son fotos antiguas pero de una calidad asombrosa, con un manejo de la luz y de la profundidad de campo que ya quisieran sacar algo así las réflex de ahora. Está divida por secciones: El centro, la plaza de la Marina, Calle Larios, los baños del Carmen y, cómo no… la barriada de El Palo.

Philippe abrió la página que mostraba la primera de las fotos de la serie, hecha por Lucien Roisin en 1910. Aparecía la mencionada iglesia de las Angustias con su campanario y un vallado que no tenía nada que ver con el parque actual. Su aspecto era bastante más luctuoso que ahora, aunque por aquel entonces contase con cien años menos. Se echaba en falta un encalado en condiciones y una reparación urgente del tejado y el campanario. También se echaba en falta la ampliación que tuvo el edificio en los años sesenta para albergar los salones parroquiales. Pero la foto también mostraba muchas otras cosas. Enseñaba la cruda realidad de aquellos años, la de unas gentes que vivían en la más absoluta de las miserias. Todo el contexto, además de dejar en “piel de campo” los trazos de la urbe actual, reflejaba la pobreza anquilosada de un país que apenas era capaz de sobrellevar la fatídica travesía que sufrió en el siglo XIX. El resto de fotos iban sacando estampas de espacios que ya no existían, aunque mantuviesen el mismo nombre: fotos en blanco y negro de gente ataviada con ropas de otras épocas, niños descalzos pisando sobre el lodazal frío que dejaba el invierno, personas haciendo cola en fuentes que proveían de la única agua potable que podía encontrarse. Postes eléctricos plantados a los lados de un desaparecido tranvía cuyos raíles aparecían soterrados en el mismo barro que pisaban los niños. Casas infectadas de una pobreza secular que las hacía parecer iguales a todas, como si aquellas puertas sólo supieran abrirse al hambre y el analfabetismo. Y en una de aquellas fotos, por encima del poblacho de casas, y con la silueta del monte San Antón recortando el fondo de la imagen, aparecía un desentonado palacio de varias plantas con un tejado a dos aguas de una acusada inclinación, un jardín poblado con palmeras y cipreses, y un muro de piedra de varios metros de altura que elevaban la planta de la casa por encima de la loma. Aquello era “la casa grande” que Elías imaginó ciento de veces cuando paseó entre sus ruinas durante su niñez. Nunca se la había imaginado de aquella manera. Quizá nunca quiso creer que esa casa existió alguna vez. De niño prefirió imaginar que la casa fue hecha así, con retazos de ruinas que creaban una zona de juego donde los niños de aquel entonces, lejos de prevenirse de cualquier riesgo, saltaban y jugaban de un lado para otro, de tabique en tabique, haciendo equilibrios sobre las vigas desenterradas o escalando lo que quedaba del viejo muro que celó el palacio en tiempos mejores. Los niños de entonces eran como los de ahora, pero con miles de precauciones menos.

– Recuerdo esa casa perfectamente. La recuerdo– concluía Elías –. Ahora empiezo a reconocerlo todo y a colocar las cosas en su sitio.

Elías se vio también en aquel jardín. Cayó en la cuenta de algo que hasta entonces era un recuerdo desligado en su memoria. El jardín de aquel palacio, una vez caído el edificio en desgracia, fue adoptado por el ayuntamiento como jardín municipal, vallado con alambres y provisto de bancos. También aquel jardín caería en la misma ruina y sería desmantelado años después. Pero de niño, cuando Elías era muy pequeño, servía para que su madre lo llevara a pasar alguna que otra tarde de domingo. Elías recordaba a la perfección un día en concreto, un día en el que su madre se escondió detrás de un ciprés y él comenzó a mirar hacia todos los lados con la agónica sensación de sentirse perdido sin remedio. Su madre no tardaría ni tres segundos en salir de su escondite; pero a él le pareció una eternidad. Al fin esa imagen, la de su madre saliendo desde detrás del ciprés, y ese momento, la eternidad de tres segundos, encontraron el lugar correcto en su memoria y se ligaron a algo tan concreto como aquella “casa grande” que formaba parte de sus juegos infantiles. De forma espontánea, Elías comenzó a sentir la necesidad de buscar los lugares que luego serían ocupados por la ciudad de su niñez: la carretera de Miraflores, que no era ni siquiera un camino de ganado. Las lomas despobladas del Monte San Antón que se convertirían con el tiempo en un criadero de chalets con jardín, piscina y pista de tenis. Y a lo lejos, dejándose guiar más por la intuición que por la certeza, descubrió otra pequeña loma que quedaba a las espaldas del palacio y que luego sería el solar sobre el que se edificó la casa donde viviría de niño. Quizá por eso Elías no quiso seguir mirando. Sintió como si de pronto aquella foto viniese con aristas de cristales que le cortaban las manos al cogerla; como si de entre las casas del poblacho empezaran a salir los rostros de su padre, de su madre, de su abuela, o de los guardeses de la casa, agitando todos ellas la mano y diciendo qué bueno que viniste Elías. Llevábamos esperándote treinta años. Cómo has crecido hijo mío, diría su madre, si estás hecho un hombre. Anda, ven y déjame que te vea de cerca. Elías sentía que su memoria caía de nuevo en cascada sin otro aparente remedio que el de no mirar más esa foto, o tal vez, salir corriendo de Málaga para dejar bien lejos todos esos recuerdos de los que siempre andaba huyendo.

– ¿Se encuentra usted bien, padre?

– No nada, son sólo recuerdos que me vienen de pronto.

Philippe apartó el libro viendo que Elías lo empezaba a mirar de reojo con no muy buena cara. Ahora lo cerraba y se lo llevaba de nuevo a la estantería. Esta vez volvió sin ningún otro libro.

– Los recuerdos son la mercancía que nos toca llevar a lo largo de nuestra vida. Si me dejara darle un consejo le diría que no se afane en olvidarlos, porque le va a resultar imposible. Salen cuando menos lo espera y por los cauces más insospechados de nuestro cerebro, que no deja de ser un misterio la manera en cómo liga un recuerdo con otro, una imagen con un olor o una persona. Los recuerdos tristes son las más pesadas de nuestras mercancías. Todos llevamos un buen saco de ellos. Y los que no lo tienen aún, ya procurará la vida darles el suyo. Nadie se va al otro mundo con ese saco vacío.

– ¿Por qué me ha enseñado esa foto? – Elías tomó aquel atajo para salir de la conversación sin más compromiso que el de escuchar con educación a Philippe. Ahora prefería retomar el asunto que los había reunido allí

– Se la he enseñado para que tuviese una idea de cómo era aquella casa. Sé que usted la conoció, pero no creo que de esa manera. La casa quedó deshabitada a finales de los años cuarenta y fue derrumbada por el ayuntamiento a principios de los ochenta. Sobre el mismo solar se construyeron varias urbanizaciones, una carretera y un pequeño campo de baloncesto; aunque eso ya fue posterior, a finales de los noventa.

– En definitiva. Que no queda nada de nada – exclamó Elías con cierto aire de resignación.

– No del todo, querido amigo. Puede que haya algo. Pero antes tengo que explicarle quién fue la familia Miranda y por qué creo que debería usted buscar por allí.

El belga se apartó del ordenador y volvió al sofá. Se sentó e invitó a Elías a que lo acompañase.

– Como ya le comenté antes, la familia Miranda fue amiga de un miembro de la mía. Yo no los conocí porque el último de aquella familia Miranda que vivió en Málaga se remonta a la década de los cuarenta. La historia de ellos, o al menos hasta donde me han contado, comienza aproximadamente en 1870. Ramón Miranda era propietario de varias viñas de uva moscatel que había heredado de su padre en la comarca de la Axarquía. No era una gran herencia, pero Ramón era un hombre emprendedor y supo sacarle provecho. Pensó que sería una buena idea dedicar parte de la cosecha a la producción del vino. Trabajó duro durante varios años y los resultados llegaron muy pronto. Consiguió producir un vino que exportó a casi todo el mundo a través del puerto de Málaga. Debe saber que por aquel entonces el vino de Málaga tenía la misma cata que el mejor de los cabernet sauvignon, así que le resultó fácil aprovechar el nombre de la ciudad para vender sus vinos hasta en Rusia, donde el propio Zar hablaba maravillas del vino moscatel de Málaga. Pero ocurrió lo que nadie tenía previsto. A finales del siglo XIX llegó a Málaga un turista incómodo: la filoxera, que se cebó con la totalidad de las viñas de la provincia y arrasó con todas las cepas. El resultado para Ramón Miranda fue desastroso y aquello lo llevó directo a la ruina. En esa tesitura tomó una decisión muy visionaria y particular. Más de una vez había oído hablar de lo fácil que sería aclimatar las cepas de la uva malagueña al clima de Chile; así que como era un hombre bastante tozudo no se lo pensó dos veces, se sacó un par de pasajes, uno para él y otro para su mujer, y se embarcó rumbo al país andino llevando consigo varias cepas que habían sobrevivido a la plaga porque estaban plantadas en suelo arenoso, donde los insectos no podían construir sus túneles. El poco dinero que pudo llevarse lo usó para comprarse unas tierras a buen precio, plantar las cepas y buscarse un socio que le ayudara en el resto de la producción. Había nacido la leyenda de los vinos chilenos. En pocos años los negocios le volvieron a ir muy bien, incluso mejor de lo que fue en Málaga, pero esta vez decidió diversificar su negocio para tener controlado el riesgo. No quería volver a pasar por lo mismo. El gran salto lo dio cuando invirtió en guano, que por aquel entonces era la materia prima de los únicos fertilizantes que se fabricaban. El negoció fue creciendo y su patrimonio se multiplicó. Invirtió en más tierras, más viñas, en ganado ovino para la producción de lana y así hasta completar un buen número de negocios que incluía una conservera de salmón que acaparó todo el mercado del cono sur americano, allí donde no llegaban los noruegos. Pero la vida, generosa en los negocios, le había sido esquiva en lo que a la familia se refería. En todos aquellos años no fue capaz de engendrar hijo alguno y su mujer, que siempre fue de salud delicada, contrajo unas fiebres tifoideas en un viaje por Brasil que se acabó complicando hasta llevarla a la tumba. Ramón Miranda era rico, muy rico, pero ya no tenía a nadie. Era viudo y sin hijos. Así que como buen indiano decidió volver a su tierra natal y vivir lo que le quedase de vida disfrutando de su fortuna. Vendió todos sus negocios, las tierras, los viñedos, la conservera y hasta su parte en la explotación del guano. Juntó una enorme fortuna y tomó la decisión de gastársela en la ciudad donde nació. Era el año 1895, contaba con casi cincuenta años y pisaba su tierra como si fuese la primera vez. Los primeros meses estuvo alojado en distintos hoteles de la ciudad hasta que dio con el lugar donde quería tener su casa. Buscaba un sitio cercano a la ciudad de Málaga y lo encontró en la barriada de pescadores de El Palo. Allí compró unos terrenos y encargó la construcción del palacio para que lo tuviesen en un tiempo record. Tardaron menos de seis meses en hacerlo, y pronto fue el centro de todas las fiestas y la vida social de la ciudad. Tenía dinero y quería gastarlo; y aquellos festejos sociales le abrieron las puertas de las grandes familias malagueñas como los Félix Sáenz, Huelin, Heredia o los Larios. En una de esas fiestas de sociedad conoció a Margarita Huelin, una mujer morena, de piel agitanada, con dos hermosos ojos verdes que llamaban la atención de todo el que la miraba. Tenía casi treinta años menos que él, pero eso daba igual, porque Ramón Miranda, además de mucho dinero, conservaba una buena planta aderezada con un acento sudamericano encantador y engolado que le había borrado por completo el ceceo malagueño. En definitiva, que el conjunto gustó mucho a Margarita Huelin y aquello acabó en nupcias, las segundas para Ramón. Era el año 1900. En 1901 y 1903 nacieron sus dos hijos. Ernesto Miranda Huelin, el mayor y Julio Miranda Huelin el más pequeño. Huelga decirle que aquello de los hijos no entraba en los planes de Ramón, que de siempre creyó que su incapacidad para engendrar era culpa suya por una teoría peregrina sobre la coz que le dio un burro en susodichas partes cuando aún era un niño. Los dos hijos llenaron su vida e hicieron que cambiara de planes. Retomó sus negocios con tal de asegurarles una mínima actividad laboral que los alejara de la holgazanería de los niños ricos. Comenzó la tercera etapa empresarial de Ramón, que esta vez optó más por asociarse que por crear nuevos retos empresariales. Se asoció con los Huelin, de quienes era familia su mujer Margarita, y con los Heredia, cada uno con sus negocios particulares que le daban réditos suficientes para seguir multiplicando su ya excelsa fortuna. Los años pasaron y sus hijos fueron creciendo hasta hacerse un par de mozos que habían heredado la buena planta del padre y los ojos verdes de la madre. Eran guapos y bien educados. A veces se les confundían porque gastaban formas muy similares en el andar y el vestir, pero sus hábitos eran diferentes por completo. Ernesto sólo leía libros y más libros. Su biblioteca crecía por días y gustaba de leer poesía, novela, ensayo y todo lo que juntase tres palabras seguidas. Adoraba el teatro, las tertulias en el café central y los recitales de poesía. Participaba en una pequeña compañía de teatro donde interpretaban obras de alguno de sus amigos, como el mismísimo García Lorca. En su círculo de amigos más allegados estaban Pedro Salinas, Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Manuel Altolaguirre o Gerardo Diego. Participó activamente en el Ateneo de Málaga, y junto con Emilio Prados y Manuel Altolaguirre ayudó al nacimiento de la revista Litoral donde se plasmarían todo tipo de dibujos, grabados, ensayos y poesía de gente que luego pasaría a la historia por sus obras. Ahí es nada. Era, por así decirlo, un mecenas de la vida cultural malagueña y a su vez un participante muy activo, aunque nunca destacase en arte alguno, que por otro lado era lo normal si se rodeaba de tanta figura. Julio Miranda era distinto. No era ni mucho menos un hombre rudo, pero su inclinación por la lectura era menos acusada, por no decir inexistente. Gustaba más de la fiesta. Era educado, galante y conquistador. Mientras Ernesto llenaba su biblioteca de libros, Julio llenaba su alcoba de mujeres; y casi nunca repetía. Era adorado por su dinero, eso estaba claro; pero la clase no se la daba el dinero. O se tiene o no se tiene; y a Julio le sobraba. Gustaba frecuentar la plaza de toros de la Malagueta siempre que había un buen cartel, los tablaos del café Chinitas, la feria en Agosto era de obligado cumplimiento y en Semana Santa lucía palmito los Viernes Santo haciendo que a más de una beatona con mantilla se le escapase el trono. Era conocido en todas las tabernas de la ciudad, y esos, créame, eran muchos locales, más de los que un hígado humano puede aguantar sin enfermar. Amante de los automóviles, tenía un Hispano-Suiza de dos plazas que conducía él mismo, cuando la costumbre de aquel entonces era que fuese un chófer el que lo guiase; pero eso a él le daba igual. Le encantaba dejarlo en el parque bajo la exigua sombra de las palmeras, junto a los taxis y los coches de caballos. Salía del vehículo, sacaba un pitillo, lo encendía como un actor de Hollywood y, con un pie apoyado sobre el descanso lateral del coche, miraba al infinito, a las ruinas de la Alcazaba, sintiendo que era envidiado y deseado a partes iguales. Así es como siempre me lo han contado, y nunca me resultó difícil imaginarme esa estampa. Ramón vio que ninguno de sus hijos iba a seguirle la marcha de los negocios, así que entrando en los ochenta años puso el freno de mano y se dedicó a la vida contemplativa. De ahí a la eternidad distaron dos años y medio. El anciano Ramón Miranda había dejado lo único que le hacía vivir: sus negocios. Se quitó de fumar, de beber, de las fiestas y del trabajo, e inmediatamente después se quitó de en medio. Fue enterrado en el cementerio de San Miguel donde aún se conserva el panteón familiar de los Miranda. Poco después le seguiría Margarita Huelin, que murió recién cumplidos los cincuenta por culpa de un tumor en el pecho que le hizo estragos. Fueron dos golpes muy duros asestados en muy poco tiempo para aquellos dos hermanos que ya sólo se tenían el uno al otro. Ernesto se encerró aún más en su biblioteca, y Julio hizo todo lo contrario. Si entraba en casa era para caerse dormido en el sofá del salón si las fuerzas no le daban para subir las escaleras. Pero un día, saliendo de la Casa del Guardia, un hombre que portaba un brazalete de la CNT se encaró con Julio cuando montaba en su coche. A Julio no le tuvo que hacer mucha gracia lo que aquel anarquista le soltó, así que salió del coche, se encaró y no dijo nada, simplemente lo miró hasta que el otro se descolgó de la mirada y siguió su marcha. Entrando en su coche aquel mismo hombre le descerrajó dos disparos en la nuca que lo dejaron seco en el acto. Luego saldría corriendo dando vivas a la República y muerte a los señoritos. Aún faltaban seis años para la Guerra Civil española, pero los manuales de estilo ya se estaban repartiendo en uno y otro lado. Aquello, como era evidente, terminó por hundir a Ernesto, y lo que sé de él ya es más bien poco, tal vez porque se encerró en casa o porque los años siguientes, con la Guerra Civil de por medio, no daban para otras crónicas. Murió en el año 1947 a los cuarenta y seis años. Muchos dicen que murió de pena, que simplemente se dejó morir, así, sin más.

– Entonces… ¡no tenemos nada! – exclamó Elías, que hasta entonces había permanecido atento a la crónica biográfica de Philippe. Sin embargo intuía que el belga aún se guardaba el capítulo final.

– Puedo contarle dos cosas de aquellos últimos años de Ernesto Miranda que encajan más en un anecdotario que en su biografía. Sin embargo pienso con sinceridad que no son detalles nimios. Me explico. Antes de morir hizo testamento. Al no tener ni hijos ni familiares allegados decidió donar todo lo que le quedaba de su fortuna, que a pesar del tren de vida que disfrutaron ambos hermanos, era bastante como para dedicarse al asueto universal por al menos tres vidas más. En su testamento detallaba con claridad que su casa no quedaría en venta, ni alquilada ni donada. A su muerte se debería vaciar de muebles y cualquier otro elemento ornamental. Estos muebles serían regalados a distintas órdenes de caridad. La casa debía quedar vacía por completo y cerrada con llave. No se asignaba ningún uso ni donación o administración alguna. Se debía quedar ahí, vacía, hasta que los muros aguantasen. Y eso fue así, como usted sabe, hasta finales de los setenta, cuando fue derrumbado lo poco que ya quedaba de ella.

– ¿Y los libros?, ¿qué pasó con los libros?

– Me alegro que me haga esa pregunta – Philippe se sentía cómodo mientras se explayaba con Elías –. Porque si el detalle anterior le ha parecido curioso, éste lo es aún más. Los libros fueron donados en su totalidad, estanterías incluidas, a la comunidad que los Jesuitas tienen en la barriada de El Palo, en el propio colegio San Estanislao de Kostka, que curiosamente quedaba a apenas unos pocos metros de su casa. De hecho la tapia posterior del colegio daba de frente a la cancela del palacio. Y es más, además de los libros, les donó toda su fortuna para que le dieran el uso que viesen más conveniente, pero con la condición de que una parte de ese dinero se dedicase al mantenimiento de la biblioteca para que nunca se perdiera ni estropease ninguno de los tomos. ¿No le parece curioso? Y según entiendo, así está siendo hasta el día de hoy. La biblioteca permanece en el Colegio en perfectas condiciones, tal como solicitó Ernesto Miranda en su testamento hace ya seis décadas.

Elías sopesaba los interrogantes que le proponía el belga. La biblioteca con los libros parecía una pista interesante, pero demasiado voluminosa como para escudriñarla en tan pocos días.

– ¿Y, cómo es que no ha ido usted a investigarlo? – Preguntó Elías, esperanzado en que Philippe le aportara algún dato más que acortara los plazos de su investigación –. Sabiendo esto desde hace bastante tiempo, ¿por qué no ha ido a verla?

Philippe sonrió, luego se incorporó en su sillón y se inclinó hacia delante. Después acercó su rostro hasta Elías en una distancia que sobrepasaba las lindes de la confianza.

– Querido padre, ¿Y por qué lo iba a hacer? Esta es una de las muchas historias que he ido conociendo a lo largo de mi vida; pero ni mucho menos es de las que más me importa. En realidad, no tengo el más mínimo interés por la familia Miranda y por su biblioteca. Historias como esas conozco a montones, y si me pido otra botella de vino soy capaz de contárselas del tirón.

El belga se echó de nuevo hacia atrás y recuperó las distancias con Elías. Ahora levantaba su mano como si fuese a soltar una frase a medio digerir, pero que no sabía cómo empezar.

– Usted es jesuita y le pilla a mano. Eche un vistazo y me cuenta. Lo mismo aparece algo. Desde luego no es un asunto que haya surgido de la nada. La familia Miranda ha salido porque su escudo está en todas las Vírgenes. No hay mucha cuerda de la que tirar y el detalle de la biblioteca no me dirá usted que es cuando menos curiosa.

– Es intrigante, no se lo niego y en otra situación no dudaría en apuntar una visita en mi agenda, pero con los pocos días con los que cuento temo perderme en ella sin sacar nada en concreto, y todo por el simple hecho de dejarme llevar por una curiosidad.

– Vuelvo a discrepar con usted, padre. Ya tiene algo que no tenía cuando entró en este despacho. Es mucho más de lo que yo imaginaba darle. Cuando mi amigo el señor obispo me pidió que lo atendiera le dije que sí, que lo haría con sumo gusto, pero que dudaba que le fuese de ayuda. Ahora me ve aquí, descubriéndole el escudo y contándole esta historia sobre la familia Miranda. No se engañe, querido padre, el escudo es real, es el escudo de los Miranda y está dibujado en la base de las imágenes. Y esa biblioteca también es real. ¿Qué más pistas quiere?

El mayordomo volvió a irrumpir en el salón. Ésta vez entraba sólo. Se dirigió con paso lento hacia Philippe y le comentó que algunos invitados ya se marchaban y preguntaban por él. Philippe se apresuró y le pidió disculpas a Elías.

– Lamento acabar con esta conversación, pero soy una persona comprometida con mis invitados, y por lo menos debo estar ahí cuando se marchan. De hecho debo reconocer que estoy siendo bastante descortés con todos ellos. ¿Cuánto tiempo llevamos charlando?

– Cerca de una hora, señor – respondió el mayordomo

– ¡Una hora! – Exclamó el belga –, pues se me ha pasado el tiempo volando, lo que demuestra que ha sido cuanto menos una experiencia entretenida – sonrió sacando a subasta hasta el último molar –. Hágame caso y busque por allí, y luego, si tiene tiempo, me cuenta, porque ahora sí que tengo curiosidad por esa dichosa biblioteca.

– No se apure, que trataré de informarle. En todo caso si no lo hago yo, lo hará su amigo el señor obispo – rió llevado por la malicia de su comentario.

– Eso es verdad – rieron ambos –. Pero no se lo tengamos en cuenta. Trataré de verlo en estos días que le quedan por Málaga. No sé cómo lo haré, pero le prometo que lo intentaré. Hablar con usted ha sido muy gratificante, y no quiero desaprovechar la oportunidad de despacharme otra velada como ésta.

– Ando con poco tiempo, pero ya sabe dónde me tiene.

– Y si no, se lo pregunto al obispo – volvieron a reír ambos –. Mi mayordomo le acompañará hasta la terraza. Espero verle a la salida.

– Por cierto, Philippe –El belga se estaba marchando cuando Elías recordó una última cuestión –, me queda una última duda. En los dibujos aparece un número. El 2119. Creemos que puede ser una fecha, aunque nos parece demasiado lejana. ¿Le ve alguna relación con la familia Miranda?

Philippe dudó unos instantes mientras enarcaba las cejas y pintaba en su cara una mueca clara de no tener la menor idea de lo que podía representar ese número.

– Le podría decir que me suena a muchas cosas. A una fecha, a un número de teléfono de aquella época; pero la verdad es que son conjeturas sin sentido alguno. Es la primera vez que veo ese número, así que no puedo ser de mucha ayuda en esa cuestión. ¿Cree usted que es importante?

– Debe de serlo para que lo hayan escrito junto al escudo de los Miranda… ¿No le parece?

– Sí. Tiene que serlo – Philippe volvió a guardar unos segundos de silencio, pensativo, tratando de hilar alguna idea relacionada con ése número –. Le deseo suerte mañana – concluyó mientras se daba media vuelta y se marchaba.

El mayordomo le dijo a Elías sígame por aquí y lo guió hasta la puerta que daba a la terraza. Philippe desapareció al fondo, entre las puertas entreabiertas que daban al salón. Sus amigos siguen por aquí, le comentó el mayordomo mientras Elías observaba desde la puerta los pies descalzos de Micaela apoyados sobre la mesa, al otro lado de la terraza, detrás de una de las columnas que sostenían las pérgolas. Ahí están, remató Elías. El mayordomo afirmó con la cabeza y se perdió de nuevo en el despacho, cerrando la puerta por dentro para que ya nadie pudiese entrar. Elías continuó su camino hacia el final de la terraza y llegó hasta los sillones de bambú. Micaela y el comisario se despachaban a gusto un par de Gin Tonic. Elías apartó los zapatos que Micaela había dejado en el suelo y se acomodó en el otro sillón, el que quedaba libre, de frente a ellos.

– Os noto muy cómodos

Micaela quitó los pies de la mesa y se calzó de nuevo diciendo que a los hombres los condenaba yo a ponerse estos zapatos. Seguro que admitís de una vez la superioridad de la mujer.

– Bueno,… ¿te ha servido para algo el rato que has echado con messiè expoliè?

Micaela le reprochó el comentario al comisario. Éste se encogía de hombros y culpaba al gin-tonic de todo lo que dijese de ahí hacia adelante durante al menos un par de horas.

– ¿Cómo tienes la agenda mañana, comisario?

– Pues la tengo imposible. Mañana empieza el despliegue organizado por el comienzo de la Semana Santa y estaré de aquí para allá. No puedo acompañarte a ningún lado. Tal vez, a última hora de la noche podamos vernos.

– Y tú, Micaela. ¿Vendrías conmigo a mirar libros?

– ¿Le vas a hacer un regalo a alguien?

Elías le explicó en unos minutos todo lo que el belga le había contado: la familia Miranda, el escudo y el asunto de la biblioteca. Micaela le preguntó si aquello era una buena pista. Elías le contestó que ésto es lo único que tenemos por ahora, y que muy pronto nos daremos cuenta si ha merecido la pena acercarse por allí.

– ¿No habrá problemas en que vaya contigo una mujer?

– Micaela, somos Jesuitas, no la orden de los misóginos apostólicos. Dos mentes pensantes dan más resultado que una, sobre todo si una de esas mentes ha decidido ponerse unos zapatos como los tuyos.

Elías se levantó. Micaela lo miró con cierto reproche por aquel comentario. El comisario apuró el último trago de su bebida y se levantó con ellos.

– Pues venga, nos vamos – propuso Elías –, que mañana necesitamos estar despejados.

Micaela se puso de frente a Elías, justo cuando éste tomaba la entrada al salón. Le acarició suavemente las mejillas, sin dejar de mirarlo y con una declarada ternura. Le sonrió, le siguió acariciando la mejilla y dijo con voz acolchada.

– Oye, curilla mío… ¿Tú has bebido, verdad?