Todo el mundo parecía contrariado. Los hermanos y padres jesuitas juraban no haber vivido una cosa parecida, ni incluso en los años revueltos de la II Republica, decían los más ancianos, que se afanaban en recordar la jauría de exaltados que trataron de incendiar el colegio en aquellos años. Si parecían que venían vestidos de monjes, decía otro, asombrado por la posibilidad de que alguien se estuviese mofando de ellos con muy mal gusto. Finalmente la cordura se fue imponiendo. Unos y otros gesticulaban con el dedo puesto sobre los labios para pedir silencio, que hay un enfermo que necesita tranquilidad, dijo el hermano Beltrán. Elías había venido con el comisario, Micaela y Verónica. Ellos prefirieron quedarse en la planta de abajo, en la recepción, dejando que Elías se pudiera desenvolver por las estancias privadas de sus compañeros. Camino de la habitación, ya en el pasillo de la residencia, se cruzó con uno de los enfermeros que atendía la comunidad. Éste le adelantó el parte médico y le informó de que el padre Eugenio había recibido un fuerte golpe en la cabeza que no le hizo perder la conciencia, pero que le había dejado algo mareado. La edad para estas cosas no ayuda mucho, insistió el enfermero, así que anda delicado y necesita reposar, tomarse el caldo que le hemos puesto, y que se desconvoque la manifestación de jesuitas que hay en su puerta. Eso se lo dejo a usted como tarea pendiente, por si consigue que le hagan caso, porque está visto que la bata blanca no les impone mucho. Elías ayudó a que la puerta se fuera despejando. Invitó a los jesuitas, de forma educada pero expeditiva, a que fueran desalojando la habitación. Necesitaba hablar con el padre Eugenio y no era bueno tenerlo estresado. Cuando estuvieron más tranquilos, pudo dedicarle una mirada de ternura salpicada con cierto grado de estupor. Era incapaz de imaginar quién podía agredir de aquella manera al padre Eugenio. Lejos de parecer un alma en pena, presentaba unos ademanes animosos y una media sonrisa que le deslavazaba el rostro desfigurado, en donde ya empezaban a marcarse los primeros hematomas. La policía lo había dejado media hora antes para tomar nota de la denuncia. Andaba pues bastante cansado; y así se lo hizo ver desde el principio.

– Soy incapaz de entender quién le ha hecho esto, y por qué.

– El porqué se lo puedo decir yo – le afirmó el padre Eugenio–. Esto ha sido porque me lo he buscado. Por cabezón y por no soltar prenda; hasta que me achantaron con lo que más me dolía.

– ¿Lo amenazaron con matarlo?

El padre Eugenio no se resistió a soltar una pequeña carcajada, que apenas se le escapaba entre los labios.

– ¡Ay padre! ¿Qué amenaza es ésa, si se puede saber? ¿Matarme? ¿ Para qué van a querer matarme, si yo ya sé matarme solito? La amenaza fue bastante peor.

– ¿Los libros?

– Los libros, sí señor – afirmó con gesto más serio – Me amenazaron con quemarme los libros; y desde luego tenían ademanes de ir en serio. Digo yo que ya podían haber empezado por esa amenaza, y así me hubiese ahorrado unas cuantas tortas. Pero no, no fue así; comenzaron con la milonga esa de matarme, que para cuatro días que me queda en el convento, entenderá que no lo puedo considerar una amenaza.

Elías sonrió sin despojar su rostro de una sincera ternura. Era lo que sentía por aquel viejo jesuita capaz de vender su alma por unos libros. Recogió un vaso de agua que tenía sobre la mesa y se lo dio a beber, con pajita incluida, sin fuerzas para absorberlo de otra forma. Luego dejó pasar unos segundos para darle un tiempo de tregua antes de seguir haciéndole preguntas.

– ¿Pudo verlos? ¿Qué venían buscando?

– Pude ver a dos, aunque sé que eran tres. Pero el tercero no lo vi, sólo pude escucharlo a mi espalda mientras los otros dos me retenían. Hablaba de forma pausada, tanto que parecía un párroco de esos de verbo fluido a los que se les queda corto el Padrenuestro. Los otros no hablaban e iban vestidos con la misma guisa, con un sayo rojo y una cruz un tanto extraña, como dos lágrimas cruzadas – Elías dio un ligero brinco al reconocer a los agresores –. Traían las cartas que usted se llevó. Eso no me resultó difícil reconocerlo, porque he visto muchas veces esa letra y esas cartas en mis últimos cuarenta años. Reconozco que al principio me aturdió la idea de que usted se las hubiese dado. Era obvio que a usted no se lo debieron de pedir con buenas maneras. Luego pasó lo que pasó, una mano para allá y la otra para acá, y por detrás una voz que me preguntaba cómo habían sacado esas cartas de aquí. Estaba claro que no entendían muy bien la lógica de las cartas, pero sí que sabían lo que había al final del camino.

– ¡Pero, no pueden ser las mismas cartas! – exclamó Elías –. Yo pude ver con mis propios ojos cómo las quemaron en un bidón de gasolina.

– O tal vez eso fue lo que le hicieron creer – Elías se resignaba a la evidencia –. Porque le aseguro que eran las cartas que usted se llevó. Pero ya le digo que lo mismo les hubiera servido si en lugar de esas cartas se hubiesen traído un ejemplar de las páginas amarillas. No tenían ni idea de por dónde buscar.

– Y por eso vinieron a verle. Querían que usted se lo explicara.

– Así es, querido padre Elías. Ahí fue donde mi cara empezó a encontrarse con aquel serial de sopapos. Después, la persona que no veía, pero que desde luego se entendía más espabilada, pidió que cogieran unos cuantos libros y los quemaran. Me dieron una puñalada en el alma y empecé a cantar como la mismísima María Calas; no dejé puntada sin hilo y les conté toda la travesía de sus deducciones. Espero que sepa perdonarme, padre Elías, o que por lo menos encuentre una justificación para hacerlo.

– No tengo nada que perdonarle, padre Eugenio. En todo caso, soy yo el que le debo pedir perdón por meterle en este lío.

– No siga por ahí, padre Elías, porque se está equivocando. Esta biblioteca estaba señalada desde hace setenta años, y de no haberme tenido en cuenta, yo no hubiera sabido decirles nada, y ahora todo esto sería pasto de las llamas. Para toda obra de Dios hay un designio, y estoy seguro que por eso nos hemos encontrado.

El padre Eugenio no dudó en cogerle la mano. La intentó apretar sobrado de intenciones, pero falto de energías; así que sólo le dedicó unos segundos de contacto que fueron suficientes para hacer tangible su agradecimiento.

– ¿Se han llevado algo? – preguntó Elías, guiado por una despreocupación que ya cabalgaba en la resignación, en un aparente hastío por tantos reveses seguidos.

– Se lo han llevado todo, padre. Todo. Los diarios que había en las estanterías y una carpeta de cartas a la que tenía mucho aprecio, por aquello de ver cómo manejaban la prosa epistolar Miguel Hernández, Buñuel, Lorca, Alberti, Altolaguerri, Prados y unos cuantos de aquella bendita generación con la que tan íntimamente congenió Ernesto Miranda. También recuerdo las cartas de Dalí, pero aquella prosa me cruzaba las entendederas y apenas fui capaz de leerme una –. El padre Eugenio se tomaba una ligera pausa para seguir hablando –. Espero que no echen a perder ese tesoro, aunque me temo que ya no tiene remedio.

– Debemos confiar en que el designio de Dios no les tenga deparado ningún triste final – ahora era Elías quien se tomaba su tiempo antes de seguir hablando –. ¿Leyeron alguna carta? ¿Saben si llegaron a alguna conclusión que pueda darnos alguna pista?

– Nada de nada – concluyó el padre Eugenio –. Los vi muy alterados, o mejor dicho, noté alterada a la persona situada a mi espalda. Eso fue en cuanto les remití a los primeros diarios que leyeron, en donde se hablaba de cuando las Señoras comenzaran a llorar. No creo que les sorprendiese el hecho en sí de que todo lo concerniente al milagro de las Vírgenes no viniese de Dios, más bien creo que temían la posibilidad de que trascendiese. Le oí decir algo como “Dios seguirá teniendo el camino libre de obstáculos” o algo parecido. Sonaba muy rimbombante. Aquello me sonó manipulador. Debería preocuparnos el giro que pueda tomar este asunto en el futuro. La fe es una cosa demasiado sería como para tenerla a ciegas.

El padre Eugenio comenzó a toser de forma sonora. El enfermero se personó en la habitación para reincorporarlo en su cama y darle agua. Luego miró a Elías preguntándose si aquella visita ya estaba tocando a su fin. Elías entendió la indirecta, y antes del que el enfermero hablase, levantó la mano pidiendo disculpas.

– Va tocando irse, padre Eugenio – concluía Elías –. Le agradezco el esfuerzo que ha hecho. No sé si seré capaz de seguir con esta investigación, pero estoy seguro de que estos tres no van a llegar muy lejos por sí solos. Así que por esa parte estamos tranquilos.

– No están solos, padre.

Elías enarcó las cejas. No podía contener su gesto de sorpresa. El padre Eugenio quiso aliviarlo informando de que allí sólo estaban ellos tres, pero hablaban de una cuarta persona.

– Recuerdo que dijeron algo como que “Cuando él ya tenga sus cartas, sabrá cómo proceder”. Perdone que no haya recordado esa frase, pero la memoria me funciona a borbotones y debo de tener una cañería suelta.

– No debe disculparse. Insisto en que le agradezco el esfuerzo. Ahora descanse.

Elías se quedó contrariado ante esa última revelación del padre Eugenio. Cada paso que daba traía a más gente de la que no sabía nada en absoluto. Ahora ocurría con este nuevo personaje. Antes con la persona que llamó desde Helsinki para avisar a la policía. Elías dio por concluido la conversación ante los gestos de desaprobación del enfermero. Éste ya no sabía cómo gesticular para echarlo de la habitación. Por su parte, el padre Eugenio, lejos de mostrase indispuesto, nunca perdió su media sonrisa ni su ademán animoso. Todo lo contrario. En realidad parecía liberado de una carga que llevaba a cuesta durante décadas.

– ¿Se llevarán los libros, padre?

Elías sonrió sin romper el silencio.

– Ahora son mas suyos que nunca, padre Eugenio. Nadie tiene derecho a quitárselos.

– No se confunda con mi pregunta – el padre Eugenio trató de incorporarse sobre la almohada –. Los libros sólo son de los momentos, no de la gente. Escoja un libro de cualquier estantería y disfrútelo: ese será su momento, y ése momento será el único dueño del libro. Siempre me pareció de mal gusto abrir un libro y encontrarme un ex libris sellado en la primera página. Nadie tiene el derecho de apropiarse de ellos; eso es casi pretencioso, porque los libros, si se cuidan, siempre nos sobrevivirán, y llegarán a las generaciones venideras, que también tendrá sus momentos con ellos. Me gustaría abrir esta biblioteca a la gente antes de que Dios me llame a su gloria. Quiero que sean otros los que caminen entre sus estanterías para dejarse guiar por esa particularidad de nuestra naturaleza que nos hace contar cosas, escribirlas y leerlas. No lo he podido hacer antes porque me debía al deseo de Ernesto Miranda; un deseo que nunca entendí hasta que ustedes aparecieron. Creo que por fin Ernesto le ha dicho adiós a su biblioteca; y supongo que ahora toca compartirla.

– Estoy de acuerdo con usted, padre Eugenio – Elías lo afirmó con cierta emoción –. Estos libros ya han dejado de ser sólo de Ernesto Miranda.

Elías se retiró sin más protocolo que un sencillo gesto con la mano. Selló así un adiós que se le antojaba perpetuo. Estaba convencido de que ya nunca más cruzaría palabra alguna con el padre Eugenio. Sin duda lo rescataría de su memoria en más de una ocasión cuando en los años venideros tratara de rememorar un buen recuerdo de esos días. Él era uno de esos buenos recuerdos.

Bajó las escaleras y volvió a personarse en la planta baja, en recepción, donde conversaban el comisario, Micaela y Verónica. Elías los puso al tanto de todo lo sucedido, de lo que le contó el padre Eugenio, y de la pérdida de los diarios y las cartas de Ernesto Miranda, convirtiendo aquella biblioteca en un destino infructuoso.

– Entonces… ¿ya no tenemos por dónde seguir?

Micaela se erigió en portavoz de una resignación que inundaba a todos, menos a Elías, al que le fogueaban los ojos con un propósito que sólo rondaba en su cabeza. Hasta que decidió compartirla.

– Ernesto resolvió todo esto con una inmensa locura, una idea extravagante que está consiguiendo su propósito. Así que propongo continuar con esa locura. No tenemos tiempo de leernos todas las cartas que hemos encontrado en casa de Inés Albilla, ni tampoco podemos sacar nada de esta biblioteca. Así que tenemos que tomar el atajo de Inés.

– Pero Elías… ya viste que ese atajo quedaba cerrado – Verónica reaccionó casi como un estímulo reflejo.

– No os he contado aún lo que tengo pensado – respondió Elías casi a modo de defensa propia –. Si después de escucharlo me decís que es una locura… entonces significará que voy bien encaminado.