Astún el almogávar
Diego llevaba tras la nuca la mirada del hombre que podía haber sido. «La peor decisión suele ser la indecisión; debo tener mucha seguridad en mí mismo, o al menos aparentarla si deseo conocer la verdad», se animó.
Con su dilema como equipaje, abandonó la abadía. Los rezos canónicos de laudes resonaban en la cueva de monte Pano, donde se encastraba la abadía de San Juan y sus modulaciones parecían dar vida a la formidable caverna que la cobijaba. Eternamente inconformista, Diego repudiaba el letargo y nunca se había integrado en aquel microcosmos de silencios que asociaba a las lágrimas de su niñez, a las plegarias y a los recuerdos insatisfechos.
El paisaje de carrascales, cubierto de una escarcha como el cristal, acompañó sus pasos, guiados por la emoción de lo nuevo. Volvió su mirada y vio a algunos monjes agitando las manos, y al prior, que le había permitido exclaustrarse para indagar sus orígenes. Por un momento se sintió como un fugitivo obligado a encontrar la llave de su salvación. En un rincón de la faltriquera, a resguardo en la miga de una hogaza de pan candeal, portaba su pertenencia más preciada, el sello del judío Zakay ben Elasar, una sombra del pasado, a cuyo indescifrable fulgor se había hermanado.
Después de una discusión con los frailes sobre el camino que debía seguir en sus pesquisas, había decidido, que siendo a los ojos del mundo el hijo de Conrado Galaz, visitaría primero los campamentos de almogávares del río Aragón para buscar algún testimonio de su nacimiento, antes de recalar en Besalú. El fuego de la juventud le hervía en las venas y amaba la aventura. Ni la severidad del invierno ni el ardor de la canícula lo detendrían, y aunque experimentaba atracción por la lógica de los sentimientos, hallar su origen era un desafío que debía arrostrar, o su alma se lo demandaría eternamente.
El aire ábrego del sur dispersaba las últimas estrellas de la noche cuando Diego oyó el alboroto de unos arrieros en viaje hacia Aquitania. Sonaban las campanillas de las yuntas y se unió a su polvorienta huella. Colgó el hatillo y el viático en los borrenes de su mula, palpó la ferralla colgada del cinto con un tahalí de cordobán, y arreó al animal. Por el abad sabía que veteranos de la Compañía Catalana acampaban en los valles de Ansó y Hecho, aguardando ser alquilados por cualquier señor de la guerra que los precisara.
Los almogávares eran tenidos como los mercenarios más terribles de la cristiandad. Diego lo sabía, e incluso se sentía orgulloso de que su idealizado padre hubiera pertenecido a una tropa de hombres de armas tan temidos. Utilizados para luchar en la frontera contra el infiel, vivían del botín que obtenían en sus incursiones, a las que solían acudir con mujeres e hijos. Guerreaban en grupos, eran ágiles e impetuosos tanto en el ataque como en la huida y era proverbial su ferocidad destripando sarracenos.
Vestían una túnica corta fabricada con las pieles de las fieras que cazaban, cubrían su cabeza con una red de hierro, calzaban abarcas y como únicas armas usaban el coltell, una espada corta colgada al hombro por un talabarte, un afilado chuzo y tres dardos o azconas que lanzaban con una precisión y virulencia tal que traspasaba los arneses de sus adversarios. No se albergaban ni en villas ni en ciudades, trataban sus cuerpos con severidad y vivían libres en contacto con la naturaleza. No existía en el mundo un cuerpo de ejército de tanta bravura y vida tan espartana.
Despreciaban su pellejo con una arrogancia temeraria y jamás habían rendido vasallaje a ningún monarca, pues su libertad estaba por encima de las riquezas y del poder. Sólo aceptaban el mando de su almocadén o capitán y la del adalid, de designación real, cuando en la batalla participaban tropas del rey. Los almogávares constituían una república libre de guerreros de acendradas convicciones religiosas e intenso sentido del honor. Jamás delataban a un compañero o lo dejaban a merced del enemigo. Le contaba fray Bernardo en las tardes invernales que entre ellos existía un ideal que los unía ante la fatalidad y, aunque eran tenidos por seres sanguinarios, la víspera de la batalla confesaban, comulgaban y entonaban el Salve Regina antes de enfrentarse a los enemigos de la cruz.
Esas eran las virtudes que Diego admiraba en el hombre que había tenido hasta entonces por padre. Indómitos hijos de las montañas, en su mayoría aragoneses y catalanes del Pirineo, Segorbe, Los Valles y Urgell, dormían en los bosques y se sustentaban con un frugal condumio de pan negro, hierbas y frutas silvestres. Refractarios al cansancio y al dolor, y acostumbrados a las privaciones, estos mortíferos guerrilleros de la montaña escalaban cumbres, cruzaban desiertos y vadeaban torrentes enfurecidos sin aparente fatiga, mientras entonaban fieros cánticos de guerra que hacían temblar al enemigo más audaz.
Sus hazañas habían empezado a correr de boca en boca durante el reinado de Jaime I el Conquistador en la toma de Valencia y luego en el asalto a la fortaleza de San Juan de Acre, en Oriente, auxiliando a los templarios, que alabaron su temeraria valentía. Prestaron también ayuda a Pedro el Grande en Túnez y Sicilia, pero la gloria que cantaban los trovadores en las plazas de toda Europa la habían alcanzado hacía ahora cuarenta años con la expedición a Constantinopla para auxiliar al emperador Andrónico II en su lucha contra los turcos. Comandados por el aventurero Roger de Flor, a quien llamaban el Halcón, cuatro mil almogávares se cubrieron de fama como indómitos guerreros, tras sus victoriosas campañas en Grecia, donde, tras entrar en la capital a los ecos de «Aragó, Aragó!», se adueñaron del señorío de Atenas y Neopatria, acogido desde entonces a la corona aragonesa. El Monarca lo cedió a la tutela de Federico III de Sicilia, que nombró a Mateu de Montcada como senescal y vicario de los almogávares y de la Compañía Catalana en Oriente.
El traidor asesinato de su comandante en una cena ofrecida por el emperador, provocó la más implacable de las represalias por los montañeses, que al mando de sus capitanes Entenza y Rocafort, saquearon durante dos años Tracia, con tal ferocidad que su violencia se conoció como «La Venganza Catalana».
Su grito «Desperta ferro!», se hizo amargamente famoso en Asia Menor. Y Diego los idolatraba en su mente.
Legua tras legua, los haces del sol crepitaban como cuchillos en los caminos, en las piedras desnudas de las cumbres y en las copas de los árboles. Corrían las aguas de los torrentes del Veral entre prados plagados de florecillas; y a pesar de lo avanzado del estío, verdeaban los sauces y las hayas. El tiempo se desgranaba con pasos perezosos y la marcha se tornaba cada vez más fatigosa entre aquellos bosques impenetrables. Preguntó Diego a unos carboneros sobre el asentamiento almogávar y dónde podría encontrar a algún grupo.
—Días atrás han pasado por aquí huestes del barón de Loarre y un regimiento de montañeses. Van camino de Hecho, pues un grupo de mercenarios de las Compañías Blancas[1] han cruzado la línea de Francia en busca de botín en Tauste y Sábada —le informó uno—. Tened cuidado, esos matan y luego preguntan.
—Antes de retirarse, esos franceses han dejado tras de sí campos devastados y alquerías quemadas —le advirtió otro—. Pero no les arriendo la ganancia si los atrapan esas bestias feroces de los almogávares. Les arrancarán el alma, os lo aseguro caballero.
Apesadumbrado por las noticias, dejó la caravana de los mercaderes aquitanos y tras pernoctar en el pajar de un molino de la ribera, se unió a una partida de cazadores de osos que hablaban la jerigonza del cheso, el dialecto de los valles pirenaicos, y se adentró en unas umbrosas gargantas colmadas de espinos en flor, de una belleza sobrenatural. No habían cabalgado media jornada cuando les llegó el eco de gritos imprecisos, el silbido de flechas, el relincho de caballos y un alarido de guerra que erizó los cabellos del licenciado.
—¡Aur, Aur! —sonó en la nitidez de los aires—. Desperta ferro!
—Almogávares combatiendo en campo abierto. Es su grito de guerra —informó uno de los cazadores, un bearnés gigantesco—. ¡Ocultémonos!
Corrieron con temor y se resguardaron tras un repecho. A Diego le costaba creer lo que sus ojos contemplaron a menos de cien pies. Entre un farallón de granito y las arenas de un arroyo, la hueste invasora, que se retiraba con el botín de los pillajes, había sido cazada por una disciplinada tropa de almogávares que les atacaba por todos los flancos. Presas del pánico, los francos buscaban su salvación en la fuga en desbandada, mientras eran hostigados por una compañía de jinetes aragoneses y por dos centenares de almogávares, que a pie, y en un movimiento envolvente, caían de todas partes repartiendo mandobles y descabezando adversarios, que escupían sangre a borbotones.
—Aragó, Aragó! —gritaban mientras degollaban a diestro y siniestro.
La matanza duró menos que una misa.
Diego, que escuchaba los latidos de su corazón, comprendió por qué algunos llamaban a los almogávares, «los perros de la guerra». Los sonidos del bosque se habían sumido en un profundo silencio y sólo se oían el golpeteo metálico de las armas, el retumbo de las armaduras y el torbellino de los contendientes. Con una saña brutal, los almogávares, individuos de aspecto salvaje y fibrosos como galeotes, descabalgaban a los franceses a quienes les rebanaban los cuellos sin piedad en medio de unos alaridos propios de alimañas salvajes.
Un grupo de almogávares, como lobos atraídos por la sangre, los decapitaban y los destripaban sin piedad, mientras otro centenar de montañeses formaban un muro en el angosto cañón impidiendo el paso a los que intentaban huir. Con un oficio que helaba el corazón, atravesaban con sus venablos a los corceles, que entre relinchos caían al suelo, y degollaban a los jinetes derribados con sus letales espadas.
En un último ataque, no menos sangriento, los almogávares se lanzaron a la carga sobre los que se defendían en las gravas del riachuelo. Los malherían con las azconas o les perforaban las cabezas con los chuzos, aniquilándolos sin compasión. Al cabo, los aragoneses habían impuesto su aplastante oficio de la guerra. La Compañía había sido aniquilada y los salteadores yacían moribundos entre gemidos atroces. Diego pensaba que los heridos morirían de sed, les comerían las entrañas o serían descuartizados por los lobos aquella misma noche, abandonados a su fatal suerte.
Los almogávares y sus mujeres amontonaban mientras tanto los despojos, las celadas paduanas y las guarniciones de plata, mientras los buitres sobrevolaban la cárcava en círculos, aguardando el momento de su festín. Los cuernos de guerra tocaron a retirada y un grito de victoria atronó el aire inmóvil. Los almogávares y los hombres del barón abandonaron el escenario del encuentro ayudando a sus heridos y sin volver la vista atrás.
—¡Aur, Aur! —clamaban las roncas gargantas de los vencedores.
Diego recorrió con su mirada el río y las escarpaduras, convertidas en un yermo campo de devastación. Al poco, la paz de la muerte se había enseñoreado del lugar. Cabalgaduras heridas y sin jinete vagaban por el bosque, cadáveres erizados de flechas flotaban en el río, y lanzas partidas, armas despuntadas y caballos con las entrañas derramadas en un amasijo de vísceras y huesos dislocados a los que les vaciaban los ojos los cuervos, componían su lúgubre visión.
—Esos se retiran a repartir las presas al campamento de Siresa. Si los seguís a cierta distancia, al anochecer los habréis alcanzado, micer licenciado.
Vaciló por el temor, pero agradeció el consejo y siguió precavido el rastro de la tropa, a pesar de que se alzó un brusco viento de poniente que arrojó al suelo ramas y hojas, dispersó los cercados y nubló la visión de Diego, que a pesar de su furioso silbar, siguió adelante.
El atardecer, rojo y sin calor, moría lentamente por el horizonte.
Lo atrajo el fulgor de unos cincuenta fuegos dispersos, la algazara de las vihuelas y los panderos y los vivaques alzados a media legua de la aldea. La campana de San Pedro de Siresa volteaba a gloria por la aniquilación de los mercenarios francos y las mujerucas curaban a sus heridos. La jarana reinaba en el acantonamiento almogávar, que parecía la viva estampa de una sociedad en los albores de la humanidad. Una docena de vigilantes con los arcos en bandolera disuadían a cualquier osado visitante. Un centinela le dio el alto con brusquedad, y Diego dio a conocer su identidad:
—Soy hombre de paz, amigo. Deseo ver al almocadén del destacamento. Mi nombre es Diego Galaz de Atarés, familiar de San Juan de la Peña.
—Seguidme —le ordenó sin dejar de vigilarlo, aunque para un almogávar el cenobio benedictino era un lugar sagrado.
Diego lo acompañó razonablemente esperanzado, como si sus expectativas se hubieran renovado ante la fe de recobrar un fragmento esencial de su pasado. Lo condujo al pie de un castaño gigantesco donde se reunía al calor de una fogata el consejo de la compañía de almogávares, cubiertos de pieles y con las barbas mugrientas. Algunos estaban ensangrentados y con los cabellos revueltos. Al principio se mostraban distantes. Al unísono centraron sus ojos en el recién llegado, al parecer un clérigo o un justicia del rey, a tenor del jubón negro de tafetán, el rostro semioculto por la capucha, las calzas de cuero y la capa de lana segoviana. El centinela le susurró el nombre al oído del jefe, un individuo de torva facha que, sorbiendo ruidosamente un cuerno de vino, lo estudió con severidad.
—¿Qué queréis de nosotros? ¿Nos traéis algún mensaje del señor abad?
—En modo alguno capitán —contestó—. Estoy aquí porque busco indicios sobre mi padre, jefe de almogávares en la Compañía Catalana de Oriente.
—¿Su nombre?
—Conrado Galaz de Atarés —aseveró con falso orgullo—. Antes de confiarme a los monjes de San Juan residía en Zaragoza. Según me reveló el abad, formó parte de la expedición de Mateu de Montcada a Atenas, hace ahora veinte años.
El capitán exhibió una mueca de brutal sequedad y le informó:
—Muy pocos de mis hombres han navegado a Sicilia o a Atenas senyer licenciado; y un viejo adalid que podría haberlo conocido, pues embarcó con Roger de Flor y guerreó bajo el mando de Bernat de Rocafort en Tracia y Grecia, murió hace unas semanas de fiebres tercianas. Siento deciros que la mayoría de nosotros no ha traspasado la raya de Aragón, y no creo conocer a nadie que viajara a Neopatria —declaró.
Diego adoptó un aire de abatimiento como si sus ilusiones se hubieran desbaratado de golpe. El almocadén lo tranquilizó con una promesa.
—Entre Benasque y Esera acampa la compañía de Golfines, un grupo de almogávares a los que se han unido aventureros gascones, mozárabes, sicilianos y renegados musulmanes. Allí vive un grupo de hermanos que batallaron en su juventud en Cefiso, tierra griega, aniquilando a los enemigos de Aragón —lo alentó—. Acercaos a cualquiera de los fuegos y haremos correr la voz por el campamento.
—Reconocido por el favor de la hospitalidad —les agradeció el gesto.
Diego se acomodó frente a una de las candelas y aunque fue invitado a la severa frugalidad de su cena, hipocrás caliente y queso de cabra, comprobó que era observado con recelo por los agrios soldados. Se sumergió en sus pensamientos con la mirada fija en las llamas, ajeno a las bravatas que escuchaba, y se arrebujó en el capote como una oruga y con el ánimo desmayado. La decadencia del ocaso atrajo una noche gélida pero colmada de estrellas y notó en su corazón la daga de la soledad.
Pasaban las horas, enmudecieron las gargantas, los almogávares dejaron de trasegar cerveza y el campamento quedó silencioso. Los vigías gritaban el santo y seña, y sólo se escuchaba el ladrido de los perros y las estridencias de los grillos. Entró en el sopor de un dulce duermevela, cuando de repente le pareció advertir tras el tronco de un árbol cercano el parpadeo de un farol y una voz siseante que lo llamaba. Pleno de curiosidad y temor se incorporó, apretando con su mano el pomo de la ferralla.
Se aproximó, y al sesgo de la luz contempló a un viejo almogávar con cara de duende, de músculos formidables, pelo encrespado, rostro lleno de arrugas, como tallado en arcilla, y un brazo en cabestrillo, secuela del enfrentamiento. Parecía un leviatán nocturno y las piernas forradas de pieles de muflón eran como dos arcos enfrentados. Su respiración sonaba como el fuelle de un herrador.
—Eres el que ha preguntado por el adalid Galaz, ¿no es así? —resonó su voz.
—Sí, yo soy. ¿Quién desea algo de él? —preguntó fingiendo seguridad.
—Me llamo Pau Astún, y conocí a tu padre en Grecia cuando era un joven escudero, apenas un rapaz. Sígueme al brocal de ese pozo —dijo misterioso—. ¿Tú eres el niño que dejó de oblato en San Juan y que iba para fraile? Nos habló alguna vez de ti.
Su mirada era penetrante y a Diego se le escapó un gesto de incredulidad y una ansiosa agitación. ¿Cómo conocía aquel hombre asilvestrado semejante detalle de su vida? ¿Sería casualidad o decía la verdad? Esperanzado le prestó oídos.
—No soy un religioso, sino licenciado algebrista. Dios no me ha llamado por el camino de la oración, el ayuno y la penitencia —afirmó Diego.
Alejado de las fogatas, el frío le agarrotaba los miembros, pero aguardó.
—Entonces, ¿no eres un rezalatines? ¡Por todas las furias que me agrada! Tu padre lo creía así, pero agradezco a Cristo Crucifixo que te hayas cruzado en mi camino y que por un ardid del azar el cielo escuchara al fin mis plegarias.
—¿Plegarias, azar? No te comprendo —manifestó Diego con estupor.
—Siéntate y descargaré mi corazón. Si al final de mi confesión quieres delatarme ante el almocadén y que me cuelguen de un castaño al alba, te comprenderé. Llevo muchos años con una culpa colgada a mi espalda como la chepa de un jorobado, y su peso me aplasta las costillas. Es como si transportara una maldición, una saca de botín del infierno del que nunca me puedo desprender.
Al joven magister se le cerró la garganta; no podía creer lo que oía.
—No sé lo que pretendes decirme. ¿Tiene algo que ver con mi padre?
—Sí —respondió y pareció avergonzado—. Escucha, joven Galaz. Yo intimé con tu padre en Atenas, donde arribó con Montcada, el gran senescal, y otros adalides para dirigir a los almogávares que nos jugábamos la pelleja a cientos de leguas de Aragón. Me habló de ti, de tus estudios, de su alquería y de su amistad con los infantes, pues había sido cortesano en la Aljafería de Zaragoza y amigo del abad de San Juan, según nos testimonió. Estaba muy orgulloso de esa relación.
—¿Y nunca mostró escrúpulos de conciencia por mí, Astún?
—No, que yo recuerde. Tu padre era un hombre sencillo, pero también un irrefrenable jugador de dados y del escaque, algo bujarrón y reacio a la disciplina. Prefería solazarse con los sargentos, escuderos, mozos y peones. Montcada parecía tener una insidiosa hostilidad hacia él. Esa era su grandeza y también su miseria —le continuó—. Los robos y las muertes eran corrientes en Atenas, ¿sabes? Una tarde de un sofocante verano, dos camaradas y yo, sin darnos cuenta de lo que hacíamos y acuciados por las deudas de juego, asaltamos la capilla de San Dionisio en el barrio de Kollytos de Atenas, donde robamos un crucifijo ensartado de gemas, que dividimos en tres partes iguales. Luego nos dirigimos a la taberna de Puerta Diomea, donde nos emborrachamos, nos entregamos a las delicias de unas furcias turcas y apostamos la ganancia al taulet, el diabólico juego de dardos. A tu padre le gustaban las apuestas. ¡Por la Santa Lanza!
—Así se me hace más próximo y humano —lo interrumpió.
—Era un hombre legal, sí señor, y consideraba al mundo bajo el punto de vista práctico. Pero también era un virtuoso del lanzamiento de arponcillos en las tablas, y poco antes de la media noche me había aligerado la bolsa y también la parte del crucifijo que me había correspondido. Él desconocía la procedencia, creyéndolo parte de un antiguo botín. Regresamos al cuartel borrachos como bacantes, cerca de lo que esas gentuzas llaman el Partenón, el templo de la Diosa Virgen. Pero a la mañana siguiente el maldito cabrón del patriarca de Atenas había denunciado el sacrílego robo al senescal. Montcada, para restaurar la disciplina en la compañía y mantener buenas relaciones con esos popes sebosos, hizo sus pesquisas y halló en las pertenencias de mis dos amigos de francachelas, Fuster y Cardona, y en la yacija de tu padre, cada una de las partes de la cruz robada.
—Nada conocía de ese funesto episodio, por santa María —se lamentó Diego.
—Se silenció y nada trascendió a la península, mestre Galaz —aseguró—. Nos reunieron en el patio de armas. Un clérigo, negro como un grajo y fofo como un saco de manteca, reconoció a mis dos camaradas, pero no así a tu padre, que sin señalarme manifestó públicamente y por su sangre hidalga que lo había ganado en el juego. Fuster y Cardona fueron condenados a la horca. Tu padre, sin ser acusado pero tampoco exculpado, fue amonestado muy duramente ante la tropa por conducta indigna de un oficial del rey y despojado de sus insignias de adalid.
—¿Y por qué no saliste en su defensa, Pau Astún? —lo reprendió.
—Quizás por cobardía. Pero compréndeme, ¿qué sacaba yo con ello? ¿Ser también ahorcado cuando aún era imberbe? ¿Una satisfacción más para esos clérigos lujuriosos y llenos de codicia que verían con deleite a otro extranjero pendiendo de la soga? Yo sabía que, por el código de honor que nos ata a los almogávares, nadie soltaría la lengua. Pensé que pasaría el tiempo y se olvidaría el asunto. Ya tomaríamos venganza de esos canallas, pero no reparé en el sentido de la caballerosidad de tu padre, que por el ignominioso baldón que había caído sobre sus espaldas, él, un caballero, no pudo soportar. Al día siguiente, en la soledad del Olimpeion se echó sobre su espada, convirtiéndose en el verdugo de su malparado honor.
—¿Mi padre se suicidó? ¡Por las espinas de la Pasión, qué horror! —exclamó.
—Así es, y lo siento, joven Galaz. ¡Pongo por testigo al cielo que no falto a la verdad!. ¡Lo juro, y de lo contrario que Atland, el ermitaño que vaga eternamente, me arranque el corazón mientras duermo y pierda mi alma en los infiernos[2]!
—Eres un maldito cobarde y mereces la carga que has llevado estos años, Astún.
Una ira mal contenida los envolvió durante unos instantes, hasta que el almogávar sacó del cinturón de piel de cervato una daga y se la entregó al joven.
—La vida de los hombres es un velo de dolor, Galaz. Pero ¿cómo iba a pensar yo, un villano con arrestos pero sin nobleza, en tan repentina reacción y en la fuerza del orgullo de un caballero? Pero toma, siégame el pescuezo o clávamela en el corazón. No merezco otra cosa y así te habrás tomado cumplida venganza. ¡Hazlo, venga, por las barbas de Mahoma el gran hereje!
A Diego le había impresionado que Conrado Galaz, cuidadoso de su respetabilidad, hubiera preferido quitarse la vida antes que seguir viviendo con semejante baldón, y se quedó pensativo.
—¡Enváinala Astún, por Dios Vivo! ¿Qué ganaría yo matándote? Sin embargo, ¿serías capaz de firmar una confesión que exculpara a mi padre de las sospechas de robo y de las falsas imputaciones que seguramente rondaron en la mente de Montcada? Tal vez algún día tenga que lavar su memoria ante algún necio garrulo.
—No sé escribir, pero lo haré delante de los Evangelios y del almocadén si fuera preciso —se comprometió con el rostro ufano—. Cualquier día de estos la puta parca me conducirá a los infiernos y quiero disponer mi vida en paz con los vivos y con los muertos. Pero antes preciso de tu perdón, hermano.
—Si el cielo te absuelve, ¿quien soy yo para oponerme a su perdón? Pero dime, ¿qué fue de su cuerpo y de su reputación?
El almogávar tragó saliva y dijo:
—Lo enterraron unos esbirros griegos en el osario catalán cercano a la Acrópolis. Escupieron sobre sus restos sin rezarle un responso, imponerle los óleos u honrarlo como merecía. Lo sepultaron oscuramente en terreno no sagrado por el pecado nefando de suicidio. Sin embargo yo lo remedié en parte, te lo juro por san Jorge.
—¿Tú, capaz de sentimientos bondadosos? No te creo Astún.
—¡Que pierda mi alma y la arrastren siete demonios si miento! —gritó exasperado—. Para paliar algo mi ruin proceder, a hurtadillas le encargué a un cantero del Ágora una lápida de mármol, que un anochecer oscuro como la boca de un chacal, coloqué sobre el montón de arenisca que lo cubría. Lo aseguro por la salvación de mi alma. Es de color grisáceo y sobresalen unas letras en latín que me dictó el capellán del regimiento: «Orare pro me ad Dominum Deus nostrum», la oración que rezamos antes del combate los almogávares. Abajo dice algo así como: «Conradus Galacis Cesaragustanus. Requiescat in pace et in honore». No me atreví a ponerle una cruz por si incurría en apostasía y el cielo me castigaba fulminándome allí mismo por blasfemo. Y si alguna vez recalas en Atenas, o te lleva un mal viento a ese lado del mundo, podrás convencerte por ti mismo. Es lo mínimo que podía hacer, por su valor y honradez.
—Nada me llama a aquellas lejanas tierras. Pero te creo y valoro tu intención. Mañana al amanecer te espero en la iglesia de San Pedro y cerraremos este asunto.
—Allí estaré. Pau Astún no se envilece a sí mismo —replicó con severidad.
El aire se hacía irrespirable. Diego, abrumado por las revelaciones del almogávar, consideró que había encajado la primera pieza del jeroglífico de su pasado, dándose por satisfecho.
Una luna cérea hacía palidecer el campamento almogávar y también su ánimo.
«Jamás pude ni imaginar que el que he tenido por mi padre acabara sus días de forma tan deshonrosa, y su alma se halle errando por las inmensidades de la nada».
Ante el altar de San Pedro, Astún firmó con una cruz y un garabato ininteligible un papel escrito por Diego en el que rehabilitaba a Conrado Galaz, exculpándolo de cualquier implicación en el robo sacrílego de Atenas, así como de las injustas imputaciones de sus camaradas. Un lacre con el sello de la Iglesia y dos llaves pontificias lo validaban ante cualquier autoridad. Con la mirada contrita por la confesión y la declaración sellada, el almogávar abrazó al joven magister. Ambos eran conscientes de que habían honrado a un hombre inocente.
—El espíritu de tu padre ha hallado la paz, Diego Galaz, y yo mi sosiego.
—Así es, Pau Astún. Has lavado su negra herencia con una acción tardía, aunque meritoria y valiente, pues podrías haber callado —lo reconfortó.
—Que el dueño de nuestras vidas te proteja, Galaz —imploró Astún.
Abandonó Diego el campamento en actitud conciliadora y comprendió que el poder de los almogávares se basaba no sólo en la bravura de su comportamiento en la batalla, sino también en la reputación de la palabra empeñada y en la camaradería. Había iniciado su guerra particular para recuperar su pasado y, aunque sorda e insidiosa, terminaría ganándola. ¿Qué papel le había correspondido al infortunado adalid Galaz en la historia de su abandono? ¿Había sido realmente un hombre de honor, o había sido empujado al suicido por infames acusaciones? ¿Por qué había aceptado adoptar a un niño desconocido? ¿Era realmente su padre? ¿Qué intereses lo habían movido a ello, la caridad, una orden superior o la amistad? ¿Tenía algo que ver su presencia en Grecia con su nacimiento?
«Una recalada en Zaragoza, tal vez despeje alguna de mis incógnitas», pensó.
Las trochas ardían con el sol de la mañana y las chicharras acompañaban el trote regañón de la mula. Diego Galaz iba por la vida con la cabeza bien alta, como si le fueran a poner una soga al cuello de un momento a otro. Una brisa con olor a pino se propagaba por las laderas de la montaña. Aún quedaba muchos cabos por atar, indispensables para su búsqueda. Pero el destino, océano sin orillas en el libro de la vida, lo había retado y él respondería al envite con esperanza y valor. Camino de Besalú intentaría asentar una a una las piezas de aquel desquiciado jeroglífico.
Quizás aquella parada formara parte de su propio sino.