Dies Amaritudinis

Barcelona vivía bajo la amenaza del morbo negro y el imperio del pavor.

Gentes llegadas de los condados y veguerías se refugiaban bajo sus murallas, huyendo de los salteadores que devastaban las villas y degollaban para robar a quienes se arriesgaban a enfrentárseles. Las plazas se hallaban abarrotadas de payeses, de mendigos y de campesinos arruinados que aseguraban que el fin de los tiempos había llegado.

Una ola de miedo y oscura religiosidad, de plegarias y el humo del incienso, se habían enseñoreado de la vida del emporio mediterráneo. ¿Cómo no hacerlo si hasta la virtuosa reina Leonor, la esposa de don Pedro IV de Aragón, había muerto en su palacio de Lérida fulminada por el azote divino?

Los predicadores dominicos instigaban a la grey de Dios a quemar libros, estatuillas paganas, tableros de ajedrez, joyas y ungüentos de tocador, tras los que se escondía el Maligno y la simiente de la plaga negra, según sus prédicas. La capital condal se había sumergido en la alarma y el dolor, y en las puertas de las casonas se quemaban romeros y espliegos contra el mal. No había barcelonés que no llevara un talismán o una higa oculta contra el mal de ojo en la camisa, mientras los clérigos, desde los púlpitos y las escalinatas del Castillo Viejo, donde se hallaba el cuartel del veguer, prescribían ayunos y oraciones que llenaban los corazones de espanto.

—¡Esa estirpe avariciosa de los judíos que ajustició a Cristo y ha envenenado las aguas convirtiéndolas en pestíferas es la culpable del mal, filiori mei. Y también las mujeres disolutas, germen del pecado original que han provocado la ira del Altísimo. Sería temerario negarlo, pero, por su infinita misericordia, la plaga pasará si hacemos penitencia! —clamaban en las tribunas.

Los cómicos compostelanos, que entraron por el Portal de L’Àngel, observaron a los ciudadanos que cuchicheaban sobre los prodigios que aseguraban haber avistado en los cielos. Doctores de la Schola de París argumentaban que Saturno, Marte y Júpiter habían entrado en una infausta conjunción cósmica y aldeanos venidos de Solsona afirmaban que plagas de langosta y fuegos celestes habían asolado los campos de la plana de Vic.

Conforme avanzaban por la ciudad, notaban que la histeria iba en aumento.

—En Montserrat se han escuchado las trompetas del Apocalipsis —explicaba una mujer—, y la Virgen ha regresado milagrosamente a la Cova Santa, pues el Anticristo y su ejército de bestias están a punto de aparecer en el mundo. ¡Señor, misericordia!

—¡Las gentes lo oirán y se separarán de la obediencia de Dios! —gritaba un fraile exaltado—. La era de los últimos tiempos ha llegado, hermanos. ¡Penitencia!

Isabella asumió la miseria de la vida y el riesgo de la peste. ¿Se habría contagiado Diego del mal?

Separada de su enamorado, sola en tierra extraña, ante la situación de pánico y con el peligro de contraer la enfermedad, creía a pie juntillas que el tiempo de la humanidad se había cumplido en la tierra, aunque ella nunca abjuraría del Señor. «¿Tendré la fortuna de ver descender de los cielos a la Majestad del Cordero con la Cruz triunfante y su cohorte de ángeles y bienaventurados? Qué no daría por contemplarlo abrazada a mi añorado Diego», pensaba. La fatiga, la inquietud y la debilidad habían arañado su piel, pero su corazón seguía cargado de coraje.

Durante los días previos a la Semana de Pasión, el negocio no les pudo ir mejor a los cómicos que llenaron de florines y viandas sus magras bolsas. Actuaban en los mesones, tras los ábsides de las iglesias y en las murallas romanas, ante un público anheloso por contemplar con sus ojos el triunfo del Señor.

Pero Isabella estaba ansiosa por saber de Diego Galaz, al que buscaba con la mirada a cada paso que daba por la urbe. Al amanecer del tercer día peinó sus dorados cabellos, ensombreció de antimonio los párpados y espolvoreó de ocre sus labios y los hoyuelos de su rostro, cincelado por la naturaleza con la mayor delicadeza. Se atavió con una jornea de ribetes esmeraldas y cuando apareció en la taberna del mesón ante sus compañeros del teatro ambulante, estos creían que tenían ante sí a la viva imagen de la pureza y la fragilidad.

—Pareces la dama de un caballero de Camelot —la lisonjeó Lorenzana.

—¿Ginebra tal vez? —chanceó—. Me conformo con ser una mujer amada, no olvidada.

Con Jacobo, su esposa y Lorenzana se dirigieron primero a la casa del armador Blanxart, donde su casero, un anciano atrabiliario y desagradable, casi les echó los perros al preguntarle por su amo y les cerró el portón en las narices.

—¡Ya estoy harto, collons! Cuántas veces he de decir que mi amo está en Oriente y que hace más de un año que no calienta su culo en estas paredes. ¡Condiós!

Cariacontecidos preguntaron por Jacint en las Atarazanas, en los cobertizos del astillero, en los muelles y en algunas hospederías en las que se albergaban los marineros. Escudriñaron en las tabernas, en los albergues, en las iglesias y plazas, y a la hora nona, extenuados de tanto andar y de nada esclarecer, comparecieron en el Consolat de Mar, donde los recibió la activa algarabía de los cartógrafos, nautas y mercaderes. Tras sobornar con unas monedas a un oficial, Isabella pudo leer con sus propios ojos que La Violant había zarpado hacía más de un año, y que, según las anotaciones de los escribanos reales, se hallaba atracada en Alejandría, por lo que Diego no podía haberse embarcado en la galera del mercader Blanxart, como aseguraba en su carta.

¿Por qué le había mentido? ¿Escondía algún secreto deshonroso? ¿La había dejado para siempre? El oficial se extrañó de que aquella comediante, un ser sin alma como aseguraba la Iglesia, mujer por demás, que no podía asistir a los oficios divinos y que sería enterrada en tierra no bendecida, supiera leer y se expresara con aquella soltura y gentileza. Observó en su mirada un dolor indescriptible y sintió congoja por la joven de gestos delicados.

—Gracias señor. Habéis clarificado mi mente, pero también llenado mi corazón de pesadumbre. Con vuestro testimonio confirmo mis sospechas. Me ha dejado.

—No obstante, id al Patum, una taberna cercana a Santa María —añadió—. Os pueden dar alguna razón de quien buscáis. Allí vagabundea la chusma de la mar. No desesperéis, gentil dama, y que Dios os ayude.

Isabella no deseaba dejarse llevar por sus corazonadas, pero avivó su ánimo cuando un calafate de ribera, ante la promesa de una jarra de vino de Palermo, aseguró recordar al licenciado Galaz, al que acompañaba un rapaz de ojos vivos, aseado, bien compuesto y locuaz, y que preguntara en el barrio de Villadaus, donde paraba el doncel aragonés, hombre afable.

—Hace tiempo que no se les ve por aquí, ni al niño ni al caballero. Y os puedo asegurar que no se embarcaron en ninguna nave catalana. A Tomeu Fuster, macip[15] de ribera, no se le escapa ni un gazapo de esta madriguera. El mestre Galaz no llegó a embarcar, creedme señora. No obstante quizás sepan de su actual paradero en algún mesón de esas rúas. ¡Pero por las escamas de las sirenas que nunca pudo enrolarse en La Violant! El Cargol no admite pasajeros y además está muy lejos de aquí. Desde hace muchas estaciones no se ve por aquí la enseña de La Roda. No, no es posible.

Isabella, abatida, se internó con Jacobo Penas en el barrio de los prostíbulos, Villadaus, el que frecuentaban las cortesanas. El destino de Diego se había convertido en una obsesión que la ahogaba. ¿Por qué ha inventado ese viaje? ¿Adónde se ha dirigido realmente? Una de las rameras de Las Dos Doncellas, con sarcástico tono, decía haberlo conocido, pero les aseguró con las faldas remangadas que había desaparecido con su criado y una mujer de aspecto raro.

—Ocultó hacia dónde se dirigía, como si en ello les fuera la vida —confesó la furcia—. Pero no se embarcó, señora. Os lo aseguro, pues en esos días no zarpó barco alguno del muelle.

Con estas noticias, Isabella se sintió tan humillada, que se prometió romper las promesas con su enamorado. Visitaron también lazaretos y posadas donde se reunían forasteros, viajeros, enfermos de la peste y mendigos. Nadie sabía nada del licenciado Galaz, que había desaparecido como transportado por un mago burlón. Si no había embarcado, ni nadie lo había visto partir, ¿dónde se hallaba?

—Parece que se lo hubiera tragado la tierra Isabella —la consoló Penas—. Más no podemos hacer. Resígnate y confía en sus promesas, aunque las evidencias las rechacen.

—No puedo seguir eternamente esta búsqueda. Estoy desolada.

—Nada puedes reprocharte. Te has comportado con exceso de generosidad.

—Ya sólo me queda, o creer en lo que me decía en su carta, a pesar de que todo esté en contra, o aceptar que me ha abandonado. Pero ¿por qué habrá obrado con tanta ligereza? ¿Me habrá traicionado? ¿Quién es realmente ese niño anónimo y esa extraña mujer que lo acompañaba? ¡Dios, este no saber me volverá loca!

—Que sean el tiempo y el devenir quienes lo exculpen. Confía en Dios, Isabella. —La tranquilizó Penas.

—No deseo calumniarlo —se sinceró la joven—, porque lo amo, pero esta extraña desaparición se escapa a mi razón y me llena de dolor y deshonra.

Diego y ella eran dos líneas convergentes, pero ahora, para su desdicha, le parecían dos vías paralelas que jamás volverían a encontrarse.

El albor primaveral invadía Barcelona con una fuerza insólita. Pero en su alma reinaba la más mustia de las luces.

Los días se sucedían entre procesiones, misas, confesiones y rogativas.

El Viernes Santo, el santo Dies Amaritudinis, Barcelona bullía de fervor bajo el abrazo de un firmamento encapotado. El gentío, desde el burgués más pretencioso al remiche de la más baja estofa, se había congregado la plaza de la Seu, frente a la catedral, para implorar la ayuda de la Providencia. Al furor de la terrible peste negra sólo se le podía oponer la defensa de unas reliquias poderosas, como las de la mártir santa Eulalia, sepultadas en la cripta de la catedral.

Corría por la ciudad la noticia de que los flagelantes de fra Guifré de la Creu, se hallaban en la ciudad y que participarían en la procesión. A Isabella el corazón se le encogió y procuró no dejarse ver con el miedo metido en sus entrañas.

«¡Impostor, criminal y desalmado Satanás!».

Se decía en los mentideros de la urbe que el santo eremita había sido recibido en el salón regio del Tinell por don Pedro IV, al que el vulgo llamaba «el Puñal», por su firme voluntad de defender sus reinos, y que habían departido sobre los signos que anunciaban la Parusía, pues el rey sentía gran apego por las profecías escatológicas y siempre estaba rodeado por estrelleros y astrólogos. Todos conocían la inclinación del rey de Aragón y conde de Barcelona a las ciencias ocultas, a los iluminados y a los horóscopos, que elaboraban sus astrólogos micer Gilbert, Dalmau Planes y el judío Jacob Corsumo, quienes aseguraban que el soberano aragonés estaba llamado a convertirse en el monarca de los Últimos Tiempos.

El sabio astrónomo Bartolomé Trerbens había publicado en la capital una proclama sobre el fin del mundo, vaticinando la muerte de la segunda esposa del rey, la reina Leonor de Portugal y la conclusión de la vida humana en la tierra, siendo don Pedro el Rey de Reyes de la cristiandad que acompañaría a la diestra al Cordero Glorificado en su definitiva venida al mundo, donde premiaría a los justos y juzgaría con mano dura a pecadores, paganos e infieles.

—¡Clementísimi y Piísimi Rex Petrus Aragonennsis! —sostenía Trerbens—. Vos habéis sido designado por el Creador para sostener el brazo del Juez Inflexible en el día en el que se producirá el crujir de dientes de la humanidad.

Y el crédulo rey de Aragón así lo creía y lo difundía entre sus iguales.

Isabella había acudido a la procesión oculta entre los actores, pues recelaba.

De repente se alzó un rumor entre la muchedumbre, momento en el que el Profeta de Aínsa, antecediendo a la gran cruz y a la urna acristalada del Inocente de Belén, ingresó en la plaza ante el clamor popular y entre la algarabía de cánticos, oraciones y lastimeros letabundi.

—¡Dies irae, dies illa! —gritaba con su vozarrón—. ¡Penitencia, hermanos!

Convencido de su misión divina, fra Guifré incitaba a los disciplinantes a que azotaran sus espaldas, mandato que ejecutaban con fiereza, implorando el favor eterno, único camino para expulsar la peste del reino. Los látigos chasqueaban destempladamente y las gotas de sangre atravesaban las volutas de incienso, erizando los cabellos de la multitud reunida en la explanada. En los muros de la Seo flameaban los estandartes de san Jorge, las cuatribarradas aragonesas y los crucifijos de los conventos y las congregaciones de las Ànimes Benaventurats y de la Bona Mort.

—¡Miserere mei Deus, secundum magnam misericordiam tuam! —imploraban.

Sonaron las campanas y los clarines de la guardia real, cuando asomó el relicario de la santa martirizada por el emperador Diocleciano, transportada por cuatro abades, así como el brazo de san Jorge, que el rey había mandado traer del Palacio Menor, precedidos por el estandarte de la ciudad, el Sacramental que, custodiado por dos sargentos maceros, fue recibido con aclamaciones por el pueblo, que veía en él la independencia de la urbe frente a los abusos de los nobles y reyes. La figura menuda de don Pedro se inclinó ante el arcón, y los bucles dorados de su cabello, sujetos por un fino aro de oro, se derrumbaron sobre sus hombros. El camarlengo real, el conseller en cap, los marqueses de Montcada, Pallars y Urgell, imitando a su rey, cayeron de rodillas.

El pueblo se postró sumisamente de hinojos ante la que decían milagrosa Cruz de la Salvación y la urna del santo Inocente, en medio de un silencio imponente. Sólo en momentos de máxima gravedad, lo restos de la santa abandonaban la tumba catedralicia. En medio de una conmovedora devoción, escoltaban las reliquias los miembros del Consejo de Ciento, el obispo Savall, los prebendarios catedralicios y los maestros de los gremios barceloneses con sus guiones. Un mar de cruces y capuchas pardas de los monjes de las órdenes religiosas ocultaban sus tonsuras, seguidos de los disciplinantes del Profeta. Lentamente cubrieron el trecho procesional entre la catedral y la nueva iglesia de Santa María del Mar, atravesando las calles del Bisbe y la plaça de l’Àngel, donde harían estación las santas reliquias.

Isabella, en compañía de los cómicos, se encaramó en las gradas del Palacio Real Mayor y pidió la protección de la santa, mientras la muchedumbre se apretujaba en la plaza de la Llana y en las calles de la Boria, de Carders y Montcada, persuadida de que la pestilencia se extinguiría al conjuro de la intervención de los restos de la Patrona y de las penitencias de los barcelonins. Los atemorizados ciudadanos rezaban en actitud contrita y alzaban sus brazos ante la cruz penitencial y los estandartes con las sagradas imágenes.

Las oraciones y los golpes de los flagelantes se fueron perdiendo camino de Santa María, mientras Barcelona se asemejaba a una ciudad conquistada, no por la fuerza de las armas, sino por los disciplinantes y por las riadas de gentes que procesionaban cantando letanías.

—¡De profundis clamabi ad Te, Deum! —oraba el Profeta con su voz de ultratumba.

Isabella se apostó tras Penas y su esposa, para evitar un mal encuentro con el Pilós, quien no debía andar muy lejos. De improviso, cuando se inclinaba frente a la rugosa cruz, sintió clavada en sus ojos una mirada que para ella significaba la más amarga de las pesadillas. El Pilós la observaba con impudicia y con el bordón la señalaba, amenazándola con una mueca de reto y los dientes contraídos por la rabia. A Isabella, sobresaltada y muda, le corrió un frío por la espalda y notó que perdía el dominio de los nervios. La amenaza le produjo náuseas. No podía hablar y el sudor afloró en su frente. Ya ni en compañía de la familia de comediantes se veía segura.

«Por las llagas de Cristo, no puede ser. Otra vez no. Socórreme Señor mío».

La muchacha, aterrada, acopió todas sus fuerzas. Se soltó de Jacobo, que vio perplejo como se escabullía entre la agavillada concurrencia. Corrió en dirección a la posada, a la que llegó con el miedo corroyéndole el alma. ¿Qué podía hacer? Sus espantos habían retornado con virulencia, incapacitándola para moverse. Se echó en el jergón y lloró con angustia. Cuando secó sus lágrimas y tras unos instantes de reflexión, su mente se iluminó.

¿Qué era lo que más atraía a aquel mico lascivo de Pilós? «Mi cabellera —pensó—. Sin ese reclamo tardará en dar conmigo». Sin pensarlo tomó unas tijeras y un espejo de bronce bruñido y se la cortó casi al rape. Los dorados mechones cayeron al piso como si fueran alas de crisálidas. Luego tomó un ungüento de Lorenzana y se tintó las greñas de color azabache. Se vistió con un jubón de villano, se calzó unas botas y echándose al hombro la faltriquera de sus pertenencias, echó a andar por la calle de Escudillers y el callejón de Trentaclaus, mirando con el rabillo del ojo por si la seguía el Pilós. Sin aliento, sin apenas fuerzas, sostenida únicamente por el miedo, asió el pomo del cuchillo.

—Si me cogen esos miserables, no dudarán en arrancarme la vida —masculló abatida—. Pero antes me mataré.

Sin perder un instante se internó en el camino del Raval, con la intención de ocultarse en la iglesia de Nazaret, el oratorio del monasterio cisterciense, y acogerse a sagrado si fuera necesario. Penetró en la nave, iluminada con cirios coronados de cera fundida. Creía desvanecerse y se arrodilló en un rincón para pasar inadvertida. Estaba exhausta por la penosa evasión y todo su cuerpo se resentía de un dolor paralizante.

Se acurrucó entre sus ropas y caviló que se hallaba en manos del caprichoso destino. El catafalco de Viernes Santo, cubierto con unos paños oscuros le parecían las alas negras de la muerte, bajo el rígido rostro del Crucificado. Se resguardó en la oscuridad, horrorizada al percatarse de que algo dentro de ella había muerto tras un largo período de deterioro. A cada instante le venía a la mente la imagen aterradora del Pilós, con las cejas revueltas, observándola babeante, el vello espinoso del pecho y la boca lasciva tras el pliegue amenazador de su mentón.

«Hijo del Diablo —musitó—. Rey Jesús, Madre Gloriosa, salvadme de este acoso, os lo ruego; y devolvedme a Diego, pues contra el corazón nada se puede».

Los clérigos consagraban los santos óleos, confesaban a los feligreses y salmodiaban el Oficio de Tinieblas, pero ella se sentía frágil, desamparada y pequeña.

Dominus illuminatio mea et salus mea; quem timebo? «Dios es mi luz y mi salvación; ¿a quién voy a temer?», entonaba el coro de frailes, e Isabella se reconfortó.

Las palabras, la música sacra y el consuelo de la liturgia se fundían como plomo en su alma. Volvía los ojos hacia la puerta continuamente, y pensó en Diego para sosegarse. El azul verdoso de las vidrieras reflejaba el resplandor de los velones, iluminando las columnas, las arcadas y el crucifijo del altar mayor, que parecía mirarla y protegerla, como intercesor del Mal y del Bien en la tierra.

La noche abrazó su tristeza. Una noche huérfana de la luz de la luna.

Isabella se asemejaba a un cervatillo sedado, con la desgarradora punzada del abandono y ese frío en las entrañas que sólo conocen los muy desesperados. La vigilia se le hacía eterna y la soledad insoportable. En cierto momento cesó en sus rezos. Todo le parecía vacío y las velas encendidas se le asemejaban a luciérnagas que penetraban en su cerebro, volviéndola loca. ¿Se podía continuar viviendo en aquel desamparo, acosada por aquel bravucón lujurioso, vulnerable y sin el calor de una mano amiga?

Quitarse la vida le pareció durante unos segundos peligrosamente agradable.

Su vida se había convertido en un callejón sin salida. ¿Cómo podría cerrar la herida de la separación de Diego si no era de esa manera? Sentía todo el dolor del mundo en su pecho y la pesadilla atroz de la presencia invisible del Pilós la angustiaba. Le horrorizaba enfrentarse a aquel sujeto. No tendría fuerzas para hacerlo. Y sus amigos, los cómicos, nada podrían frente al grupo de bravucones que acompañaba al Pilós.

Poco a poco decidió no sobrevivir. Estaba decidido. Se quitaría la vida. Estaba desesperada y su brío había desaparecido. Pensó en una muerte nada ingeniosa, tirarse desde las murallas al vacío, envenenarse con opio o efedra o lanzarse al mar con una piedra atada al cuello. Sería traumático al principio pero después no sentiría dolor, sino la nada. Todo acabaría, sus dudas, sus miedos, sus desesperaciones y el hambre que le roía las tripas.

Era su forma de sublevarse contra su destino. Dios tendría compasión de su alma y no la condenaría al fuego eterno. Como despedida del mundo que la rodeaba levantó los ojos buscando consuelo y una razón para no abandonarlo, y tras un largo rato de meditación mirando al ara, la halló en la sonrisa melancólica del Crucificado que presidía el altar. El Salvador, cubierto de sangre y coronado de espinas, derramaba de sus labios una confianza y un perdón ilimitados.

Su mirada estática expresaba perdón. Permaneció fija en la figura envuelta en nubes de incienso, y sus ideas suicidas se difuminaron paulatinamente como el cantero borra con su dedo el trazo equivocado del lápiz de plata. Sintió vergüenza de sí misma y rogó al Señor que perdonara su flaqueza, únicamente achacable a la desesperanza. Lloró arrepentida por dudar de la trascendencia de una vida humana, y se quedó dormida en un rincón del templo.

Al amanecer le llegaron los trinos de los pájaros. Una luz almibarada que dejaban traslucir los ventanales como gigantescos caleidoscopios, la serenó. Anduvo el sábado de Gloria escondida entre la iglesia, junto a los devotos e indigentes y en los claustros del monasterio, abiertos para celebrar los oficios de Tinieblas y de la Resurrección. El Pilós no asomó sus barbas por Nazaret y la muchacha dio gracias al cielo por su oportuna protección.

Algo había roto el normal desarrollo de los acontecimientos, y el Pilós no era de los que arredraban por nada. Había jurado perseguirla y se extrañaba de no haberlo visto por allí. ¿Quizás su disfraz y el lugar sagrado la habían protegido?

Dejó la iglesia abacial el domingo de Pascua. Sin dejar de mirar a uno y otro lado, echó a andar sin temor. Escondida tras la recua de asnos de un alfarero, se internó en el Call, el barrio judío de Barcelona, donde ningún cristiano se atrevía a entrar. Extrañamente, en los días que había permaneció en Nazaret y aquella mañana en la judería, el Pilós no daba señales de vida. Al tercero, armándose de valor, Isabella se acercó hasta el mesón, apenada, sucia, cansada y envuelta en su toca.

Los comediantes, con caras preocupadas, le reprendieron por haber escapado.

—¿Acaso crees que no te hubiéramos defendido con nuestras vidas? —se enfureció Jacobo Penas—. Tu cazador no ha comparecido por aquí. Y te aseguro que lo hubiéramos recibido como se merece.

—El miedo me sigue invadiendo, pero he recuperado el dominio de mí misma. Gracias por vuestros desvelos. Y esa cofradía del demonio, ¿sigue en la ciudad?

—¿No te has enterado, Isabella? —se extrañó Jacobo—. Creíamos que habías regresado al conocer la noticia. El Profeta ha sido apresado y se ha producido un alboroto jamás conocido en este reino. Los guardias del obispo Francesc Savall y del prelado de Gerona han detenido al Profeta de Aínsa. Los eclesiásticos andan a la gresca con el rey por una discusión de competencias. Aprovecharon que había abandonado Barcelona, donde era persona intocable como huésped del rey y del consell, y lo han apresado fuera de la ciudad. Se lo tenía merecido ese embaucador.

El gesto de júbilo de Isabella no estaba exento de asombro.

—Al fin el cielo hace justicia. Sus actos criminales no eran admisibles a los ojos del Creador —suspiró como si una venganza largamente deseada se hubiera cumplido—. ¿Y de qué lo acusan?

—De violaciones, asesinatos de clérigos, incendio de juderías y por suplantar la personalidad de un santo eremita, fra Guifré de la Creu. Aseguran que es un impostor y un viejo enemigo de la iglesia, de nombre fray Anton el Matarife, que en otro tiempo fue buscado por los justicias del obispo por ser un destacado turlupin.

—Había muchos de esos herejes franceses en su comitiva y yo fui testigo de sus desmanes. Supe que ese falso profeta era un estafador, pero ¿quién iba a creerme si lo denunciaba? —se lamentó Isabella, a quien se la veía gozosa con la nueva.

—Esa secta herética proliferó años atrás en Francia, Provenza, el Rosellón y Cataluña. Yo conocí a varios de ellos en Compostela —recordó Jacobo—. Dicen creer en una iglesia espiritual, pobre y libre de obispos y clérigos haraganes, pero ellos no andan cortos en desmanes y atrocidades. Son una chusma anárquica que ha engañado durante años a los pobres crédulos de la fe. Muchos turlupins han perecido en la hoguera, y este penderá pronto de una soga, aun en contra de la voluntad del rey Pedro.

Las palabras de Jacobo retumbaron como un trueno en sus sienes y sonrió:

—Espero que la ejecución sea lenta y dolorosa.

—«La justicia es mía», dice el Señor —replicó Isabella, como envuelta en una nube de delicia—. Pero aún anda un diablo suelto.

—No lo creo. Sus seguidores se han esfumado como la niebla después de los arrestos —siguió hablando Jacobo—. Tenían miedo a ser inculpados. Ese Pilós debe andar muy lejos de aquí, querida. Tus cuitas han concluido. Da gracias a lo Alto y descansa.

—Todo era una falacia —dijo llena de contento—. Y la justicia, estando siempre tan cerca de la mentira y de los poderosos, al fin ha obrado de un modo justo.

—Estos falsos profetas que dicen intimar con lo oculto se aprovechaban de personas fácilmente sugestionables y de ingenuos crédulos. Se los ganan mediante palabras, drogas y brebajes y los asustan con las penas del Infierno. Pero en realidad ocultan un mundo de vicios, engaños, mentiras, dinero, bacanales y robos —aseguró la actriz, que abrazó a la conversa con tierno afecto.

—Pues muchos de esos iluminados y flagelantes, abandonados a su albur, han regresado a sus hogares, decepcionados y con las bolsas magras —garantizó Penas.

—¿En qué creerán ahora? —preguntó Isabella, que acarició el cabello de Lorenzana, recordando a Melisenda.

—Que aparecerá otro iluminado y creerán ver en él al Mesías del Juicio Final.

—Pobre humanidad, Jacobo. La vida es un don ingrato.

—Y desgraciadamente no apta para débiles, sino para lobos sanguinarios.

Los días que siguieron a la Pascua de Resurrección, la ciudad seguía melancólica y silenciosa tras las detenciones. Pero la actividad de la villa portuaria se reanudó, aunque, según se aseguraba en los mentideros y plazas de Barcelona, se seguía hablando de la enemistad entre el monarca aragonés y el arzobispo Savall y la detención del Profeta que expiaba sus culpas en las mazmorras. Isabella, en compañía de Jacobo y Lorenzana, pateó la ciudad intentando buscar un último rastro de Diego, sin lograrlo. Los flagelantes, exorcizadores del Anticristo y del azote negro se habían esfumado. Isabella suspiró, aunque desconfiaba aún de la maldad del Pilós.

«¿Puedo respirar ya tranquila? Creo que ese infame aún sigue por aquí».

Pero había llegado el momento de regresar a Zaragoza.

Isabella, envuelta en la capa y seguida de Jacobo, acudió a los almacenes de la compañía Astolfi. La carta de su tío Mauricio le facilitó las cosas. Reconfortada, se dispuso a emprender el viaje y esperaba que sus tíos la acogieran con su proverbial afecto, a pesar de la decepción y del fracaso de su errada búsqueda. Era tal su impaciencia por poner fin a su infructuosa experiencia, y huir de la amenaza del Pilós, que rogó a los arrieros que aceleraran sus diligencias para salir antes de tercia[16].

Se despidió de sus amigos los comediantes y regaló a Lorenzana su vestido de raso y unos florines de plata. Entre lágrimas se abrazaron, e Isabella se desplomó entristecida en el carruaje. Se sentía confortable con la sansera, un braserillo diminuto donde ardían sarmientos secos, que habían puesto a sus pies.

«¿Dónde te hallas Diego?», gimió mientras se arrebujaba en la capa.

Seguía sintiendo por él una tremenda atracción física y un hambre de posesión que se había convertido en el eje de su alma. Desde que se conocieron en Zaragoza, un fuego devorador la consumía. Especuló que si al fin aparecía Diego y no se retractaba de su ofensiva acción, lo obligaría a cumplir una penitencia pública. No lo creía un hombre libertino, pero sí un embustero, por el que sufría un tormento enloquecedor.

Cruzaron la plazoleta de Sant Jaume, donde se alzaba el árbol de la horca, cuando un perro rabioso le ladró, alertándola. Sus ojos se clavaron en la tabla de los ajusticiados y sus piernas le temblaron. «Pero ¿existe en la tierra la justicia completa del Juez Terrible?», se preguntó estupefacta.

—Me resisto a creerlo, Dios mío —masculló entre dientes.

«Castrado per violació», explicaba a los transeúntes una tabla.

Contempló a Pilós, fieramente torturado, con sus atributos viriles y las manos cortadas. Dos muñones sanguinolentos, la entrepierna en carne viva y su brutal cara se distinguían por los agujeros de la picota, mientras rogaba la gracia de la muerte con un llanto lastimero. Parecía un jabalí cazado y bañado en su propia sangre. Isabella no sintió lástima, antes al contrario, alabó la inexorable equidad del destino y percibió un regocijo copioso, una liberación radiante, como si se bañara en un río de felicidad.

—¿No os habéis enterado señora? Se ha producido un escándalo sin precedentes tras el encarcelamiento de ese iluminado, el Profeta —le explicó un soldado de la escolta al verla tan sorprendida—. Este es uno de sus cofrades más íntimos; también ha sido apresado por los soldados del obispo, que llevaban tiempo tras él, pues había cometido fechorías sin límite en su jurisdicción. Ese castrado, tras la procesión del Viernes Santo, se ofreció a una hermosa joven para presentarla ante el santón para que la bendijera, y lo que hizo fue mancillarla y violentarla cerca del muladar del Cagalell. Resultó ser una doncella de la familia del conseller Marimón. Ya nunca más podrá atropellar a ninguna chiquilla decente ese miserable violador.

—¡Ojalá se pudra ahí para siempre! —exclamó y escupió en el suelo.

Isabella había franqueado los límites de lo humano y sintió que la probidad de Dios se había cumplido inexorablemente con aquellas dos bestias, el Profeta y el Pilós, aunque recordaba a los inocentes que habían perdido la vida por su causa, como su padre, su hermano, el cura y su coima y tantos judíos, así como la cándida Melisenda. Sin embargo, como una vencedora de las tentaciones del Maligno, se apartó de la ventanilla y ahogó un improperio, no sabía si de liberación o de satisfacción.

Luego murmuró saciándose con su tormento: «El castigo os ha venido de lo alto. Adorabais al demonio y un espíritu vil habitaba en vuestra alma, miserables». Con la mirada perdida se olvidó de su perseguidor y abandonó la urbe marinera entre el piafar de las caballerías y las voces de los arrieros. Le parecía que aún seguía viva en medio de una muerte lenta, o muerta tras una experiencia pavorosa.

Su mente había estado demasiado embotada, oscurecida por el sufrimiento para casi abocarla al más terrible de los pecados, el suicidio. El resultado de sus pesquisas no había podido alcanzar más desastroso colofón. Había penetrado en las tenebrosidades de la infamia con la ceguera de la bondad y con la esperanza de volar como una avecilla libre, y había chocado contra la adversidad, como choca la luz contra un muro, o una mariposa contra el cristal. La pesadumbre se le enredó en el corazón semejante a una hiedra; y la desolación se convirtió en la medida de su alma. «El viaje, como mis deseos de encontrar a Diego, empezó con miedo e inquietud y concluye en fracaso y decepción. Pero ahora veo el mundo de un modo diferente».

El cielo se cubrió de una bruma gris, que a Isabella le pesaba como una piedra de molino. Había partido para hallar la verdad y se había encontrado con el mal.

Retornaba a Zaragoza derrotada y con el alma repleta de amargura.