Regreso amargo

Deseoso de concluir con sus especulaciones y aguardar noticias de Isabella, Diego arribó a Besalú un atardecer otoñal inusitadamente apacible, un mes antes de que las nieves hicieran intransitables los caminos de sirga del río Fluviá.

Millares de hojas secas alfombraban el puente e inmediatamente fue ganado por su sobrecogedora quietud del pueblo. La ligereza del aire, los muros almenados, las aristas de la atalaya de Sant Vicenç, que se escondían entre los álamos, lo complacieron más que cuando sus ojos contemplaran la santa Jerusalén, la Atenas de los filósofos, la Barcelona marinera, o la exuberante El Cairo.

Recorrió el meandro de las travesías del antiguo poblado celta de Sebeldenum, como aún nombraban algunos lugareños a Besalú, con los sentidos despiertos por las fragancias. Caminó sin rumbo fijo por las cercanías de la abadía de Sant Jacint, cuya torre parecía disputar un lugar a las nubes, esbelta como un ciprés.

Anhelaba conocer el caserón familiar de Zakay, que según Yehudá se hallaba, no en la judería, sino tras las bordas del monasterio benedictino, y que por decisión propia, sería a partir de ahora su hogar. Pero antes decidió saludar a Josef y a su familia que, con ansiedad, lo aguardaban impacientes desde hacía tiempo. Cruzó el arco de entrada de la aljama y al poner los pies en la casa, se expresó consternado, pero risueño.

—Vuestro tío Zakay no ha podido regresar conmigo ni cruzar de mi mano el puente de Besalú —les refirió tras ser acogido con extremada simpatía—, como os prometí. Murió en mis brazos, en Palestina, mirando a la santa Jerusalén, cuya tierra seca le sirvió de sudario.

Diego no pudo dominarse y los abrazó, tras mostrarles el testamento de don Zakay y el pellejo que le había regalado el rabino Megas con los versículos del Génesis. Cenó en su mesa y, aliviado por haberse deshecho del peso de sus búsquedas, contestó a un torrente de preguntas sobre su tío y el anillo del Nejustán.

Al igual que sucedió con Blanxart, los rostros de sus parientes delataron conmoción, cuando les relató la agotadora búsqueda de Zakay y su no menos pasmoso origen, que los unía a la misma estirpe.

—Espero que me aceptéis como uno de los vuestros, aunque no apostataré de mis creencias cristianas, pues hijo de la Iglesia nací y en su seno moriré. Es sabido que marché de aquí cristiano viejo. Pues bien, retorno con más de un cuartillo de sangre judía en mis venas, de modo que me vinculo a vosotros y al grupo de semitas conversos que proliferan por estos reinos —les descorrió la cortina del enigma.

Josef, como si oficiara un arcaico ritual, alzó los ojos y tocándole la frente declaró:

Adonai Elohenu, Adonai Ekhod. —Yahvé es nuestro Dios, Yahvé es único—. Diego, te unes al sufriente pueblo elegido, a la raza proscrita que paladea el acíbar de la tribulación desde que los romanos rasgaron el velo del Templo de Jerusalén.

—Me uno a una sangre que amaré en recuerdo de mi madre Séfora Elasar —contestó y los abrazó con sentimiento.

Al día siguiente una ventisca gélida azotó Besalú, mientras el sol se transformaba en un disco opaco moteado de nubes negruzcas. Los días habían comenzado a acortarse y el viento ululaba golpeando las contraventanas y cargando de humedad el aire. Los espesos bosques del horizonte se balanceaban como las velas de navíos fantasmagóricos, mientras a lo lejos retumbaba la tempestad. Diego deseaba preparar su viaje a Zaragoza, pero estaba de un crispado malhumor. Hasta pasados cinco días, no partía un grupo de frailes limosneros, lacayos del barón y mercachifles de Besalú, y debía aguardar. De repente oyó la aldaba del portón.

Josef entró frotándose las manos, arrebujado en un capote de piel de oveja, acompañado de su recatada esposa, una mujer de rostro exótico que lucía unos ojos grandes y oscuros. El droguero le entregó una esquela de Isabella, que le aguardaba desde meses atrás. Olía a lavanda y Diego leyó sus rasgos indecisos, como si le fuera la vida en lo que había escrito.

—Pensé que antes de emprender el viaje, debería dártela.

Diego, impaciente, deseaba comprobar si las ascuas del afecto seguían vivas en la conversa. Nervioso se le resbaló de las manos, la recuperó y se dirigió hacia el ventanal, donde la ojeó con fruición. Pero el ademán que germinó en sus ojos denotaba una agridulce decepción. Su rostro se tornó céreo como el sol de la mañana.

A Diego Galaz de Atarés.

Por si te hallaras en Besalú. Salud y bien.

Dudo que algún día leas esta carta que rezuma decepción, pues resulta evidente que has olvidado tus promesas y a mí. Te escribo a la casa de los Elasar de Besalú, conocidos de mi tío Mauricio, para saber de ti y comprobar si la infidelidad ha ganado tu corazón, como las señales lo evidencian. Yo no dudo en proclamar que he caído en la indolencia del desánimo, pues cometí el error de dar por supuesta tu lealtad en nuestro amor. Fui una ilusa, pues iluminaste mi mundo con tu mirada y creí en tus falsas promesas, cuando no me has prestado atención alguna.

Has traicionado mi confianza, persuadiéndome de cuán ingrato eres. ¿Se ha desvanecido mi nombre de tu mente?

Todo ha sido una fábula por tu parte. ¿Qué estorbo se ha interpuesto entre nosotros? Juramos sobre el relicario del Grial. ¿Lo has olvidado? Me hice ilusiones, pero en la distancia los hombres obráis con igual mezquindad ante un compromiso de afecto. Yo, amigo mío, esperaba un milagro. ¿Qué milagro? Sencillamente, que nuestro amor fuera eterno, que arrancara barreras con fuerza sobrehumana, que disolviera la distancia entre dos seres humanos desconocidos y derribase los muros levantados por esta sociedad lastrada de prejuicios sobre los judíos y los conversos.

Imaginaba que el milagro llegaría de la manera más simple.

Pensaba que las pasiones son como los vientos, que son necesarias para dar movimiento a todo, aunque a menudo sean causa de huracanes y que el amor derretiría cualquier malentendido que hubiera entre nosotros. ¿Has probado tal vez otros placeres? ¿Dónde se halla la pasión que me ofrendaste y la identificación de nuestras voluntades que pregonaste a mis oídos crédulos? He sufrido la daga de los celos, y hasta he sospechado del viento, de las nubes, de los correos que arribaban a Zaragoza, y de ese aborrecido sello del Nejustán. Los que no han sufrido no saben nada de la vida. No conocen ni el bien ni el mal, no conocen a los hombres ni se conocen a sí mismos. De modo que en mi destierro el recuerdo de la felicidad ya no es felicidad; el recuerdo del dolor es todavía más dolor.

Tu desprecio, Diego, quebró mi facultad para comprender, y me hundí en un infierno de nostalgias que mis familiares creyeron locuras. Mirado desde fuera, no hice otra cosa que el más espantoso de los ridículos, pero la añoranza de tus promesas habían desorientado mi corazón, que se convirtió en el caótico guía de mi mente. Así que ante el vacío en que me hallaba, y como única parte agraviada, no tenía otra opción que echarme a los caminos y encontrarte. Era la única manera de verificar, como aseguraba mi tío Mauricio, que lo del armador Jacint Blanxart era una enorme mentira.

No podía estar especulando eternamente sobre tu paradero y condenarme a una existencia vacía después de pregonar ante mis familiares que nos habíamos prometido amor eterno. Pero como no se puede amar y odiar a la vez, arrastrada por el ímpetu de mis más puros sentimientos, y al no saber de tu regreso, que me cifrabas para el día de San Andrés, me uní a una hermandad de disciplinantes que se dirigían a Barcelona para embarcarse a Tierra Santa.

Mis tíos, aunque reticentes, no se negaron ante mi deseo de redención, pues mujeres de alta alcurnia y monjas de conocidos conventos aragoneses acompañaban a su guía, que a la postre resultó ser un falso hombre de Dios y el causante de la muerte de mis familiares. Me embarqué en el alocado peregrinaje, superé los más indecibles peligros y el terror que se cernió sobre mí.

Cubrí la distancia que separa Zaragoza y Barcelona con el propósito de buscar el vínculo perdido de mis afectos, que se hallaban en un callejón sin salida, y sólo hallé el mal.

No soy mujer para resignarme y fui tachada de desequilibrada y excéntrica por las encorsetadas damas de Zaragoza, pues mi decisión no se consideraba apropiada según la decencia cristiana. Pero obré según mi conciencia. Creía que era una mujer frágil en un mundo gobernado por hombres, que no nos permiten tomar decisiones propias, pero me enfrenté a los más viles avatares, desprecié la autocompasión y la piedad de los demás, y para mi alegría, no hallé en mí ningún signo de debilidad.

Irrumpí en un mundo que no conocía, y en menos de dos meses me convertí en andariega de Dios, cómica de caminos, doncella acosada, suicida paralizada por el dedo de Cristo y finalmente novia despechada. Pernocté al sereno, en cobertizos para cerdos, en mugrientos jergones, en posadas infames, y sufrí frío, hambre y sed, buscando tu sombra perdida, rodeada de pícaros, violadores y gentes de la más baja estofa, como si mi decisión hubiera sido una tentación del diablo y no una decisión honesta, emanada de un corazón apasionado.

He vivido demasiadas miserias y uno de los capítulos más amargos de mi vida, pero ahora he comprendido que quienes no han sufrido, no poseen el alma pura. No conocen ni el bien ni el mal, ni se conocen a sí mismos. Detesto cuanto me rodea, pues he perdido lo que más amaba. Te busqué un mes entero en Barcelona, durante la Semana de Pasión, con el callado temor de que los dos hubiéramos cambiado y alimentada por los fugaces momentos de éxtasis que pasamos juntos.

Franqueé el límite de lo permisible, y hasta un despreciable rufián se vanaglorió de que vertería mi sangre de doncella en uno de aquellos sucios caminos que transité. Sin embargo, la cruda realidad de tu falsedad y tu misteriosa desaparición, golpearon con rudeza mi alma, que se sumió en la decepción y el desconsuelo. No tuve ninguna prueba de que zarparas a Oriente, pues tu nombre no figuraba en el Consulado del Mar, en las listas de pasajeros, tripulantes o peregrinos a Jerusalén.

Todo el mundo me aseguraba que Jacint Blanxart no había regresado de sus periplos allende el mar, y que por lo tanto nadie podía haberse embarcado en su galera. Mientras esperaba verte aparecer en cualquier esquina de Barcelona, me horrorizaba pensar que habías muerto por la epidemia, y en mi desgracia me percaté de que algo dentro de mí había muerto silenciosamente. ¿Por qué urdiste semejante fingimiento? ¿Existe otra mujer? ¿Quizás una laguna infamante en tu vida? ¿Ya no te mueve el mismo interés? ¿Quiénes son en realidad ese niño y esa mujer de los que me hablabas?

He comprendido sin embargo que el sufrimiento y la muerte forman parte de la vida y también la certeza de mi fragilidad. Regresé abatida y sin fe, roída por el resentimiento, humillada, enferma de una pulmonía atroz, y desgarrada por el mal del amor, aunque con mi virginidad intacta. Y hasta hoy, la sola mención de tu nombre me acarrea una oleada de náuseas, te lo confieso. Ni una maldita carta, ni una línea de recuerdo, ni un pliego que sirviera de bálsamo a mi decepción.

La prueba de tu ausencia era fuego que me quemaba el alma, y ni los ríos de las lágrimas enfriaron mi desesperación. Te habías convertido en un enigma y me hallé incapaz de cualquier rasgo de imaginación para comprender las causas de tu olvido y de tu desaparición. Me he adaptado con una indiferencia brutal al sufrimiento de verme abandonada; pero lo que has hecho es monstruoso.

Antes de comenzar, nuestro cariño ya ha tocado fondo y ha sido sofocado, pero no tienes que compadecerte de mí. Es muy difícil amar ante el desprecio, pues todo se convierte en daño y sombras. Sin embargo, animada por mi primo Nicolás, que sigue creyendo en tu palabra, he decidido concederle una segunda oportunidad a nuestra relación. No obstante si has decidido no volver nunca más, culparé a los astros y al destino, no a ti. Rezaré al cielo, pero no pediré milagros. Me tragué tus conjuros de amor y te he llegado a odiar infinitamente.

Si para las celebraciones de las Ánimas Benditas no tengo noticias tuyas, entenderé que nuestro amor fue tan sólo un cometa fugaz que traspasó el cielo de Zaragoza. Y mi corazón quedará libre de compromisos.

ISABELLA SANTÁNGEL

Diego miró a sus primos con unos ojos glaciales. No podía creer lo que había leído. ¿Qué colosal malentendido había ocurrido? ¿Por qué no lo había creído, siendo honestos sus sentimientos? ¿Isabella había salido en su busca sola por el mundo, mezclándose entre lo más ruin y poniendo en riesgo su vida? ¿Qué locura se había apoderado de su razón? Le resultaba pasmoso, pero se sentía injustamente desdichado.

Cerró los ojos y pensó que aquella búsqueda desquiciada y el sello del Nejustán, eran los culpables de haber perdido al amor de su vida. Sintió como si el reloj de arena de su existencia se hubiera detenido en aquella hora infausta. Se volvió sobre sus pasos y masculló reproches incoherentes, rasgando el papel en mil pedazos. Los Santángel eran una familia de arraigo en Zaragoza e importunarlos podría ser aún peor. Había despreciado su suerte y había arrojado la perla más codiciada de su existencia al barrizal.

—He pagado un precio muy alto por mi larga ausencia —afirmó desolado.

Josef, advirtiendo la desazón de su pariente, hizo un aparte con su esposa, extrañada de su conducta.

—¿Qué te ocurre Diego? —preguntó Josef preocupado.

—Isabella estuvo en Barcelona como peregrina. Fue a buscarme, pues su tío Mauricio hizo indagaciones. Le aseguraron que Jacint Blanxart no había recalado en Barcelona, por lo que pensó que yo la había engañado.

—Pero eso no es cierto, ¿verdad, Diego?

—¡Evidentemente que no, Josef! Pero así lo parecía, y yo había hecho promesa de callar y no revelar las singladuras de micer Jacint. Tu tío Zakay y Blanxart negociaban con mercancías clandestinas amparadas por una bula del rey. Su barco no recala en el embarcadero barcelonés, sino en una playa oculta, y sus movimientos no están registrados en el Consolat de Mar. ¿Comprendéis? Los genoveses y venecianos iban tras una mercancía desconocida. Yo, a todos los efectos, ni había zarpado de Barcelona, ni me encontraba con Blanxart. Pero ¿cómo demostrarlo?

Diego, sentado en un escabel, se sumió en la desesperanza.

—Diego —le informó Josef—, has de saber que al poco de tu partida hacia Barcelona, Mauricio Santángel, sabiendo que te encaminabas a esta judería a conocer tus orígenes, y a través de nuestra comunidad judía, se dirigió a mí para interesarse por tus trajines, pues eras amigo de su hijo y al parecer pretendiente de su sobrina Isabella. Yo, a pesar de mis recelos, le informé de tus pasos, y que te encaminabas a Barcelona a hablar con el senyer Blanxart. Metí la pata sin quererlo. Pero ¿quién iba imaginar semejante retahíla de equívocos y reacciones fatales?

—Nadie tiene la culpa, sino una concatenación de adversidades. Pero Isabella parece castigarme con el olvido, pues no ha confiado en mí y cree rotas mis promesas, hasta el punto de fijar una fecha para la ruptura, que ya he sobrepasado con creces —se lamentó—. Nuestro compromiso se ha roto, como atestigua esa carta. ¡Jamás me lo perdonaré, por todos los diablos!

—¿Lo crees así, Diego? ¿Tú, un Elasar, bajas los brazos cuando has sido capaz de cruzar el mundo y arrostrar trances insospechados? —lo alentó—. No te desanimes.

—En el amor soy el más vacilante de los guerreros y se me desarma fácilmente, Josef. No ha sido capaz de esperarme y su carta resulta terminante. Ha abandonado las blanduras de su confortable casa, y sola se ha echado a los caminos a buscarme. Es una mujer valiente que yo no merezco. La olvidaré, ¡qué remedio!

Josef no podía verlo sufrir, e insistió.

—En una hembra, semejante osadía es una virtud nada desdeñable. Pocas en estos reinos tienen esos redaños, con los apestados y salteadores que invaden los caminos. Yo diría que aún está deseosa de verte. Tan sólo está dolida —dijo, y colocó su dedo en la boca en gesto reflexivo.

La esposa de Josef, lo miró con su intensa mirada y manifestó con un sesgo sentimental:

—Esto lo vamos a arreglar de familia a familia, apelando a la sangre judía de los Santángel, y a la obligación de guardar nuestras tradiciones, aunque sean conversos.

En la mirada del algebrista brotó una repentina luz de esperanza.

—¿Y cómo Miriam? Parecen despreciarme. Asumiré mi fracaso, dejadlo.

—Tal como hubieran hecho mi tío Zakay o mi padre Simón. Acudiendo a nuestras sagradas costumbres —lo animó Josef—. Por primera vez te vas a beneficiar de los ancestrales usos de los judíos de Sefarad. Invitaremos a los Santángel a Besalú, a la celebración judía de la Hannuká, la fiesta de las Luces, en la que recordamos la victoria de Judas Macabeo sobre los asirios. Es práctica antigua acoger a familias judías de otras ciudades, conversos o no, y no se negarán. Con estos festejos nos unimos a las festividades cristianas de la Natividad del Cristo y convertiremos tu regreso en una fiesta imborrable. Déjanos hacer a nosotros.

Miriam sonrió en el evidente propósito de ayudar a su primo.

—¿Posees aquí alguna prueba de tu viaje a Oriente?

Diego se sumió en una profunda cavilación, y al poco dijo exultante:

—¡Claro que sí, y terminantes además! En Lalibela le compré unas estatuillas egipcias y un anillo en Atenas con el signo de Afrodita, la deidad del amor. Tengo además la carta rubricada por el cónsul real de Atenas, mi contrato en La Violant, y claro está la última voluntad de Zakay, firmada y sellada en Qumran.

—¡Qué más pruebas precisa una mujer! —exclamó Josef—. Con los monjes limosneros del convento le enviaremos tus presentes y las pruebas. Y que el ángel de la muerte cierre mis ojos, si no suplica tu regreso.

Una sonrisa complaciente afloró en la faz de Diego.

—Gracias Josef. Esa hembra es la más bella creación de Dios, y la necesito.

—Celebraremos vuestro encuentro con una fiesta a la medida de nuestra alegría. A ti Diego, te corresponderá encender la menorah, el candelabro de los siete brazos, un honor para quien desciende directamente del gran Sadoq, el sabio entre los sabios —dijo la mujer, satisfecha, y Diego le respondió con una mirada de afecto.

Josef levantó sus brazos al cielo y emitió un canto de Isaías:

«Si me olvido de ti, Jerusalén, que olvide mi diestra y se pegue mi lengua a mi paladar. Regocijaos con Jerusalén todos los que la amáis y en tu Luz, mi Dios, vemos nuestra luz. Andábamos a tientas como ciegos y sumidos en las tinieblas y tu bondad nos ha devuelto la sangre de nuestra sangre. Gracias, Adonai».

Diego se despidió confortado de sus parientes. Ascendió a su cámara y abrió la escribanía que le regalara fray Bernardo, al que dedicó un cálido recuerdo. Desde el ventanal de su nueva mansión se extasió con los senderos de luz que salpicaban los matacanes de Besalú, bajo el lánguido sol otoñal. Sacó de su morral un sobado fajo de pliegos que alisó con una bola de cuarzo, así como un lápiz de plata de cantero y unas plumas de grulla. Limpió una péndola de plata, su favorita. Los vitrales de los postigos dejaban filtrar una luz que invitaba al sosiego.

Escribiría una carta a Isabella explicándole las causas de su tardanza, y rogándole considerara su drástica decisión, y otra a su tío Mauricio, expresándole su amistad y rogándole excusas. Se las enviaría con los regalos y los protocolos sellados a través del habitual correo de los monjes benitos, y dejaría al azar el alivio de su maltratado corazón. Abrió el cuerno de tinta atramentum y sumergió la pluma. El cálamo voló ágil, arañando las rugosidades del papiro.

A Isabella Santángel, en Zaragoza. Salutem.

Mi dulce aparición, nunca mi corazón se adormeció en el descuido, y si te esforzaras en comprender, no haría falta perdonar. Unas desdichadas circunstancias han dictado mi ausencia, créeme. He regresado para recuperarte después de mi dilatado viaje. Y no cejaré en el empeño.

Los mortales, ricos o pedigüeños, pequeños o grandes, necios o inteligentes, somos objetos ciegos en manos de la Providencia. ¿Y qué hacer ante ello? No me comporté como un loco de atar sino como un hombre de honor. La grandeza de espíritu de un ser humano no se revela solamente en la capacidad de persistir, sino en la de volver a empezar.

Sé que estos dos años de ausencia, según narra la carta enviada a los Elasar de Besalú, pueden sonarte a olvido, y que tal vez ni recuerdes ya mi nombre, pero puedo jurarte por la salvación de mi alma que unos son los proyectos de los hombres y otros los designios del Altísimo, quien me tenía preparado un cúmulo de pruebas asombrosas antes de despejar las incógnitas de mi nacimiento, al fin desvanecidas. La huida a Oriente me la dictó mi conciencia, no el albur ni el olvido. Los mortales estamos sujetos a una perpetua variación del azar y a él hemos de someternos.

Si antes de cada acción pudiésemos prever sus consecuencias, y nos pusiéramos a pensar en las consecuencias inmediatas y más tarde en las posibles, no llegaríamos siquiera a movernos de donde el primer pensamiento se origina.

Así que, en pos de esa averiguación, me embarqué en Barcelona, como lo prueban los documentos que te incluyo, abocándome a un más que probable naufragio, cuando aún me inspira la audacia de la juventud. Recalé en Atenas y Alejandría, luego en el País de los Aromas, Palestina y finalmente en Jerusalén, Qumran y el mar Muerto, soportando una tragedia tras otra, que ni los mismos griegos idearían.

¿Por qué dudaste de mi palabra, Isabella? ¿Tan desdichada te hallabas para arrostrar los peligros de un viaje insensato e injustificado que pudo costarte la vida? ¿Tan ineludible era tu necesidad para dejarte envolver con la cantinela de un iluminado? ¿Acaso te complació la idea de una promesa incumplida, cuando fue el infortunio el que se cebó en mí?

Me tiembla el alma al pensar que bien pudiste cavar tu propia sepultura con semejante desvarío, que te hubieras evitado con sólo creerme, aunque tu tío te hubiera aportado esas pruebas tan poco concluyentes. Ardo en deseos de que me cuentes con tus propios labios esa proeza, que yo considero la prueba más hermosa de un amor irrefrenable. Me siento desolado y a la vez enternecido. ¿Cómo pudiste ser tan temeraria?

Sin embargo, ahora me parecen despreciables las amargas obsesiones que asolaron mi vida como una tempestad, y que al fin y a la postre la lluvia de la verdad ha clarificado. He vivido un tiempo de impiedad en tierras tan extrañas como lejanas, pero aquellos nostálgicos posos han quedado sepultados en el olvido y ya no me aguijonean como antaño. Vuelvo con varias cicatrices en mi cuerpo, pero la vida se ha convertido para mí en una excitación, después de esta ruptura que ha dividido mi sangre en dos fracciones antagónicas, la judía y la cristiana, y que ya te elucidaré con todo lujo de detalles. Soy medio cristiano y medio hebreo, pues llevo sangre de los Elasar.

Tú conoces como nadie mis temores, y mis inquietudes y lees el libro de mi espíritu como el mejor de los maestros. Y aunque me observo como un ser insignificante, poseo la certeza de que me aguarda una existencia rodeada de corazones afectuosos, a cuyas alas me abandono, aunque comprendo que el tiempo todo lo transforma y que la felicidad y la vida son efímeras.

Mi turbulento pasado, roto en pedazos y reconstruido, se ha desvanecido como un mal sueño y he obtenido la recompensa de la aurora, o sea de la verdad. El nasí Zakay ben Elasar, el hombre que buscaba, me ha revelado el nombre de mis padres, por lo que, liberado de esa carga, me hallo dispuesto a consumar junto a ti el ciclo más hermoso de nuestras vidas.

Al fin he rehecho el edificio inconcluso de mi ser, como un cantero paciente que colocara piedra sobre piedra, sustrayéndolas del desorden del ocultamiento.

Como tú misma, tus padres, tus tíos y Nicolás, porto en mis venas sangre judía, pues nací del vientre de Séfora, hija del nasí Zakay, con lo que la aversión de tu tío Mauricio hacia mí disminuirá, pues al parecer soy descendiente del sumo sacerdote Sadoq, el levita, como proclama el gran rabino de Zaragoza de mi anillo. El alejamiento y las incertidumbres me hacían temer lo peor y tu carta ha penetrado en mi corazón como una cuchilla, desbaratando mis intenciones. Pero no dudes que te he añorado en la distancia, manteniéndome las fuerzas tu sola evocación.

He de hablarte, si aún deseas cimentar tu futuro conmigo, de Zakay y Yehudá ben Elasar, de Romeu Bassa, del príncipe Joan de Aragón, de Séfora ben Elasar, de Garcilaso de la Vega, y de mi amigo y socio Jacint Blanxart, el Cargol. Los estimarás, pues han jugado un papel trascendental en estos dos años y en nuestro devenir.

No desertaremos de nada, y con nuestro afecto a la espalda, hallaremos la dicha que anhelamos, si tú aún lo deseas. Pero ¿eres capaz de arriesgarte y abandonar lo que más quieres? Poseo una casa en Besalú, donde deseo retirarme, pero también negocios en Barcelona, Palermo y Alejandría, donde me aguarda una sabiduría insondable en la Academia de Algebristas de Onías, y que habré de atender, pues ante todo me siento algebrista. Antes visitaré mi casa, el monasterio de San Juan, tan querido para mi alma. El nuevo abad y algunos monjes han de saber por mis labios mi verdadero origen y los sucesos que conmocionaron sus vidas.

No abandonaré el territorio conquistado de tu corazón a pesar de tus reproches. Nuestra relación partió de una afinidad de sentimientos, de una simpatía de almas, de una admiración personal que bendecirá el Dios de nuestros padres, que ruego nos preserve del morbo negro. La fortaleza de un ser humano se revela no solamente en la facultad de subsistir en un mundo de adversidades, sino en la de levantarse y volver a empezar. Un alma satisfecha con el pasado no teme al futuro y a partir de ahora viviré, soñaré, amaré y trataré de reconciliarme con la vida a tu lado.

Le escribo otra carta a tu tío Mauricio, donde le narro mi relación de parentesco de sangre con los Elasar, a la par que le envío una invitación de mis parientes, para visitar Besalú en el fasto judío de la Hannuká, que coincide con la Pascua de la Natividad de Nuestro Señor, y rogarle la bondad de tu mano. Para esa fecha emplazo tu decisión, si aún existe un resquicio de amor en tu dulce corazón. Y hasta entonces cada tarde, mi amada Isabella, esperaré tu arribada en el puente de Besalú.

Que Jesucristo y Santa María nos alienten.

Dixit. Diego Galaz Elasar. En el condado de Besalú.

Diego se quedó sumido en un hondo silencio. El fulgor selectivo de la luz del crepúsculo, aquella supraterrena mezcla de atardecer y sombras, hizo que el algebrista pensara que aquellas palabras clarificarían los malentendidos. Unos cuantos signos apresurados trazados sobre el pliego le habían ayudado a remover su alma, liberándola de la maleza de la frialdad y la sinrazón.

La luna sajaba el cielo y barría la escasa luz del horizonte de Besalú.