El rabino de justicia

Diego comenzaba a impacientarse, pues el plazo para regresar a Alejandría expiraba.

El algebrista era consciente de que su carácter había sido forjado por los monjes de San Juan de la Peña y que su personalidad independiente para enfrentarse a las vicisitudes de la vida era fruto de las sabias enseñanzas de fray Bernardo y del abad Berenguer, más que por su sangre regia o judía. Siempre había anhelado la ternura de un regazo materno, pero esa era una circunstancia que aceptaba como suya.

Al día siguiente Zakay lo mandó llamar. Acudió a la cita animado: había ordenado en su mente las confidencias de su abuelo y creía en sus palabras. Este, al verlo ante sí, le besó las mejillas y le rogó que en adelante lo tuteara, pues lo consideraba de su sangre. Diego aceptó.

—¿Sigue tu alma sedienta de saber sobre tu infancia? —le preguntó afable.

Diego se encogió de hombros, aunque aún precisaba de más consuelo.

—Sí, abuelo Zakay; y no lo consideres como un reproche: ¿No sopesasteis el daño que causabais a un niño al privarlo del calor de una familia?

—Era el precio que habíamos de pagar, Diego. Muerta tu madre y yo caído en desgracia, no cabía otra solución. Doña María de Aragón se opuso a que una criatura de sangre real fuera educada por preceptores judíos. Yo lo aprobé, pues nuestro pueblo siempre ha sido blanco de suspicacias y desprecios.

—Y me colocasteis a buen recaudo en una fría abadía. Los reyes siempre intentan ocultar sus pecados y mantener limpia la estirpe, aunque sea a costa del dolor de otros —se pronunció serio.

A Zakay le pareció que su nieto se adentraba en los terrenos de la impertinencia.

—La infanta María protegía a su hermano don Joan —le aseguró grave—, a su pequeña hija Blanca y a ti. No lo dudes nunca. Formabais la trilogía de la presión de el Tuerto. Aragón se jugaba mucho en la apuesta. Tras la muerte de su marido se resguardó en lugar sagrado, pues no se fiaba de nadie. Ingresó como monja en un monasterio y se dedicó al cuidado de Blanca, la princesa niña tan deseada por castellanos y aragoneses. Actuó contigo, su sobrino, como con ella misma, y siempre te amparó. ¿Si no cómo ibas a tener un trato de tanto privilegio en San Juan?

—Curiosa mujer doña María.

—Y por su astuto proceder, nacida para la alta política —ratificó el nasí—. Veló por ti hasta que murió, guardando en el más estricto secreto tu paradero. Debía callar para protegerte y viendo la posición de desamparo en que quedamos los Elasar, con mi vida deshecha y objeto de calumnias por boca de el Tuerto, me procuró cartas ante el rey de Aragón, su padre, que me protegió con su poder. Ese fue el motivo de enclaustrarte.

—¿Después de esto recalasteis en Besalú?

Zakay concluyó su explicación apoyando su artrítica mano en su hombro.

—Así es —corroboró afable—. Acepté el ofrecimiento de mi hermano Simón, el padre de Josef. Lejos del boato cortesano y con mi futuro incierto rehice mi vida, oculté tu existencia y desde allí seguí tus progresos. Y si no ando listo, fray Berenguer y doña María te hubieran hecho monje del Císter y después te hubieran nombrado abad. Pero tu sangre Elasar decidió y mis dineros te abrieron las puertas de los Estudios Generales, las matemáticas, la geometría y el álgebra.

—¿Y se acallaron los rumores tras mi ocultación, abuelo Zakay?

Sus ojos estaban medio cerrados, pero en ellos se adivinó el regocijo.

—Más aún, Diego, y aunque no soy hombre rencoroso, al poco de recalar en Besalú recibí del perseverante don Garcilaso de la Vega la noticia más dulce con la que podía halagar mis oídos. El nuevo rey de Castilla, Alfonso XI, había inaugurado su mayoría de edad y su reinado ajusticiando a su maledicente tío Juan el Tuerto. ¡Sea su alma maldita para siempre en las tinieblas! La muerte de ese hijo de Satanás, que tantas villanías había perpetrado, supuso el inicio de mi nueva vida en paz en la judería de Besalú junto a Yehudá, tu tío, muy joven aún.

Diego pensó que aún podía saber algo más de su pasado.

—¿Vive aún ese noble caballero, don Garcilaso? —preguntó interesado.

El anciano lo miró con recelo, como si el nombre de aquel noble castellano no le inspirara confianza y quisiera eliminar su recuerdo. ¿No resultaba extraño?

—Creo que sí, en su casa solariega de Alcalá de la Selva, en el condado de Gúdar, pero no puede revelarte más —cortó con tono enérgico, incluso desagradable, y prosiguió—: Después uní mis fuerzas, mi bolsa y mis conocimientos con Jacint Blanxart, y el resto ya lo conoces. Esta es la verdad que se te ocultó durante tantos años. Toda la verdad, hijo.

«Las cenizas de la vida se dispersan, pero debajo quedan las ascuas», reflexionó Galaz, a quien la narración le había seducido después de tantas decepciones.

—¡Por el Gallo de la Pasión! —confesó el joven exhausto—. La realidad supera a mis fantasías. ¿Y por qué no me revelaste esto antes y tuve que soportar carga tan pesada?

Algo más sereno, aunque con el gesto cansado, el nasí respondió:

—Porque di por sentado que reconocerías a Conrado Galaz como padre y que no te harías preguntas sobre tu pasado. Juré ante doña María no hablar de ello, y no hubiese pasado nada si fray Bernardo, por razones de conciencia, no hubiera hablado. Ruego tu perdón, pero comprende que tenía el deber de callar. Por ser hijo de quien eres, debías alcanzar una madurez de estudio y respeto. Ese era el plan. Nada más.

—Tú deberías conocer que a un Elasar no puede ofrecérsele un señuelo tan seductor como el sello del Nejustán.

—No te falta razón, mi querido Diego —y sonrió—. No te separes nunca de él.

Diego pensó: «¿Quién soy yo para juzgar a personas perdidas en el tiempo y motivadas por circunstancias adversas?». Prefería las palabras verdaderas a las que sonaban agradablemente a sus oídos para halagarlo.

—Siéntete judío como un Elasar si así lo decides —le rogó Zakay—. Pero si renuncias a nuestra estirpe, nada te reprocharemos. Pero ten la seguridad de que en nuestro corazón hallarás el hueco de afecto que dejó mi malograda Séfora, tu madre, a la que tanto te asemejas. Sus mismos ojos almendrados, el pelo oscuro y sedoso. No la lloraré lo suficiente hasta que muera.

—Déjame un tiempo para asimilar estas revelaciones. Después, mi corazón me dictará qué credo seguir y a qué sangre pertenecer. Lo comprendes, ¿verdad abuelo?

—¡Claro! —replicó el anciano—. Ya nada se puede reparar. Las cosas fueron así, y es llegado el tiempo de enmendar el mal, reparar y perdonar.

No obstante el corazón le decía a Diego que aún le quedaba una pieza por encajar, y que allí, ante su abuelo Zakay, debía callarla. Intuía que no le había dicho toda la verdad sobre la muerte de su madre Séfora y que tal vez don Garcilaso supiera más. Algo le decía en el corazón que su abuelo ocultaba un capítulo deshonroso de aquellos años. ¿O era una presunción descabellada? Esa visita la dejaría para su regreso a Aragón; hasta entonces la ocultaría en lo hondo de su mente. No quería herir el corazón del anciano.

Repentinamente, Diego Galaz se sintió, tras mucho tiempo, más sereno.

No vio a Zakay en los días siguientes. El nasí se hallaba retirado en oración, por lo que se procuró la compañía de su recién conocido tío Yehudá, el único hermano de su madre. Era un personaje en extremo sencillo, de carácter vacilante y ajeno al sueño idealista y religioso de su padre. Siendo un hasidim, acompañaba a su padre por respeto, como cayado para sus piernas. Consideraba a Diego como un hijo y no se separaba de él. Le contó que poseía una casa en Guadalajara, pero vivía en Palermo, donde lo aguardaban su esposa Abigail y dos hijas de corta edad. Administraba los asuntos de La Roda en la isla italiana y la añoranza de su familia lo mantenía en estado de impaciencia. No anhelaba otra cosa que acabar con aquella enajenación de su padre y retornar cuanto antes a Sicilia.

Anduvieron por las dependencias de la comunidad y Diego se maravilló de la piedad y laboriosidad de la comunidad de hasidim, que aunaban la oración con el estudio. Cumplían la regla esenia y la Ley de Moisés en su pureza original. Notó rasgos de extrema pobreza en sus miembros y la observancia de una obediencia ciega al maestro Neptalí Megas y a su abuelo, como mebaqqer de Occidente.

Cumplían el celibato los más viejos, pero los más jóvenes convivían con sus esposas e hijos en cobertizos apartados. También observó la sujeción a estrictas normas de convivencia y gobierno, que según Yehudá habían calcado de los manuales esenios. Trabajaban por grupos en las acequias, en los hornos, en las escribanías o en las cisternas, mientras otros oraban, elevando al cielo letanías interminables de salmos bíblicos. Los novicios se dedicaban a una curiosa tarea que asombró al físico. Quemaban las plantas de los alrededores del mar de la Sal y con ello fabricaban una ceniza pastosa que llamaban borit, una pasta con propiedades medicinales para rejuvenecer la piel que luego revendían a los caravaneros nabateos y sirios para distribuirlas por las droguerías de Europa, la India y Catay.

—Aquí aseguran que con esa pasta limpiaron el cuerpo de vuestro Cristo cuando fue descendido de la cruz. Vuestro Mesías conocía las enseñanzas esenias y las practicaba —le aseguró Yehudá.

Cada tarde visitaba a los amanuenses en el scriptorium, un lugar que lo atraía por su olor a atramentum y a pellejo rancio, así como por su admirable recopilación de rollos, vitelas y manuscritos en arameo antiguo. Seis calígrafos los reproducían con una acabada maestría, mientras otros alisaban con cristales y bolas de plomo las badanas de cabritillo, o afilaban los cálamos indios, limpiaban las péndolas de plata o cortaban las puntas de sandáraca. Allí aguardó, admirando la delicada tarea, hasta la caída de la tarde, cuando Yehudá lo requirió para acompañarlo al refectorio.

No obstante, los planes mesiánicos de su abuelo le preocupaban, pues la violencia antijudía, lejos de aminorar, se acrecentaba, y no dejaba de recordar la matanza que le dio la bienvenida a Jerusalén. Llegaban noticias desalentadoras de Galilea y de la Decápolis, con atropellos cometidos por los bárbaros sarrasin del gobernador de Jerusalén, que se había propuesto acabar con los hasidim y sus sueños mesiánicos persiguiéndolos por todo el país.

—Abuelo Zakay, pongamos tierra de por medio y comencemos juntos una nueva vida en Aragón, Barcelona, Alejandría o Sicilia. Todo esto no es sino una locura.

—No, hijo. Mi sino ya está trazado en el cielo. Debo cumplir con mi destino y expiar mi gran pecado con el servicio al Altísimo. Si un enloquecido como yo persevera en su delirio, puede terminar siendo un sabio —le confesó, y un velo de tristeza cruzó su semblante—. Desde que murió Séfora, mi signo ha sido huir, siempre huir, como si presintiera a mi espalda un fantasma que exige el precio de mi vida.

Debía convencerlo para abandonar aquel desierto de muerte. Pero ¿consentiría sin antes presenciar la aparición del Zonara? No obstante, una de las frases que más repetía el anciano tenía intrigado a Diego: «¿Por qué alude constantemente a su gran pecado? ¿Oculta algún escándalo del pasado?».

El alma de Diego Galaz se había sosegado como se serena el niño tras el llanto. Ya no maldecía los hechos de su pasado. En cambio le irritaban los sueños visionarios de su abuelo sobre el Zonara, pero lo respetaba y oía absorto los relatos sobre sus padres. Gradualmente se aferró con afecto a la fugaz imagen de Séfora Elasar y del refinado príncipe Joan de Aragón, y los amó.

«Don Joan llamaba a tu madre blanc ocell, pajarillo blanco, por su dulce voz».

«Dante, el florentino, dice que el amor y un gentil corazón son una misma cosa, y la ternura, el reposo de la pasión. Pero fue un amor malogrado y condenado».

Del rostro de Diego se borró el halo de nostalgia que lo acompañaba, mientras en la profundidad de su alma resonaban voces que lo reconciliaban con su ayer. Se sentía como un hombre entre dos leyes y dos creencias, pero le seducía que su madre hubiera mostrado clarividencia sobre las plantas y sus propiedades curativas y que se inclinara hacia las enseñanzas astrológicas y geománticas, como él mismo. Poco a poco, aquella mujer que apenas si había tenido tiempo para disfrutar de la vida, ocupaba su corazón, donde aún se debatía en el misterio su principesco padre.

—Siento como si el veneno que destilaba mi alma se hubiera volatilizado. Ya no me siento a la deriva, sino como un hombre nuevo —repetía Galaz a sus familiares.

La empatía entre abuelo y nieto, de la que no podía excluirse a su tío Yehudá, aumentaba cada minuto que compartían en el desierto del mar Muerto, a cientos de leguas de Aragón. Zakay y Yehudá lo acompañaban hasta el scriptorium, donde en medio de una atmósfera de sosiego, le explicaban los principios de la Misná, la tradición oral judía, y los comentarios de la Guemará, que según el nasí conformaban el sagrado Talmud, el saber moral de Israel, que Diego escuchaba con desconocido agrado. Le insistía que por la sangre de su madre Séfora ben Elasar, debía sentirse como descendiente del sumo sacerdote Sadoq, pero Diego se resistía a convertirse en un circunciso y vivir el drama que sufría el pueblo judío.

—Qué felices hubieran sido tu madre y tu abuela Esther, mi esposa, de haber presenciado la celebración de la Bar Miztva, la confirmación de los trece años. Sin duda hubiera sido más sonada que los esponsales de un rey. Pero no nos lamentemos, de nada sirve. Ahora somos dichosos por haberte recuperado.

Diego intuía que los días para el regreso se habían acortado y que llegaría tarde a la partida de La Violant, lista para zarpar en Alejandría, si no se apresuraba. Aguardaría la fiesta judía del Schawuot y partiría solo o con ellos, antes del final del verano, aunque su abuelo se mostraba intransigente en abandonar la comunidad.

Una mañana canicular, después de cumplir con el baño ritual, Zakay lo convocó a la biblioteca, donde los copistas transcribían un antiquísimo tratado del Libro de los Jubileos y la regla esenia Hagu, desenterrados de una cueva próxima y seguramente escondidos del saqueo por los magarriyah siglos atrás. Olían a almendras rancias y su color era como la mies segada. Diego contempló arrobado su cuidada caligrafía y pasó sus dedos por el papiro. De inmediato percibió una gran emoción, pues uno de los amanuenses le aseguró que respiraron el mismo aire del Cristo de Nazaret.

Pilas de grimorios, pliegos de papiro, palimpsestos y pergaminos, se alineaban en las mesas, junto a los secantes, plumas, cálamos y cuernos de tinta, con los que creaban primorosas miniaturas. Compareció también el gran rabino, Ben Megas, al que al fin conoció, un hombre de cara inexpresiva, diminuto, obeso, de ojillos zarcos y de movimientos inquietos, del que emanaba una caduca autoridad. Reinaba el silencio en la sala y el hombrecillo bisbiseó una oración entre dientes. Luego, como si ritualizara un ceremonial, dio unos pasos hacia delante y hacia atrás y frente a la Torah, y tras colocarse en el almenor, un estrado donde explicaba las Escrituras Sagradas, declamó:

—Dios nuestro, colma de bienes a Israel y restablece los muros de tu Ciudad Santa. En ti están depositadas nuestras esperanzas, Señor de los Ejércitos.

Zakay ben Elasar extrajo de los estantes unos cilindros agrietados que le presentó a Diego como la Torah, la médula de la fe hebrea, compuesta según sus parsimoniosas palabras, por los cinco libros de Moisés, los de los Profetas y los escritos Sapienciales. Extendió ante sus ojos un rollo que despedía un aromado olor a algalia y destapó un jarrillo de miel. Consumando un rito secular vertió una gota en el pergamino ante la sorpresa de Diego que no comprendía el mágico ritual que oficiaban en su honor.

—Diego, hijo de Sefora Elasar, hija de Zakay y Esther, cuando un chiquillo judío inicia sus estudios de la Torah, se derrama miel de Judea sobre el papiro, aclarándole que su lectura resultará tan dulce como un panal. Desde hoy, si lo deseas, puedo explicarte la Misná y la Gemará y entrar en la comunidad del pueblo de Israel.

Ante la delicadeza mostrada de su ascendiente, no pudo por menos que aproximarse, tomarle las manos y manifestarle:

—Zakay ben Elasar, he tardado en hallar mi origen y aunque con el alma atravesada en la garganta, al fin he recibido mi recompensa: conocerlo.

—Algo que no has mendigado, pero que te correspondía por justicia, Diego.

—Pero ahora mi corazón me dicta que está entre lo más hermoso que ha ocurrido en mi vida —admitió—. Acepto mi sangre y mi genealogía.

Ben Megas se incorporó y le besó las mejillas, tras su abuelo y Yehudá. Le regaló un papiro enrollado en una tesela de cuero con el primer capítulo del Génesis y le brindó una fraternal bienvenida a la estirpe de Abraham.

—Al haber nacido de hembra judía te has convertido en hijo de la Alianza. Así que ambas familias servirán a Dios como depositarios legítimos de los vasos sagrados en el Santuario, como ya hicieron nuestros antepasados en el Templo. Nada más sublime para un hebreo.

El algebrista estaba conmovido y el corazón se agitaba en su pecho.

—San Agustín asegura que sólo se puede creer en algo, si se hace con libertad. De lo contrario carece de valor. Esperaré para asumir mis creencias religiosas —manifestó con cautela Diego, a quien le costaba admitir que hombres tan eruditos aceptaran ese delirio mesiánico—. ¿Creéis, gran rabí, que realmente comparecerá el Mesías próximamente en Palestina?

Los ojillos de Megas centellaron en sus cuencas arrugadas, irritados por la pregunta. Diego lo percibió y pidió excusas. ¿Había blasfemado contra Dios o la causa mesiánica?

—Óyeme, hijo —se explicó—. Un día, hace años, tuve una visión de esperanza, semejante a la del profeta Enoc. El oráculo divino me transmitió la misión de pregonar por el mundo la llegada del Hijo del Hombre que despojará a los paganos mamelucos de su trono y ensombrecerá el rostro de los falsos reyes. Será el cayado de elegidos en Eretz Israel, entre los que nos hallaremos los fieles hasidim. Veremos prodigios celestes, no lo dudes ni por un momento.

—Pero guardaos del gobernador Amir —le recordó Diego—. Fui testigo de la cruel matanza de hasidim en las murallas de Jerusalén.

—No nos encontrará. Existen cientos de cuevas y sinagogas donde podríamos escondernos. Dios nos protege con su manto en estos desiertos infinitos.

«¿Por qué todos los soñadores religiosos sueñan con un paraíso exclusivo para ellos?», pensó Diego.

—No obstante, abuelo Zakay, te lo rogamos Yehudá y yo: partamos hoy mismo hacia Alejandría —le encareció con ternura—. Quedarse en este lugar podría ser arriesgado y los sarrasin os buscan. Vuestra sentencia está escrita. Vuestro celoso afán de esperar al Mesías puede acarrearos la muerte a manos de esos mamelucos. Si os encuentran os degollarán sin compasión y no podréis cumplir vuestra sagrada misión.

El nasí, con la mirada de reconocimiento, afirmó:

—Te honra tu afecto. Pero te digo como el gran rabino, estamos persuadidos de la inminente llegada del Zonara, el jesita, descendiente de Jesé, el padre del rey David. Nos hallamos en manos de Elohím, el Altísimo. Desecha tus temores Diego.

Dejando traslucir su impaciencia dijo con dramática dignidad:

—No me cautivaría verte morir ahora que te he hallado al fin, abuelo Zakay.

—La misión del judío consiste en invitar a la humanidad al reino de la Paz, que traerá en breve el Elegido. Y en ese empeño perseveraré. Como dice el nasí Isaías, «Habitará el lobo con el cordero, el leopardo se acostará con el cabritillo, y el niño jugará con el áspid». Nada receles. Para finales del verano regresaremos a Alejandría para proclamar al mundo, judío y gentil, la buena nueva. —Cerrando los ojos, Zakay penetró en un silencio beatífico y luego suplicó—: Dios, concédeme la visión del Zonara, aunque sea lo último que mis ojos vean.

De repente el anciano se sumió en un intenso cansancio, provocado por la emoción del momento. Ben Megas lo ayudó a sentarse y con los dedos untados con aceite y miel marcó la frente de Diego Galaz, que lo dejó hacer.

—«Baruj atá, Adonai, melej ha-olam», «Bendito eres, Señor Dios nuestro, rey de la eternidad» —imploró el rollizo rabino, que le dedicó una sonrisa franca.

Diego pensó que tenía que improvisar un nuevo destino.

Aquel lugar le pareció un oasis de paz y sosiego inolvidables. Sintió que la emoción le sofocaba, y percibió un misterio que nunca podría esclarecer. ¿Era únicamente una sensación o una mudanza radical en su espíritu?

El calor se le hizo opresivo.

En aquel lánguido amanecer, Diego no oyó la piedra moliendo maíz, ni la carraca convocando a los rezos. Había llegado el día anunciado con un estallido de luz. El aire ardía como un hornillo. Según las predicciones de Ben Megas, la manifestación del Zonara ante el pueblo elegido, coincidiría con la más jubilosa de las fiestas judías desde que sus antepasados se asentaran en la Tierra Prometida, el Shawuot, que concluía aquel domingo. En algún lugar de Eretz Israel se manifestaría al mundo el Hijo de Dios.

Expectantes, los hasidim, precedidos por Ben Megas, el Rabino de Justicia, una cohorte de rabinos y Zakay ben Elasar, iniciaron la procesión de la Cosecha. Descendieron de otros retiros y de las cuevas otros muchos ascetas, que se unieron a la comitiva de esperanzados por el Zonara. Portaban en sus manos un haz de gavillas y adornaban sus túnicas con lulabs, cordoncillos de oro semejantes a los retoños del trigo.

—Oye, Israel, Yahvé es nuestro Dios, Adonai es único —proclamaban.

Se alineaban a uno y otro lado de una carreta tirada por dos bueyes uncidos y aderezados con brazadas de avena y hojas de sicómoro, que portaba un tabernáculo con hogazas de pan. En pleno desierto lo ofrendarían a Yahvé, con los ojos puestos en dirección a Jerusalén, al monte Sión y a su Templo, lugares sagrados donde el Zonara se manifestaría al mundo. Diego, desde los roquedales, los contemplaba fascinado. Mientras caminaban lentamente, Megas entonaba antífonas que quebraban el aire, contestadas por los santones con el familiar canto conocido por Diego, al que se le erizaba la nuca al escucharlo.

—El Mesías comparecerá en Israel y las gentes fluirán como un río hacia el monte Sión, como un rebaño de ovejas por las praderas de Gilad y Hebrón.

—¡Milhamah, guerra , milhamah, Señor! —oraban.

—«Una estrella sale de Jacob y un cetro surge de Israel. Y cuando Él aparezca aplastará a los paganos y a los impíos hijos de Set. Espada despierta y hiere al pastor» —rogaba el rabino—. Quienes quiebren la Alianza serán barridos cuando la Gloria de Dios, el Mesías, el Maestro único, se manifieste en este día. Hoy contemplaremos la salvación, hermanos. Preparad vuestros espíritus y abrid vuestros ojos.

Milhamah, Milhamah —gritaban—. Am Yisrael Chaj, «Israel vivirá eternamente».

La comitiva ascendía ladera arriba, como un gigantesco gusano que se arrastrara entre los pedregales. Pero súbitamente todo pareció detenerse. Remolinos de polvo y un ruido ensordecedor surgieron tras los altozanos, como si una manada de onagros salvajes se mostrara ante ellos. A menos de un tiro de piedra, irrumpieron como una plaga de langosta y con la furia de mil demonios. Una patrulla del gobernador mameluco de Jerusalén se precipitaba por las pendientes enarbolando alfanjes y arcos. Las negras figuras, como el vuelo de la muerte, se lanzaban sobre los sorprendidos hasidim como un huracán en primavera. La bruma caliginosa los había ocultado, hasta que los bufidos y los cascos de los caballos atronaron los caminos de Jericó y las quebradas de Mird, desgarrando la quietud del Hibert Qumran.

Del fondo del alma de Diego Galaz, que se quedó petrificado, surgió una alarmada tristeza, mezclada con el encanto de lo que había podido hacer junto a su abuelo.

—Han caído en la trampa de la muerte y sus sueños se han evaporado de golpe —se lamentó, ahogando un grito de alarma y desesperación—. ¡Dios protégelos!

El algebrista se parapetó tras los muros del cenobio y agudizó sus sentidos para salvar la vida. Con pavor observó los movimientos de la tropa. Luego se fijó en el jefe que los mandaba, y a su lado, como lugarteniente de la muerte, descubrió un rostro amigo. ¿Cuántos traidores latentes viven en el mundo cotidiano, prestos a esperar el momento oportuno? Pero no podía sospechar que aquel hombre lo fuera. Casi sin habla y con los ojos desorbitados, musitó estupefacto:

—No, no puedo creerlo. ¡Maldito seas!