La cruz de la salvación

Nicolás advirtió que la tristeza poseía a Isabella, su prima.

Ella leía por enésima vez una carta que le había llegado de Barcelona entre las sacas de especias de los Astolfi. Su alegría se había esfumado, estaba presa de la confusión y unos lamentos mudos la sacudían. ¿Le había ocurrido algo irreparable a su amigo Galaz? Sin decir palabra, Isabella dejó caer la carta como si su mensaje le hubiera taladrado el alma. Pálida, con un velo de lágrimas en los ojos, se derrumbó en el escabel. El abarquillado pliego fue a caer ante las botas de Nicolás, que pasó los ojos por el texto. De su boca escapó una exclamación de incredulidad al concluir su lectura.

—¿Se ha marchado a Alejandría?

—Eso parece, y algo me dice que ya no lo veré nunca más —se lamentó la joven—. Esta carta más bien me parece una despedida, una excusa para romper nuestra promesa.

Desorientado, Nicolás le recordó su horóscopo y la caballerosidad de su amigo. Pero Isabella no tenía la flema suficiente como para iniciar con su primo un coloquio erudito sobre astronomía. ¿Se había equivocado sobre las intenciones de Diego Galaz? Era evidente que el correo la había herido. Respetaba su decisión y posiblemente los sueños de Diego eran grandiosos, pero su determinación de zarpar a Oriente la habían hundido en la desesperanza: «No desea ataduras y escapa de mí», reflexionó.

Los días pasados junto a él, en medio de una complicidad sin límites, habían sido un deleite para su corazón. Había conocido al fin a un hombre que actuaba sin ambición, que era proclive a la generosidad, recto de intenciones, amante apasionado y refractario a la mentira. Para ella la carta era como si se hubiera arrepentido de la promesa que le había hecho. Su espíritu no podía tranquilizarse y temía un futuro amargo, pues el más bello amor que había vivido acababa de perderse, quizás para siempre.

—Yo creo que Diego se expresa de forma recta y que es absurda tu aprensión. Con los días, tu tristeza se desvanecerá.

—La carta no puede ocultar que me abandona por ese loco deseo de buscar su origen. Pero su caligrafía es indecisa y esconde más que lo que dice —se lamentó la joven entre sollozos—. ¿Quiénes son ese niño del que habla y esa joven viuda a la que ha ayudado? ¿Estuvo antes en Barcelona? ¿Acaso no parece que se haya refugiado en sus brazos? Además asegura haberse embarcado en una aventura al fin del mundo. ¿Será cierto? La espera eterna, o quizás su muerte, terminarán por aniquilar el destino que habíamos prometido juntos.

—No creo que Galaz sea un embaucador; si algo significa para ti, serena tus lágrimas —le rogó—. Diego es un hombre digno, lo conozco bien. Espéralo.

Isabella secó sus lágrimas con su pañuelo de Ypres, y se envalentonó.

—¿Acaso mis exigencias eran inmoderadas? ¡Me ha dejado por ese anillo endiablado! ¿Cómo lo voy a disculpar, primo? No regresará. Lo intuyo en sus palabras.

La muchacha estaba dolorida y no podía reprimir su llanto. Nicolás lamentó que la carta hubiera herido tan gravemente el temple de Isabella. Celosa de su respetabilidad, hizo un esfuerzo para que su rostro no dejara traslucir su desolación. Aprovechando la mejoría de humor de su prima, Nicolás la indujo a pensamientos más bondadosos acerca de Diego.

—Ponlo a prueba durante el tiempo que te ruega.

—¿Y resignarme a aguardarlo como si fuera la esposa de un marino o de un guerrero, y que un día me anuncien que está muerto? —protestó con vehemencia.

Isabella apretó entre sus menudos puños el áspero pliego de papel que le tendió Nicolás y lo arrojó al fuego del hogar. Luego, más comedida, sin acusarlo pero tampoco sin exculparlo, dijo:

—Poco importa si es verdad lo que me dice Diego en su recado, pero me ha transmitido la noticia de su marcha con tan poca piedad que ha devastado mi alma. Sin embargo, me interesa tanto que únicamente quiero saber la verdad. Y te juro por los huesos de nuestros antepasados que la sabré.

Isabella alzó sus ojos al cielo donde una nube acababa de ocultar un sol entristecido. En el silencio se oyó un suspiro de aflicción, como si la burbuja que envolvía su vida hubiera estallado dejándola sin protección. ¿Le había contado Diego la verdad, o se trataba de una disculpa para abandonarla? Una fuerza misteriosa la unía no obstante a aquel hombre, y el miedo a perderlo para siempre era tan real, como el papiro que consumían las llamas. Isabella volvió su rostro, de nuevo apesadumbrado, se incorporó y se abrazó a Nicolás expresando su aflicción.

—Te ayudaré a que desentrañes la verdad. Seré tu cómplice Isabella —anunció su primo.

Aquel atardecer le pareció el más lento y triste de su vida.

Conforme pasaban los días, Isabella se veía más en un callejón sin salida que la conduciría a una existencia odiosa e insoportable. Su semblante expresaba pesar; distante de su familia, únicamente le placía estar sola. Antes de las festividades de la Pascua de la Natividad, mientras lloraba apoyada en su almohadón, su primo, su tía y su tío Mauricio entraron de puntillas en la alcoba. En sus caras se dibujaba la preocupación. Tras conversar con ella y consolarla, la hicieron partícipe de una noticia que le dejó helado el corazón.

—Querida, hice algunas pesquisas con Alberico Astolfi, mercader amigo mío, que me asegura que el armador Jacint Blanxart zarpó el verano pasado de Barcelona y que no ha retornado aún —aseguró Santángel—. Falta de la ciudad desde hace un año y según el Consolat no regresará hasta primavera. Diego Galaz no ha podido embarcase con ese naviero. Resulta evidente que esconde una mentira. Creí que debías saberlo.

—Seguro que todo esto tiene su explicación, padre —terció Nicolás.

—Restaña las heridas de tu corazón y olvídalo, sobrina. No te faltarán pretendientes —insistió su tío, que le besó la frente con intensa ternura.

Isabella asimiló la noticia que venía a confirmar sus presentimientos. En sus largos insomnios había agotado sus lágrimas. Trataba con severidad su cuerpo, aborreció la comida, y a medida que pasaban los días se consumía en la tortura del recuerdo de Diego. Su vitalidad se resintió y su rostro, antes gracioso, se transmutó en una máscara de tonalidad violácea. Para mitigar el sufrimiento de la revelación y escapar de los consejos de sus tíos, Isabella se refugió en la soledad aromática de la iglesia de San Pablo, donde oraba largas horas y a veces murmuraba imprecaciones contra el cielo.

Una semana sucedió a otra e Isabella empezó a pensar en romper aquella espera interminable. Notaba que no estaba dispuesta a resignarse. Y, o poco se conocía a sí misma o viajaría a Barcelona para conocer la verdad, pues la explicación de la carta de Diego no la había convencido, pero tampoco el testimonio de su tío. Evocaba constantemente los ojos castaños de su amante, y esbozaba una ligera sonrisa de placer. El alma instintivamente rebelde de Diego Galaz le fascinaba, y no estaba dispuesta a perderlo. Su carácter era demasiado orgulloso para exponerse a un desaire y, aunque se movía con una conducta reservada, incluso tímida, pocos conocían su valor.

No necesitaba confiarse a otros y su sangre fría, después de los peligros pasados tras perder a su familia, no sólo no había desaparecido, sino que se había afirmado. Todos la tenían por una criatura ineficaz, deliciosa incluso, impresionable y de dulzura angelical, sonriente siempre, y asequible a sus semejantes. Pero como en todos los seres humanos, su espíritu era un saco de contradicciones. Pasaba encerrada las horas en su aposento tocando el órgano hidráulico, como abismada en el ensueño de la pérdida de Diego Galaz, el objeto de su adoración, diciéndose: ¿cómo, siendo mujer, me permitirán obrar libremente?

Su tío Mauricio llegó a preocuparse por su salud, pues, después de semanas de mutismo, enfermó. Para la Epifanía quedó postrada en cama, de la que salió sólo por los ruegos reiterados de Nicolás. Isabella se acostaba y su imaginación volaba al mar de Barcelona, como si fuera el único lugar del mundo donde su recuerdo permanecía inviolable. Una melancólica tristeza se había apoderado de la joven, a quien sólo los oficios divinos, los rosarios y las retahílas de padrenuestros, conformaban su corazón de judía convertida.

Se mortificaba con una severidad irracional, como si fuera culpable de la separación, y vivía minuto a minuto una tortura que minaba su frágil cuerpo. Bebía un veneno atroz que arrasaba día a día su espíritu selecto. Un pesar angustioso se enseñoreó de su interior, como si un rayo maléfico le hubiera caído del cielo. Se mostraba incapaz de comunicarse con el resto del mundo, y hubiera perecido de inanición de no ser por su primo Nicolás, que la asistía como el mejor de los físicos. Farfullaba incoherencias, derramaba un llanto inconsolable y más parecía una masa inerte tendida en el lecho, que una joven deseable.

Nada de lo que la rodeaba la inducía a seguir viviendo.

«¿Cómo voy a resignarme a perder a un hombre tan fascinante, original en sus ironías, entusiasta sin condiciones y que ama la amistad sin nubes? ¿Por qué ha faltado a la verdad diciendo que se ha embarcado, cuando no ha sido así? ¿Se hallará enfermo del morbo negro y lo oculta?».

Ausente, paseaba por los rincones umbríos del jardín acompañada por el picoteo de los pavos reales y el zureo de las palomas a las que participaba sus penas, aunque no la entendieran. Enferma del alma, oprimida por una melancolía delirante, cada día se hacía más fuerte su añoranza. El ser lejano e invisible, Diego Galaz, que la había despertado a la vida, era el alimento que le faltaba a su espíritu. Sin embargo una inquietud silenciosa se agitaba en su pecho, ordenándole que extrajera las espinas de su corazón como se extraen las flores muertas de un estanque.

«La única medicina que disiparía las dudas que ha sembrado Diego en mi corazón sería ver con mis propios ojos lo que me ha asegurado, y saber si me dijo la verdad», cavilaba.

Una mujer judía era respetada en la sociedad conversa, pero no se tenían en cuenta sus sentimientos. Isabella anhelaba saber de Diego, pero ¿cómo hallar un camino para lograrlo? Había adoptado las maneras de una viuda, poseía su misma inconsolable blancura y la recatada castidad de las mujerucas vestidas de negro de la parroquia. Escaparse sería romper los vínculos con una familia a la que sólo debía gratitud. No quería contrariarlos, pero tenía que hallar una excusa poderosa para salir de Zaragoza.

—Los infortunios del azar los puede cambiar uno mismo con su esfuerzo, Nicolás —le decía a su primo—. Somos nosotros los que creamos nuestros duelos. Diego se ha enseñoreado de mi vida y estoy segura de que se halla en Barcelona por una causa que quizás por prudencia calla. Mi situación es angustiosa. Ayúdame a ir a buscarlo, te lo ruego. Quiero salir de este lugar amado, pero maldito para mí —dijo y lo besó en las mejillas.

—No permitiré que este asunto destroce tu corazón. Te ayudaré.

El cielo vino a hacerle justicia un frío día de San Blas.

Las ventiscas del norte habían cesado. El sol, que nacía moteado de gris, se mostraba más vigoroso. El cielo se desplegaba en una infinitud de tonalidades azuladas, y los días se alargaban. Isabella detestaba el aullar del viento; la humedad del río la hacía encerrarse en su aposento, donde hilaba en la rueca, bordaba con hilos de oro y se entretenía con su labor más querida, tañer el laúd y cantar.

Aquella mañana de febrero una luz inquieta latía en la atmósfera. A Isabella le llegó nítido el repique de los carillones de la Seo del Salvador y de los campaniles de la Aljafería y la Zuda, cuyo eco resonaba por encima de las torres y las almunias del Campo del To ro. ¿Qué ocurriría de extraordinario para que las campanas doblaran a horas tan intempestivas? Isabella se asomó al ventanal y escuchó el rumor de una lenta corriente de vecinos que, abandonando jergones y yacijas, acudían del Puente de Piedra, congregándose en la cercana iglesia de San Pablo. Una invasión pacífica de peregrinos, disciplinantes y penitentes que seguían una cruz gigantesca de avellano, rugosa y ensangrentada, se había adueñado de Zaragoza. No se escuchaban ni clarines ni timbales, ni el piafar de caballos, sino rezos y letabundi de penitencia dirigidos a Dios.

Isabella estiró el cuello intentando adivinar qué pasaba. De repente, la comitiva irrumpió en el ámbito de su visión. Un clérigo barbudo vestido con hábito de estameña, coronilla tonsurada, de aspecto seráfico y rostro del color de la ceniza, era conducido en un pollino por prebostes del Concejo y prebendarios de la catedral. Sus ojos fulguraban como el carbunclo entre las ranuras de unos párpados entornados; como Cristo en su entrada en Jerusalén, era aclamado por el pueblo y también como el Redentor, era acompañado por un cortejo de disciplinantes y peregrinos con bordones de madera de encina.

Portaban dos reliquias que decían milagrosas, ante las que la multitud se inclinaba: La Creu de la Salvació, un madero que decían había sido talado cerca del Tiberíades, y una asombrosa urna de cristal donde yacía el cuerpecillo momificado de uno de los Santos Inocentes. Los disciplinantes aseguraban que había sido traído de Tierra Santa por Raimundo de Tolosa, el conquistador de Jerusalén, tras la primera cruzada. Como si fuera un príncipe de la Iglesia, una legión de discípulos y ascetas de raídas cogullas acompañaban al guía espiritual. Tras ellos, una multitud de monjas y beguinas de tocas blancas anunciaban la segunda venida del Cristo y el fin de los tiempos.

Isabella quedó sobrecogida por la procesión.

—Prima, ¿has visto? —le preguntó Nicolás que irrumpió en la sala alarmado.

—¿Quién es ese predicador al que agasajan como a un obispo, primo?

—Es conocido como el Profeta de Aínsa, y también como fray Guifré de la Creu. Es un ermitaño al que no se le conocen órdenes sagradas. Vanagloriándose de su santidad, predica la caridad evangélica y la pobreza de la Iglesia.

—Su imagen me resulta vagamente conocida y sus ojos han dado un vuelco a mi corazón. Y si no fuera porque aquel vestía de rojo como un obispo y este parece un asceta del desierto, con esas barbas y el cuerpo artrítico, diría que son una misma persona. Aún no se ha borrado de mi memoria aquella frase horrible de «Yo soy la ira de Dios» y el olor a hogueras que devoraban carne judía, que yo amaba o conocía.

—¡Cualquiera sabe! Eras muy pequeña y es poco probable, aunque que más da sea este o aquel el que prendió la hoguera. Este anciano va por los caminos reformando rameras y pecadores contumaces, y su nombre es distinto al de aquel cruel mosén Anton y su caterva de iluminados asesinos.

—¿Y qué predica? ¿Más quema de aljamas?

—No. La llegada del Apocalipsis y el fin del mundo —repuso Nicolás—. En su arrebato anticlerical aseguran que apalea a los clérigos lascivos y a los capellanes indecentes con los que se encuentra. Los obispos no lo ven con buenos ojos y los rabinos le temen, pues han quemado dos sinagogas en el valle de Boltaña, donde el brote de la peste negra se ha recrudecido, avivando el pánico. Por donde pasa es aclamado por el pueblo y se le unen pobres, proscritos, apóstatas de la fe, vagabundos y cristianos con graves culpas que ansían regenerarse.

—¿Y por qué esa aversión a nuestro pueblo? ¿Afrentamos quizás a Dios?

—La tradición cristiana vaticina que el Anticristo nacerá de la tribu judía de Dan. Hasta Tomás de Aquino y los escolásticos lo aceptan. Esto unido a que nos creen culpables de la muerte de Cristo, causantes de la pestilencia y envenenadores de pozos y manantiales, nos hace el blanco de sus iras.

—¿Y adónde se dirigen, Nicolás? —inquirió interesada.

—Huyen de la epidemia negra; son gentes de Loarre, Sábada y Gurrea. Van a venerar las reliquias del monasterio de Poblet y de Santes Creus y luego a Barcelona, donde predicará ante el mismísimo rey don Pedro, un monarca ansioso de vaticinios y propenso a los visionarios y echadores de ensalmos, que se cree el Rey del Fin de los Días. Algunos dicen que su intención es encaminarse con ese tropel de mendigos y pauperes en un viaje sagrado a Rodas y de ahí a Jerusalén, para postrarse ante el Santo Sepulcro. ¡Insensatos! Allí hallarán la muerte a manos de los feroces mamelucos —afirmó—. La era de las cruzadas ya concluyó.

—Ese predicador posee una majestad natural y unos modales humildes que impresionan, pero su mirada me ha despertado recuerdos que me inquietan. ¿Nos acercamos a verlos, primo? —le rogó Isabella persuasiva.

—Los guías de la salvación que predican la pobreza apostólica me escaman, pues aceptan cuantiosas limosnas. Meten miedo a las gentes que se pegan asustadas a los faldones de sus hábitos. A mí me parecen unos embaucadores que se aprovechan del pavor del pueblo. Pero vayamos si así lo quieres.

La multitud los empujó dentro de la iglesia. El clangor de las esquilas y los cantos gregorianos atronaron la atestada nave, iluminada por cientos de candelas. Las campanas dejaron de doblar y la multitud se apiñó frente al altar. El irrespirable tufo a humanidad, comida rancia y sudor, apenas era aventado por las vaharadas de incienso. El Profeta se disponía a hablar y un mar de cabezas impacientes se agitaba como espigas en un trigal. Sólo se escuchaba el chisporroteo de los velones y los gemidos de las beatas. Un grito del predicador heló la sangre de los asistentes.

—¡Almas pecadoras, empedernidos herejes que os dejáis llevar por las trampas del Maligno, por la gula, la soberbia y la lascivia! —clamó con los ojos inyectados en sangre—. La muerte danza con su guadaña ante nosotros y ya se acercan las plagas del Apocalipsis. Sufriréis hambre, terremotos y pestilencias, la tierra y los cielos se abrirán y se alzarán falsos salvadores que harán portentos y milagros. ¿Y qué hay después? Si no hacemos penitencia, las llamas del infierno eterno y legiones de demonios torturadores a vuestro alrededor. ¡Dies Irae!

—¡Tu es doctor mirabilis celestis, incarnatio Sancti Spiritus! —exclamó uno de sus seguidores con el rostro congestionado.

—¡Amén, Señor! —le contestaron los demás.

El gentío que llenaba la iglesia, lejos de apaciguarse, gimoteaba y aclamaba al santo viviente, que de improviso alzó su barba flotante, cerró los párpados y entró en un trance que a Nicolás le pareció simulado. Los rostros, atenazados por la invectiva prédica, aguardaron impacientes. De repente abrió sus ojos aterradores como si fuera el enviado del Reino de la Redención.

—¿Os sentís culpables, blasfemos de Dios? —exclamó echando saliva por la boca—. Rezad conmigo el Benedictus y el Confiteor, pues de lo contrario jamás entraréis en el reino de los Bienaventurados, la Jerusalén Celeste. Desconfiad de los clérigos fornicadores, esa raza de Caín que ha erigido un altar a la avaricia y a la lujuria y que ha emergido de las profundidades del abismo para perdición de la Iglesia.

Concluida la charlatanería apocalíptica, los penitentes se cogieron de las manos y rodearon el presbiterio. Olían de una forma pútrida, pues no se aseaban, vestían el mismo sayal y la sangre formaba repugnantes costras en sus espaldas.

—¡Disciplinantes del martirio puro, yo os llamo ante Dios! —los convocó.

Dócilmente, una veintena de mugrientos flagelantes, con los rostros ocultos, se prosternaron con los brazos en cruz y con la cara pegada a las frías losas. Inmediatamente otros cofrades, esgrimiendo flagelos con clavos de plomo y huesecillos, pasaban sobre ellos y los azotaban con saña. No se oía un solo gemido, sino los cánticos de los peregrinos entonando loas a la Gloria del Cordero, a las llagas de la Crucifixión y la Sangre vertida por el Salvador. Cuando finalizaron los himnos, todos cayeron al suelo al unísono, como impelidos por una mano gigantesca. El Profeta, satisfecho, pasó entre ellos solemne, contemplando el aquelarre de sangre y purificación.

—Son tiempos de muerte e infortunio. ¿Por qué os escondéis de la presencia de Dios, pecadores? —les decía—. ¡Arrepentíos! ¡El Juicio Final se aproxima! Cargáis con todos los pecados del orbe y sólo la ceniza y el castigo del cuerpo os redimirán. Padre de la Misericordia no tengas en cuenta el ejemplo de tus simoníacos ministros y de sus corrompidas almas y salva a tu pueblo. ¡Misericordia, misericordia!

La severa ceremonia prosiguió con una nueva lluvia de golpes. Los cuerpos se convirtieron en un amasijo de sangre y jirones descarnados. Isabella, ante la sangrienta y escalofriante visión, volvía el rostro, pues la flagelación la amedrentaba. Los azotes contraían los miembros de los penitentes, que parecían estacas carmesíes. La sangre salpicaba los paños del ara, a los fieles de las primeras filas y las columnas del santuario, mientras un Cristo escuálido y de ojos vacuos, presidía el bárbaro ritual de penitencia en su desagravio. Algunas mujerucas se lavaban el rostro con la sangre y embadurnaban a sus hijos con la esperanza de que los preservara del morbo pestilente. En medio del delirio, algunos disciplinantes se arrancaban las costras y bubas ensangrentadas, que sufrían por castigo de Dios.

—¡No queremos morir, piedad Señor, piedad! —gritó una mujer, enloquecida.

La feligresía, arrebatada con la prédica, rogaba su bendición como en el sermón de la Montaña. Muchos alababan al Profeta, otros gemían, los más se daban golpes de pecho, aterrados por los vaticinios del santón, que repartía aspersiones con un hisopo, mientras los fieles llenaban un mantón de monedas y viandas para el errático cortejo de sus disciplinantes.

—El reloj de la humanidad ha llegado a su fin —proclamaba el Profeta—. Quien de vosotros desee seguir a la mesnada sagrada de los Últimos Días, que se acerque para que yo lo toque y lo conozca —dijo como si fuera el ángel exterminador del Armagedón—. ¡Uníos al ejército de Dios y la Cruz de la Salvación y purgad vuestras culpas!

No fueron muchos los que decidieron dar el paso de dejar sus comodidades y braseros para patear los caminos de Aragón y Cataluña. De repente, Isabella, de pie y en silencio junto a Nicolás, percibió un estremecimiento en su pecho. Se sintió suspendida en el aire inmóvil, subyugada por un fulgor supraterrenal en el que parecía ascender al cielo, rodeada por el santo Profeta y el arca de cristal del Inocente, que parecía una formidable crisálida levitando sobre el altar. Era la ocasión que aguardaba desde hacía semanas. Como si fuera algo largamente meditado, Isabella se alisó su vestido verde salvia, se recompuso y se deshizo de Nicolás, de quien se escabulló como un pez en el agua. Cuando quiso darse cuenta, Isabella ya estaba arrodillada junto a otros devotos ante el Profeta, que le preguntaba por su nombre, familia y deseos de integrarse en la hermandad de flagelantes de los Últimos Días.

—Isabella, de los Santángel de Gerona y Carcasona —declaró sonrojada su identidad—. Ansío encontrar la paz de mi alma y al ser que da sentido a mi existencia.

—¡Dios también derrama su gracia sobre las familias conversas, pero debe probarlas con ayunos y penitencias! —y la bendijo con una complaciente sonrisa—. Hija, el día de Santa Eulalia, te unirás al grupo de beguinas[4] y te ligarás a mi hermandad errante. Que Jesús te lo premie con su gracia.

Cuando regresó al lado de Nicolás, este la reprendió tirándole del brazo.

—¡Estás loca! Sé por qué lo haces, prima. Estás trastornada por la pena y el desamor. Quieres reunirte con Diego Galaz y esta es una oportunidad, aunque llena de peligros inciertos. ¿Sabes lo que has hecho? Mi padre se opondrá y no lo consentirá.

Ella lo contempló con piedad. No había comprendido el dolor de su alma.

—El espíritu del Señor nos acompaña. ¿Qué he de temer? Así no viajaré sola y estos hombres santos me protegerán. Lo haré quieras o no. Una promesa sagrada hecha ante el ara del altar no la puede impedir ni Dios mismo.

Nicolás no entendía si la súbita decisión de su prima era sutileza femenina, pérdida del sentido común o devota impresión ante el iluminado predicador. El caso es que su corazón lo había decidido y comprendía que o se hace todo por el amor, o no se hace nada.

Súbitamente a Isabella le subieron por la garganta crecientes vapores. La muchacha ingresó en un blando sopor. La azafranada luz de los cirios le mareaba y un calor agobiante la transportaba a un mundo de silencios. Los clamores de los fieles reverberaban en su cerebro, como si la estructura del templo se tambaleara y su maciza armazón cayera sobre sus cabezas. Sintió que un confuso sonido le taladraba las sienes y le faltó el aire. Temerosa se sujetó al brazo de Nicolás. No oía el latido de sus pulsos y se sumió en una oscuridad abismal, en un descenso a las tinieblas que la privaba del discernimiento. «Seguidme en esta peregrinación sagrada —repercutió el mensaje en su cerebro—. Seguidme, seguidme, seguidme».

Cayó en el suelo como un fardo, sin sentido. Luego vino la nada.

Los rayos del sol se filtraban a través de los encajes del dosel del lecho.

Una hora después Isabella se retorció entre las sábanas y gimió. Estaba aturdida y el astro de luz, que asomaba y desaparecía de su embotada visión, danzaba frente a sus ojos. La cabeza y el hombro le dolían y estaba demasiado débil para preguntar. Su mente entumecida no podía enviar palabra alguna a su boca, y parecía que el aire inmóvil la sostenía en el aire. Mientras, escuchaba una voz que surgía de su cerebro, y que ascendía y descendía como un recordatorio de sus laxos pensamientos, ordenándole en medio de su aturdimiento:

«Seguidme —resonaba rumoroso—, seguidme».

—¿Te encuentras bien Isabella? Gracias a Dios que te has recuperado.

Ante su mirada desfilaron los rostros queridos de sus tíos, de Nicolás, de un físico de nariz ganchuda y de los sirvientes, que manifestaban su alegría a verla recuperada. Inmediatamente recordó con nitidez los instantes anteriores a su privación, los cuajarones resecos de los flagelantes, la feroz tensión que sufrió, aquellos ojos inflamados del Profeta, que le recordaban el más ominoso suceso de su infancia, y su lengua ardiente que les conminaba a seguirle. Entre el mudo estupor de sus familiares, como rumiando una idea que su cabeza había formado mientras estaba inconsciente, balbució con apenas un hilo de voz, descorazonando a todos:

—He decidido seguir los pasos del Profeta y unirme a sus peregrinos —les soltó.

—¿A qué viene ese disparate Isabella? No se habla de otra cosa en la vecindad. Son una banda de facinerosos —dijo su irritado tío, que no salía de su asombro.

—Se han unido otras mujeres más, entre ellas la hija del archivero del rey.

—¿Estás acaso desquiciada? ¿Cómo puedes abandonar una vida de lujos y holganza por ese loco? ¡No! No te unirás a esa reata de andrajosos alumbrados.

—Hija, tus muestras de excentricidad son cada día más patentes —dijo la tía desabridamente—. Has añadido una prueba más de que tu cabeza no rige con sentido. ¿No eres feliz en esta casa bendecida por Dios con paz, salud y risas?

¿Quién la entendía en aquella casa? ¿No comprendían que no podía aceptar aquella situación de dudas y que su determinación respondía a un proyecto cuyo resultado serían el sosiego y la felicidad? La tragedia y la culpabilidad que le habían martirizado habían concluido y se negaba a escuchar a sus familiares, quienes como un coro quejumbroso trataban de impedir su marcha a toda costa.

—No lo comprendéis queridos tíos. Él, Jesús, lo quiere, y lo haré en contra de vuestros deseos o con vuestra anuencia. Lo he prometido ante la Cruz —reveló terminante—. No tengo sino agradecimiento por vuestros desvelos y no quisiera que sufrierais por mí, pero mi alma ya lo ha decidido. Sobrevivo con una pena desmesurada dentro de mi corazón y sólo la entrega a Dios me redimirá. Me uniré a otras mujeres penitentes de Zaragoza y cuando mi corazón esté sosegado regresaré, si me aceptáis. Dios me lo rogó antes de desmayarme y en sus manos deposito mi vida. Media Europa peregrina buscando la salvación, no me neguéis este ferviente deseo, tíos. El Creador me llama y su ira caerá sobre esta casa si os oponéis.

La alcoba se cargó de una desagradable y tensa calma.

—Intuyo tus verdaderos propósitos sobrina, y espero que lo hayas meditado —dijo desabrido—. Sabes que me puedo oponer. Me amparan las leyes judías y cristianas.

Dejó escapar un profundo suspiro, como si le contrariase la actitud de sus seres queridos; y su faz se transformó en firmeza e ira.

—Ni los decretos de los jueces, ni los preceptos de los reyes o de los rabinos pueden estar por encima de los mandatos del corazón y de un juramento hecho a Dios —insistió con tenacidad.

Nicolás, que se mantenía a distancia, se adelantó con gesto cándido.

—Padre, escúchame. ¿Sabes que esa turba ha incendiado dos sinagogas y asesinado a varios conversos antes de arribar a Zaragoza? ¿Deseas que nuestra judería arda por los cuatro costados y esta casa sea arrasada hasta sus cimientos con sus moradores dentro? Ese santón conoce nuestra identidad y la promesa de Isabella de seguirle. Déjala ir. Una masa fanática y enfurecida es más peligrosa que la peste.

—Jamás nos perdonaríamos si le pasara algo. Una mujer sola es una presa fácil para cualquier desaprensivo por muy religioso que se muestre. No, no insistáis.

—Las peregrinas y monjas zaragozanas se protegerán entre ellas —insistió el joven—. Además las beguinas, mujeres de santas costumbres que lo siguen, se ocupan de las doncellas, y en esa cofradía parece reinar la virtud y la integridad. Antes de la Pascua Florida estará de vuelta, con su ánimo sosegado y en paz con su alma. ¿Habéis olvidado ya lo que ha sufrido? Sé indulgente padre, te lo ruego. Sabe defenderse sola y tenemos amigos a lo largo del camino.

La solidez de sus razones y el recto juicio de Nicolás hicieron mella en maese Mauricio quien, enfurruñado, depuso su actitud; contó con el apoyo de su esposa, que asintió con la cabeza. Oponerse podría convertirse en una tragedia familiar, conocido el carácter irreductible de Isabella. Nicolás esbozó una sonrisa de complicidad con ella, que lloraba de contento.

—Espero que tu corazón herido se libere con esa descabellada peregrinación —se resignó su tutor—. Si tienes alguna contrariedad, enfermas o deseas regresar, acude a las juderías por donde pases. En Barcelona utiliza los correos y la caravana de micer Astolfi. Me debe favores y parte para Zaragoza todos los lunes desde las Atarazanas. Que el Altísimo te acompañe, hija. Cuídate y busca la protección de ese hombre de Dios en todo momento. Rezaremos por ti, pero has llenado nuestro corazón de desconsuelo.

—Regresaré sana y salva y bendecida por el Altísimo —contestó agradecida.

Una furiosa cellisca se desencadenó al amanecer, cuando el Profeta y sus seguidores salían de Zaragoza por la puerta de Baltax. Isabella, junto a las penitentes de la ciudad, volvió la vista atrás, dejando a sus espaldas la placidez y el afecto de los suyos, aunque con la firme convicción de hacer lo que debía. Con una capa, sayal y cofia de mujer dedicada a la oración, un fardel con sus pertenencias, una bolsa oculta y un bordón de romera, seguía a los disciplinantes, a los que bajo la lluvia se les notaban los azotes, como rúbricas trazadas con tinta roja en sus miembros.

El Profeta, a quien Isabella observaba intentando reconocer en él al causante de la muerte de sus padres, se había rodeado de un halo misterioso e inaccesible; salvo sus más fieles, que controlaban las limosnas y dineros, nadie se le podía acercar, lo que acrecentaba su fama de santo intocable y, sobre todo, intimidaba a sus seguidores.

«¿Será él quien causó la muerte de los míos? ¿Recuerdo ese grito que me pareció oír cuando arribaron a Zaragoza, su mirada de halcón asesino? Quizás lo fuera, aunque bien pueden ser figuraciones mías», cavilaba.

Caminaban por los caminos como si barruntaran el Apocalipsis.

No obstante, prefería pensar que todo era fruto de su mente enfebrecida.

Con el ardor de su juventud, caminó pletórica, pisando los pequeños charcos y oyendo las oraciones del Profeta y las llamadas de las campanas despidiendo a la cofradía itinerante de los Últimos Días. Como una hilera de almas en pena, el ultraterreno cortejo de flagelantes, al que se habían unido algunos peregrinos de espurias intenciones, se perdió por el camino real. Isabella Santángel, en el fondo de su corazón desdeñaba a aquellos visionarios y los compadecía, pues respiraban más herejía que los obispos y cardenales a los que aborrecían.

Pero seguirlos era la forma perfecta de saber de Diego Galaz. ¿Se despejarían sus incógnitas por sí solas? Isabella ignoraba que aquella caterva de penitentes, cuando los fulgores de la luz eran vencidos por las sombras, se entregara a una vertiginosa lucha entre lo sagrado y lo mundano, lo místico y lo real, lo puro y lo más vil, con victoria incierta de la virtud.

Degustaba su libertad y la batalla por su amor, pero se sentía sola, vulnerable y frágil en un mundo desconocido. ¿Podría mantener, rodeada de lobos, el voto de castidad entregado a Diego en nombre del amor, y superar los peligros que la acechaban? Con tristeza, se dio cuenta de que, para lograr lo que deseaba, tendría que caminar por el filo de la navaja. Un temblor le corrió por la espalda, pues las cosas no parecían ser lo que esperaba.

Atrás quedaron las aguas plácidas del Ebro, y más allá la marca Catalana, con sus montañas, ciénagas y bosques jalonados de cruces y tumbas. Isabella miró al frente, mientras los cofrades del Profeta, con los ojos ansiosos, olían herejes, marranos, judíos o descreídos, prestos a quemarlos o cercenarles el cuello, mientras entonaban antífonas a Cristo Salvador, tras la fantasmagórica sombra de la Cruz de la Salvación y el Inocente momificado, que infundía más pavor que devoción.

Isabella se envolvió en la capa como si fuera su único hogar.