El honorable Jacint Blanxart
La frescura de la mañana deshizo el limo de la noche, asistida por la brisa del mar. ¿Cuánto hacía que no había dormido tan intensamente? Diego bostezó, mientras el chillido de las gaviotas lo sacaban de su placentera laxitud.
El aroma a pan recién salido del horno lo animó a solazarse con un bienhechor almuerzo. Sin embargo, cuando iba a sentarse en un banco del mesón lo detuvo la curiosidad. El pilluelo que conoció el día anterior, sentado sobre una piedra frente a la posada, lo observaba mientras mordisqueaba un mendrugo de pan negro dejando entrever sus enrojecidas encías y abrigado en una jerapellina burdamente remendada. Lo contempló titubeante, hasta que la sensación se transformó en despreocupación. Pero al acomodarse, oyó su voz entre los murmullos matinales:
—Senyer, ¿os preparo la mula mientras almorzáis?
Diego miró sus ojos cándidos, que disiparon su rechazo inicial. No creía que albergara perversas intenciones, sino que era la forma de menguar su necesidad.
—¿Cómo te llamas rapaz?
—Romeu, monseigneur —respondió en un alarde cosmopolita.
—Ven, acércate sin miedo —lo invitó el algebrista.
Con una brusca sacudida de su cuerpecillo raquítico se situó de un salto a su lado; Diego vio que sus pústulas apestaban y que la mugre cubría todo lo que su desgastada saya dejaba entrever. Pero fue el miedo, fijo en sus cándidas pupilas, lo que lo impresionó. Para asegurar su aprobación, echó mano de un subterfugio que no rechazaría:
—Haremos un trato, Romeu. He de permanecer en Barcelona varios días. Tú me servirás de guía y me harás algunos encargos que yo te compensaré, pero a cambio tomarás un baño —lo tranquilizó.
Al chiquillo se le abrieron unas pupilas grises inconmensurables. Acostumbrado a recibir patadas de la chiquillería, salivazos de los criados de los doncells y empellones de los legos de los conventos y de los marineros, aquel remanso de comprensión lo sumía en el arrobo. De modo que tras reparar en las fuentes de pan y en la candelada, tocino asado que servía una moza, respondió con respeto:
—Romeu Bassa está conforme con el trato.
Mientras daba cuenta de un tazón de leche y una rebanada de pan con torreznos, Diego prestó oídos a la historia de sus cortos años contada con su media lengua, a la vez tierna y risible. Aseguraba ser huérfano de padre, muerto hacía dos años en las luchas entre las irreconciliables banderías que se disputaban el control de la ciudad. Lo habían ahorcado en las almenas de Santa Madrona por defender la causa buscaire, la popular, tras la amañada elección de los cónsules del Consell de Cent de Barcelona en una borrascosa sesión que avergonzó a la ciudad. Jurados los cargos, los patricios barceloneses, el estamento parlamentario de la Mano Mayor, despreciaron públicamente a unos jurisconsultos de la Mano Media, la de los mercaderes y maestros gremiales, e insultaron a menestrales de la Mano Menor, el tercer estado. Los honrados consellers sacaron a sus matones armados a la calle, y pronto la sangre de unos y otros corrió por el burgo marinero, hasta que el rey Pedro, para zanjar el asunto y evitar más crueldades, colgó a media docena de populares elegidos al azar, entre ellos su padre, Miquel Bassa, sencillo macips o cargador del puerto.
—A mi padre no le gustaban los señores —reconoció—. Son crueles y ruines.
Ahora se ganaba el sustento con su madre acarreando leña y carbón en sus famélicas espaldas, desde Creu Coberta y las hortes de Sant Bertran hasta las casas de los burgueses; o sirviendo de recadero a los carniceros del mercado. De golpe, la adversidad lo había convertido en un adulto, y debía aguzar el ingenio para sobrevivir en aquella babilonia de lucro e impiedad. Una marmitona de la fonda se ofreció a asearlo en una tina del corral y le procuró un jubón zurcido y unas abarcas de esparto que habían pertenecido al hijo de un arriero muerto de consunción, a cambio de un sonoro florín.
—¡Verge María! —exclamó al ver el muchacho sus nuevas galanuras.
—Luego se las mostrarás a tu madre. Ahora me conducirás a la morada de Jacint Blanxart, el armador —le pidió Diego acariciando sus recortados cabellos rojizos.
—¿A lo senyer Jacint Blanxart, el Cargol? —preguntó ingenuamente—. Mi padre me decía que disfruta siendo un avaro, y que paga mal los remiendos de sus barcos a los calafates y carpinteros, pero que es menos desalmado que otros.
—¿El Cargol es un apodo? —se interesó Diego—. ¿Por qué lo llamas así?
—Cuando lo tengáis ante vuestros ojos lo comprenderéis por vos mismo.
Deambularon entre el hervidero urbano que hedía con las heces y las basuras acumuladas en las esquinas del barrio de la Ribera. Algunas calles se hallaban alfombradas con juncos y tablones, y ciertos viandantes de sospechosa catadura expresaban un malsano interés a su paso, por lo que el físico apretó su faltriquera y dejó ver el pomo de su afilada ferralla.
—A dret, señor. Blanxart posee casa y cuadra en la calle Montcada. —Y ante su asombro, el imprevisible rapaz se invistió de pregonero personal—: ¡Paso al mot honorable, el mot principal, el licenciado de Zaragoza, mestre Diego Galaz!
—Calla zagal, debemos comportarnos discretamente —le regañó sonriente.
Se detuvieron ante una sombría mansión y golpearon con el llamador repetidamente. Diego se había engalanado con un jubón verde, calzas de camelín y su gorra de Ypres con pluma rosada. Mientras aguardaban, unos perros ladraron. Luego se oyó al otro lado de la puerta un vozarrón intimidatorio y se hizo el silencio en la casona:
—¡Quietos, gossos bastards! —se escuchó gritar—. Voy, paciencia, voy.
Arrastrando los pies, un anciano de presencia patibularia abrió el portón; ante su pretensión de ser recibidos por micer Blanxart, resopló por las aletas de su nariz picada de viruelas y dijo hoscamente que su señor podría hallarse en cualquier paraje del Mare Nostrum, pero no holgazaneando en casa. Descaradamente ironizó con una risita sigilosa:
—Quizás mi senyer Jacint se halle en la ínsula Córsica trajinando con los infieles de Yerba, o bien en Lampedusa haciendo el corso, o en el puerto de Argostolión cargando esclavos o pimienta, o tal vez asaltando una galera de la Señoría de Génova. ¡Qué sé yo, senyer! El caso es que aquí no se halla y no volverá hasta Pentecostés. Id con Dios. No puedo deciros más.
Sin conceder tiempo a que Diego le formulara una sola cuestión, el mayordomo les dio con la puerta en las narices, mientras lanzaba una sarta de improperios de ininteligible comprensión, aunque de grosera insolencia. Romeu le sugirió a Diego que encaminaran sus pasos hacia la Lonja del Mar, donde se daba cita el común de los armadores y mercaderes del reino. Allí se localizaban las singladuras de las naves aragonesas y Diego, recordando la recomendación de Josef, no lo dudó.
—No aletea un sólo pez en el Mediterráneo que no se sepa en la Lonja, senyer. Yo os llevaré hasta allí —manifestó el pilluelo pleno de euforia.
La Lonja y el Consolat de Mar, enclaves de la vasta pericia aragonesa en las rutas marítimas del Mediterráneo, se erguían con simétrica esbeltez frente al océano. Ni Sevilla, Génova, Nápoles o Palermo se le asemejaban en actividad. En sus naves, decenas de menestrales y comerciantes tasaban el valor del oro, fijaban a gritos los precios de los esclavos etíopes, de las especias y las sedas de la India y Catay y de las ricas mercaderías llegadas del mundo entero, que atestaban las cercanas atarazanas. Afanosos iluminadores de mapas delineaban cartas y portulanos con tintas multicolores de cinabrio, tierra de Siena y azul cobalto, mientras corros de oficiales del rey proyectaban en el cartulario colgado de los muros las rutas y expediciones a Oriente y diseñaban la política mediterránea, en abierta desavenencia con la República genovesa.
Diego conoció de golpe el inmenso poder de la talasocracia catalana, pero por vez primera experimentaba el proceder de aquellos hombres tan libres de la sujeción al terruño y la renta, pecado muy común entre los señores de Castilla y de Aragón. Un acalorado conseller trataba de convencer a unos armadores para abrir nuevos mercados en Tremecén, mientras un capitán de las flotillas ítalas negociaba en nombre del rey Pedro las dotaciones de los marineros, esgrimiendo cédulas reales. Los afanosos barcelonins maravillaron al algebrista, quien aprovechando un receso en las discusiones le preguntó a uno de los amanuenses si se hallaba entre ellos el honorable Jacint Blanxart.
—Micer Blanxart navega en estos momentos por los estrechos de Sicilia y el Ponto. Desconocemos si realizará la invernada en Pantelaria o Atenas, o cuando retornará con la La Violant a Barcelona —aseguró receloso—. Aunque yo apostaría por lo primero, amigo. Tras la Pascua Florida lo hallaréis aquí a ciencia cierta.
—¿El próximo año, decís? —preguntó terriblemente decepcionado.
—Así es, caballero —dijo, y desapareció.
—¿Otra dilación más? ¡Por las espinas de la Pasión, no puede ser! —musitó Diego, suspendido entre la decepción y el pesar. Habré de regresar sin haber resuelto ni una sola de las incógnitas que me llevaron lejos de los claustros.
Indecibles recelos lo asaltaron, y más conociendo por Josef la voluble fama del mercader catalán. Abandonó el puerto desalentado y regresó a Las Dos Doncellas para mitigar su desengaño en la soledad. De no poder entrevistarse en breve con Blanxart, se vería obligado a regresar a Zaragoza, como había prometido a Isabella, o a la abadía de San Juan antes de la llegada de los fríos, con una nueva frustración a cuestas y el enigma intrincado de su cuna sin dilucidar.
«Soy el vivo ejemplo de la incidencia del fatal destino del hombre. He de improvisar un nuevo plan y concederme unos días para meditarlo», caviló enojado.
Romeu, preocupado por la inquietud de su nuevo patrón y auxiliado por la notable capacidad para escurrirse en lugares inverosímiles y captar conversaciones entre los navieros por baladíes que fueran, hacía guardia en los embarcaderos, visitaba el amarradero de las Tasques, donde recalaban los corsarios y marinos fuera de la ley, y oteaba el horizonte por si avistaba entre los morros de la dársena las panzudas velas de La Violant y veía aparecer en la quilla la geta de mestre Blanxart.
—Los patrones de las galeras son imprevisibles. No desesperéis senyer. Mientras el puerto esté abierto y los mares se puedan navegar puede ocurrir cualquier cosa.
Diego conoció a la madre de Romeu, una mujer de vestidos raídos y envejecida prematuramente, a la que auxilió con algunos maravedíes. Ocioso, acompañaba al rapaz ojeando los costillares y proas de los barcos que arribaban al puerto y se familiarizó enseguida con el olor de la brea y el sebo de los fanales. Instruido por Romeu conoció la diferencia entre un cómitre y un piloto, un calafate de un galeote y un veedor de un remero, el gabón del pañol y la santabárbara de la aguada. Pronto se habituó a la compañía de aquel chiquillo perspicaz que corría por la tajamar como un gamo, husmeando cualquier noticia.
Asaban en el atracadero tocino y sardinas espetadas en juncos, y compartían junto a los pescadores el yantar y la cena, cuando no frecuentaban la taberna de El Patum, anunciada con un dragón de bronce. Una tarde, la mar empujó un delfín muerto, rígido como la mojama, quillas oxidadas, vidrios y cordajes carcomidos, a los que Romeu acopló enseguida una homérica historia, imaginándolos trasuntos de náufragos perdidos en las laderas del Etna o en las cuevas de Qábes, o trastos abandonados por los piratas berberiscos que empalaban cristianos en sus guaridas de Chergui y Túnez.
Corría el tibio octubre. Un día el firmamento perdió su claridad, y antes del atardecer, una sucia negrura se adueñó del aire y trajo un oleaje intimidatorio. Una tormenta, con su caos de truenos y relámpagos, se desplomó sobre la ciudad cubriéndola con un apretado manto de agua. Diego y Romeu corrieron a guarecerse en El Patum y el algebrista, mirando absorto tras sus ventanucos, entendió aquel fenómeno de la naturaleza como un sombrío presagio: «Este tiempo infernal pondrá fin a la navegación. No hay nada que hacer». Concluido el revuelo celeste se auparon en la mula, y esquivando arroyuelos de agua cenagosa abandonaron empapados el puerto, camino de la posada.
—Romeu, la suerte nos es esquiva y pronto romperemos nuestra sociedad, pues estoy decidido a regresar a mi terruño de Aragón.
—Y yo que le daba por inasequible al cansancio, senyer. No me desconsoléis. El Cargol puede aparecer en cualquier momento. Aquí todos mienten.
—Entérate rapaz, los mortales hemos nacido sólo para el infortunio —dijo abatido.
Un plomizo creciente lunar surgió de la bóveda celeste por encima de las torres de la ciudad: «¿Qué diferencia existe entre las estrellas y los mortales? Ambos vivimos en una decadencia inútil a merced de la Providencia y del sino. He malgastado mi tiempo y mis fuerzas para nada, embarcado en una empresa inútil y soberbia. Me abandonaré a las caricias de Isabella y lo olvidaré todo», —reflexionó Diego, en quien la irritación atrajo un húmedo barniz a sus pupilas.
Al rayar el alba del día siguiente, Diego, insomne por la espera y con la mente extenuada por la sucesión de desilusiones, tomó una decisión radical. Aguardaría tres días más, y si no tenía noticias de Jacint Blanxart, desandaría el camino. Había confiado mucho en un final rápido de su búsqueda, pero el azar estaba regido por la decepción. Así que irreparablemente aburrido, contemplaba el orto del sol brotando como una joya de luz en la lisura del mar, cuando vio a Romeu correteando entre los arcos del Portal de las Drassanes. Lo creía en su cobijo del arrabal de Les Puelles y se extrañó. Al llegar a la posada soltó un regüeldo, y sin aliento le susurró:
—Micer Diego, La Violant se halla fondeada a medio día de camino de las drassanes, en una cala desierta cerca de Sant Boi. Se lo he escuchado cuchichear a un pescador en la taberna. Si la galera ha arribado, en ella debe estar el Cargol. Suelen actuar así para burlar a los agentes reales de la Aduana cuando la carga es ilícita, o para evitar los arenales que barren el puerto. Ese Blanxart es muy astuto.
Cuando se hallaba al borde del derrumbe, aquellas eran noticias celestiales.
—No puede ser, Romeu —se extrañó—. Leí y releí ayer tarde las tablillas de atraques y levas de puerto. La galera de Blanxart no se encontraba entre ellas.
—Seguidme monseigneur, yo os mostraré el camino. Nada perdéis.
Como dos vagabundos se escabulleron hasta la ribera solitaria donde tomaron prestado un leño. Bordearon los astilleros y atarazanas, desiertos a aquella hora de carpinteros de ribera, calafates y doladores, aunque aún se podían ver los vigías y sus perfiles movedizos alrededor de los fuegos. Barcos varados y cocas de guerra pudriéndose, cubiertas de hollín, algas y lapas resecas, y otros en construcción, cubrían la costa por donde navegaban con sus fantasmales esqueletos de madera. Sucedió que tras más de dos horas de boga, al amparo de una playa de pescadores, despoblada de bastimentos, tabernas o garitas, se tropezaron con la masa sombría de una nao mecida por el migjorn, el apacible céfiro del sur.
Con el palo mayor, las antenas y el trinquete lamidos por los rayos del sol naciente, se acercó fantasmagórica a no más de cien anas, como una ballena que se dispusiera a morir en la orilla, varando al poco en la solitaria rada. Un estandarte con las insignias catalanas flameaba en el astial del estanterol, mientras un pendón con una rueda de ocho radios sobre campo bermellón, lo hacía en la cofia. Próximo al espolón de la quilla, que representaba a una dama de amplios pechos de vivos colores, podía leerse: «La Violant».
—¡Por la verga de Satanás si entiendo algo! —se pronunció Galaz atónito.
Aprovechando la bajamar, los remiches adrizaron los cincuenta remos, luego los acorullaron y soltaron anclas. Diego y Romeu, en cuclillas tras la barquilla, contemplaban intrigados la maniobra y más cuando se descolgaron seis falúas de la galera, como si de su panzudo costado escaparan sus crías ávidas de libertad. A golpe de remo se aproximaron a la costa, deslizándose sobre las aguas como tritones. Sólo se escuchaban los golpes del oleaje y los remos tajando la mar, mientras amorfas siluetas, recortadas por las linternas se perfilaban cada vez más nítidamente. Fondearon en medio de un silencio monacal, mientras el que parecía ser el capataz impartía órdenes. De las chalupas descargaron unos extraños fardos que hicieron aguzar la vista a los dos observadores, los cuales se miraron estupefactos sin creer lo que veían sus ojos.
—Son cadáveres amortajados, ¡Deu meu! —musitó Romeu.
Cubiertos con sábanas de lino, al menos una veintena de cuerpos ocultos con sudarios, eran acarreados por los marineros que habían saltado de la embarcación.
«¿Serán figuraciones mías?», —se preguntaba Diego, aturdido. En silencio los encerraron en un cobertizo que al poco se llenó de voces, lo que añadió a la operación un misterio que paralizó a Galaz.
¿Acaso el naviero Blanxart, en otro tiempo honorable miembro del Consell de Barcelona, se había deshecho de la mitad de la tripulación y ocultaba su maldad en aquel escondido antro? ¿Por qué no los había arrojado al océano? ¿Se trataba de una epidemia en alta mar que deseaba ocultar? ¿Eran apestados? ¿Qué clase de individuo podía llegar a ser Jacint Blanxart? ¿Un cruel simulador, un facineroso corsario, un bellaco contrabandista, o por el contrario un armador compasivo con sus muertos?
Diego no escapaba de su asombro, e incluso llegó a temer por su seguridad y la del asustado Romeu, que además de cansado por la boga, temblaba acurrucado a su lado y con sus escasos dientes castañeteándole de supersticiosa aprensión.
—Son muertos, micer Diego —susurró pávido—. ¡Que sant Jaume nos proteja!
La mañana discurría lentísima y no sabían qué hacer ocultos entre los arenales, como si hubieran profanado el inconfesable ceremonial de una secta. Tirando de Romeu, Diego se acercó unos pasos hasta el depósito. En una esquina del destartalado bastimento un maderamen sujeto por hierros torcidos declaraba en descolorida caligrafía el lugar donde habían penetrado con la misteriosa carga: «La Roda… Propietat de Jacint Blanxart d’Anglesola».
—Así se llama la compañía del Cargol —le musitó el chico.
—¿Consignataria marítima o cáfila de malhechores?
—Espanto infernal, senyer. Vayámonos —dijo Bassa enquistado en su miedo.
La salada brisa inundó el fondeadero, en tanto el viento atraía las indolentes voces de la lejana ciudad, la algarabía de las gaviotas, los mandos de los sotacómitres sobre las crujías de los barcos y los toques de las campanas anunciando la salve matutina.
—Qué extraño es esto —murmuró el aragonés—. ¿Cómo enlazar esos muertos con la identidad del naviero Blanxart?
Diego deseaba aclararlo. Meditó, y al fin, resolvió abordar el depósito de mercancías mientras la marea retiraba sus aguas en un susurro imperceptible. Sabía que se abocaba al riesgo de un encuentro impredecible, pero se sentía firme para enfrentarse a cualquier vicisitud. No se consideraba un héroe, pero necesitaba hablar con aquel hombre sobre Zakay ben Elasar, antes de que se escabullera y partiera a otros puertos. Dentro, la quietud reinaba sobre un sospechoso silencio.
—Si nos descubren nos cortarán el pescuezo, senyer —temió el muchacho.
—Mi extravío y mi angustia me lo exigen Romeu. Ten fe.
Aunque Romeu le suplicó que se escabulleran antes de que acudieran más estibadores, no logró persuadirlo. Diego le hizo una señal de despedida con la cabeza, palpó la vaina y pidió al muchacho que lo aguardara en la barca y avisara al veguer de la guardia si al mediodía no había salido de allí. Le parecía haber perdido el juicio, pero anhelaba destapar el secreto que silenciaba el recinto. La curiosidad le agitó las entrañas, como si cien escorpiones lo azuzaran.
Tras un instante de vacilación, irrumpió en el siniestro espacio.