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EL ESPERPENTO
María Josefa Carmela de Borbón y Sajonia
(1744-1801)
Además de ser un adefesio, tal y como Goya la retrató sin piedad pero con toda justicia en su célebre obra La familia de Carlos IV, la infanta María Josefa Carmela —simplemente «Pepa», en familia— tampoco resultó afortunada en lo que a salud y amoríos se refiere.
Hija del rey Carlos III y de su única y amada esposa la reina María Amalia de Sajonia, el doctor Luis Comenge bautizó con acierto a la distinguida paciente como «la infanta de huesos frágiles».
No es que fuera gafe sino que a veces, al dejarla sola, «metía la pata», lesionándose hasta la rodilla. Con cuarenta y ocho años incluso, armó un tremendo revuelo en la corte. El reloj marcaba las seis y media de la tarde del 13 de agosto de 1792. Una muchedumbre de palaciegos, con rameados y relucientes casacones, danzaban de un lado a otro proclamando a grito pelado la desgracia que acababa de ocurrir.
Pero los fuertes chillidos de dolor expelidos por la arpía goyesca ahogaban cualquier llamada de auxilio. ¿Qué tragedia sumía de nuevo a nuestra protagonista en tan terrible aflicción, tras dislocarse años atrás las muñecas?
Nada más posar uno de sus zapatos de tacón alto en el interior del calesín, cuando se disponía a salir de paseo, María Josefa cayó de bruces exclamando: «¡Me he roto una pierna!».
Desvanecida por el dolor, perdió por completo el conocimiento. Entre varios lacayos la transportaron sin gran esfuerzo, dada su liviana figura, hasta el lecho de su cámara. Hora y media después, avisaron al cirujano Leonardo Galli, quien comprobó que la infanta se había fracturado transversalmente la rótula izquierda.
La propia víctima refirió con detalle el accidente: en el preciso instante de colocar el pie izquierdo en el estribo del coche para acceder al pesebrón, sintió un calambrazo en la misma pierna que apoyaba para alzar el otro pie, y se desplomó sentada en la caja del calesín. Curiosamente, no recibió golpe directo alguno en la rodilla fracturada sino que ésta se flexionó de tal modo en la caída, que el talón tocaba la nalga de la infanta. En modo alguno era ella una gimnasta, aunque por la postura lo pareciera.
A la una de la madrugada se le practicó una pequeña sangría para prevenir los efectos de la inflamación; al cabo de treinta días, la fractura se había soldado ya.
Pero de nuevo dos años después, el 7 de junio de 1794, al disponerse a subir a la caballería de su hermano el infante don Antonio en el Real Sitio de Aranjuez, se fracturó esta vez la rodilla derecha. Y vuelta a empezar. Desde luego, la infanta de huesos frágiles no recibió mimo alguno de la madre naturaleza…
DEL PINTOR AL SACERDOTE
Aun siendo diplomáticos, no resulta excesivo tildar de esperpéntica a esta infanta de España. Además de genial retratista, Goya era un agudo observador que desnudaba en el lienzo la psicología de la modelo, tan poco edificante en este caso, desvelando desde su estado de ánimo o catadura moral hasta sus rasgos personales y posición social.
Someterse al pincel de Goya era algo así como permanecer a merced de un cirujano dispuesto a practicar la incisión con su escalpelo por donde más podía doler. Con razón, al artista se le considera hoy uno de los mejores retratistas del mundo, pero también uno de los más despiadados.
Más que retratos, algunas de sus obras son auténticas radiografías del pensamiento que no sólo revelan la apariencia exterior del valiente o ingenuo que posó ante su paleta de ricos colores, sino también el interior del alma y el juicio, en ocasiones amargo.
La familia de Carlos IV constituye así el paradigma por excelencia de cuanto decimos, donde el maestro en ningún momento disimuló su escasa o nula simpatía por los representados.
Para componer semejante obra de arte, el autor preparó con esmero cada uno de los personajes, tomando de éstos bocetos del natural.
El Museo del Prado guarda como un tesoro el estudio correspondiente a nuestra infanta, pintado en el palacio de Aranjuez, en mayo de 1800, tan sólo dieciocho meses antes de morir la regia maniquí; lienzo sobre el que nos detendremos al final de este mismo capítulo.
María Josefa luce la banda de la Orden de Damas Nobles de la Reina María Luisa, así como grandes pendientes de brillantes; la pluma en su cabeza revela la influencia de Francia en la moda española, igual que el parche negro exhibido en la sien derecha. Pero aun así, la fealdad de la modelo es notoria; incluso mayor que en el retrato al pastel pintado en su juventud por el italiano Lorenzo Tiepolo, que también se conserva en el Museo del Prado, donde observamos a la infanta con mirada señorial y un perrito en brazos, símbolo de fidelidad y sumisión.
Por si persistiese aún alguna duda, dejemos ahora a un sacerdote, más proclive en principio a la caridad que cualquier pintor laico, trazar su particular retrato de la infanta. Aludimos, claro está, al padre jesuita Luis Coloma, que la describía sin complejos en sus Retratos de antaño:
A los veintinueve años, su ridícula figura, pequeña, fea y contrahecha, había hecho imposible encontrarla un marido que la igualase en rango. Escudada tras su fealdad, la infanta Josefa vivió y murió soltera, sin que amigos ni enemigos turbasen la paz de su insignificancia.
Por si fuera poco, además de fea, doña María Josefa debía de ser insoportable, a juzgar por el comentario de su cuñada la reina María Luisa de Parma a su favorito Manuel Godoy, estampado en una carta del 6 de agosto de 1800: «La tía Pepa no es suave ni temporizadora, sino un agraz»…
PRIMERO EN ITALIA…
Nuestra infanta había nacido el 6 de julio de 1744, mientras su padre el rey Carlos se hallaba al frente de sus tropas, con motivo de la guerra de Italia. Previamente, la esposa del monarca se puso de camino para Gaeta, puerto marítimo a orillas del golfo homónimo, en la región del Lazio. Iba acompañada de sus damas de honor, dado que estaba encinta. En Gaeta dio a luz a nuestra infantita, a las diez de la mañana exactamente, la cual recibió poco después el bautismo de manos del cardenal Spinelli.
Concluida victoriosamente la campaña militar, Carlos y María Amalia entraron juntos en Nápoles el 7 de diciembre. Cuatro días después lo hicieron la infanta María Isabel y la recién nacida María Josefa.
Recordemos que el futuro Carlos III, siendo todavía infante, había centrado las ambiciones de su madre, la astuta reina Isabel Farnesio, afanosa por conseguirle un trono. La ocasión propicia se presentó con la sucesión de los ducados de Parma, Plasencia y Toscana, pertenecientes a la Casa de Farnesio, precisamente. Tras repetidas gestiones y convenios, auspiciados en la sombra por la reina, se logró que su primogénito Carlos fuese reconocido como sucesor de su tío abuelo el duque Antonio. Con tal fin, se despidió Carlos de sus padres en Sevilla, en octubre de 1731, para luego embarcar en el puerto francés de Antibes rumbo al italiano de Liorna.
Celebrada poco después la batalla de Bitonto, en la que el conde de Montemar se cubrió de gloria, así como la conquista de Gaeta a manos también del infante don Carlos, obtuvo éste en recompensa los reinos de Nápoles y Sicilia, coronándose en Palermo con el nombre de Carlos VII, el 3 de julio de 1735.
Por esta razón, toda su prole vino al mundo en sus nuevos reinos de Italia antes de su regreso definitivo a España, en octubre de 1759.
De aquellos primeros años se conserva un original retrato de María Josefa en miniatura sobre marfil, obra sin duda de algún artista italiano; tiene forma de corazón para llevarlo en una joya, probablemente de su madre la reina María Amalia. En tiempos de María Cristina de Borbón, cuarta esposa de Fernando VII, debieron de quitar la alhaja de su primitivo broche de pedrería, pues a esa misma época corresponde el bisel de bronce donde hoy se conserva.
Sobre el parecido físico de nuestra infanta se pronunciaba también Fernán Núñez, el mejor biógrafo de Carlos III, asegurando que era pequeña y contrahecha, pero de rostro no desagradable. Sin duda su apreciación debía de referirse a cuando María Josefa vino a España siendo aún adolescente. Se parecía entonces ella bastante a su padre en la nariz prolongada y la boca pequeña. Su expresión de inocencia, propia de su corta edad, favoreció seguramente el juicio indulgente de Fernán Núñez.
María Josefa dio sus primeros pasos sin separarse de su madre. Nada extraño, teniendo en cuenta que el rey en persona solía decir de su esposa que era «buena mujer y muy madrera», lo cual no significaba que ésta no recurriese también al castigo cuando se terciaba.
Era costumbre entonces, en la corte española, asignar la vigilancia de los infantes a damas que recibían el nombre de ayas, las cuales permanecían en sus funciones hasta que los niños cumplían los siete años. Nuestra infanta tuvo como aya a la marquesa de San Carlos Cavaniglia, que también se ocupó del futuro Carlos IV hasta finales de 1755, cuando éste cumplió la edad establecida para recibir los cuidados de un ayo, en su caso el príncipe de San Nicandro.
Pero era la propia reina María Amalia de Sajonia la que velaba por la educación cristiana de sus hijos, inculcándoles la fe y devoción cristianas, manifestadas diariamente en actos públicos y ejercicios espirituales celebrados en la intimidad familiar, en una recogida estancia presidida por un gran crucifijo.
María Josefa y sus hermanos corretearon por el inmenso parque de la villa de sus padres en Caserta, a unas cuatro leguas de Nápoles, donde el rey se hizo levantar un hermoso palacio; o en Portici, que, por su proximidad a Herculano, fue elegida para edificar un imponente castillo donde se custodiaban los tesoros arqueológicos hallados en aquella localidad cubierta por lava volcánica del Vesubio en el año 79, en tiempos del emperador Tito.
Muerto su hermano Fernando VI, el padre de María Josefa tuvo que sucederle en el trono de España. Carlos III abandonó así Italia con su familia, seguido por su propio séquito: entre otras, la condesa de Castropiñano, como camarera mayor, la camarista Petronila Farias y la azafata de las infantas, Josefa Nelaton, viuda de un oficial del ejército.
… Y FINALMENTE EN ESPAÑA
El 15 de octubre de 1759 arribaron los reyes y sus hijos al puerto de Barcelona, donde se celebraron fiestas de bienvenida en su honor.
Por las noches recorrían la población numerosas y llamativas máscaras. Los hermanos pequeños de María Josefa, los infantes Antonio Pascual y Francisco Javier, de cuatro y dos años respectivamente, rompieron a llorar de miedo; como no se calmaban, su madre les dio unos pequeños azotes en el balcón.
Llegados a Zaragoza el 28 de octubre, aquella misma noche don Carlos debió guardar cama aquejado de un sarampión, contagiando poco después a toda la familia, incluida nuestra infanta adolescente, razón por la cual no pudieron partir hacia Madrid hasta el 1 de diciembre.
Una vez en la corte, la reina María Amalia no se habituó a vivir en el palacio del Buen Retiro por considerar incómodas y frías sus habitaciones. Añoraba, por el contrario, su antiguo reino de Nápoles, al que llamaba de forma un tanto cursi «pupilas de mis ojos»; ni siquiera el Real Sitio de Aranjuez le satisfacía al compararlo con los de Portici y Caserta.
Mostraba también la reina escasa simpatía por su suegra Isabel Farnesio, a causa del fuerte carácter de ésta y de la absorbencia con su hijo, lo cual mermaba la sintonía entre los esposos.
Al malestar por el cambio de reino y las desavenencias conyugales se sumó, para colmo, la delicada salud de María Amalia, víctima de continuos catarros acompañados casi siempre de dolor en el costado y de vómitos de sangre, además de una dolencia de hígado.
Sólo un año después de llegar a Madrid, el 27 de septiembre de 1760, la reina María Amalia falleció con treinta y seis años.
Carlos III pareció no levantar cabeza desde entonces. «¡Éste es el primer disgusto que me ha dado en veintidós años de matrimonio!», exclamó, llevado sin duda por su buen corazón.
Al fallecimiento de la reina, quedaban con vida dos hijas y seis hijos. La mayor, María Josefa, había cumplido ya los dieciséis años y tuvo que ocuparse algún tiempo de sus hermanos pequeños.
De aquella época se conserva un retrato de nuestra infanta, pintado al óleo por Antonio Rafael Mengs, que supone un paso intermedio entre el de muy niña, en forma de corazón, y el archiconocido del «cirujano» Francisco de Goya.
DANDO CALABAZAS
María Josefa era, en palabras de la reina María Luisa de Parma, una «amargada» a la que su padre, el inefable Carlos III, trató de casar nada menos que con Luis XV, viudo de la polaca María Leczinska, hija a su vez del destronado rey de Polonia, Estanislao I.
La pobre reina María fue sometida durante su matrimonio a continuos embarazos —diez en total— para asegurar la descendencia del rey de Francia. En pago de sus sacrificios, el monarca acabó relegando a su esposa para entregarse a la concupiscencia de la carne con una retahíla de amantes a las que introducía sin recato alguno en las entrañas mismas del palacio de Versalles.
Pese a ser un mujeriego impenitente, Luis XV rechazó la mano de la infanta María Josefa, evidenciando que algún escrúpulo sí tenía.
El ofrecimiento se produjo en 1774, cuando María Josefa contaba ya treinta años de edad. Una carta del ministro de Estado Grimaldi al conde de Aranda, fechada el 12 de abril de aquel año, advertía del envío a París de un retrato de la infanta para que el monarca francés pudiese conocerla. El resultado es de sobra conocido. No obstante, al verse rechazada por Luis XV, nuestra infanta se salvó probablemente sin saberlo de las garras de un indeseable crápula pues, entre otras razones, el fallido matrimonio se había orquestado para separar al rey de su favorita la Du Barry.
Sobre Luis XV, precisamente, el eminente doctor Galippe, miembro de la Academia de Medicina de París, no escatimaba piropo alguno:
Inútil es recordar el carácter crapuloso, los vicios innobles de Luis XV, su indiferencia hacia los intereses de su país, que sacrificaba al capricho de sus amantes, lo seco de su corazón, su insensibilidad a las desgracias, a la enfermedad y a la muerte de sus próximos parientes (idiotez moral)… Notemos que desde su infancia tenía rarezas, era nervioso y se entregaba a los amores infames. Con frecuencia tenía herpes en todo el cuerpo. Murió de viruelas.
Desesperado, Carlos III pensó incluso en unir en matrimonio a su hija con su propio hermano menor, el infante Luis Antonio (hijo también de Felipe V y de su segunda esposa Isabel Farnesio).
Luis Antonio, tras ser cardenal arzobispo de Toledo y Primado de las Españas en 1735, además de arzobispo de Sevilla seis años después, en 1754 había comunicado su deseo de colgar el hábito a su hermanastro el rey Fernando VI (hijo de Felipe V y de su primera esposa, María Luisa Gabriela de Saboya), asegurándole que aspiraba «a una mayor tranquilidad de su espíritu y seguridad de su conciencia». Al final el monarca accedió a la propuesta y el papa Benedicto XIV aceptó su renuncia. Después de abandonar la carrera eclesiástica, adquirió el condado de Chinchón y se dedicó a sus aficiones favoritas: danza, música, tiro, caza y esgrima.
Así, Luis Antonio quedaba libre para contraer matrimonio, y se erigió en candidato de la mano de la infanta repudiada por Luis XV.
Pero cuando el infante ya se había resignado a celebrar santo matrimonio con la insigne modelo de Goya, fue ésta quien cambió repentinamente de opinión, temerosa de que una comentada enfermedad venérea padecida por don Luis Antonio pudiese perjudicarla.
Aprensiva hasta la sepultura, la infanta se negó así en redondo a compartir el tálamo del afamado libertino, quien, estoicamente, acabó celebrando en 1776 un matrimonio morganático con María Teresa de Vallabriga y Rozas, hija de Luis de Vallabriga, mayordomo de Carlos III, y de María Josefa de Rozas y Melfort, condesa de Castelblanco.
DE TAL PALO, TAL ASTILLA
Seguir la pista a los padres de nuestra protagonista nos ayudará a conocerla aún mejor.
La madre, María Amalia de Sajonia, era hija de Federico Augusto III, rey electo de Polonia, y de la archiduquesa María Josefa de Austria, primogénita del emperador José I. Con sólo trece años, María Amalia era ya muy alta y desarrollada, siendo núbil, de modo que pudo contraer matrimonio pese a su corta edad.
Físicamente, la madre de nuestra infanta tenía más bien poco de halagador.
El historiador Pedro Voltes la describía en certeras y despiadadas pinceladas: «La nariz en forma de cubilete, los ojos pequeños y saltones, su fisonomía irregular y su voz chillona y desagradable inspiraron a un célebre poeta inglés la frase de que “esa reina, con su marido, formaban la pareja más fea del mundo”».
Más lejos iba aún otro historiador, François Rousseau, quien no dudaba en asegurar que la reina «se parecía más a un hombre que a una mujer». Cuando se enfadaba, advertía Rousseau, María Amalia llegaba a agredir a sus camareras. El rey acudía con frecuencia a pedirle consejo, pero cuando ella se enfurecía, él se encerraba en sí mismo sintiéndose así más seguro.
Pese a todo, María Amalia era físicamente la «media naranja» de Carlos III, pues éste tampoco tenía mucho donaire que digamos: de mediana estatura, la mirada penetrante del rey pasaba finalmente inadvertida ante una descomunal napia borbónica, digna del dicho quevediano: «Érase un hombre [rey, en este caso] a una nariz pegado». Nariz, por cierto, que gravitaba sobre su desdentada boca.
Aunque sólo fuera por su historial obstétrico, María Amalia de Sajonia merecería un sitial de honor: trece hijos, por muy a mediados del siglo XVIII en que viviese, suponía todo un récord de fecundidad.
De semejante prole, seis vástagos murieron en la infancia y otros dos —uno de ellos, nuestra infanta soltera— fallecieron sin descendencia.
MUERTOS PREMATUROS…
Ocupémonos, muy brevemente, de las criaturas malogradas.
La primera fue una niña, de nombre María Isabel, fallecida con sólo dos años, el 31 de octubre de 1742.
Desde hacía un año, María Amalia de Sajonia ansiaba el nacimiento de un varón que asegurase la sucesión de su esposo. Con tal fin, hizo incluso una novena entera a san Antonio para obtener el favor del Cielo. Pero el santo no debió de escucharla, pues el 20 de enero de 1742, el mismo año en que fallecería su primogénita, nació en Nápoles otra niña, a quien se llamó María Josefa Antonia en recuerdo de su abuela materna. La pequeña infanta apenas vivió tres meses, falleciendo el 3 de abril.
Para colmo de males, el 30 de abril de 1743 la reina alumbró de nuevo a una niña —la tercera seguida—, de nombre María Isabel, en memoria de la primogénita fallecida, y que también murió tempranamente, a la edad de seis años, el 17 de marzo de 1749.
La cuarta hembra, la infanta María Teresa, nació el 3 de diciembre de 1749 pero tan sólo cinco meses después falleció.
María Ana, nacida el 3 de julio de 1754, tampoco se libró de morir con apenas diez meses; igual que el único varón, Francisco Javier, que expiró prematuramente aquejado de viruelas cuando aún era adolescente.
En total, cinco niñas y un niño que pasaron con más pena que gloria por este mundo.
… Y MUERTOS VIVIENTES
A los que vivieron, en cambio, tal vez no les hubiese valido tanto la pena contarlo.
El primer varón y hermano menor de María Josefa, bautizado como Felipe Pascual Antonio, vino al mundo el 13 de julio de 1747, pero el tan anhelado heredero pronto padeció ataques epilépticos que le impidieron hablar el resto de su vida sumiéndole en un estado de imbecilidad tal, que fue necesario incapacitarlo mediante un dictamen médico.
El infortunado vivió hasta su muerte, a los treinta años, bajo la tutela de su hermano Fernando I de las Dos Sicilias, sin que nunca llegara a pisar tierra española.
Felipe, duque de Parma y de Plasencia, estaba llamado a suceder, como decimos, a su padre en el trono de Nápoles mientras éste era coronado en España. El propio Carlos III hizo de tripas corazón en la solemne y patética proclamación —confesión, más bien—, leída en Nápoles al acceder al trono de España:
Entre los cuidados y las graves atenciones que me ocupan a causa de la muerte de mi augusto hermano Fernando IV, me encuentro llamado a la Corona de España; la imbecilidad notoria de mi hijo mayor fija particularmente toda mi solicitud. Un número considerable de mis consejeros de Estado, un miembro del Consejo de Castilla, otro de la Cámara de Santa Clara, el teniente de la Sommaria de Nápoles y la Junta entera de Sicilia, representada por seis diputados, me han expuesto unánimemente que, después de haberlo intentado por todos los medios posibles, no han logrado descubrir en el desgraciado príncipe, mi hijo mayor, el menor rastro de juicio, de inteligencia ni de reflexión, y que, no habiendo cambiado este estado desde su infancia, no sólo es incapaz de sentimientos religiosos y se halla privado de todo uso de razón, sino que no aparece para lo por venir ni el más pequeño vislumbre de esperanza.
De los hermanos de María Josefa tampoco se salvaba Antonio Pascual, casado con la segunda hija de la reina María Luisa, la infanta María Amalia.
Antonio Pascual era un comilón «sin más Dios que su vientre», aseguraba de él Eugenio García Ruiz, ministro de Gobernación tras el golpe de Estado del general Pavía, en 1874.
Y añadía el ministro, para acabar de sentenciarlo:
El infante Antonio Pascual, cuya simpleza tocaba ya en los límites de la imbecilidad sin que por esto dejara de ser un malvado de primer orden.
La propia reina María Luisa lo describía como «un hombre de muy poco talento y luces, e incluso cruel».
Y la verdad es que, a juzgar por los hechos, comentarios tan lapidarios no resultaban excesivos. Bastaría con recordar el papel de este infante en los trágicos sucesos de mayo de 1808 para salir de dudas.
Antonio Pascual presidía la Junta de Gobierno de Madrid cuando los franceses le expulsaron de la capital. Su carta de despedida a Francisco Gil y Lemus, el vocal más antiguo de la Junta, cuando el infante ya había puesto pies en polvorosa, no tiene parangón alguno de simpleza:
Al Sr. Gil:
A la Junta, para su gobierno, la pongo en su noticia cómo me he marchado a Bayona de orden del rey, y digo a dicha Junta que ella sigue en los mismos términos como si yo estuviese en ella. Adiós, señores, hasta el valle de Josafat.
ANTONIO PASCUAL
Todavía le quedó el «honor» a este infante de España de ser el mentor de Fernando VII en las jornadas de Bayona, así como el de dirigir las implacables persecuciones durante los primeros años de la reacción fernandina, convirtiéndose en uno de los hombres más influyentes de la camarilla del rey felón.
¿MELANOMA O PARCHE?
Hasta su muerte, acaecida el 8 de diciembre de 1801, con cincuenta y siete años, la infanta María Josefa residió en el Palacio Real con su hermano Carlos IV.
Dedicada casi por completo a la religión como protectora de la orden de las Carmelitas, dispuso su propio enterramiento en el convento de Santa Teresa, y en 1877 fue trasladada al Panteón de Infantes del monasterio del Escorial, donde todavía hoy reposan sus restos.
Escudriñemos de nuevo el inmortal retrato de Goya, donde nuestra infanta luce la banda de la Orden de Damas Nobles de la Reina María Luisa y, sobre el pecho, el borrón negro correspondiente al lazo de la insignia de la Orden de Damas Nobles del Imperio austríaco, también llamada Cruz Estrellada. En la cabeza lleva un tocado, a modo de turbante, con una pluma de ave del paraíso, y unos pendientes de diamantes.
Pero llama nuestra atención el parche negro de tacamaca que la infanta luce en la sien derecha. Parche, por cierto, que el doctor Laurens P. White, de San Francisco (California), barajó como un probable melanoma causante de la muerte de María Josefa sin que entonces, dadas las carencias de la medicina, pudiese ser diagnosticado.
La sorprendente revelación figura en su estudio titulado en inglés «What the Artist Sees and Paints», que la revista Western Journal of Medicine publicó en 1995.
¿Qué decía exactamente el médico norteamericano en ese desconocido artículo?
Ni más ni menos que esto:
En su sien derecha [la de María Josefa] se aprecia un tumor grande y negro, probablemente un melanoma del tipo lentigo maligno. Se pueden observar los bordes elevados del tumor. Y es sabido que la infanta murió por causas desconocidas seis meses después de que la pintura hubiese sido terminada. Por diversas razones podemos especular sobre la causa de su muerte, pero no podemos afirmarla con certeza.
Y añadía el médico, elogiando al autor de La familia de Carlos IV:
Una de las razones por las que Goya es uno de los más grandes pintores del mundo es porque en sus retratos lo reflejaba todo, con tanta fidelidad, que era capaz de pintar un cáncer en una princesa real.
Sin ser descabellada la hipótesis del doctor White, máxime cuando María Josefa falleció en realidad sólo dieciocho meses después de que Goya la retratase al natural en Aranjuez, nos merece más crédito la versión del doctor jerezano Francisco Doña, profesor asociado de Historia de la Medicina en la Universidad de Cádiz.
Doña advertía, sagaz, que Goya ya había pintado antes esos mismos lunares. Por ejemplo, en la sien de la reina María Luisa de Parma, en los años 1789 y 1790; y junto a la ceja derecha de Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo, XIII duquesa de Alba, en 1797.
Al testimonio de Francisco Doña se sumaba el de la también doctora Olga Marqués Serrano, recogido en su interesante obra La piel en la pintura, donde afirmaba:
Esta mancha ha sido muchas veces interpretada erróneamente como una queratosis seborreica, pero se sabe que era una moda, un parche realizado en terciopelo o seda negra que llevaban como adorno en la sien y parece que a veces usaban para aliviar el dolor de cabeza.
¿Cómo no iba a estar a la moda la «infanta modelo»?