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LA REBELDE

Eulalia de Borbón y Borbón

(1864-1958)

De la «infanta republicana», como la llamó en cierta ocasión su propio sobrino el rey Alfonso XIII, quedan por desvelar todavía hoy algunos misterios.

Pese a ser una de las infantas más fascinantes y estudiadas de la dinastía, con una vida larga e intensa a caballo entre dos siglos, la Providencia puso en mis manos el archivo privado de su secretario particular y confidente, Ángel Giménez Ortiz, a mediados de 2010.

Semejante arsenal histórico, compuesto por más de dos centenares de cartas y documentos inéditos, quedó lamentablemente fuera de mi biografía de Eulalia de Borbón publicada dos años atrás bajo el título La infanta republicana, precisamente.

Entre los inestimables legajos conservados hoy por uno de los nietos del secretario de la infanta, sale a relucir ahora la destacada labor humanitaria desempeñada por la propia Eulalia y por su hijo menor, el polémico Luis Fernando de Orleáns, apodado «el rey de los maricas», de quien nos ocuparemos más adelante, en favor de los perseguidos por el Tercer Reich.

Hija de Isabel II y de su «padre oficial» Francisco de Asís, como el resto de sus hermanas, sabemos por fin que la propia Eulalia salvó la vida al hijo de su secretario, de nombre Lotario Giménez, estudiante de Ciencias Políticas y Económicas en La Sorbona de París.

Lotario era un joven inquieto, involucrado en asuntos políticos en la universidad. Odiaba a los nazis y sentía gran aprecio por los franceses, despojados de su tierra y de su libertad por el brazo opresor de Hitler, en plena Segunda Guerra Mundial. Por eso no tardó en unirse a la Resistencia francesa.

Cierto día, el rector de La Sorbona lo llamó a su despacho para hacerle una confidencia: la Gestapo lo buscaba para interrogarlo. Lotario sabía muy bien que eso significaba su condena a muerte.

Habló enseguida con su padre y éste localizó a la infanta Eulalia. Aquella noche, el muchacho se acostó intranquilo. Sus malos presagios se confirmaron a las tres de la madrugada, cuando la Gestapo irrumpió en su casa con nocturnidad y alevosía, llevándoselo detenido a su cuartel general de la Kommandantur, donde intentaron arrancarle una confesión.

Su único «delito» había sido ayudar a los refugiados franceses a cruzar los Pirineos, camino de Argelia, considerada entonces la «Francia libre» de Charles de Gaulle.

Informada de ello, la infanta recurrió a su amigo Ramón Serrano Súñer, cuñado de Franco, que más tarde facilitaría su propio regreso a España.

Serrano Súñer en persona intercedió ante los altos mandos de la Gestapo, logrando al final que concediesen a Lotario Giménez un plazo de veinticuatro horas para salir de la Francia ocupada, hacia la España franquista. Ni que decir tiene que al intrépido joven le sobraron más de veintitrés horas para cruzar la frontera.

«¡ESTA VIDA DE PRIVACIONES ME MATA!»

Instalada en París, en un modesto apartamento situado en el corazón del bosque de Bolonia (rue de la Faisanderie, número 113), conocemos ahora la desesperación con que vivió allí toda una infanta de España durante la mayor conflagración mundial del siglo XX.

El 22 de diciembre de 1944, ella misma envió esta llamada de auxilio a su secretario particular:

Suplico me saquen de aquí. Estoy helada y Honorata [su dama de compañía] cansadísima. Quizás el Gobierno español se apiade de una vieja española que vive con un abrigo puesto y una manta en los pies y aun así está tiritando [el subrayado es del original]. Para comer, la carta de alimentación es insuficiente y no se encuentra nada. Gracias a la leche que Vd. me envió y que me salvó, pero yo otra vez sin nada. La mermelada también me alimentó. Yo creo que si nuestro jefe de Gobierno supiese mi situación daría órdenes a la Embajada para que me dieran madera [para la chimenea]… Aunque sea en una ambulancia me iría. ¡Esta vida de privaciones me mata!

Hambrienta y aterida, la infanta sobrevivía con ochenta años en París gracias, entre otras cosas, a los paquetes de alimentos que le hacía llegar periódicamente Ángel Giménez desde Barcelona.

El 17 de mayo del mismo año, confirmó así la recepción del último envío:

Recibí el paquete con leche condensada, limones, harinas, azúcar y miel. Todo esto es lo más necesario y por ello doy a Vd. las gracias.

Pero nada agradecía ella tanto como la leche condensada:

Sus envíos son una gran ayuda porque la leche no llega la mayor parte de los días y cuando la dan es malísima. La leche condensada que Vd. me envía es deliciosa y nutritiva.

Claro que también celebraba «las latas de sardinas y de mermelada porque me hacían mucha falta», admitía.

Los precios estaban allí por las nubes:

Manteca (lo más barato), 800 francos el kilo. Un pollito «tísico», 450 francos. Carne, no se encuentra ni con dinero. Leche no hay. No hemos vuelto a ver pescado. Los huevos, a 18 francos (ahora que es la época de huevos)… ¡Ya empiezan las manifestaciones de hambre, y la gente envenenada si compra un poco de paté!

LAS ALHAJAS EN LA GUERRA CIVIL

Mientras estuvo en París, la infanta trató de recuperar también sus valiosas joyas desaparecidas durante la Guerra Civil española.

Eran alhajas heredadas de su madre la reina Isabel II, depositadas en una caja fuerte del Banco de España: collares de perlas y brillantes, aderezos, pulseras, encajes, una colección de abanicos… Entre esas joyas había una de 1422 brillantes y 75 perlas, la cual, por si fuera poco, hacía juego con un collar de 639 brillantes y 334 perlas en ocho hilos de los que pendían 40 perlas más.

El impresionante aderezo había sido un regalo de Alfonso XII y María Cristina con motivo de su enlace con su primo el infante don Antonio de Orleáns, en 1886.

Las alhajas fueron embarcadas en el célebre yate Vita, del cual se apoderó el ex ministro socialista Indalecio Prieto en cuanto el velero atracó en el puerto mexicano de Veracruz.

Preocupada por su paradero, Eulalia escribió a su secretario el 10 de junio de 1944:

Ruego a Vd. averigüe si es cierto que mis alhajas (evaluadas en 7 millones de pesetas) [más de 6 millones de euros en la actualidad] han aparecido y que nadie se ha ocupado de ellas… Según me dicen, ninguno de mis descendientes ha ido a ver en Madrid la exposición de alhajas robadas durante nuestra guerra y recuperadas ahora.

No existe constancia alguna de que la infanta recuperase finalmente el contenido de su guardajoyas.

De regreso a España, se preocupó por las cuestiones dinásticas que afectaban a su propia familia.

En 1947, poco después de promulgarse la Ley de Sucesión franquista que convertiría también en candidato al duque de Cádiz, escribió a su secretario ironizando sobre el particular:

Veo que el peine ondulador no aparece, en cambio nos aparece otro pretendiente al Trono que tiene 11 años y se llamaría Alfonso 14 de Borbón y Dampierre y… sigue la confusión.

Eulalia desafió a su sobrino Alfonso XIII durante gran parte de su reinado, siendo desterrada por éste de España durante una década entera.

Pero respaldó a su sobrino nieto don Juan de Borbón como legítimo sucesor a la Corona de España, frente a cualquier otra opción contemplada en la ley sucesoria de Franco, que exigía al candidato a la Corona dos requisitos legales: ser de estirpe regia y haber cumplido treinta años.

La «infanta republicana» murió así fiel a los designios de la monarquía, pese a declararse rebelde desde su juventud.

DE LA NOCHE AL DÍA

Qué tremendo contraste entre la miseria del París ocupado por los nazis y los ricos oropeles del Palacio Real, donde nació felizmente nuestra infanta el 12 de febrero de 1864…

El «padre oficial», Francisco de Asís, presentó a la criatura en bandeja de plata ante los nobles, políticos y cortesanos reunidos para celebrar el natalicio. Madrid entero festejó el acontecimiento con una solemne misa de pontifical.

Al día siguiente recibió la recién nacida el agua bautismal de manos del patriarca de las Indias, don Tomás Iglesias, en la pila de Santo Domingo de Guzmán, como correspondía a las personas regias desde Felipe IV, antes incluso de la llegada de los Borbones.

En ella, y de ahí su nombre, fue bautizado en 1170 Domingo de Guzmán, fundador de la orden de los Dominicos, elevado a los altares por el papa Gregorio IX en 1234.

La pila estaba cubierta con un dosel bordado de oro. A los lados del altar se habían dispuesto dos bufetes con cubiertas de tela de oro, y sobre ellos y sus gradillas, un conjunto de bandejas, floreros y toallas.

Aquella niña rubia y de ojos azules, de facciones nada borbónicas, incluida su nariz recta, se convirtió con los años en una viajera infatigable que recorrió medio mundo: desde Estados Unidos y Cuba, hasta Rusia, Noruega o Suecia, pasando por Alemania, Italia, Bélgica, Inglaterra y, por supuesto, Francia, donde transcurrió buena parte de su vida.

En sus estancias en las diferentes cortes, tuvo oportunidad de tratar al káiser Guillermo II de Alemania, a Pedro II de Brasil, Francisco José de Austria, Fernando de Bulgaria, Napoleón III y Eugenia de Montijo, y hasta al zar de Rusia, país donde residió una larga temporada, convirtiéndose en testigo de excepción de los prolegómenos de la Revolución de 1917.

Conoció a seis papas: Pío IX, León XIII, Pío X, Benedicto XV, Pío XI y Pío XII.

Viajó con su tío y suegro, el duque de Montpensier, por toda Europa, entablando numerosas relaciones sociales mientras su esposo, Antonio de Orleáns, de quien protagonizó un escandaloso divorcio al inicio del siglo XX, permanecía casi siempre en España.

En su visita al palacio de Galliera de Bolonia, Eulalia disfrutó siendo, como ella misma decía, «la mimada de la casa».

En otra ocasión fue con el duque de Montpensier al Quirinal, en la corte italiana, donde su prima la princesa Isabel se había casado con un hermano de la reina Margarita.

En Viena visitaron al archiduque Rainiero y a su esposa.

Otras veces, las menos, viajaba solo el matrimonio, como en 1887, cuando la reina regente delegó en Eulalia y Antonio la representación de España en los fastos celebrados en Londres con motivo del jubileo de los cincuenta años del reinado de Victoria de Inglaterra.

La infanta se mostró entonces pletórica en una carta a su hermana Paz, anticipándole los tres bailes a los que había sido invitada:

Nos alojamos en el palacio de Buckingham. Lo prefiero, porque esos días comerán allí todos los príncipes… Esta noche tenemos un almuerzo en Malborough House, en el que participarán sesenta y tres príncipes…

Eulalia disfrutaba coleccionando príncipes en su aterciopelada agenda; no concebía la vida sin sus elitistas relaciones sociales, de las que le encantaba presumir. Con razón, confesaría ella misma a su secretario, años después: «¡Esta vida de privaciones me mata!».

Toda una infanta de España suspirando entonces por un bote de leche condensada o una miserable lata de sardinas…

AMOR A PRIMERA VISTA

Eulalia protagonizó numerosos escarceos sentimentales a lo largo de su vida, el más importante de los cuales fue sin duda el del rey Carlos I de Portugal.

En 2008 tuve la fortuna de rescatar las cartas de amor inéditas de don Carlos a la infanta, conservadas en el Archivo del Palacio Real de Madrid, las cuales publiqué en mi biografía de Eulalia.

El rey de Portugal estuvo perdidamente enamorado de Eulalia desde los veinte años, cuando la conoció siendo aún príncipe heredero. El encuentro se produjo en la Feria de Sevilla, donde, al principio, surgió el amor platónico no correspondido por la infanta.

Pero el flechazo, como tal, no se hizo esperar: el joven príncipe sucumbió sin pestañear ante los ojos claros y profundos de la infanta, su mirada azul turquesa, la nariz nada borbónica y su destacado mentón de mujer emprendedora y desafiante.

Don Carlos contempló con embeleso su andar desenfadado, o la forma en que ella montaba a caballo en las dehesas, a orillas del manso río Guadalquivir, junto a los hermosos jardines del Alcázar.

Eulalia se le hizo irresistible vestida con su traje campero, ancho sombrero castoreño y garrocha.

En aquellos días, don Carlos de Braganza cortejó sin mucho éxito a la infanta. Resignado, el príncipe portugués se lanzó a la conquista de Amelia de Orleáns, sacándola a bailar en la pequeña corte de los duques de Montpensier, mientras las aristócratas del país, cubiertas con mantones de Manila, danzaban, entre polcas y rigodones, animadas sevillanas al son de las castañuelas.

El destino unió finalmente en santo matrimonio a Carlos y Amelia, hija de los duques de Montpensier.

A esas alturas, Carlos ya había escrito a nuestra infanta esta bella carta de amor:

Querida Eulalia:

¿Cuándo volveré yo a verte? Dios sabe, todo lo que es bueno acaba deprisa… Recuerda siempre que, suceda lo que suceda, tienes en mí a un amigo absolutamente para todo, incluso para matar a alguien si así lo quisieras, siempre fiel,

CARLOS

DOLOR DE MADRE

El hijo menor de Eulalia, Luis Fernando de Orleáns, hizo sufrir lo indecible a su madre hasta su misma muerte, tras someterse a principios de 1944 a una delicadísima operación de ablación de testículos a cargo del profesor Gaudard d’Allaines.

Veintiún años atrás, en septiembre de 1924, Luis Fernando había acudido una noche a un tugurio de París para tomar unas copas y divertirse en compañía de un noble portugués.

El infante y su amigo conocieron a un joven efebo que bailaba alegremente en la pista. Acabaron entablando una animada conversación con él y lo invitaron al apartamento del aristócrata portugués, donde al parecer el marinerito murió estrangulado.

Ramón Alderete, coautor de las memorias de la infanta Eulalia, investigó el presunto homicidio. «Intentaron desembarazarse del cuerpo del delito», advertía el periodista.

Entre ambos bajaron el cadáver con gran esfuerzo hasta la calle; una vez allí, lo introdujeron con gran cuidado en el coche del infante, cubriéndolo con una manta en el asiento trasero para no llamar la atención.

Intentaron en vano desembarazarse del cuerpo en la embajada de España, apelando a su privilegio de extraterritorialidad; luego visitaron la legación portuguesa, con el mismo desalentador resultado.

La Policía de París se hizo cargo al final del cadáver del marinero.

El escándalo podía ser monumental si trascendía que uno de los presuntos homicidas del infortunado marinero era nada menos que el primo carnal de Alfonso XIII, rey de España.

Siguiendo instrucciones directas del monarca, su embajador en París y albacea testamentario, José Quiñones de León, hizo las gestiones oportunas para que Luis Fernando de Orleáns abandonase Francia cuarenta y ocho horas después por la puerta de atrás, en dirección a Bruselas, donde al poco tiempo de su llegada recibió un telegrama de Alfonso XIII en el que le comunicaba fríamente su decisión de retirarle el título de infante que él mismo le había concedido por una medida de gracia especial.

Luis Fernando de Orleáns respondió al monarca de forma insultante:

He nacido y moriré infante de España, como tú has nacido y morirás rey de España, mucho tiempo después de que tus súbditos te hayan dado la patada en el culo que mereces.

Y no se equivocó, pues el 14 de abril de 1931, como todo el mundo sabe, Alfonso XIII se vio obligado a abandonar para siempre España.

DURA DE PELAR

Eulalia, como su hijo Luis Fernando, fue insolente hasta la sepultura.

Desafió incluso al mismísimo rey de España, su sobrino Alfonso XIII, desobedeciéndole ante el asombro de media Europa.

El colmo que desató la ira del monarca fue la publicación en París, en 1911, de su controvertido libro Au fil de la vie (Al hilo de la vida), en el que toda una infanta de España abogaba por el divorcio y la emancipación de la mujer… ¡a comienzos del siglo XX!

El desacato al rey de España suscitó, como decimos, enorme revuelo en las cortes europeas. Alfonso XIII zanjó la cuestión con la pena de destierro para su tía durante una década entera.

Eulalia jamás tuvo pelos en la lengua para criticar y oponerse al rígido protocolo de la monarquía, con sus reglas y costumbres ancestrales.

Ningún otro miembro de su dinastía abanderó como ella los postulados del feminismo durante el cauteloso reinado de su sobrino.

Semejante afrenta jamás fue comprendida, ni mucho menos tolerada, por su familia. Empezando por su propia hermana mayor, Isabel, que para ella era una especie de fräulein desde la restauración en el trono de su hermano el rey Alfonso XII.

Fue precisamente la Chata quien, en connivencia con su madre la reina Isabel, coaccionó injustamente a Eulalia para que contrajese matrimonio con su primo Antonio de Orleáns, del cual jamás estuvo enamorada.

La infanta rebelde aprovechó siempre que pudo para desafiar a su familia, divorciándose incluso de su esposo, con quien formalizó su separación oficial el 31 de mayo de 1900.

El infante entregó así a su esposa su dote de 2.228.631 francos, cuya administración quedó sujeta al control del propio Antonio de Orleáns.

El acto, celebrado en el consulado español en París, no supuso el fin de los problemas de la pareja, dado que Eulalia reclamaba además la plena custodia de sus hijos Alfonso y Luis Fernando, igual que su marido.

La separación nada tuvo, pues, de amistosa.

Isabel II, al ver que la reconciliación de los esposos era imposible, decidió acoger en su palacio a su hija, que abandonó para siempre el domicilio conyugal.

Finalmente, Eulalia y Antonio suscribieron la escritura de convenio en París, el 7 de marzo de 1902.

El primero de los puntos principales era precisamente el destino de la dote que con tanto celo había intentado proteger la infanta. También se adoptaban garantías sobre la educación y manutención de los dos hijos de la pareja, estableciéndose la custodia compartida.

HEROICO DESAGRAVIO

Retomemos por un momento la inquietante figura del hijo menor de Eulalia.

Tras el escándalo silenciado del marinero asesinado en tierra firme, Luis Fernando pareció dispuesto a reparar aquel horrible suceso en plena Segunda Guerra Mundial.

Expulsado de Francia, como hemos visto, consiguió años después un permiso de estancia en París, renovable automáticamente cada seis meses por el Servicio de Extranjería de la Policía.

El infante pasaba entonces unos días en Berlín, cuando Hitler impuso a los judíos que luciesen en todo momento el distintivo racista de la estrella amarilla.

Al día siguiente, el infante se paseaba ya con la cabeza bien alta por la Kurfürstendamm… ¡con la estrella amarilla cosida en su chaqueta!

Informado de ello, el propio Führer llamó a consulta al embajador español para advertirle de que si no tomaba de inmediato las medidas oportunas, arrestaría al hijo de doña Eulalia por su actitud provocativa. El legatario español aclaró enseguida que el infante regresaría muy pronto a Francia, y el asunto quedó zanjado.

De nuevo en París, Luis Fernando fue cortejado por los jefes alemanes, respetuosos con los títulos de la nobleza, y no digamos ya con la dignidad de todo un infante de España.

Ramón Alderete, contratado entonces en la agencia de noticias Havas, daba fe de la anécdota que nos disponemos a relatar, según la cual el infante se hacía acompañar a veces del coronel Halich, uno de los jefes de la Gestapo en el París ocupado. Cierto día fueron a almorzar los tres, junto con otros jefes y oficiales alemanes, a uno de los restaurantes del mercado negro que florecían por aquel entonces en la ciudad.

Días antes, los alemanes habían ejecutado a una decena de rehenes franceses, en represalia por la muerte de uno de sus soldados a manos de un civil.

Luis Fernando, sentado a la mesa con el coronel, reprochó con vehemencia aquellos asesinatos. «¡No comprendo cómo ustedes pueden dormir con todos esos crímenes sobre su conciencia!», manifestó.

Así de imprevisible y contradictorio era el infante, pues parecía olvidar que, veinte años atrás, él mismo se había visto envuelto en un suceso igual de lamentable. ¿Buscó acaso Luis Fernando redimir entonces su repulsiva conducta con un encomiable acto de caridad?

Apodado «el rey de los maricas», como ya sabemos, el infante había sido operado de los testículos con su propio beneplácito.

El periodista Alderete fue a visitarle al hotel Vernet para comentarle un asunto muy delicado: el único hermano de un compañero suyo de la agencia Havas acababa de ser condenado a muerte por un consejo de guerra alemán.

El colega de Alderete había recurrido desesperado a él, consciente de su buena relación con el infante, quien a su vez era muy respetado por la jerarquía militar del Tercer Reich en París.

En cuanto Alderete le informó de ello, Luis Fernando pidió que lo ayudara a incorporarse de la cama. Tras vestirse con dificultad, salió al descansillo, apoyado en su amigo, para tomar el ascensor. Pero éste no funcionaba, lo cual no era extraño en plena guerra.

Bajaron por las escaleras. El infante apenas podía andar, arrimado al hombro de Alderete. Una vez en la puerta principal del hotel, repararon en que ninguno de los dos llevaba dinero para un taxi y optaron por dirigirse a pie desde allí, prácticamente en L’Étoile, hasta las oficinas de la Gestapo en la avenue Foch, que dirigía el coronel Halich.

El trayecto les llevó una hora, pues el infante debía descansar de vez en cuando en los bancos de la avenida. Era la primera vez, desde su embarazosa operación, que pisaba la calle.

Pero al final, gracias a su generoso gesto, el compañero de Alderete pudo abrazar a su hermano. El coronel alemán le concedió un pase temporal para que pudiese visitarle en la prisión, de la cual salió definitivamente días después. El propio Alderete comentaba al respecto:

Si evoco esta anécdota, que permanecerá indeleblemente grabada en mi memoria, es para decir: en cuanto a mí, yo había cumplido simplemente con mi deber de amigo. Pero ¿qué pensar de este príncipe, de este pederasta, que, sin conocer a mi amigo ni a su hermano, recorrió casi dos kilómetros a pie, en condiciones físicas cuya sola evocación hace daño, para solicitar de un bruto un poco de piedad para un desconocido?

REBELDE Y… REPUBLICANA

Decíamos de Eulalia que siempre fue rebelde, testaruda, irreconciliable… Exactamente igual que en 1893, durante su visita a Cuba, donde lejos de erigirse en embajadora extraordinaria de los intereses de España, como sin duda esperaban el gobierno y su presidente Cánovas del Castillo, acabó convirtiéndose en defensora de las reivindicaciones de los revolucionarios cubanos. Así, como suena.

Algo parecido sucedió años después, en Checoslovaquia, donde la infanta entabló excelentes relaciones con las nuevas autoridades revolucionarias, enemigas de su propia familia.

Por eso no resultaba extraño que, como señalábamos al principio de este capítulo, el propio Alfonso XIII emplease la palabra maldita «republicana» para aludir a su revoltosa tía. Poco antes, el rey había escuchado de labios de ella sus argumentos sobre la revolución portuguesa y sus predicciones poco alentadoras acerca del futuro de la monarquía.

Eulalia acababa de llegar a Madrid, procedente de Lisboa, y el rey le dijo, sonriente e irónico:

—¡Vaya! Te has tornado muy pesimista en este viaje; ¿o es que te has vuelto republicana?

Años después, ella le replicaba así en sus memorias:

¡Republicana! Siempre que en la Corte española se decía algo que se separara del criterio predominante, o se opinara libremente, o se expusieran realidades, surgía la palabra como un mote. No cegarse, no tener en los ojos una venda ni en la boca una mordaza, era ser republicana.

¡Republicana! Para muchos de los nobles españoles, yo lo era. Lo éramos todos los que no estábamos empeñados en no ver. Y, en España, ser republicano era no sólo profesar un credo político, sino estar excluido del contacto con los servidores del Rey, que se creían tanto más fieles cuanto más desdeñaran a los que profesaban un credo que, aun equivocado, no deja de ser sincero. Estos señores preferían dejar que los republicanos lo siguieran siendo que sacarlos de su error.

Pues eso mismo: republicana, en tanto que rebelde.