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LA GORRIONA

María Teresa de Borbón y Austria

(1882-1912)

Siendo un tierno angelito de apenas cuatro años, la infanta María Teresa interrogó sin protocolos a un osado cortesano que le dirigía cumplidos en palacio:

—Mi hermano es el rey, mi hermana es la princesa de Asturias, y yo… ¿quién soy?

—Vuestra Alteza es la infanta —repuso el admirador.

Y ella encogió los hombros, en una graciosa postura, como queriendo decir:

—¡Bah! ¡Eso no es gran cosa!

La sencilla anécdota se publicó en el diario parisino Le Figaro el 17 de diciembre de 1886, siete meses después de nacer el futuro rey Alfonso XIII. La crónica iba firmada por Eusebio Blasco, quien días antes había entrevistado a la reina María Cristina de Habsburgo, madre de nuestra nueva protagonista, en el Palacio Real de Madrid.

El episodio revelaba ya que, desde tan temprana edad, la infanta María Teresa sabía muy bien cuál era su puesto en todas y cada una de las recepciones palaciegas, colocándose siempre detrás de sus padres y de su hermana mayor, con la misma jerarquía que en un ejército.

También era ella muy consciente de que, entre sus encantos, no figuraba precisamente la belleza física, suplida con creces por la belleza espiritual: una desbordante simpatía, modestia sin límites y preocupación por los demás.

No resultaba extraño así que la infanta Isabel la piropease con toda justicia en una carta a su hermana Paz: «Tienes razón sobre María Teresa: vale su peso en oro».

Sobre la fundadora de la Corte de Honor de Santa María la Real de la Almudena, el académico Luis María Anson se deshacía también en halagos:

Era alta y rubia, de porte distinguido y, lo que es más importante: una mujer muy inteligente, culta y razonadora, con los pies siempre puestos en la realidad. Y, sobre todo, fue una infanta extraordinariamente bondadosa, que sentía el dolor de los demás y volcó su vida en atender a los desfavorecidos y en hacer felices a los que la rodeaban.

Pudieron motejarla sin exceso «Doña Virtudes», como a su madre, a quien su tío segundo el emperador Francisco José nombró abadesa de las damas nobles de Santa Teresa, en Praga.

Pero al final se quedó con el cariñoso apelativo de su hermano el rey Alfonso XIII, a quien le gustaba llamarla «mi Gorriona» en la intimidad.

¿Tal vez el mote obedeciera a su mirada y nariz aguileñas, rematadas por unos labios desdibujados, entre austeros y desdeñosos, junto al inconfundible prognatismo de los Habsburgo?

Sabemos con certeza, eso sí, que la Gorriona era una mujer alegre que despertaba gran simpatía entre propios y extraños, razón por la cual su hermano eligió para ella tan curioso remoquete. La quería con locura y confiaba ciegamente en ella, hasta el punto de enviarla en representación suya a numerosos viajes seguro de su discreción, amabilidad y sentido del deber. Una embajadora de lujo, a caballo entre dos siglos.

LA BUENA NUEVA

En la primavera de 1882 sospechó ya la reina María Cristina que podía estar embarazada por segunda vez.

Sus presagios se confirmaron en un comunicado oficial difundido el 14 de julio en el palacio de La Granja, en el cual se indicaba que Su Majestad se hallaba ya «dentro del quinto mes de su embarazo».

La reina se había instalado aquel verano en el palacio segoviano, acompañada por su cuñada Isabel, que era su paño de lágrimas, mientras Alfonso XII y las infantas Paz y Eulalia volvían a encontrarse en Comillas para pasar otra temporada estival.

El 30 de octubre, el doctor Laureano García-Camisón había seleccionado ya a las dos nodrizas de la infanta: Sinforosa Gómez Higuera, del valle del Pas, y Teresa Acebo Acebo, en calidad de retén.

El concurso no fue fácil, pues de la quincena de madres jóvenes que comparecieron en una primera tanda convocada en la Fonda de la Luisa de Oviedo para ser examinadas por el doctor, ninguna reunía las condiciones de una buena nodriza.

Trece días después, exactamente a las siete y diez de la tarde del 12 de noviembre, nació nuestra infanta.

El acta del natalicio, publicada en la Gaceta al día siguiente, decía así:

S. M. la Reina se sintió indispuesta a las cinco de la mañana con los primeros anuncios de la proximidad del parto, que se declaró poco después de las cuatro de la tarde, desde cuya hora hasta las de las siete y diez minutos en que se verificó el feliz alumbramiento dando S. M. a luz una robusta Infanta.

Aquel mismo día, al hacerse público el parto inminente, se levantó una inusitada expectación: ¿nacería el futuro rey tan anhelado por el pueblo?

A la esperanza sucedió, poco después, una gran decepción.

Se rumoreaba incluso que los carlistas y republicanos habían celebrado con júbilo el acontecimiento, dado que la ausencia de un sucesor varón les hacía concebir esperanzas, por remotas que éstas fuesen, de acceder al poder, emulando así la archiconocida historia de Isabel II.

En cualquier caso, los reyes recibieron a su segunda hija con lógica alegría.

La Ilustración Española y Americana estampó el regocijo del monarca en un dibujo del natural, obra de Comba, titulado «Presentación oficial de la Augusta recién nacida por S. M. el Rey Don Alfonso XII al Cuerpo Diplomático y altos dignatarios».

Se veía al rey sosteniendo la canastilla donde estaba la criatura. Sagasta, como presidente del Consejo de Ministros, levantaba el velo de encaje para descubrirla ante los presentes. Momentos antes, la marquesa de Santa Cruz había salido de la regia cámara con la infantita en brazos.

El 18 de noviembre se celebró con gran solemnidad el bautizo en la tradicional pila de Santo Domingo de Guzmán. El cardenal Bianchi, nuncio de Su Santidad, impuso a la recién nacida los nombres de María Teresa, Isabel, Eugenia, Diega y Patrocinio; este último en recuerdo de sor Patrocinio, «la monja de las llagas», a la que tanto cariño profesaban la bisabuela y abuela maternas de la neófita, las reinas María Cristina de Borbón e Isabel II, respectivamente.

La célebre Sissi, emperatriz de Austria, fue su madrina de bautizo.

ENTRAÑAS PALACIEGAS

La vida en palacio, durante los primeros años, fue entrañablemente familiar. María Teresa y sus hermanos Alfonso y María de las Mercedes convivían con sus primos y príncipes de similar edad: los hijos de Carlos Caserta, trasladados a vivir en el alcázar poco después de fallecer su madre; los de la infanta Eulalia —Alfonso y Luis Fernando—, afectados por la separación de sus padres; e incluso los de la infanta Paz, que pasaban largas temporadas en España.

En ocasiones, cuando hacía buen tiempo, las infantas salían a pasear con su hermano Alfonso en carruaje, acompañadas de un caballerizo que cabalgaba al lado del estribo. El hermoso landó, cuyo cochero vestía librea de la Casa Real, recorría invariablemente la Castellana, la Casa de Campo o la Moncloa.

Desde las diez y media hasta las doce del mediodía, la reina regente, haciendo gala de sus proverbiales dotes de soberana del hogar, examinaba sus cuentas, repartía limosnas, leía la prensa madrileña y extranjera, presidía el Consejo… Entretanto, las infantas sacaban del armario sus muñecas y empezaban a jugar. Cuántas peponas y vestiditos les regalaron la abuelita Isabel, el rey Francisco de Asís o la infanta Eulalia…

Una tarde de febrero de 1894, cuando las infantas contaban trece y once años, respectivamente, su tía la infanta Isabel las sorprendió con una de sus curiosas y divertidas iniciativas en palacio. Días antes, la Chata había asistido a un baile de Carnaval en casa de los marqueses de Alcañices, durante el cual se estrenó una moderna danza que la marquesa había aprendido en París: el pas-à-quatre, que enseguida se puso de moda en la villa y corte de Madrid.

Isabel organizó al cabo de unos días una reunión privada en sus habitaciones para enseñar aquel nuevo baile a la reina María Cristina y a sus hijas. Numerosos jóvenes y señoritas de la aristocracia pasaron toda la tarde danzando emparejados, ante la admiración de la reina y de sus hijas.

Las infantas representaron para su madre, en palabras del conde de Romanones, «el mejor escudo de la regencia», la cual se extendió durante diecisiete años nada menos, desde 1885 hasta 1902.

Ante su ternura infantil sucumbió incluso el brillante orador y político Emilio Castelar, el mismo que había rubricado su célebre artículo «El rasgo», arremetiendo sin piedad contra Isabel II, y que tres años después participó en la revolución que la destronó.

En 1886, poco después de morir Alfonso XII, cuando las infantas tenían seis y cuatro años, Castelar pronunció un discurso en el Congreso que elevó a María Teresa y a su hermana a la condición de angelitos custodios de la regencia de su madre.

Juzgue si no el lector:

Yo he de decir, lo digo todo, que mientras el poder esté representado por una cuna donde duerme la inocencia y por una dama sola, abandonada, triste; por una mujer que llora llevando de la mano a dos tiernas niñas, yo, a impulsos del corazón que latió en mi pecho siempre y a impulsos de la educación que recibí… Yo no he de tener palabras más que para manifestar un sentimiento, el sentimiento de respeto, y de mis labios nunca saldrán palabras sino de reverencia y cortesía.

¡COME COLIFLOR!

A mediados de 1902, con apenas veinte años, María Teresa debió de quedarse de una pieza.

El 17 de mayo, su hermano había jurado como monarca constitucional tras su mayoría de edad, establecida entonces a los dieciséis años.

Durante un almuerzo con motivo de la retirada de los príncipes extranjeros que acudieron al acto, se sirvió coliflor a la mesa de Su Majestad; la infanta Eulalia aborrecía aquella hortaliza y rehusó servirse.

Al reparar en ello, Alfonso XIII ordenó a su tía:

—¡Come coliflor!

—No me gusta —repuso la infanta—; no la he comido nunca.

—¡Pues cómela ahora! —insistió el rey con una sonrisa pícara—. ¡Quiero que la comas!

La infanta Isabel, a quien el rey había dirigido una mirada cómplice mientras espetaba a su tía, saltó enseguida:

—¡Cómela! Lo quiere el Rey y, puesto que él manda, hay que hacerlo.

La escena alcanzó tal grado de crispación, que la reina María Cristina, rodeada de sus hijas María de las Mercedes y María Teresa, ésta aún soltera, tuvo que intervenir para explicarle a su hijo que su autoridad real debía encauzarse hacia las verdaderas preocupaciones.

Pese a los momentos de tensión, María Teresa reverenciaba siempre que podía a su caprichoso y a veces déspota hermano, alegrándose de cada uno de sus éxitos. Tras una visita del monarca a Cataluña, le escribía:

Vengo a felicitarte con toda mi alma por el grandioso recibimiento que tuviste ayer en Barcelona al que yo me asocio de todo corazón. Estoy muy contenta por las simpatías que has sabido inspirar también en Cataluña, pues aquí repercuten todas las manifestaciones de entusiasmo hacia ti.

María Teresa cumplía siempre a rajatabla las órdenes de su hermano Alfonso XIII, que para ella eran simples deseos o inspiraciones. Igual que su tía la infanta Isabel, que lo atendía y mimaba como si fuera una especie de divinidad griega. «Lo que mandes, se hará», repetía, incansable, Isabel ante la más pequeña orden o insinuación del rey.

La infanta Eulalia consignó en sus memorias la siguiente anécdota:

Un día dijo que no le gustaban las sombrillas abiertas en los paseos que dábamos en el Campo del Moro, y eso fue suficiente para que mi hermana [Isabel] las proscribiera en la Corte.

EN BRAZOS DE CUPIDO

Una tarde lluviosa, según recordaba la infanta Paz, su sobrina María Teresa propuso que leyeran juntas La leyenda del Cid.

Nuestra infanta estaba sentada en una sillita baja, junto a una ventana de la Punta del Diamante de palacio, con la cabeza inclinada sobre el libro y, al fondo, la soberbia panorámica de Madrid y las montañas del Guadarrama.

Las acompañaba Fernando, el primogénito de Paz, dos años menor que María Teresa. Sentado en un rinconcito oscuro, alejado de la ventana, Fernando escuchaba en silencio la lectura sin dejar de contemplar ensimismado el apacible semblante de la infanta.

Fernando —«Nando» a secas, en familia— era un hombre apuesto: alto, rubio y de ojos azules. Pero su carácter frío y germánico, amén de su justa inteligencia, no hacía sombra si quiera al irresistible atractivo que desprendía la forma de ser de María Teresa.

Cuando ésta alcanzó el momento crucial del relato en que el rey mandaba llamar a don Rodrigo Díaz de Vivar para que saliese a cabalgar y allanase los obstáculos que se oponían a la boda de Jimena, María Teresa leyó con voz suave:

Y al ir a montar los dos

el padre preguntó y dijo:

«¿Qué os parece?». Y aquél dijo:

«Hijo, que estaba de Dios».

Al escuchar estas palabras, Paz se sobresaltó: «Pensé —recordaba ella— que estaba de Dios… y repetía mi corazón: ¡Y así era! ¡Estaba de Dios!…».

María Teresa cerró el libro y se lo dio a Paz, diciéndole escuetamente: «Tía, llévatelo».

«Pero yo comprendí —añadía Paz— que era mucho más lo que quería decirme».

Más tarde, la propia Paz reconocería para la posteridad: «Yo soñé mucho, pero todo cuanto pude soñar para mi hijo Fernando no llega a lo que Dios me ha dado: María Teresa».

El 24 de enero de 1904, poco antes de regresar a Nymphenburg, el príncipe Adalberto reveló lo que ya ardía como un volcán en el corazón de su hermano Fernando, de veinte años:

Desayunaban mis padres cuando he aquí que penetra mi hermano y, con rostro serio, declaró que necesitaba hablar con ellos. Estaba enamorado de María Teresa y quería casarse con ella. Fue tal el asombro de mi padre, que dejó caer la cucharilla en la taza, y mi madre preguntó si había hablado con ella respecto del particular. «Sí, ayer, después de la comida en honor de la fiesta onomástica del Rey», contestó.

Los tambores de boda no tardaron en redoblar.

Los novios formalizaron su relación en agosto de 1905, durante las vacaciones veraniegas en el palacio donostiarra de Miramar; en octubre, Fernando pidió oficialmente la mano de María Teresa.

El día 22, el prometido escribía ilusionado a su madre:

Ha pasado ya la fiesta de los desposorios. Anteayer por la mañana tuvo lugar la petición. A continuación, fui nombrado infante y capitán de caballería del Regimiento de Pavía. Después del almorzar, el Rey me concedió el Toisón de Oro. Puedes figurarte lo felices que nos sentimos María Teresa y yo al poder ya presentarnos juntos en todas partes.

El 12 de enero de 1906 se celebró la boda en la regia capilla del palacio de Oriente.

En palabras de la infanta Paz:

El día que España me pidió a mi hijo Fernando, aunque era la primera vez que me separaba de él, lo dejé ir, sólo porque era España y para mi amada María Teresa.

Concluida la ceremonia religiosa, los esposos se asomaron al balcón de palacio para recibir los vítores ensordecedores de la multitud congregada en los aledaños. Hubo fiestas, cacerías y representaciones teatrales con motivo de la boda de la hermana del rey.

La pareja vivió con sencillez en un piso en la Cuesta de la Vega, justo enfrente de la catedral de la Almudena, que entonces se construía, y pegadito al Palacio Real, desde donde iba con frecuencia la reina María Cristina a visitar a su hija.

DULCES Y AMARGOS RETOÑOS

El matrimonio tuvo cuatro hijos: Luis Alfonso, nacido el 12 de diciembre de 1906; José Eugenio, el 26 de mayo de 1908; Mercedes, el 3 de octubre de 1911, y Pilar, el 15 de septiembre de 1912.

Todos ellos eran primos de don Juan de Borbón y, por consiguiente, tíos segundos del rey Juan Carlos.

Al primogénito Luis Alfonso se le concedió el título de infante de España desde su mismo nacimiento, por generosa disposición de su tío el rey Alfonso XIII. Días después, con motivo de su bautizo Luis Alfonso recibió la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica y el Collar de la Orden de Carlos III.

Concluido el bachillerato, ingresó en la Academia Militar de Ingenieros de Guadalajara. El 14 de abril de 1931, proclamada la Segunda República, se exilió de España junto con el resto de la Familia Real. Luego regresó a su patria para combatir en la Guerra Civil del lado de los sublevados, igual que su hermano José Eugenio.

Al término de la contienda, Luis Alfonso de Baviera se alistó en la División Azul, y años después lo destinaron a la Jefatura del Arma de Ingenieros de la IV Región Militar de Barcelona, con el grado de general. Fue el único personaje de la dinastía que se dejó fotografiar con el brazo en alto sin rubor alguno.

En enero de 1968 se le nombró gobernador militar de Barcelona, cargo en el que permaneció hasta el final de su carrera activa en el ejército, en diciembre de 1970.

El año anterior había asistido, como testigo, a la aceptación del príncipe Juan Carlos como sucesor de Franco en la Jefatura del Estado. Fue también el único infante de España que lo hizo, rubricando a continuación el acta.

Murió soltero, mientras dormía, a causa de un paro cardíaco. Corría el mes de mayo de 1983.

Su hermano José Eugenio, en cambio, contrajo matrimonio con la acaudalada María Solange Mejía y Lesseps, nieta del constructor del canal de Suez, a quien Alfonso XIII autorizó a titularse condesa de Odiel.

Desde su misma infancia, José Eugenio de Baviera hizo alarde de un proverbial talento para la música, heredado sin duda de su familia germana y, en especial, de Luis II, apodado «el rey loco», que protegió a Wagner en los momentos más difíciles de su vida.

Su formación musical, con intensos estudios de piano y armonía, se desarrolló primero en Madrid y más tarde en París, donde recibió clases de interpretación del célebre Alfred Cortot en L’École Normale de Musique, completadas con dos cursos de musicología en La Sorbona.

A su muerte, el 16 de agosto de 1966, José Eugenio dirigía la Academia de Bellas Artes de San Fernando.

A esas alturas, su hermana Mercedes, gibosa y acomplejada, se había convertido en la tercera esposa de un personaje excéntrico, Irakly Bagration de Mukhrani, que aseguraba ser jefe de la Casa Real de Georgia y cuya hermana Leonida se casaría poco después con el gran duque Vladimiro de Rusia.

Mercedes murió el 11 de septiembre de 1953.

LA ÚLTIMA VISITA

Su hermana pequeña Pilar apenas vivió seis años, falleciendo el 9 de mayo de 1918.

Una semana después de nacer, el 23 de septiembre de 1912, murió repentinamente su madre, protagonista de este capítulo.

El parte médico difundido por el marqués de la Torrecilla y firmado ese mismo día en Madrid por el doctor Eugenio Gutiérrez, cayó como una tremenda losa en el ánimo de su esposo Fernando de Baviera y de la reina María Cristina, que en menos de ocho años perdía así a sus dos hijas:

El que suscribe, médico de Cámara, tiene el honor y a la vez la profunda pena de participar V. E. que S. A. R. la Serenísima Señora la infanta Doña María Teresa ha fallecido repentinamente, a las 12 y 20 minutos del día de hoy a consecuencia de una embolia pulmonar. Con mi más hondo pesar lo traslado a V. E. de orden de S. M. para su conocimiento.

Pilar, como se llamaba también la hermana pequeña de Fernando y Adalberto de Baviera, evocaba con amargura los últimos momentos de la Gorriona en el mundo de los vivos.

El 23 de septiembre de 1912, al entrar en el dormitorio de la infanta María Teresa, ésta le sonrió sentada en la cama.

Pilar no salió de su asombro:

—¡Cómo! ¿Ya estás arreglada? —inquirió, comprobando que estaba incluso peinada.

—Voy a levantarme —asintió ella.

A las diez y media de la mañana, poco después de recibir al rey Alfonso XIII en la estación de regreso de sus vacaciones en San Sebastián, Pilar se asomó de nuevo a la habitación de María Teresa y la encontró jugando con sus hijos la mar de feliz.

Nada hacía presagiar los gritos de la camarera, tan sólo hora y media después:

—¡Venga pronto! ¡La infanta está mal, muy mal…! —alertó la mujer, descompuesta, a Pilar, que corrió esta vez como una gacela hacia el dormitorio tantas veces visitado.

Desde la puerta, abierta de par en par, Pilar contempló afligida a varios sacerdotes y médicos militares arrodillados o inclinados junto a la cama de su cuñada.

Poco después de recibir la Unción de Enfermos, la infanta expiró.

La propia Pilar ayudó a vestir a la difunta. Su hermano Fernando, que acababa de enviudar, cruzó las manos de su esposa colocando sobre ella la cruz mortuoria. Luego exclamó, derrumbado: «¡Pobres hijos!», aludiendo a los cuatro mismos infantes —de seis años el mayor— que poco antes jugaban tan divertidamente con su madre.

Mientras la familia lloraba la muerte de María Teresa, se recibió todavía un desolador telegrama comunicando el fallecimiento del emperador Francisco José.

La infanta Paz tuvo que hacer de tripas corazón para comunicar la terrible noticia a los niños huérfanos que correteaban por el jardín:

—Mamá no puede venir hoy, porque Dios la ha llamado —les dijo, intentando disimular su voz trémula.

—¿Cuándo vuelve? —inquirieron todos al unísono.

La infanta sólo acertó a decir:

—Cuando Dios llama hay que someterse a su voluntad…

«La noche fue terrible», evocaba Pilar.

A la mañana siguiente, antes de trasladar el féretro hasta El Escorial, el infante viudo mandó abrir las puertas para que todo el mundo que quisiese pudiera despedirse para siempre de la infanta María Teresa.

Fernando de Baviera, «el tío muerto», como le llamaban sus sobrinos, aparecía en esos momentos más callado y pálido que nunca. Aquella Nochebuena, Fernando escribió abatido a su madre:

Triste Navidad la de este año [1912]. ¡Cuán bella es la vida cuando poseemos la felicidad y cuán amarga y difícil cuando la desgracia se ceba en una familia contenta cual la mía!

Precisamente los más hermosos recuerdos nos muestran el gran vacío que ha dejado la pobre María Teresa en esta casa. No sé por qué digo «pobre», pues de seguro que es feliz en el Cielo. Los pobres somos nosotros, mis hijos y yo. Ya están acostados los cuatro, después de haber rezado, como todas las noches, por su madre.

Aún tuvo fuerzas el joven viudo de veintiocho años para recomponer su contrito corazón, desposándose en segundas nupcias con una dama de la reina María Cristina de nombre María Luisa Silva y Fernández de Henestrosa.

Poco importaba que ella fuera catorce años mayor que él, si se convertía en la madre adoptiva que reclamaban sus cuatro huerfanitos.

A la reina madre no debió de gustarle mucho la elección de su yerno para reemplazar a su añorada hija. Pero aun así, María Luisa Silva no era plebeya, pues su padre era el conde de Pie de Concha, y su madre pertenecía a la Casa de los marqueses de Villadarias.

Poco antes de la boda, celebrada en Fuenterrabía el 1 de octubre de 1914, el rey concedió a la novia el ducado de Talavera de la Reina.

Trece años después, Alfonso XIII tuvo finalmente la deferencia de crearla infanta de España con el tratamiento de Alteza Real, en virtud de otro Real Decreto con el que recompensaba los desvelos de la madrastra con los hijos de su hermana difunta María Teresa.

Pero Fernando de Baviera, en cambio, no supo estar a la altura de las circunstancias tras el advenimiento de la Segunda República.

El propio Niceto Alcalá Zamora, presidente del Gobierno provisional republicano, aseguraba en sus memorias haber recibido entonces un recado suyo, «en el cual anunciaba que él, más Baviera que Borbón, esperaba regresar para vivir en España bajo la República».

Flaco favor hizo así Fernando de Baviera a la memoria de su siempre fiel Gorriona.