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LA BREVE

María de las Mercedes de Orleáns y Borbón

(1860-1878)

Elegido Amadeo de Saboya rey de España por el Parlamento, en noviembre de 1870, se acordó que todos los capitanes generales del ejército le jurasen lealtad.

Antonio de Orleáns, padre de nuestra nueva infanta María de las Mercedes, futura reina de España, ostentaba ese distinguido grado. Pero se negó a obedecer y por ello fue deportado a la isla de Menorca, donde permaneció algunos meses hasta que obtuvo acta de diputado por el distrito de San Fernando, en Cádiz, en las nuevas Cortes, renunciando a su graduación militar.

En lugar de regresar a Madrid, el duque de Montpensier decidió establecerse en Francia, donde se dedicó a administrar su inmensa fortuna. Aquel exilio no significó su alejamiento de la política española ni mucho menos.

En este terreno trató de estrechar relaciones con su sobrino Alfonso de Borbón, en espera de tiempos mejores. Aquellos contactos, rechazados por la destronada Isabel II, quien culpaba de todas sus desgracias a su propio cuñado, permitieron que una hija de Antonio de Orleáns, María de las Mercedes, y Alfonso se conociesen.

Entre los dos jóvenes prendió enseguida la irresistible llama del amor y cuando Alfonso se convirtió en Alfonso XII, tras la Restauración, luchó con denodado esfuerzo para convertir a su prima carnal en reina de corazones.

Antes de proseguir con esta bella historia de amor, subrayemos que María de las Mercedes, Isabel, Francisca de Asís, Antonia, Luisa, Fernanda y diecinueve nombres más, rematados con la coletilla de «Todos los Santos» pronunciada por el Patriarca de las Indias durante el bautizo en la pila de Santo Domingo de Guzmán, había sido distinguida ya con el título y prerrogativas de infanta de España desde antes de su nacimiento, el 24 de junio de 1860.

El parte médico del natalicio, publicado en la Gaceta de Madrid, daba cuenta así del mismo:

S. A. R. la Serenísima Señora Infanta doña Luisa Fernanda, Duquesa de Montpensier, ha dado a luz con toda felicidad, a la una y cuarto de la madrugada de hoy [24 de junio], una robusta Infanta. S. A. sintió los primeros anuncios del parto a las cuatro de la tarde de ayer 23 y desde esa hora hasta la que se ha verificado el alumbramiento, el parto ha sido completamente natural. S. A. R. y la Augusta Infanta recién nacida siguen sin novedad.

POLÉMICO ENLACE

Aquella hermosa criatura, vestida entonces con riquísimos encajes y vaporosos tules, se desposaría con Alfonso XII al cabo de dieciocho años.

La boda se celebró el 23 de enero de 1878, en la madrileña basílica de Atocha, y contó con la significativa ausencia de Isabel II, que desde el principio se opuso al matrimonio.

Sin ir más lejos, el ministro de Estado, Manuel Silvela, escribió a Mariano Roca de Togores, marqués de Molins y embajador en París tras la Restauración, sobre el sentir de la reina el 27 de septiembre de 1877:

Al venir al Real Sitio [El Escorial] para dejar a sus hijas, ha citado [Isabel II] a los representantes de Francia, Alemania y Rusia, manifestándoles su repugnancia al matrimonio con doña Mercedes, y disparándose contra el duque de Montpensier.

Pero el vencedor esta vez sería su cuñado Montpensier, convertido, gracias a su hija, en suegro del rey.

Desde esa ventajosa posición intentó ejercer sus nuevos influjos, pese a la estrecha vigilancia de Antonio Cánovas del Castillo, quien, sin dejar de oponerse a la desmedida ambición del duque, eximió finalmente a su hija Mercedes de los pecados del padre propiciando un ambiente favorable a nuestra infanta y futura reina de España.

El matrimonio del rey Alfonso XII sembró la inquietud en todas las cortes europeas y, por supuesto, en la propia nación española, donde Cánovas del Castillo, en un principio muy preocupado, había escrito en abril de 1877 al marqués de Molins:

El matrimonio Montpensier es como usted me tiene dicho, aceptable, aunque sin entusiasmo, o más bien tolerable para Europa. En Inglaterra es donde menos gusta, que tanto ahí llega el espíritu tradicional de aquel país, donde difícilmente se hacen amigos del que una vez fue ocasión o pretexto para ofenderlos. Pero ni de allí ni de Prusia, donde tampoco es grandemente simpático, temo oposición, después de haber tanteado por medio de usted y por todos los conductos que están a mi alcance, las intenciones. Donde la oposición se ha acentuado más es aquí, y sobre todo entre los antiguos y más genuinos alfonsistas […] De aquí, mi buen amigo, que yo ande en el asunto muy despacio y que me defienda a todo trance de las impaciencias del duque de Montpensier.

Al cabo de tres meses, el 24 de julio, Cánovas se dirigía ya en otro tono al marqués de Molins, consciente de los sentimientos que la hija de Montpensier despertaba en el propio rey:

Todo lo que se fragua pudiera ser escandaloso, pero sería ineficaz e impotente… Va usted a Randam [palacio de los Montpensier, próximo a Vichy], donde es imposible que no se hable alguna vez de matrimonio […] Creo que la reina de España tiene que ser católica, y en esto están conformes todos los diplomáticos extranjeros. De las que ya lo son, ninguna puede compararse en importancia con la infanta doña Mercedes […] Comprenderá usted, pues, que ahora, como el día en que comience a pensarse en el asunto, creo que por sí, la infanta Mercedes tiene ventajas, acrecentadas por el indudable afecto que la profesa el Rey.

LOS REGIOS NOVIOS

Alfonso XII bebía ya entonces los vientos por su dulce prima; o al menos eso parecía desprenderse de lo que él mismo escribió tras visitarla en el palacio de Randam: «Mercedes apareció ante mis ojos como la imagen perfecta de la felicidad y la virtud».

El flechazo sobrevino el 26 de diciembre de 1872, con ocasión de la visita del adolescente príncipe y de su madre Isabel II a aquel palacio, residencia de los duques de Montpensier en Francia.

María de las Mercedes, como decimos, cautivó a su primo carnal nada más dejarse ver, lo cual no resultaba extraño a juzgar por los piropos que brindaba a la también adolescente infanta la superiora de su colegio de la Asunción de Auteil, la madre Eugenia de Jesús:

Dulce, encantadora, con sus trece años promete ser muy hermosa, tiene los ojos oscuros, brillantes y llenos de expresión, su cabello es negro mate y lo lleva dividido en dos trenzas sujetas detrás de la cabeza. Aquí se la trata como una alumna más, con el tratamiento de «madame». Lo mejor de ella es su carácter alegre y oportuno, con una dulzura al hablar, en la que se entremezcla el francés y el acento andaluz.

El idilio prosiguió en La Granja y en El Escorial, tal y como consignaba en su diario la infanta Paz, hermana del monarca, el 13 de septiembre de 1877:

Acabo de regresar de un largo paseo con Alfonso. Hace dos días que está aquí y nos ha prometido quedarse más tiempo. El pobre está muy enamorado de nuestra prima Mercedes; pero ni al Gobierno ni a mamá les gusta ese casamiento. Espero que se resuelva felizmente esta cuestión.

Dos días después, la infanta Paz volvía así sobre el trascendental asunto:

Ayer mañana nos dijo Alfonso que quería hablar seriamente de su boda con mamá, y que no marcharía de El Escorial antes de que se hubiese tomado una resolución. Por la tarde vi en los ojos de mamá que había llorado, y Alfonso nos dijo que todo estaba en orden, y que al día siguiente vendrían de La Granja los tíos Montpensier con las primas e Isabel.

LA PETICIÓN DE MANO

Finalmente, el duque de Montpensier rubricó la carta que probablemente más gustoso redactó en su vida, entregándosela en mano al marqués de Alcañices para que la hiciese llegar a su vez al monarca.

Fechada en su palacio sevillano de San Telmo, el 8 de diciembre de 1877, dice así:

Señor: Mi muy querido sobrino:

El marqués de Alcañices y de los Balbases, duque de Alburquerque, vuestro mayordomo mayor, me ha entregado la carta de V. M. y no encuentro palabras con que expresaros los tiernos sentimientos que ha despertado en mi corazón de padre la elección de V. M. para esposa de mi querida hija y vuestra prima la infanta Mercedes.

Después de meditar sobre tan importante resolución y de recibir de nuestra hija el consentimiento, que espontáneamente nos ha dado, de tomaros por esposo, no titubeamos un momento, tanto vuestra querida tía como yo, conociendo como conocemos las altas prendas que os adornan, en conceder a V. M. la mano de nuestra amada Mercedes, haciendo fervientes votos para que con el divino auxilio sea esta unión dichosa para vosotros dos y útil a la generosa y noble nación cuyos destinos tiene a su cargo V. M.

La conformidad del dictamen de vuestro Consejo de Ministros y la elección que para tan importante misión ha hecho V. M. del marqués de Alcañices, que os entregará esta carta, han sido una nueva e inmensa satisfacción para nuestros corazones.

El enviado del rey, marqués de Alcañices, había hecho entrega a la novia de una hermosa pulsera de oro, engarzada de rubíes y brillantes, que compensaba holgadamente al modesto brazalete con que Alfonso XII había obsequiado a su novia en el exilio de París.

Hablando de enamoramientos, los sentimientos de Alfonso XII por María de las Mercedes no llegaban a la altura de los de ésta, como enseguida comprobaremos.

La infanta había escrito a su padre, loca de contenta, informándole de los preparativos necesarios para la petición de mano, según lo dispuesto en una carta por su regio novio.

Redactada en francés en el palacio de San Telmo, la epístola de María de las Mercedes exhumada más de un siglo después por su biógrafa Ana de Sagrera, revelaba ya su atolondramiento al fecharla ella misma, por error, el «30 de diciembre», en lugar del 30 de noviembre de 1877.

Dice así:

Mi queridísimo Papá:

He recibido anoche una carta, en la que se me dice que, para no dar la sensación de tener tanta prisa, él [Alfonso XII] no anunciará su resolución al Consejo del 29, pero que en el que tendrá lugar el día 6 lo comunicará y el 8 Alcañices saldría para Sevilla y probablemente se alojaría en San Telmo.

Él piensa, desde luego, escribiros uno de estos días, para decíroslo, pero yo he querido anunciarlo antes para que lo sepáis…

La infanta deslizó finalmente esta posdata, presa del nerviosismo:

Vos [su padre] debéis de recibir una carta. Por lo demás, él [Alfonso XII] me dice que lo haréis mejor que nadie y que cree que un coche y Esquivel son muy suficientes para recibir a Alcañices en la estación. Mi carta queda abierta hasta las ocho menos cuarto por si tenéis algo que decir.

LEYENDA ENGAÑOSA

Era evidente que María de las Mercedes, enamorada hasta la médula de su príncipe azul, ignoraba la existencia de otra carta conservada hoy en la Real Academia de la Historia, la cual serviría por sí sola para derribar en parte la hermosa pero engañosa leyenda llevada al cine con la célebre película ¿Dónde vas, Alfonso XII?

Aludimos a un despacho reservado, fechado el 3 de diciembre de 1877 —tan sólo cinco días antes de la carta de Antonio de Orleáns al rey Alfonso XII, aceptando el primero encantado la petición de mano de su hija—, del marqués de Molins a Cánovas del Castillo en la que el embajador daba cuenta de la grave confesión que hizo la reina Isabel II, molesta sin duda por el casamiento de su hijo con la hija de su odiado duque de Montpensier, sobre la disipada vida de Alfonso XII.

Dice aquella persona [la reina madre] que no sabe por qué a ella se le exige la continencia, cuando el novio [Alfonso XII] tiene a éstas y las otras, y aquí los nombres, y que ha estipulado la continuación de N., y volvió a nombrarla, en su servidumbre de casado.

La carta evidenciaba así que, en pleno idilio con María de las Mercedes, y sólo un mes antes de casarse con ella, el joven rey no sólo «tenía a éstas y las otras», sino que se proponía introducir a una de ellas en su servicio íntimo tras su boda.

Tampoco sabía entonces María de las Mercedes que su futuro esposo se había quedado prendado también de la cantante de ópera Elena Sanz desde la primera vez que la vio, con tan sólo quince años.

El entonces príncipe Alfonso se hallaba en el Theresianum de Viena, adonde se había trasladado para proseguir sus estudios iniciados en el colegio Stanislas de París.

Fue su propia madre, Isabel II, ante quien ya había cantado Elena Sanz en el palacio de Basilewski, la que convenció a la joven para que visitase luego a su hijo en el Theresianum de Viena, ciudad a la que se dirigía para actuar en el Teatro Imperial.

«Hoy vendrá a verme la Elena Sanz», suspiraba Alfonso a su madre, en una carta del 19 de diciembre de 1871… ¡Doce meses antes del flechazo con María de las Mercedes, tras visitarla en el palacio de Randam!

Nada más ver a Elena Sanz, en el Colegio Teresiano, Alfonso se sintió anonadado por aquella exuberante mujer, quien, para colmo de atracción en un adolescente, era ocho años mayor que él.

Testigo presencial del primer encuentro de Alfonso y Elena, el simpar cronista Benito Pérez Galdós relataba así el romántico episodio, incluido en sus Episodios Nacionales:

Ello fue que al ir Elenita a despedirse de Su Majestad, pues tenía que partir para Viena, donde se había contratado por no sé qué número de funciones, Isabel II, con aquella bondad efusiva y un tanto candorosa que fue siempre faceta principal de su carácter, le dijo: «¡Ay, hija, qué gusto me das! ¿Con que vas a Viena? ¡Cuánto me alegro! Pues, mira, has de hacer una visita a mi hijo Alfonso, que está, como sabes, en el Colegio Teresiano. ¿Lo harás, hija mía?». La contestación de la gentil artista fácilmente se comprende: con mil amores visitaría a Su Alteza; no: a Su Majestad, que desde que la abdicación de doña Isabel se tributaban al joven Alfonso honores de rey.

Como testigo de la pintoresca escena, aseguro que la presencia de Elena Sanz en el Colegio Teresiano fue para ella un éxito infinitamente superior a cuantos había logrado en el teatro. Salió la diva de la sala de visitas para retirarse en el momento en que los escolares se solazaban en el patio, por ser la hora del recreo. Vestida con suprema elegancia, la belleza meridional de la insigne española produjo en la turbamulta de muchachos una impresión de estupor: quedáronse algunos admirándola en actitud de éxtasis; otros prorrumpieron en exclamaciones de asombro, de entusiasmo. La etiqueta no podía contenerles. ¿Qué mujer era aquélla? ¿De dónde había salido tal divinidad? ¡Qué ojos de fuego, qué boca rebosante de gracia, qué tez, qué cuerpo, qué lozanas curvas, qué ademán señoril, qué voz melodiosa!

En tanto, el joven Alfonso, pálido y confuso, no podía ocultar la profunda emoción que sentía frente a su hechicera compatriota… Al partir [Elena Sanz] las bromas picantes y las felicitaciones ardorosas de «los Teresianos» a su regio compañero quedaron en la mente del hijo de Isabel II como sensación dulcísima que jamás había de borrarse.

Todavía el 4 de octubre de 1877, desposado ya con María de las Mercedes, Alfonso XII volvió a ver a su idolatrada Elena Sanz en el Teatro Real de Madrid.

En esta ocasión, el tenor roncalés Julián Gayarre cantó la ópera La Favorita, de Donizetti. Y, casualidades de la vida, la protagonista era precisamente la favorita del rey en la vida real: Elena Sanz.

Transfigurada en el papel de doña Leonor de Guzmán, favorita del rey Alfonso XI y madre del bastardo Enrique, conde de Trastámara, más tarde primer rey de esta casa, Elena Sanz cautivó al público, empezando por el monarca.

El rey exigió a su amante que se retirase de los escenarios y guardase silencio; a cambio, la instaló en un luminoso pisito de la antigua Cuesta del Carnero, hoy calle de Goya, esquina con Castellana, donde la visitaba con frecuencia.

De su relación extramatrimonial nacieron dos hijos: Alfonso, el 28 de enero de 1880, y Fernando, al año siguiente; ambos durante el segundo matrimonio del monarca con la reina María Cristina de Habsburgo.

GOLPE LETAL

El destino aciago convirtió el reinado de María de las Mercedes en el más breve desde la época de los Reyes Católicos: 154 días exactamente.

Cinco meses de felicidad pero, sobre todo, de angustia, desde que a finales de marzo la salud de la reina empezó a resentirse.

Al principio se pensó que su palidez y los mareos y vómitos que la confinaron en sus aposentos privados eran consecuencia del embarazo.

Poco después, el doctor Tomás Corral y Oña, marqués de San Gregorio y médico de cabecera del rey, intentó detener en vano la amenaza de aborto. El trance ocasionó un serio disgusto al monarca, preocupado también por verse privado del sucesor que tanto anhelaba.

La propia reina María Cristina, abuela del monarca, lamentaba en este sentido el suceso el 7 de abril de 1878:

Bien grande ha sido el saber el percance que ha tenido mi querida Mercedes, percance que espero y deseo sea pronto remediado con nuevas esperanzas, que a su tiempo tengan el feliz resultado que todos deseamos.

Más de un siglo después, el doctor Enrique Junceda valoraba así el triste acontecimiento:

La etiología de este aborto es difícil de precisar, pues se presentó al regreso de un largo paseo a caballo, hecho que pudo haber sido puramente casual o bien desencadenante del mismo; o pudo ser también la interrupción gravídica derivada de la infección latente que poco tiempo después había de llevarla al sepulcro.

Sea como fuere, el padre de la malograda parturienta recomendó cautela a su regio yerno en una carta enviada desde Bolonia el 2 de abril:

Venga ahora el sermón: después de este malparto, toda precaución ha de ser poca; hay que quemar las sillas de señora, los coches de jacas, los «breaks» duros, y al menos, indicar «chaise-longue» y descanso absoluto; perdona eso a un viejo abuelo que tiene también mucho empeño en serlo también por tu lado.

Restablecida en apariencia en abril, la reina Mercedes volvió a acusar un paulatino cansancio desde finales de mayo. Nuevamente los médicos sospecharon que podía tratarse de otro embarazo, dadas sus persistentes náuseas y vómitos.

De hecho, el marqués de San Gregorio firmó en la Gaceta el primer parte facultativo el 18 de junio:

Viene aquejada desde fines del mes anterior de las molestias que anuncian algunas veces el principio del embarazo. En estos últimos se ha observado en S. M. una fiebre poco intensa de forma intermitente y tipo irregular, que ha desaparecido en virtud de los medios apropiados; pero persiste la predisposición al vómito y la inapetencia, con el malestar y debilidad consiguientes.

Una semana después, el mismo periódico reproducía otro parte oficial anunciando que la vida de la reina corría grave peligro tras producirse una hemorragia.

Al día siguiente, 26 de junio, sobrevino el fallecimiento del cual daba noticia así el marqués de San Gregorio, en la Gaceta:

Cumplo el dolorosísimo deber de poner en conocimiento de V. E. que S. M. la Reina nuestra Señora doña María de las Mercedes Orleáns y Borbón ha fallecido a las doce y cuarto del día de hoy a consecuencia de una fiebre gástrica nerviosa, acompañada de grandes hemorragias intestinales.

María de las Mercedes pudo haber conservado la vida, pero el destino sentenció su trágico final. Una vez más, los médicos no acertaron con el tratamiento de la grave enfermedad, disfrazada ante el pueblo para evitar comentarios, dado que en realidad se trataba de un tifus, como tal, contagioso. El falso diagnóstico fue, recordemos: «fiebre gástrica nerviosa».

La suerte de María de las Mercedes, insistimos, podría haber cambiado posiblemente si la reina hubiera sido tratada exclusivamente por el padre de Jacinto Benavente, el primer pediatra que hubo en España.

Su hijo, el ilustre Premio Nobel de Literatura, al menos estaba convencido de ello:

Yo estoy seguro de que si mi padre se hubiera encargado de la asistencia de la Reina, pero él solo, sin intromisiones de otros médicos, la reina Mercedes no hubiera muerto en plena juventud. Mi madre, que sentía plena simpatía por la pobre reina, cuya muerte fue muy sentida en toda España, se lamentaba muchas veces de que no se hubiera llamado a mi padre, y no ciertamente por presumir de señora de médico palatino, sino porque siempre creyó que los médicos no habían entendido la enfermedad.

Añadamos finalmente, en honor a la verdad, que Alfonso XII quedó destrozado tras la muerte de María de las Mercedes, a pesar de gustarle tanto las mujeres y de haberle sido infiel, a juzgar, entre otras pruebas, por la citada carta del marqués de Molins.

Apenas fue capaz el rey de permanecer un rato en la capilla ardiente, por donde desfilaron más de setenta mil personas para dar su último adiós a nuestra protagonista, tendida sobre la cama imperial, en el centro del Salón de Columnas. No pudo contemplar el monarca mucho tiempo a su difunta esposa, vestida con el hábito blanco y la toca negra de la Merced; la cubría un tenue velo de seda, dejando a la vista sus blanquísimas manos, como de cera, cruzadas sobre el pecho.

Su madre, la infanta Luisa Fernanda, dejó escrito luego:

Después de muerta la vi con su hábito de la Merced. ¡Qué contraste con las galas de Reina, verla vestida tan toscamente! ¡Qué reflexiones hice allí rezando al lado del cadáver de mi hija y qué consuelo experimenté!

Encerrado poco después en su despacho, Alfonso XII atendió finalmente los insistentes ruegos de su hermana la infanta Isabel para almorzar con sus suegros.

El almuerzo fue silencioso y fúnebre. El rey procuró no alzar la vista para esquivar el asiento vacío de la reina. Luego regresó cavilando a su despacho, donde permaneció aislado horas interminables sin querer ver a nadie.

Su rostro desencajado y pálido, como el de un muerto viviente, sirvió al pueblo para cantar un romance inspirado a su vez en otro del dramaturgo valenciano Guillén de Castro:

¿Dónde va, el caballero?

¿Dónde vas, triste de ti?

Que la tu querida prenda,

muerta es, que yo la vi.

Durante muchos años, y aun hoy en día, aquellos versos siguen dando rienda suelta a la leyenda en forma de canción:

¿Dónde vas, Alfonso XII?

¿Dónde vas, triste de ti?

Voy en busca de Mercedes

que ayer tarde no la vi.

Merceditas está muerta,

muerta está que yo la vi,

cuatro duques la llevaban

por las calles de Madrid.