3

LA INTRIGANTE

Carlota Joaquina de Borbón y Borbón

(1775-1830)

Con los reyes Carlos IV y María Luisa de Parma, padres de nuestra nueva infanta, hay un antes y un después en la dinastía que todavía hoy reina en España, como creo haber demostrado en mi anterior obra Bastardos y Borbones al exhumar un crucial documento conservado con sumo sigilo desde hace casi dos siglos en el Archivo del Ministerio de Justicia.

Dada la enorme trascendencia de este legajo y su relación con la infanta Carlota Joaquina, he considerado oportuno reproducirlo de nuevo ahora.

El pérfido Fernando VII, hermano de Carlota Joaquina, lo ocultó con siete cerrojos, e incluso mandó encarcelar a su autor durante más de seis años en una miserable mazmorra del castillo de Peñíscola, en Castellón. Fallecido el monarca, en septiembre de 1833, su viuda María Cristina de Borbón, al corriente de tamaña injusticia, puso en libertad al reo cuando ya estaba herido de muerte.

El firmante del documento era nada menos que fray Juan de Almaraz, confesor de la reina María Luisa, quien osó escribir esto mismo:

Como confesor que he sido de la Reyna Madre de España (q. e. p. d.) Doña María Luisa de Borbón. Juro inmberbum sacerdotis cómo en su última confesión que hizo el 2 de enero de 1819 dijo que ninguno, ninguno [se repite en el original] de sus hijos y [sic] hijas, ninguno era del legítimo Matrimonio; y así que la Dinastía de Borbón de España era concluida, lo que declaraba por cierto para descanso de su Alma, y que el Señor la perdonase.

Lo que no manifiesto por tanto Amor que tengo a mi Rey el Señor Don Fernando 7.º por quien tanto he padecido con su difunta Madre. Si muero sin confesión, se le entregará a mi Confesor cerrado como está, para descanso de mi Alma. Por todo lo dicho pongo por testigo a mi Redentor Jesús para que me perdone mi omisión.

Roma, 8 de enero de 1819

Firmado: JUAN DE ALMARAZ

Si lo que el sacerdote sostenía era verdad —y no hay razón alguna para pensar que un alma consagrada pudiese mentir poniendo a Dios por testigo—, Fernando VII y todos sus hermanos eran bastardos; entre ellos, naturalmente, la infanta Carlota Joaquina, quién sabe ya si primogénita del favorito Manuel Godoy o de cualquier otro de los amantes de la reina a la que Espronceda llamó sin tapujos «impura prostituta».

En cualquier caso, sabemos que Carlota Joaquina no era hija del rey Carlos IV, según el testimonio de fray Juan de Almaraz.

Además, el propio testamento de María Luisa de Parma otorgaba credibilidad a la declaración de su confesor, pues en su última voluntad la reina excluyó a sus hijos de la sucesión universal de todos sus bienes en beneficio de… ¡Manuel Godoy!

LA MADRE…

Hija del infante don Felipe, hermano de Carlos III, y de Luisa Isabel de Francia, hija mayor de Luis XV —el mismo crápula a quien, como vimos en el capítulo anterior, ofrecieron la mano de la infanta María Josefa—, María Luisa de Parma había nacido en Madrid el 9 de diciembre de 1751.

Con tan sólo catorce años, la adolescente se desposó ya con su primo hermano Carlos Antonio, príncipe de Asturias y heredero de la Corona de España; otro matrimonio consanguíneo habitual y de tan nefastas consecuencias en la dinastía de los Borbones.

La madre de nuestra protagonista era así nieta, por línea paterna, de los reyes de España Felipe V e Isabel Farnesio, y, por la materna, de Luis XV de Francia y María Leczinska.

Tres sacerdotes al menos, que sepamos, retrataron a la reina con su afilada pluma. Además del padre Coloma y del canónigo de Zaragoza, Juan de Escoiquiz, lo hizo el abate Andrés Muriel, cuyo testimonio prevalece a nuestro entender sobre los restantes y concuerda de maravilla con la declaración de fray Juan de Almaraz.

Dice así:

María Luisa de Parma estuvo dominada por las pasiones y flaquezas de su sexo, y no poseyó ninguna de sus virtudes. Tuvo ya escandalosos amoríos, torpes devaneos en vida del rey Carlos III, a los cuales no pudo poner eficaz remedio la solícita vigilancia de este monarca. Cuando Carlos IV subió al trono, la nación oyó, pues, hablar ya sin disfraces del libertinaje de la reina… Mas no pasó largo tiempo sin que su albedrío fuese dominado por el amor de un joven más dichoso o más desventurado que sus predecesores, al cual lanzó precipitadamente y con particular empeño a los primeros empleos de Palacio y al gobierno de la Monarquía. Este joven fue D. Manuel Godoy.

… ¿Y EL PADRE?

¿Fue entonces Godoy el verdadero padre de la infanta Carlota Joaquina?

Es imposible que lo fuera, pues Manuel Godoy y Álvarez de Faria, nacido en Badajoz el 12 de mayo de 1767, era una tierna criatura de ocho años cuando vino al mundo nuestra infanta.

Su fulgurante ascenso social y político se produjo casi un cuarto de siglo después, a partir de enero de 1791, cuando siendo ya brigadier de la Guardia de Corps fue nombrado mariscal de campo en tan sólo veinte días. Cuatro meses después era ya teniente general, y casi un año más tarde, secretario de Estado, cargo equivalente al de primer ministro.

Su irrupción en la regia alcoba se convirtió así en el mejor de los méritos para seguir acumulando distinciones y prebendas, como las de duque de Alcudia con Grandeza de España, caballero del Toisón de Oro, capitán general de los Ejércitos… y Príncipe de la Paz, con motivo de la Paz de Basilea.

Si no fue Godoy el padre de Carlota Joaquina, ¿quiénes fueron entonces sus «predecesores», al decir del abate Muriel, en el regio tálamo?

Sabemos por el marqués de Villaurrutia, biógrafo de María Luisa de Parma, que el primer amante de la reina fue Eugenio Eulalio Portocarrero Palafox, primogénito de la condesa de Montijo y heredero del título y grandeza. El mismo conde de Montijo que en el año 1808 promovió el motín de Aranjuez contra los reyes y contra el propio Godoy, según Villaurrutia, «por el deseo de vengarse de la mujer olvidadiza y caprichosa que con él había compartido los divinos goces del amor primero».

Eugenio Portocarrero pudo ser el padre de nuestra infanta, afiliado luego a la masonería e impulsor de la sublevación de Riego contra el poder absoluto de Fernando VII. Subrayamos «pudo ser» porque, a falta de una prueba genética, es obvio que nada puede afirmarse con rotundidad.

Al conde de Montijo sucedió por aquellos años, como amante de la reina, Agustín Lancaster, hijo del duque de Abrantes, a quien Villaurrutia calificaba de «conquistador acreditado con más años y experiencia que los ardidos Guardias», en alusión a los hermanos Godoy.

Tras Montijo y Lancaster se situaba, como tercer amante antes que Godoy, un hombre singular: Juan Pignatelli, más tarde conde de Fuentes.

Pignatelli quedó exento de los Guardias de Corps desde septiembre de 1775; tres años después, se le señalaba ya como la persona de mayor aceptación en el cuarto del príncipe y de la princesa de Asturias.

«El exento —apostillaba Villaurrutia— tenía veinte años, y María Luisa a los veintisiete había sido ya, por lo menos, tres veces adúltera».

DE LA PILA AL ALTAR

Sea como fuere, en marzo de 1775, con motivo del segundo embarazo de la entonces princesa de Asturias, dado que Carlos IV no sería proclamado rey con toda solemnidad hasta el 17 de enero de 1789, se hizo venir de Tortosa al canónigo con la prodigiosa reliquia de la Sagrada Cinta de María Santísima para interceder por el feliz alumbramiento de la futura infanta.

El 25 de abril nació al fin, en Aranjuez, una robusta niña bautizada como Carlota, Joaquina, Teresa, Cayetana y diecisiete nombres más. Para entonces ya había fallecido su hermano Carlos Clemente Antonio, el 7 de marzo del año anterior, sin haber cumplido los tres años.

La primogénita de los reyes recibió, desde su nacimiento, todos los cuidados y desvelos de la «familia», como se denominaba entonces a su servidumbre, compuesta por una auténtica cohorte de miembros: aya, teniente de aya, camaristas, mozas de retrete, fajadora y acunadora, rectora de amas y lavandera almidonadora de Corps, según la terminología de la época.

De su cría, durante los dos primeros años, se ocupó Josefa Castellanos, vecina de Tomelloso, recompensada luego con el privilegio de hidalguía.

Pero el asunto que más preocuparía a María Luisa de Parma sería el matrimonio de su hija Carlota Joaquina, considerada por el conde de Floridablanca algo atolondrada por la viveza de su carácter.

Aunque, en honor a la verdad, de aturdida tenía ella más bien poco, a juzgar por los brillantes exámenes con que culminó su formación antes de contraer matrimonio. Las pruebas de aptitud se celebraron en Aranjuez, en presencia del rey, los príncipes de Asturias y los infantes, acompañados por lo más granado de la grandeza y de todo el cuerpo diplomático.

Durante cuatro jornadas consecutivas, la pequeña infanta respondió satisfactoriamente a las preguntas formuladas sobre el catecismo, historia de España, gramática castellana, geografía y astronomía, francés, e incluso latín. En esta lengua antigua leyó en alto los Comentarios de Julio César y las obras De Officiis y De Senectute de Cicerón, y luego tradujo algunos de sus pasajes.

La acreditada formación de la infanta, según Villaurrutia, «llamó la atención de la entonces inculta corte portuguesa».

No le importó a María Luisa que su primogénita tuviese tan sólo diez años a la hora de casarla con el infante don Juan, futuro Juan VI, hijo de los reyes de Portugal, María I de Braganza y Pedro III.

Con dieciocho años, el novio se perfilaba como un gran partido, diplomáticamente hablando, pues sería nombrado regente de Portugal el 16 de febrero de 1792 como consecuencia de la enajenación mental de su madre. Cuatro años atrás, la muerte prematura de su hermano mayor José, príncipe del Brasil y de Beira, le había aupado al primer puesto en la línea de sucesión.

La madre de Carlota Joaquina se las ingenió para que el papa Pío VI concediese la doble dispensa para el matrimonio, pasándose así por alto el parentesco entre los novios y la corta edad de la infanta española.

La tarde del 27 de marzo de 1785 se verificó en el Salón de los Reinos, también llamado del Dosel, la ceremonia de lectura y firma de las capitulaciones matrimoniales, rubricada, entre otros testigos, por la misma infanta María Josefa protagonista del anterior capítulo.

TAL PARA CUAL

Comparada con su tía carnal María Josefa, la también infanta Carlota Joaquina, convertida luego en reina consorte de Portugal y en emperatriz honoraria del Brasil, era fea de solemnidad.

El novio no debió de poner muchos reparos al conocerla, pues además de no ser un adonis, el escritor portugués Euclides da Cunha sentenció sobre él: «Fue un mediocre, enemigo de arrogancias, abatido por los desórdenes de un hogar desgraciado, entristecido por la figura de su madre, la reina enloquecida, pero humanitario, clemente y austero».

De Carlota Joaquina, su biógrafo Albert Savine, miembro de la Real Academia y de la de Buenas Letras de Barcelona, no albergaba la menor duda sobre su repulsivo aspecto. Su completísimo retrato de la infanta está inspirado en la espantosa descripción que la duquesa de Abrantès hizo tras conocerla en persona. No en vano, la duquesa visitó la corte de Lisboa acompañando a su esposo, el general francés Junot, quien renunció luego a comunicar al mismísimo Napoleón Bonaparte sus impresiones sobre la infanta «por temor a que las creyese exageradas».

Contemplemos ya el inusitado boceto de Savine sobre nuestra infanta:

La princesa del Brasil tenía apenas cinco pies en la parte más alta de su cuerpo. Parece ser que de resultas de una caída de caballo se le había acortado una cadera y cojeaba; tenía la espalda igualmente contrahecha en la misma dirección. El busto de la princesa era, como el resto del cuerpo, un misterio de la naturaleza, la cual se había entretenido en deformarla. La cabeza habría podido remediar esa deformidad, pero era lo más bizarramente monstruosa que jamás pudo pasearse por el mundo. Los ojos eran pequeños y muy juntos. Su nariz, por la costumbre de la caza y de una vida libre y errante, estaba casi siempre hinchada y roja como la de un suizo. Su boca, la parte más curiosa de esta figura repugnante, estaba guarnecida de muchas hileras de dientes negros, verdes y amarillos, colocados oblicuamente como un instrumento compuesto de varios canutos de diferentes dimensiones. La piel era ruda y curtida, y en ella abundaban los granos, casi siempre en supuración, presentando su figura un aspecto asqueroso. Las manos, deformes y negras, colocadas al final de los brazos. Los cabellos, negros y de varios colores, hirsutos, sin que pudiera domarlos cepillo, ni peine, ni pomada, semejaban crines.

Un verdadero primor sobre el que uno de sus cortesanos, el brasileño José Caetano de Lima, cubría así de «piropos»: «Doña Carlota Joaquina, áspera, con facciones de hombre, bigotes en el labio, pelos en el rostro, pelos en las manos, pelos en todas partes».

Fuese o no peluda y poco femenina, su llegada a la corte portuguesa no pasó inadvertida; al principio se la consideró una mujer disoluta y de gustos poco refinados.

El cronista local Oliveira Martins describía con detalle los primeros años en el palacio de Queluz, donde Carlota Joaquina organizaba fiestas para divertirse sentada en un tapete de felpa, a la moda oriental, mientras las bailaoras lucían sus trajes andaluces y tocaban las castañuelas.

Sobre su vida íntima llegó a decirse, en sintonía con la de su madre la reina María Luisa de Parma, que al menos uno de los nueve hijos de Carlota Joaquina no era del príncipe regente Juan sino de un escudero de la infanta, y hasta de un médico de Lisboa, esgrimiéndose como prueba el nulo parecido físico del retoño con cualquiera de su familia.

El presunto bastardo no era otro que el infante Miguel, nacido en 1802 y convertido en rey de Portugal como Miguel I tras usurpar el trono a su propio hermano Pedro IV, como luego veremos.

EL COMPLOT

En 1806 sucedió un hecho que afectó de manera decisiva a la vida privada y pública de Carlota Joaquina: la separación de su esposo, motivada por la probable enajenación mental de éste, heredada de su madre.

Aprovechando la indisposición de don Juan, varias personas influyentes se conjuraron para arrebatarle la regencia y cederla a su esposa. De la confabulación formaban parte el conde de Sabugal, el marqués de Ponte Lima y otros destacados nobles y cortesanos. Huelga decir que Carlota Joaquina veía con buenos ojos aquel complot, convirtiéndose así desde el principio en cómplice del mismo, tal y como evidencian dos desconocidas cartas suyas custodiadas en el Archivo Histórico Nacional.

La primera, fechada en el palacio de Queluz el 13 de agosto de 1806, iba dirigida al rey Carlos IV, a quien su hija demandaba incluso la intervención armada de España para evitar una guerra civil en Portugal.

Escribía así Carlota Joaquina:

Señor:

Papá mío de mi corazón, de mi vida y de mi alma. Voy a los Pies de V. M. en la mayor consternación para decir a V. M. que el Príncipe está cada día peor de cabeza, y que por consecuencia esto va todo perdido […] Esto se remedia mandando V. M. una intimación de que quiere que yo entre en el despacho […] La respuesta será con las armas en la mano, para despicar las afrentas y desaires que V. M. sabe que él me está continuamente haciendo, y para amparar a sus nietos, ya que no tienen un padre capaz de cuidar de ellos. V. M. me perdona la confianza que tengo, pero es éste el modo de evitar que corra mucha sangre en este reino, porque la Corte quiere ya sacar la espada en mi favor, y también el pueblo.

La segunda carta, fechada el mismo día que la anterior, tenía como destinataria a su madre la reina María Luisa de Parma, a quien la infanta pedía que intercediese por ella ante el rey:

Señora:

Mamá mía de mi corazón, de mi vida y de mi alma. Voy a los Pies de V. M. llena de la mayor aflicción a decir a V. M. que es llegada la ocasión de que VV. MM. acudan a mí, a mis hijos, y a todo este reino, porque el Príncipe está con la cabeza perdida cuasi del todo; así le pido a V. M. que haga con que Papá dé pronto remedio, por el modo que yo pido, porque es el único modo de hacerse en paz. Yo Mamá mía me refiero a la carta de Papá, porque estoy escribiendo a toda prisa, por no ser vista. Así le pido a V. M. que tenga compasión y que me eche su bendición, y a los chicos.

La conjura fracasó. Descubiertos los conspiradores por el ayuda de cámara del príncipe, Francisco Lobato, todos ellos fueron castigados sin piedad.

En cuanto a la infanta, su relación conyugal quedó rota para siempre, de lo cual se lamentaría luego ella misma en una carta al conde de Floridablanca. Desde entonces, se la vilipendió y ultrajó hasta el extremo de llamarla en público «hija de los canallas».

Para colmo de males, dos años después otra grave desgracia se cebaría con ella y su familia…

LA HUIDA

«¡No corráis tanto, creerán que huimos!», exclamó la perturbada reina María I, en un insólito arranque de lucidez.

Tras dieciséis años de reclusión, la soberana, cuya demencia parecía presidir los designios de su patria, censuró así la vergonzosa estampida de su hijo y del resto de la Familia Real ante la invasión napoleónica, el 27 de noviembre de 1807.

Avergonzada por abandonar la patria en manos extrañas, la reina inquirió a los que ayudaban a embarcarla: «¿Cómo huir sin haber combatido?».

Carlota Joaquina subió también a bordo del navío Reina de Portugal, acompañada de sus hijas y damas de compañía; su esposo Juan lo había hecho ya con el infante de España don Pedro Carlos, en la nave Príncipe Real.

Cuentan los historiadores que el príncipe regente apenas podía caminar; tembloroso, avanzaba apartando con las manos al pueblo que, conmovido, se abrazaba a sus rodillas. El atento cronista Pereira da Silva glosaba así el dramático momento, abochornado también: «Estaba consumada una de las mayores vergüenzas de la historia portuguesa. La larga serie de humillaciones a que el gobierno del príncipe regente nos sometió, cerrábase con esta fuga cobarde y este abandono de Portugal sin organización ni defensa».

La indigna espantada de la Familia Real recordaba a la protagonizada también por los reyes de España Carlos IV y Fernando VII, hincados de rodillas ante Napoleón en Bayona.

Finalmente, el 1 de diciembre entraba victorioso en Lisboa el general Junot, lugarteniente de Napoleón.

De nada le valió a Portugal, ante la debilidad del gobierno y de la Familia Real, disponer de un valeroso ejército dispuesto a batirse para salvaguardar el honor de la patria. Reunido con carácter extraordinario, el Consejo de Estado acordó el traslado de la corte a Brasil, creándose un Consejo de Regencia durante su clamorosa ausencia.

Llegados a Río de Janeiro, el príncipe y la infanta residieron en moradas distintas: el primero, en una hermosa quinta de Boa Vista, convertida en el palacio de San Cristóvão, habitado también por su madre la reina María; Carlota Joaquina, en cambio, se recluyó en una luminosa mansión situada en los arrabales, junto con sus hijas y el infante Miguel.

CORONAS EN JUEGO

Desde Brasil, Carlota Joaquina difundió un manifiesto en América del Sur tras conocer las cobardes abdicaciones de su padre Carlos IV y de su hermano Fernando VII en Bayona, en favor de Napoleón.

En su proclama, publicada el 19 de agosto de 1808, la infanta consideraba que debía ocupar ella misma la regencia de España y erigirse en protectora de los virreinatos hispánicos de América, dado que su padre y sus hermanos varones se hallaban sometidos a Bonaparte.

Entretanto, la ambición de Carlota Joaquina era ilimitada: mientras el manifiesto llegaba a España, intentó proclamarse regente de la futura Argentina, conocida entonces como virreinato de Río de la Plata, e incluso barajó su propia coronación. Pero el pueblo y sus gobernantes le impusieron como condición que renunciase antes, por sí y sus descendientes, a todos sus derechos a las coronas de España y Portugal, a lo que ella jamás se plegó.

Su negativa malogró así el proyecto de independencia del Río de la Plata, basado en una monarquía regida por un miembro de la Casa de Borbón.

Previamente, Carlota Joaquina había entregado todas sus joyas, valoradas en más de 50.000 duros, para impedir que el baluarte de los defensores de la causa española en América cayese en poder de los revolucionarios en Montevideo; no en vano, de la actitud de Montevideo dependía que la revolución prosperase o no también en Buenos Aires. Pero de nada le sirvió.

DONDE DIJE DIGO…

Aún tuvo el descaro la infanta de enviar una carta a la regencia de España elogiando la Constitución liberal de 1812… ¡para imponer luego el absolutismo en su propia corte de Lisboa!

Escrita en Río de Janeiro el 28 de junio de 1812, su respuesta a las Cortes gaditanas, tras reconocerla como candidata al trono de España en defecto del rey exiliado y de sus descendientes, así como de los infantes no excluidos de la sucesión, ha quedado inscrita en los anales de nuestra Historia:

Llena de regocijo, voy a congratularme con vosotros por la buena y sabia Constitución que el augusto Congreso de las Cortes acaba de jurar y publicar con tanto aplauso de todos, y muy particularmente mío, pues le juzgo como base fundamental de la felicidad e independencia de la Nación.

Recordemos que el hermano de nuestra infanta, el rey Fernando VII, juró respetar esa misma Constitución para atraerse a los liberales.

Al inaugurarse por esa razón las Cortes, el 9 de julio de 1820, el rey proclamó entusiasmado: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional».

Pero tres años después, en octubre de 1823, el monarca faltó a su juramento. Desde entonces comenzó un auténtico holocausto para el pueblo del que el ex ministro de Gobernación, García Ruiz, hacía este trágico balance: «Más de cien mil españoles yacían en horrendas mazmorras, y dos o tres mil sepulcros recibían en su seno otros tantos cadáveres ensangrentados y mutilados».

Pero he aquí que, al igual que su hermano el rey perjuro, la infanta Carlota Joaquina se desdijo de sus alabanzas a la Constitución liberal de Cádiz. Fallecida su suegra, la reina María I, y restablecida la Familia Real en el trono de Portugal en 1821, Carlota Joaquina se declaró enemiga acérrima del régimen constitucional.

Hasta tal punto fue así que, cuando los portugueses le exigieron que jurase fidelidad a la Carta Magna, tal y como había hecho el ya rey Juan VI, la infanta rehusó y escapó al destierro.

Despojada de sus títulos e incluso de la nacionalidad portuguesa, Carlota Joaquina se refugió en Sintra, desde donde empezó a intrigar para derrocar a su propio marido y colocar en su lugar al hijo predilecto, Miguel, la otra cara del liberalismo que encarnaba su hermano mayor Pedro.

Pero sus planes no dieron el fruto anhelado hasta el fallecimiento de Juan VI. Reconvertida sólo entonces en reina de Portugal, Carlota Joaquina logró que su hijo Miguel fuese coronado como rey absoluto, vulnerando incluso los derechos del primogénito.

La muerte de Carlota Joaquina, acaecida el 7 de enero de 1830, eximió a ésta de asistir al derrocamiento de Miguel, cuatro años después.

El cruel epitafio lo puso la princesa de Lieven, en carta a su amigo lord Grey: «La muerte de la vieja reina no es un acontecimiento desgraciado. Los pobres portugueses, en realidad, deberían dar gracias a Dios».

¿Merecía tanto escarnio la «infanta intrigante»?