Capítulo I: La cristiana de Miróbriga
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Miróbriga, año 930
Eran las primeras horas de la mañana de aquel día, por fin llegaban a Miróbriga, estaban cruzando el puente romano sobre el río, y veían las murallas que defendían la medina.
El nombre de Miróbriga es el antiguo nombre de Ciudad-Rodrigo, municipio de la provincia de Salamanca, en la Comunidad Autónoma de Castilla y León, España.
Desde las almenas soldados de la guarnición los vigilaban desde hacía tiempo, nada más divisar la ciudad desde la cima de la colina. Desde aquella distancia, sólo podían distinguir más menos cuántos jinetes componían la comitiva, y si venía gente armada o no, pero no el estandarte que llevaba un soldado en la cabeza de la comitiva. Eso lo hicieron cuando cruzábamos el río, cuando atravesamos el puente y dejamos atrás el rabal (barrio a las afueras de la ciudad) que se encontraba al lado opuesto del río.
Cuando ascendían por la prolongada pendiente que daba acceso a una puerta fortificada de la ciudad, pudieron ver como varios soldados de la guarnición a cargo de un superior, formaban a la entrada de la misma para rendir honores al porteador del estandarte.
Yo en aquellos momentos pensaba en mi estancia hasta pocos días antes en mi lugar preferido, cazando y practicando con la espada, pero después de haber estado una larga temporada en la munya (residencia campestre o casa en las afueras del núcleo urbano con huertos y jardines), casi dos meses, mi padre me había ofrecido que le acompañase hasta la medina de Miróbriga, al norte de las montañas, a ver al cadí (noble árabe, especie de juez o gobernador), que era amigo suyo desde hacía mucho tiempo, y era quien gobernaba la ciudad de Miróbriga.
A Ibrahim Muntassir no le gustó mucho la propuesta de su padre, pero no se lo hizo saber. La verdad, es que él prefería salir de caza por aquellos parajes, donde el clima era más benigno, que al norte de las montañas, y que a pesar de pertenecer aquellas tierras al Califato de Córdoba, no dejaban de ser tierras fronterizas, donde a veces se aventuraban los infieles de los reinos del norte a realizar saqueos e incursiones más o menos destructivas.
No obstante, no podía negarse, debía obediencia a su padre, por partida doble, por ser su progenitor, principalmente y por ser un soldado a sus órdenes, a la sazón jefe de la guardia personal del califa de Córdoba, que pasaba allí unos días descansando, y que había llegado una semana y media antes, procedente de Córdoba.
Por fin su padre determinó que saldrían el sábado siguiente, camino de Miróbriga a través de un paso en las montañas, y que por ser la primavera ya avanzada no tendrían que llevar mucha ropa de abrigo para el paso de las cumbres.
El sábado por la mañana, en la munya había gran actividad, estaba amaneciendo, y los esclavos y saqalibas ya tenían casi todo dispuesto, cumplimentando las órdenes que mi padre había impartido convenientemente para la partida.
El término saqaliba (árabe: Siqlabi) hace referencia a los eslavos, particularmente a los mercenarios en el mundo árabe medieval del norte de África, Sicilia y al-Ándalus. El término árabe procede de la palabra bizantina: saqlab, siklab, saqlabi etc., que surge de la palabra griega Sklavinoi.
Durante el califato de Córdoba, los esclavos palaciegos, eunucos o no, eran casi exclusivamente de origen europeo. Se les llamaba saqaliba, equivalente de «esclavones». Se trataba en realidad de cautivos hechos en Europa continental, desde Germania hasta tierras eslavas (de ahí que se les denominara también «eslavos»), y que luego eran vendidos por agentes en el mundo musulmán e incluso en el Imperio bizantino.
Comprados en principio o reducidos a esclavitud para asistir el trabajo agrícola e industrial, a medida que la sociedad islámica se perfecciona, se especializa el comercio de esclavos y la importación tiene como objetivo surtir los harenes musulmanes (mujeres, eunucos y servicio doméstico) y proporcionar soldados al ejército califal.
—Date prisa con tus enseres, come algo y monta en tu caballo Ibrahim, para ponerte al lado de mi montura en la cabeza de la marcha —me dijo mi padre, a la vez que hacía los ademanes correspondientes que acompañaban a sus frases y palabras, para darles más énfasis—.
La verdad es que era espectacular como se conformaba la columna para la marcha, mi padre y yo en cabeza, después la escolta de soldados que nos acompañaban en número de diez, y después unos seis esclavos y dos eunucos, con las monturas cargadas con los enseres necesarios para el viaje.
Comenzó la marcha y nos dirigimos hacia el oeste, en busca del sendero que nos conduciría más al norte y que pasaba por las montañas hasta las tierras fronterizas del norte, hacia la meseta, hacia Miróbriga.
Fueron solo tres días de viaje, primero hacia el oeste, y luego hacia el norte, escalando con las monturas las altas montañas, a través de un paso, y después una suave bajada a la meseta, al campo en medio del cual y a orillas del rio Águeda se encontraba la medina amurallada de Miróbriga, murallas que según me dijo mi padre y yo estábamos comprobando a la llegada, no estaban en situación idónea en su totalidad. No obstante, sí pude observar que la medina sería fácilmente defendible si se reconstruyeran tales murallas y se incrementaran algunas medidas de seguridad defensivas, además.
Aquel enclave, aquella medina era el centro de una comarca, donde al parecer de mi padre, se daban los mejores jinetes de todo el califato, pues el dominio de sus monturas por aquellas gentes no tenía parangón en ningún lugar.
Después de recibir los honores correspondientes, la comitiva en la que viajaba, siguió ascendiendo por una empinada calle hasta llegar a una plaza de forma casi cuadrangular, donde estaba establecido el zoco, y que por tanto estaba lleno de gente que compraba en los diferentes puestos, desde todo tipo de comida y fruta, diversas telas y sedas, a enseres diversos.
Al fondo de la plaza, junto al palacio del cadí, había algo que me llamó la atención, y eran tres columnas en un pedestal, y que según pude averiguar después debían ser los restos de un antiguo templo romano. Parece ser que se conservaban con especial cariño por los habitantes de la ciudad, y casi constituía su símbolo de la misma, al menos en el corazón de los mirobrigenses.
En la base de las columnas se puede contemplar una inscripción romana, aún legible que da pie a la denominación de Ciudad Rodrigo como Miróbriga.
Todos al pasar los miraban, bien con recelo o con admiración, pero los miraban, y entre todas las personas que había en el zoco, los ojos de Ibrahim Muntassir se fijaron en una mujer, que por sus vestimentas y compañía, comprendió que se trataba de una infiel, una cristiana, lo cual no dejaba de sorprenderle, que siendo cristiana, en compañía de cristianos, se paseara por el zoco de la forma más natural. La estuvo observando, a lo lejos, y ella le correspondió con la mirada, pero el joven jinete aunque la sonrió, no cayó en la cuenta de que venía de una larga marcha y por lo tanto, sólo se veía de su rostro la parte de los ojos, pues venía embozado para salvaguardarse del polvo del camino. Ella sin embargo, llevaba el rostro descubierto, como cristiana que era, y a nuestro joven amigo le pareció de una hermosura sin par.
El corazón del joven se estremeció al verla, podía decirse que se había enamorado a primera vista, claro que es lo normal en los jóvenes de su edad. Por aquel entonces Ibrahim contaba veinte años recién cumplidos, y aunque era un buen guerrero, no dejaba de ser un joven con las inquietudes propias de esa edad.
La comitiva fue llevada por orden del cadí a un palacio de la calle contigua al suyo, próximo a la puerta de la ciudad que las gentes denominaban la puerta del sol, que era la puerta de las murallas de Miróbriga, que estaba orientada al este y por ende, orientada al nacimiento del sol, por lo que debido a la corta distancia entre ambos se podía recorrer en un leve paseo.
Las órdenes eran claras, mi padre y yo seríamos recibidos en la noche del día siguiente en un banquete que el cadí había ordenado preparar en nuestro honor, una vez que hubiéramos descansado del viaje, y al que asistirían lo más destacado de la ciudad. Mi padre confirmó nuestra asistencia al enviado del cadí, y nos dispusimos a acomodarnos en nuestras estancias y tras ello a realizar nuestras abluciones y aseo personal.
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Era el atardecer del día de la cena, en el palacio del cadí, al que habíamos acudido a pie, por la cercanía de nuestros aposentos, y escoltados por cuatro soldados de la guardia de mi padre. Los dos íbamos a su vez armados con sendas espadas. Nuestros ropajes eran algo más suntuosos de lo normal, sin dejar de ser sencillos pues al fin y al cabo no éramos cortesanos sino soldados al servicio del califa.
A nuestra llegada al salón donde se iba a celebrar la cena, nos recibió el cadí, lo cual era lo esperado por la posición de mi padre en el califato, pero también por la amistad que los unía desde hacía años. Un fuerte abrazo entre ambos dejó a un lado la formalidad anterior en el recibimiento. Hacia mí, el saludo fue más formal.
Seguimos al cadí para sentarnos a la mesa, y mi padre se colocó a su diestra, a la izquierda se sentó un cristiano, y a mí me dieron lugar en la misma mesa a la derecha de mi padre. Aquello sería lo de siempre, pensaba, una larga noche, de cena y de recuerdos de anécdotas pasadas de las que yo no compartía el entusiasmo que pudiera tener mi padre y el cadí, como viejos camaradas. Empezaron por las batallas que habían librado en el Magreb contra los ejércitos del califato Fatimí, por lo que yo empecé a bostezar, tapándome la boca, eso sí, y a dejar pulular mi mirada por todas las partes del amplio Salón.
El Magreb o Mágreb (en árabe Al-Magrib, en bereber: Tamazgha) es la adaptación al español de una voz árabe que significa lugar por donde se pone el sol, el poniente, la parte más occidental del mundo árabe. La parte opuesta se denomina Máshreq o levante. Tradicionalmente, se ha llamado Magreb, a la región del norte de África que comprende los países actuales de Marruecos, Túnez y Argelia, aunque más modernamente se incluye también a Mauritania, Sáhara Occidental y Libia. Este último país es, geográfica y culturalmente, puente entre el Mashreq y el Magreb con Túnez, aunque políticamente se encuadra en aquel.
El califato fatimí gobernaba el norte de África en aquella época, y lo hacía desde el año 909 hasta el año 1171. El nombre «fatimí» deriva del nombre de la hija del profeta Mahoma, Fátima az-Zahra, y su esposo, Alí, primo del profeta. La dinastía y sus seguidores pertenecían a la corriente ismailí dentro de la rama del Islam de los chiíes. La dinastía fue fundada cuando un dirigente local en el oriente de Argelia se declaró el Mahdí, el «de guía divina» y el califa o imán. Legitimó su pretensión como descendiente del Profeta mediante la hija del Profeta, Fátima Zahra, y su esposo, Ali ibn Abu Talib, primo del Profeta.
De pronto mis ojos se pararon en una persona, y como cerciorándose de si estaban viendo aquello que parecían ver, se abrieron aún más, y sí, era la cristiana del zoco, sí era la misma, y ahora más de cerca resultaba más bella aún si cabe. Su pelo era moreno sin llegar a ser negro, su piel aunque era blanca, se podía decir que era morena, sus ojos, de los que no distinguía su color, desde luego sí eran oscuros, los labios, ay, los labios…, nuestro joven amigo la miraba totalmente extasiado, hasta el punto que ella se debió de dar cuenta, y lo miró, pero ni siquiera le sonrió cortésmente, apartó la mirada como si nada.
El zoco es la denominación que se da en castellano a los mercadillos tradicionales de los países árabes, especialmente los que se celebran al aire libre y que, con frecuencia, tienen lugar en un determinado día de la semana o en una determinada época del año, aunque la palabra se puede hacer extensiva a todo tipo de mercado tradicional. El significado de la palabra zoco en castellano es restringido respecto del término original árabe suq que significa mercado.
El zoco generalmente se ubica en una plaza en el centro de la ciudad, ya que en torno a él giran muchas otras actividades, y como es un lugar muy concurrido para todo tipo de compraventa de artículos variados, también surgen a la par actividades secundarias de servicios para quienes lo visitan, como lo son el transporte y peluquería, guarderías, etc.
Y de repente, ya no se aburría, sólo quería verla, mirarla, hablarla si ello era posible, no tenía más que ojos para ella, y en varias ocasiones los dos jóvenes se entrecruzaron las miradas, pero ella imperturbable no le sonreía en ninguna de las ocasiones. Ella debería de tener unos dieciséis años, quizás diecisiete, y lucía un vestido que dejaba entrever sus senos, que parecían hermosos, al menos desde aquella distancia.
Quién podía ser, se preguntaba, era una cristiana, y estaba en el palacio del cadí, así y sin pensarlo más, le preguntó a su padre, interrumpiendo la conversación que mantenía con su amigo a su izquierda que le preguntara quién era aquella joven de la que se había prendado de tal manera.
Poco tiempo después su padre le refería la respuesta del cadí. La joven de diecisiete años, de nombre Silvia era la hija de maese Juan, mercader cristiano del Reino de León, que hacía varios años se había establecido en Miróbriga, y que su hija había llegado a la ciudad hacía unos meses, cuando su madre falleció. Mercader que por otra parte gozaba del cariño del cadí, puesto que estaba sentado a su izquierda en la mesa.
Silvia, aquel nombre me resultó bonito, porque era el suyo, y le entraron ganas de ir a hablarle, pero claro, las costumbres impedían tal cosa, y no era el momento de poner en evidencia a mi padre y desairar al cadí, pero sea como sea tenía que hablar con ella, sino en ese momento, en cualquier otro.
—Y yo que no quería venir a Miróbriga, no la hubiera conocido, ay, de mí, si hubiera ocurrido tal cosa— pensaba Ibrahim, sin poder apartar la mirada de ella—.
3
La buscaba todos los días por la plaza, recorría todas las calles y plazas de la localidad buscándola, por la mañana y por la tarde, desesperado de no encontrarla, abrumado por no verla, desdichado por no poder abrazarla.
Habían pasado ocho días y no la pudo encontrar, por ningún lado, ni a la salida de su casa, ni por ningún lugar público, hasta que su padre viendo la angustia que embargaba a su hijo, le preguntó que le pasaba.
—Padre estoy enamorado, perdidamente enamorado de esa joven cristiana, Silvia, a la que busco sin pensar estos días y no la encuentro, padre estoy desesperado.
—Mira hijo, comprendo tu aflicción —le contestó su padre—, pero podías habérmelo dicho antes, te podía haber aliviado saber que esa joven, junto con su padre fue de viaje a Helmántica (ciudad que se corresponde con la actual Salamanca), y no regresará hasta mañana. Lo comento en la mesa, en el banquete, si hubieras estado atento lo podías haber escuchado, pero sólo tenías atención para su joven hija —y se echó a reír—. Y sólo tienes el día de mañana para poder verla y hablar con ella, pues al día siguiente nos vamos a la munya, y posiblemente a Córdoba.
El joven se angustió, tenía un día para poder verla, para poder hablar con ella, sólo un día, demasiado poco tiempo, demasiado rápido, demasiado corto, para todo lo que deseaba decirle. Cerró los ojos, suspiró profundamente, y comenzó a hacerse a la idea. Por fin la vería mañana, a su amada.
Al día siguiente, la buscó por toda la ciudad, por el zoco de la plaza, por las diversas calles donde se encontraban las tiendas de sedas y paños, por si hubiera ido a comprar algo, y nada, no la veía, comenzó a desesperarse y se acercó a la casa donde ella vivía, cuyo lugar había averiguado días atrás. Se puso enfrente, a cierta distancia, a pesar de parecerle estar haciendo el ridículo, un guerrero de su posición en el Califato, no le importaba, miraba a la casa por si la veía salir o llegar. Transcurrió el tiempo y era ya la hora de comer, la calle comenzaba a quedarse desierta y en ese momento, le pareció ver que desde una de las ventanas de la casa, su amada lo observaba, y que cuando él miró, ella se alejó del campo de visión del joven.
Tenía que irse, y se fue, muy a su pesar, en poco más de quince minutos y entrando en la ciudad por la Puerta del Sol, alcanzó el palacio donde se alojaba con su padre y su séquito, pero llegó apesadumbrado por no haber podido verla, hablar con ella, tenerla frente a sí.
Aquella tarde hicieron los preparativos los criados y soldados que los acompañan, para la marcha del día siguiente. El joven guerrero estaba triste, había perdido su oportunidad de ver a la mujer de la que se había enamorado desde que la vio, aun sin saber si ella le correspondía.
Era el día de la marcha y él montado en su corcel, se puso al lado de su padre, a la cabeza de la comitiva que al pasar por la plaza y dirigirse a la puerta de la ciudad que daba acceso al puente que atravesaba el río, mientras su padre se despedía del cadí, nuestro joven guerrero Ibrahim Muntassir, miraba atropelladamente en todas direcciones por si vislumbraba la presencia de la joven a la que adoraba, y si tal fuera el caso, bajándose de su montura, le confesaría su amor allí mismo. Pero no sucedió tal cosa, ella no estaba en la plaza, y él tenía que irse.
La comitiva después de cruzar el puente romano sobre el río aceleró el paso, poniendo las cabalgaduras al trote, y se dirigieron a las montañas, al paso por el que vinieron y por el que volverían a su munya y posteriormente a Córdoba. Cuando verdaderamente comenzaron a ascender las cumbres, dejaron a los caballos al paso y fue entonces cuando Ibrahim le confesó a su padre lo apesadumbrado que estaba por no haber podido ver a la joven.
—Hijo mío, sí que noto tu tristeza, pero ya verás cuando lleguemos a Córdoba, con las bellezas que allí viven, te será más llevadera esa tristeza, —echándose a reír—, además ya va siendo hora de que concertemos tu matrimonio con la hija de alguien conveniente en el califato —y miró a su hijo,- que no le prestaba casi atención.
—Padre, ¿cuándo debemos de estar en Córdoba? —preguntó Ibrahim—, porque si me diera tiempo quiero pedirte permiso para volver y poder hablar con ella, si me lo concedéis, estaré en Córdoba el día que me digáis, aunque tenga que reventar varios caballos para ello.
Su padre, viendo la determinación de su hijo hacía esa joven, y a pesar de que fuera un infiel, como lo amaba tanto, le informó de que debía estar en Córdoba, sin falta, en quince días, pues en ese día señalado, le presentaría al califa los tres candidatos a sucederle en el cargo de jefe de su guardia personal, y él, su hijo Ibrahim Muntassir, sería uno de ellos.
—No te defraudaré padre mío, antes de la fecha señalada estaré en Córdoba, y te agradezco tu permiso, —puesto que lo dicho por su padre, implícitamente llevaba esa concesión—. Adiós, padre— grito, sujetando a su corcel y haciéndolo girar hacia Miróbriga—.
Detrás de él y al galope para poder alcanzarlo salieron dos soldados que como escolta le había proporcionado su padre. Los tres se dirigieron bajando por el sendero a un galope suave hacia Miróbriga. Nuestro joven iba henchido de gozo.
Poco después, aún no había transcurrido una hora, atravesaban de nuevo el puente y entraban en la ciudad, por la puerta que da al rabal.
4
En la mañana siguiente a su regreso a la ciudad de Miróbriga, Ibrahim montó en su caballo ricamente enjaezado al estilo árabe de Córdoba, un caballo pura raza árabe, zaino e iba vestido de guerrero, pues eran las ropas que llevaba cuando camino de Córdoba, decidió dar la vuelta, y se dirigió a la casa donde residía Silvia, fuera de las murallas, en la parte este de la ciudad.
Al llegar a sus proximidades, uno de los soldados, de los dos que le acompañaban como escolta en todo momento, se hizo cargo de la montura mientras su señor se dirigía a la casa solariega y tocaba la aldaba (la pieza de metal que estaba fijada en la puerta) varias veces, casi con insistencia. Esperó unos instantes hasta que un criado abrió la puerta y a quien dijo quién era y que deseaba entrevistarse, con permiso y en presencia del señor de la casa, con la joven que respondía al nombre de Silvia.
El criado tras decir amablemente que esperara unos momentos mientras trasmitía su recado al señor de la casa, salió corriendo y casi se tropezó al llegar a las escaleras, y tras subirlas y pedir permiso para entrar en las estancias superiores de su señor, le hizo una reverencia esperando que este le diera permiso para hablar.
—Habla — le conminó tanto con la palabra como con un ademán de la mano.
—Señor, en la puerta de la casa hay un moro, un guerrero que dice ser Ibrahim Muntassir, hijo del capitán de la guardia personal del califa de Córdoba, y desea le sea concedido su permiso para hablar con Silvia, en presencia de su padre.
— ¿Te ha dicho para qué quiere hablar con mi hija, con qué fin, te ha dicho algo más? — pregunto sorprendido a su criado.
—No mi señor.
—Bien dile que entre, lo recibiré en el jardín, pero no avises a mi hija de su presencia en la casa, no quiero que sepa nada, hasta no saber cuál es el motivo de que quiera entrevistarse con ella.
El criado hizo pasar amablemente a Ibrahim al interior del jardín, tras pasar por varias estancias de la planta baja de la casa. Al llegar allí, el joven comenzó a mirar a todos lados, quizás esperando ver a Silvia, pero al que vio aparecer por una de las puertas que daba acceso al jardín fue a su padre, al mercader que hubiera conocido días atrás en la cena en el palacio del cadí. Llegado este momento, Ibrahim, quitándose el casco y adornos textiles del mismo, descubrió su cabeza he hizo un ademán de reverencia en señal de respeto ante el señor de la casa.
En ese instante, maese Juan que así se llamaba el señor de la casa y padre de Silvia, reconoció en él al hijo del capitán de la guardia del califa, con el que compartiera mesa en noches anteriores y le saludó cortésmente sin interrogarle por el motivo de su visita.
Maese era el tratamiento de respeto que se utilizaba antepuesto al nombre propio de un maestro de artes y oficios.
Hechas las presentaciones cortésmente e interesándose ambos por el bienestar de sus familias y haciendas, fórmulas corteses de la época que a nuestro joven le parecían interminables, pero que cumplió fielmente con lo establecido sin salirse ni un ápice del guion, y a su término y en un momento dado, se atrevió a comunicarle el motivo de su visita a maese Juan.
—Mi estimado señor, el motivo de mi visita a su casa es la de poder hablar en su presencia, con vuestra hija Silvia de la que estoy perdidamente enamorado, desde el mismo día que la vi en el zoco de la ciudad, cuando llegaba y sin haberme apeado aún de mi caballo. Aunque no he cruzado palabra alguna con ella, mi corazón late sin cesar, desde aquel instante, y habiéndome marchado de la ciudad sin poder haberla visto y hablado, con permiso de mi padre regresé, con un solo fin, proponerle a ella, en vuestra presencia, y con vuestro permiso que sea mi esposa.
Como quiera que el señor de la casa no diera respuesta alguna, Ibrahim siguió hablando.
—Estoy convencido de que lo que os solicito os ha conmocionado, pero quiero haceros saber que mis intenciones son sólo esas, y que si ella y vos accedierais, me alegraría el corazón, y después de presentarme en Córdoba en unos catorce días, para algo ineludible, volveré a esta ciudad a cortejar a vuestra hija si así me lo permitís.
El dueño de la casa descompuso su rostro de forma visible, y además no hizo nada por evitar su descortesía hacia su interlocutor, es más, casi exageraba los gestos de su rostro para que aquel viera en su cara el disgusto de su corazón, ante tal pretensión, todo ello a la vez que atropelladamente le hacía saber su negativa total.
El joven no acertaba a comprender esa negativa en redondo, dada su juventud, su posición en el califato, así que dejó a un lado su modestia e hizo partícipe a maese Juan de su posible futuro.
—Mi querido señor, quizás no me ha entendido bien, mi pretensión es la de desposar a su hija, después del consiguiente cortejo y todo ello con vuestro permiso, y que mi posición en el califato de Córdoba es tal que en poco tiempo puedo pasar a ocupar el puesto de mi padre, como capitán de la guardia personal del califa, lo cual puede dilucidarse en unos quince días aproximadamente.
—Que me da igual, —le contestó maese Juan—, no vas a cortejar a mi hija, de ninguna de las maneras, seas quien seas en el califato, y mucho menos te vas a casar con ella. Mi hija —añadió—, se casará en su día con un caballero cristiano del Reino de León, y ya estoy en negociaciones con varias familias cristianas para tal fin.
—Señor, —replicó el joven—, ya sé que su hija es cristiana, pero eso no es inconveniente para mi petición, y en modo alguno para poder casarnos a su debido tiempo, tras un periodo conveniente de cortejo.
El dueño de la casa le hizo saber que aquello no ocurriría de ninguna de las maneras, y le invitó a que abandonara la casa lo antes posible, cosa que el joven, haciendo gala de toda la educación posible, se limitó a realizar.
5
Ibrahim salió de la casa de Silvia sin haber llegado a verla siquiera, con un sentido de culpabilidad que lo acongojaba, analizando todos y cada uno de los gestos, palabras y frases que había utilizado, y que podían haber hecho pensar al padre de su amada en algo contrario a sus pretensiones.
Iba con la cabeza ligeramente agachada, meditando todo eso, y hasta cierto punto se echaba la culpa de todo lo sucedido, no quería por nada del mundo reconocer el desprecio a su origen árabe y a su religión que maese Juan le había hecho con repetir en dos ocasiones que se casaría con un cristiano del Reino de León.
Apesadumbrado por esta situación llegó hasta su caballo zaíno, que custodiaban sus soldados de escolta y se alejó despacio, al paso, de aquel lugar, no mirando ni siquiera hacia atrás, no tenía ganas alguna de hacerlo. Sin querer, sin darse cuenta, en un principio, iba dando paso a la conclusión de la conversación con el padre de su amada, le había despreciado por no ser cristiano, por no ser descendiente de rumí (nombre que para los árabes significaba romano, y que daban a la población del norte del mediterráneo, como pertenecientes al antiguo imperio romano o bizantino), y por ser un infiel. A pesar de haberle dicho que la haría su esposa, que la amaba, de su posición en el Califato, de todo, con sumo cuidado, con exquisita educación…, se sentía mal, muy mal.
En la noche siguiente apenas pudo conciliar el sueño. Pensaba desde apoderarse a la fuerza de su amada y dirigirse a Córdoba con ella, hasta volver a intentar hablar con maese Juan, no hacía más que darle vueltas a lo acontecido y no encontraba solución alguna; al final determinó hablar con ella, aun a sabiendas de que ella debía obediencia a su padre, si ella lo quisiera, si ella lo amara, si le diera alguna esperanza, si abrigara algún deseo por su persona, el joven estaba decidido a casarse con ella como fuera.
Era ya casi el amanecer en la medina de Miróbriga, y con el destello de los primeros rayos de sol, Ibrahim se quedó rendido en un profundo sueño, más por cansancio que por otra cosa. Cuando despertó varias horas después, se aseó lo mejor que pudo, y vistiendo sus mejores galas, el uniforme de la guardia califal, a la que pertenecía, pues se había venido con lo puesto prácticamente, determinó localizar a su amada y hablar con ella, y si ella lo amaba, nadie lo detendría.
Paseo con su caballo por toda la ciudad, seguido de sus dos soldados, también a las grupas de sus corceles, desde la casa de su amada hasta la plaza del zoco, donde poco antes de la hora de comer la localizó junto con su criada, camino de su casa. Se plantó frente a ella, descabalgó de su montura, y tras hacerle el correspondiente saludo, se dirigió a ella en tono suave, educado, casi suplicante.
—Mi querida Silvia, sé que no es correcto abordar a una joven como tú, en plena vía pública para declararle mi amor, pero lo hago así, puesto que hablé ayer con tu padre y creo que no me entendió lo que le comuniqué, que es mi deseo desposaros, previo cortejo, y con su permiso y el vuestro, si así lo deseáis, y si hay en vuestra persona algo de amor hacia la mía.
La joven en principio no articuló palabra alguna, pero al final saco el orgullo de muy adentro y le dijo en voz alta, no sólo para que lo oyera el joven que le había pedido en matrimonio, sino su criada y los soldados que acompañaban al joven, algo que Ibrahim no dejaría de recordar en resto de su vida.
—Caballero, no me es grata ni siquiera vuestra presencia, cuanto más la propuesta que me habéis hecho. Por nada del mundo, me casaría con un moro, ya os lo dijo mi padre ayer, y aun debiéndole obediencia, soy de la misma opinión, así que haced el favor de abandonar esa ridícula idea. ¿Desde cuándo habrá soñado un moro el desposar a una bella dama cristiana?, — e hizo un ademán de desprecio hacia el joven, y se alejó del lugar a toda prisa hacia su casa.
Ibrahim, se quedó apesadumbrado, no sólo lo había despreciado como esposo, sino que lo había despreciado como árabe, de poco le importaban sus intenciones, su amor, ella sólo veía un moro en su persona. No sabía qué hacer, hasta que unos minutos después, uno de los soldados al llamarlo le hizo salir de sus pensamientos. Se acercó a ellos, y volvieron a sus aposentos en sus respectivas monturas.
Moro es un término de uso popular y coloquial, y connotaciones peyorativas, para designar, sin distinción clara entre religión, etnia o cultura; a los naturales del noroeste de África o Magreb y también de forma genérica a cualquier musulmán, independientemente de su origen.
Este término fue utilizado por autores griegos y romanos para designar a los pueblos norteafricanos habitantes del antiguo reino de Mauritania, además de las antiguas provincias romanas de Mauritania.
Desde la Edad Media el término moros se ha venido utilizando, incluso en la literatura culta, para designar a un conjunto impreciso de grupos humanos: tanto a los musulmanes españoles (andalusíes, enfrentados durante el extenso periodo histórico denominado Reconquista -siglos VIII al XV- a los reinos cristianos peninsulares), como a los bereberes, a los árabes o a los musulmanes de otras zonas (de forma intercambiable con otros términos hoy obsoletos -sarraceno, agareno, ismaelita, etc. -); incluso a los de raza negra o a cualquier persona de tez oscura.
Tierra de moros se denominaba al territorio dominado por los musulmanes, especialmente en la España musulmana medieval.
A maese Juan no volvería a verlo nunca más en la vida. A su amada sí, algún tiempo después, en otro lugar, en otras circunstancias, pero eso no le sosegaba, puesto que él no lo sabía.
La ciudad de Miróbriga, aquella donde vio nacer su amor por una joven cristiana que lo despreció en grado sumo, no volvería a ver a nuestro joven y apuesto caballero del califato de Córdoba, pues apesadumbrado, triste y pensativo la abandonaría a la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, para no volver jamás. Se dirigía a Córdoba, como le había prometido a su padre, aunque no tenía el ánimo del mismo día que lo dejó.
6
Desde finales del siglo VIII, los reinos cristianos de la península ibérica, pagaban parias a los emires árabes del sur.
Se denominaban parias a los tributos que pagaban los soberanos cristianos a los musulmanes peninsulares, como vasallaje o reconocimiento de su supremacía. Después en los reinos de Taifas, sería al revés.
Esas parias o tributos que dichos reinos pagaban estaban divididas en dos partes una de ellas consistía en el pago anual de una cantidad en oro, previamente determinada, generalmente por el más fuerte, por los musulmanes, y otra parte consistiría en el pago con doncellas, para el harem del emir primero y califa después, hasta en número de cien, según la leyenda, y como contraprestación a la ayuda de los árabes al rey Mauregato en su ascenso al trono, en el año 783, que fue rey de Asturias hasta el año 789. Era hijo natural del rey Alfonso I el Católico y de la esclava musulmana Sisalda. A este rey se le atribuye el llamado Tributo de las Cien Doncellas. Según la leyenda, el rey habría pactado la paz con el emir de Córdoba, Abderramán I, a cambio de dar un tributo anual de cien doncellas cristianas.
Parece que esto fue así hasta la batalla de Clavijo en el año 844, en el denominado Campo de la Matanza, en las cercanías de esa localidad de La Rioja, en donde según la leyenda junto a las tropas cristianas cabalgó y luchó Santiago Apóstol.
Las parias se pagaban anualmente, ante los ejércitos árabes que iban por ellas a puntos determinados, so pena de sufrir correrías de dichas huestes o invasiones, según el caso. Pero eso no era óbice para que de vez en cuando, también se realizaran esas incursiones, pues al fin y al cabo eran los más fuertes, casi en su totalidad con el fin de apresar esclavos.
Esto, las exageraciones y el miedo, engrandecían sobremanera el desprecio sobremanera hacia todo lo árabe, hacia los invasores, puesto que los cristianos así los consideraban. Los cristianos se decían de sí mismos los herederos del reino visigodo y cristiano de don Rodrigo.
Todo ello pesaba en el ánimo de maese Juan cuando Ibrahim le pidió en matrimonio a su hija, él consideraba a su interlocutor como un invasor de su patria, y conociendo las costumbres árabes, sabía que accediendo a tal matrimonio su hija jamás volvería a salir de un harem, sería una esclava el resto de su vida, una esclava de su esposo, y eso le hacían revolverse el estómago, pero aun así y todo, con toda la educación del mundo se negó a tal pretensión.
Ciertamente la esposa de un árabe, se diferenciaba mucho de la esposa de un cristiano, o al menos eso pensarían maese Juan e Ibrahim, desde luego, cada uno desde su perspectiva cultural y geográfica.
En el Islam, sólo había dos tipos o clases de mujeres, las consideradas decentes, y las que se dedicaban exclusivamente a dar placer a los hombres, al igual que en los reinos cristianos, pero mientras entre los primeros la mujer casada permanecía enclaustrada en el interior del harem, entre los segundos no ocurría así, aunque en ambos casos las mujeres pasaban inexorablemente de la autoridad del padre a la del marido. El encierro en el harem, donde sólo podían ser visitadas por su marido, sus hijos o eunucos, era garantía de la descendencia que sólo podía ser del marido.
La libertad de la mujer cristiana andando libremente por mercados y plazas, desplazándose a cualquier lugar, era del todo imposible sin contar previamente con el beneplácito de su padre o marido.
A los árabes de la península les gustaban las mujeres cristianas, de piel blanca, preferiblemente rubias y algo entradas en carnes. Los grandes dignatarios del califato compraban esclavas de esas características, procedentes del norte de la península y de las tierras de germanos y eslavos.
Pero el mayor desprecio de maese Juan hacia los árabes del califato provenía de esa actividad realizada a fin de poder abastecerse de esclavas, pues a pesar de ser pagadas las parias por los reinos cristianos, se realizaban incursiones en ellos, con el fin de esclavizar a mujeres y llevarlas al califato. Una mujer fue hecha prisionera cuando tenía 12 años, era la hermana de maese Juan cuando éste no tenía más que 10 años de edad. No volvió a verla nunca, pero su recuerdo, el recuerdo de aquel ataque años atrás en las proximidades de las montañas que lo separan de Asturias, en el reino de León, le hacía tener un odio especial hacía todo lo árabe. Su hija nunca jamás sería de un árabe, nunca.
El término harém (en árabe: harîm) designa al mismo tiempo el conjunto de mujeres (concubinas o, simplemente, mujeres hermosas) que rodeaban a un personaje importante, así como el lugar en el que estas residían. En algunas lenguas occidentales, el término se ha utilizado en un sentido más estricto, asociado a la mujer confinada. El sentido dado por los orientales es el de «prohibido a los hombres». El término harem deriva de la palabra harâm que sirve para designar todo aquello que es tabú, prohibido por la religión.
El mayor harén de al-Ándalus se encontraba en Córdoba en tiempos del califato occidental. Agrupaba a unas 5.000 personas, siguiendo la jerarquía establecida en los harenes del Imperio otomano.
El harém era una sociedad casi autónoma, organizada y jerarquizada en la que se podían tramar todo tipo de conspiraciones. Se utilizaba el veneno para quitarse de encima a rivales o para eliminar a los aspirantes a la sucesión.
En orden descendente, la jerarquía del harém era y referido los turcos que lo copiaron de los árabes:
La sultana valide (en turco: madre), era la madre del sultán. Quedaba fuera del harém a la muerte de su hijo.
Las esposas del sultán; solían ser cuatro aunque podían llegar a ser ocho.
La Baš Haseki, nombre que recibía la primera esposa y madre del heredero al título.
Las Haseki Sultan, madres de los pretendientes al título de sultán. No podían casarse de nuevo si el sultán fallecía y, si sus hijos morían, quedaban fuera del harén.
Las Haseki Kadin, eran las madres de las hijas del sultán. Podían casarse de nuevo si enviudaban.
Por debajo estaban las esclavas. Ninguna de ellas era musulmana, ya que ningún seguidor del Islam puede ser esclavo.
Las concubinas, que si tenían un hijo, podían convertirse en esposas.
Las observadas
Las diplomadas en la escuela del harém.
Las alumnas de la escuela del harém. Estudiaban música, canto, baile, poesía, artes amatorias, el turco y el persa. La mayoría terminaban casadas con oficiales o funcionarios.
Los eunucos y las mujeres del servicio.