Prólogo: La tumba del guerrero
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Año 2025
Después de las bajas temperaturas que se habían aguantado durante aquel largo invierno, nuestro joven amigo aquel día permanecía en su casa, mirando por la ventana por la gran cantidad de agua que caía. Era la primavera, y ya se sabe que en esta época suele llover y el viento del mar Caspio arrastra nubes negras, como las llamaba él.
Había desayunado y no podía hacer otra cosa que esperar a que amainara, pues pese a tener catorce años, vivir en el siglo XXI, todavía en el lugar de la tierra donde le había tocado vivir, no habían llegado según qué adelantos, y ni tan siquiera, a veces la civilización.
Las ventanas tenían cristales, sí, en casa de sus padres había ciertos adelantos como luz eléctrica, bueno a veces, las menos, y algunos libros, que no sabía bien a ciencia cierta para que servían, pero por lo demás, aunque él no fuera consciente de ello, todavía vivían como sus antepasados lo habían hecho durante siglos.
Tampoco sabía bien a ciencia cierta por qué la gente era diferente unos de otros. En la aldea donde vivía había visto gente con rasgos faciales distintos unos de otros; su madre le había dicho que eso se debía a que hacía muchos años aquellas tierras fueron invadidas por gente del oriente. Él era diferente a todas esas personas y sus padres también, en realidad casi la mitad de la población de la aldea era como ellos, más altos, con piel más clara, con los ojos más redondos, y es que ellos eran rusos, ruso era su padre y ruso era su madre. Según le había contado su madre, ellos procedían de mucho más al oeste que aquellas personas, y por supuesto más al norte.
Nunca había sabido qué significaba eso de tren por la sencilla razón de que nunca lo había visto, no así a los caballos, su padre tenía algunos en la cuadra, pero su padre pronunciaba esa palabra cada vez que iba a la ciudad a vender ganado. Siempre venía diciendo que había visto un tren, y aunque explicaba lo que era, ni su hermana ni el mismo acertaban a comprenderlo.
Su madre le había explicado que hacía cientos de años algunos varegos vinieron a esta parte donde ahora vivía con su familia, que eran gente del norte con sus familias, y que aquello ocurrió haría mil años o más, después de atravesar las estepas y los ríos con sus barcos. Se denominan, varegos, varangios, varengos o varyags a los suecos (vikingos) que fueron hacia el este y el sur a través de lo que hoy es Rusia, Bielorrusia y Ucrania, principalmente en los siglos IX y X.
Ellos, su familia, y muchos de los habitantes de la aldea, eran descendientes de aquellos varegos. Aquellos antepasados habían navegado con sus barcos por el río Volga llegando incluso al mar Caspio y por aquel hacia el sur.
La aldea donde vivían está próxima a la ciudad de Astracán (ciudad del sur de la Rusia europea actual y centro administrativo del óblast del mismo nombre. Es la principal base naval de la flota del mar Caspio de la armada de la Federación Rusa. Se encuentra situada a orillas del rio Volga, cerca de su desembocadura en el mar Caspio, y ellos lo hacían a las afueras de la aldea, porque tenían ganado, que es de lo que vivía su familia, de la ganadería. En realidad hacían de todo, ganadería extensiva, algo en establos, eso respecto del vacuno, pero también tenían ovejas y cabras. Algunos caballos les ayudan a las tareas del pastoreo. Su madre, junto con su hermana se ocupa de las gallinas y de los huevos, además de conejos.
Su madre le había explicado que no siempre habían sido así las cosas que desde que llegaron los varegos hacía mucho tiempo nuestros antepasados habían tenido que luchar con los lituanos, polacos, mongoles y turcos, pero que ahora las cosas están calmadas, como decía su madre. Lo peor fue cuando los alemanes casi llegan a aquella zona.
También que los nobles eran los dueños y señores de todas las cosas, y los demás eran siervos, aunque luego fueron sustituidos por personas venidas de Rusia, de San Petersburgo, con cargos muy importantes que mandaban sobre los siervos que cultivaban las tierras y cuidaban las ganaderías, época en la que había grandes abusos hacia los siervos. Con la revolución todo cambió, aunque ahora mandan otras personas, y ellos siguen siendo ganaderos como lo han sido siempre sus antepasados.
Pues el joven Zhora que es como se llamaba aquel que dejaba volar su imaginación de las cosas que le habían contado su madre, en las tardes noches de invierno de años atrás, aún seguía con la cara puesta en los cristales de la ventana viendo llover.
En realidad su nombre no era Zhora, si no Gheorghi, y aquel era su diminutivo, por el que le llamaban su padre y su madre, menos su hermana Sveta que le decía siempre Gheorghi, por lo que él le correspondía llamándola por su nombre Svetlana, y no por su diminutivo.
Tenía catorce años, y siempre que podía y sus deberes para con el ganado se lo permitían, andaba explorando por los bosques y lugares de alrededor de la granja, y no se cansaba nunca de hacerlo. Se imaginaba aventuras en las que él era el héroe indiscutible. A veces, luchaba contra los turcos o los tártaros, y se le antojaba ser uno de los mejores cosacos de la estepa.
Pero aquel día llovía mucho, eso significaba que no podía más que hacer las labores del ganado que la lluvia le permitía, y conformarse después con hacer rabiar a su hermana pequeña de unos diez años de edad.
2
La primavera pasó y por fin había llegado el ansiado verano, y eso regocijaba a Zhora, pues los días eran más largos, y le daría más tiempo para poder hacer su afición favorita, explorar.
Aquella mañana había terminado de hacer todas sus obligaciones con la ganadería, incluso antes de ir a explorar, le había dicho a su padre que si quería que hiciera algo más, pero no lo consideró necesario, así que rápidamente se dispuso a ir a su nueva aventura. Esta vez marcharía hacia el sur, siguiendo el arroyo que atravesaba la granja de sus padres, ya lo había recorrido alguna vez, pero nunca más allá de unos dos kilómetros, más que nada por falta de tiempo, puesto que lo hizo en días más cortos, en otoño. Hoy, se había dicho, tendría más tiempo antes de que anocheciera. Llevaba comida y tenía el permiso de su padre y el de su madre. Les había dicho dónde iba a estar y que llegaría a casa antes de que anocheciera.
Había comido ya, había descansado, pero la aventura de seguir el arroyo, hasta el momento le había decepcionado, no estaba contento, pero aún se sentía con ánimos de seguir, porque le faltaban horas para tener que volver. Recogió todos sus enseres y se dispuso a caminar, y así lo hizo hasta que al llegar a un punto no pudo seguir, puesto que el arroyo caía casi en vertical por una cascada en un barranco y luego continuaba.
No le había oído decir a su padre nunca que hubiera tal barranco, eso significaba dos cosas, o que su padre nunca había estado allí o que había recorrido demasiado camino, o las dos cosas. Sonrío, se dijo para sus adentros que él había estado donde no había estado su padre, y que se lo contaría, eso le llenó de orgullo.
Ahora debería pensar por dónde bajar aquel barranco y si merecía la pena hacerlo o no. Por fin encontró un sitio a unos doscientos metros a la izquierda de donde se encontraba, pero dudaba de hacerlo, puesto que no había traído cuerdas ni calzado para andar entre rocas.
Él era valiente, y si había llegado hasta allí, no iba ahora a irse sin más, así que determinó que lo intentaría. Buscó el sitio más idóneo para empezar a bajar y así comenzó a hacerlo, con cuidado, incluso a veces con peligro, pero él era fuerte y se asía con firmeza en las manos a las rocas salientes.
Él era valiente, pero también era estúpido, cuando llegó abajo, se dio cuenta de que más a la izquierda, y con una suave y larga pendiente, hubiera bajado al mismo lugar sin peligro alguno, aunque hubiera tenido que dar un rodeo, hubiera sido lo más acertado.
Cuando bajaba, un poco por delante de él, y en dirección contraria donde luego vería aquella pendiente, le pareció ver detrás de unas zarzas un agujero en la roca, así que allí se encaminó, con ciertas precauciones, no fuera a ser una osera. Al llegar al lugar se extrañó, vio lo que parecía una entrada a una cueva, pero estaba taponada con tierra y barro, y tanto la entrada como el taponamiento no eran visibles, por la vegetación que se encontraba delante.
El agua de la lluvia no llegaba nunca a tocar la entrada de la cueva, sino que regaba plácidamente la vegetación que la ocultaba sin que penetrara en ella, discurriendo luego por el resto de la planicie.
Él pensó que debería de abrir esa cueva, pero que le iba a llevar algún tiempo, y no sabía si le iba a compensar lo que fuera a encontrar en ella. Eso le creó una turbación que le hizo dudar. Tendría que traer alguna herramienta para cavar, algo para quitar la tierra y el barro. Si había decidido destapar la cueva, lo haría poco a poco, con herramientas y deseaba tener suerte y encontrar un tesoro. Se imaginaba un cofre lleno de oro y joyas; se relamía de gusto con sólo pensarlo, así que dejó volar un momento su imaginación con sólo pensar en los tesoros que podría encontrar y dejar la pobreza de lado. Se imaginaba la alegría que se iban a llevar sus padres, su hermana, sería su héroe para siempre, eso seguro.
De pronto se dio cuenta de que iba a necesitar algún tipo de herramienta para quitar aquella tierra y aquel barro con piedras de la entrada de la cueva, pues no sabía el grosor del tapón. Su mente enseguida comenzó a pensar en cómo sacar de allí ese material sin que ello denotara la presencia de la cueva a personas extrañas. De ningún modo quería que otra persona le arrebatara su tesoro.
Reconoció la zona, vio que no lejos había un arroyo donde podía depositar los restos de la entrada de la cueva para que el agua los fuera diluyendo y no quedara vestigio de ellos. Supo que por donde él había bajado, por el barranco, no sería probable que lo hiciera nadie, no así por el camino, por aquella pendiente suave que pasaba casi por delante de la cueva, a unos nueve o diez metros. Habría de ideárselas para ocultar siempre la entrada. Moverse sin despertar sospechas a algún mirador escondido. A cada paso, a cada movimiento tendría que ser cauto, muy cauto.
Llegó a la conclusión de que no podía hacer más ese día. Volvería en cuanto pudiera, con pico y pala, para poder hacer su cometido, pero lo haría sin conocimiento de sus padres ni de su hermana, así que tendría que ingeniárselas para llevar allí las herramientas sin que se dieran cuenta, ni tan siquiera podría ir todos los días, sólo aquellos que sus obligaciones con los animales se lo permitieran, y pequeños espacios de tiempo.
Tardaba unos veinte minutos de su casa al lugar, y si bajaba por el camino, unos tres minutos más, que es lo que haría, pues era más seguro, podría estar cavando una hora, y luego de regreso, lo que sumaría algo menos de dos horas. Sí, lo podría hacer por las tardes, los días iban creciendo en la primavera, y no sería sospechoso para sus padres, pues es cuando solía hacer sus exploraciones. Desde luego no lo haría todos los días, para que no sospecharan.
3
Este día era la ocasión número treinta y ocho que lo hacía, había excavado durante todos esos días, no seguidos, así que ya era verano, era el mes de julio, y hacía un calor sofocante.
El mayor trabajo de todos fue el transporte de los materiales al río, echar la tierra al agua y esconder las piedras por los alrededores, para no dejar rastro de su acumulación.
Había tenido mucho cuidado en eso, además de mantener la boca de la cueva ajena a miradas de cualquier extraño que pudiera pasar por allí, por lo que había acrecentado de manera artificial, con ramas, el arbusto de la entrada. Era casi imposible verla si no sabías dónde estaba.
Estaba impaciente por llegar aquella tarde a la entrada de la cueva, pues pensaba que no tardaría mucho en ver una pequeña oquedad entre el barro y la tierra de la entrada, ya que había excavado más de un metro de grosor. Parecía mentira la cantidad de tierra que estaba allí acumulada, como si quien lo hubiera hecho no quisiera que saliera nada de su interior o no se conociera lo que había dentro.
Por fin se hizo un hueco, y de pronto apareció un hedor nauseabundo del interior, lo cual indicaba que aquella cueva había estado cerrada casi herméticamente desde que se construyó el taponamiento de la entrada. Había llevado una linterna por si sucedía esto. En realidad lo venía haciendo ya las últimas cinco o seis ocasiones que se había acercado a la cueva. Echó un vistazo al interior ayudándose de la luz que desprendía la linterna, y pudo ver algo, pues todo estaba cubierto de polvo, algo de tierra o al menos eso le parecía desde el exterior. Aun así y todo, pudo distinguir algo que le parecía una espada, o tal vez era su imaginación que deseaba ver una espada, una espada de un héroe legendario, y él sería su descubridor, así que se entusiasmó con la perspectiva de que pudiera descubrir la tumba de un antiguo guerrero, un antiguo héroe, un antecesor tártaro, quizás, o un cosaco, quién sabe…, continuó quitando piedras y barro de la entrada, con tal de conseguir un hueco lo suficientemente angosto para poder introducir su cuerpo y poder entrar al interior.
Estaba tan entusiasmado con lo que podía encontrarse en el interior de la cueva que ni acertaba a seguir excavando bien la entrada, hasta que de pronto se dio cuenta de que no podía descuidar el seguir ocultando los materiales que iba retirando. Muy a su pesar y dejando a un lado las ganas de entrar en la cueva, comenzó a ocultar las piedras que había quitado y a tirar la arena al lecho del arroyo. Todo eso le llevaría un tiempo, un tiempo en el que se le volvería a echar la noche encima. Estaba claro que no sería hoy, tendría que esperar a mañana. Por fin sería mañana.
A la mañana del siguiente día, Zhora no cabía en sí de gozo con sólo pensar que ese día entraría en la cueva, así que se tomó todo el interés en hacer sus obligaciones con el ganado con sumo cuidado de no olvidarse nada, para que sus padres no le regañaran y no se lo hicieran volver a hacer, y además se dio cierta prisa para disponer de más tiempo en la cueva, antes de que se hiciera de noche aquel día. Después de haber comido, hizo como siempre, desapareció sin que sus padres y su hermana se dieran cuenta, o al menos eso pensaba él, y se dirigió dando un rodeo hacia la cueva.
Su hermana Sveta lo siguió con sumo cuidado de que no se diera cuenta, como había hecho ya algunas veces, y siempre había conseguido que su hermano mayor, bien por estar absorto en el tema de la cueva o por lo bien que se escondió, había evitado que no se diera cuenta de su presencia. Sveta sabía lo de la cueva, desde un principio, e incluso a veces había sopesado la posibilidad de ayudar a su hermano en el traslado de materiales para evitar ser vistos los restos de la excavación de la puerta de la cueva, pero lo había desestimado por temor a que su hermano se enfadara con ella.
Ella, como su hermano, también estaba entusiasmada con la posibilidad de encontrar algún tesoro escondido en la cueva, por lo que estaba en grado sumo nerviosa e intranquila, pero contenta, muy contenta.
Al llegar Zhora a la entrada de la cueva, observó que todo estaba como lo había dejado la vez anterior, nada se había movido, aquel era el día, se dijo para sí, era el momento, y comenzó a quitar las últimas piedras y barro para franquear la entrada a la cueva.
Después de librarse pacientemente de los restos de barro y las piedras que había colocado para que no se pudiera ver aquella excavación, por fin, se dijo de nuevo para sí, por fin iba a entrar. Encendió la linterna y metió el haz de luz en el interior, antes de introducir su cuerpo en la cueva.
Algo brilló con la luz, algo que le pareció era la empuñadura o el pomo de la espada, aunque estaba muy sucio; siguió moviendo el haz de luz, de nuevo surgió otro reflejo de algo metálico, pero no llegó a interpretar que podía ser. Sus ansias por entrar se hacían cada vez más apremiantes, así que sin dudarlo más se aventuró al interior, aún con cierto recelo.
Una vez en el interior de la cueva, apagó la linterna con el fin de que la visión de sus ojos se acostumbrara a la penumbra, la cual ya no era tanta debido a la claridad que entraba por el agujero de la cueva que él mismo había excavado.
Enseguida lo comenzó a ver todo y muy claro, allí había un hombre que había sido enterrado hacía mucho tiempo, y a juzgar por sus huesos era un hombre alto, de unos ciento noventa centímetros, más o menos. Sobre sus huesos aún se conservaban jirones de su vestimenta, en especial sus adornos metálicos. A la izquierda de sus restos, se encontraba lo que había visto en primer lugar, metida en su funda una espada, toda ella, así como la funda, llena de polvo y suciedad, junto a ésta, algo redondo de madera, en muy malas condiciones, pues tenía varios tajos, al parecer realizados con algo metálico, con adornos metálicos en diversas formas, y una especie de cazoleta en su parte central.
En la parte derecha de los restos del guerrero, se encontraba algo de madera, muy largo, más largo que el propio guerrero, y que nuestro descubridor pensó que podía medir unos dos metros de longitud, con unas muescas en sus extremos. La madera se conservaba perfectamente. Junto a esa madera, había una bolsa de color beige, y que parecía de piel, muy suave, con adornos geométricos y unos flecos que colgaban de sus costuras, y con una cinta del mismo material que lo hacía susceptible de llevarse colgado. Un cuchillo de un material con la hoja de color negro, con reflejos verdosos, y mango de madera y cuerda, y otro cuchillo, algo más pequeño, totalmente de hueso, con una parte que era por donde se empuñaba, de forma redonda, y otra que semejaba la hoja o parte por donde se cortaba, de un solo filo, y con una punta muy aguda.
Zhora observaba todos los objetos, estaba maravillado, pero de pronto se dio cuenta de que no había ningún tesoro, nada de monedas antiguas de oro, ni plata, nada de piedras preciosas, nada. Sufrió una decepción, se quedó un tanto decepcionado, triste, hasta que sus ojos se volvieron a fijar en la espada.
Era al fin y al cabo un muchacho y la espada le atraía, pues no dejaba de soñar siempre con héroes legendarios. Sus manos se acercaron a la espada, la empuñó, a la vez que con la otra sujetaba la funda, no sin antes haberla limpiado un poco, la extrajo de la funda despacio, muy despacio. Los brillos que debían de desprenderse de la hoja de acero de dos filos, deberían de hacer que los ojos del muchacho se abrieran del todo. La sacó del todo, y la admiró, pero se decepcionó, era una espada negra, era negro el acero de su hoja y era negra su empuñadura, por lo que en un principio pensó que estaba sucia, y es curioso que aquel muchacho no supiera en ese instante que tenía en sus manos una de las mejores espadas que jamás se ha conocido.
La madera larga hasta los dos metros con muescas en los extremos no llamó demasiado la atención de nuestro joven muchacho, y es que era normal, él ni siquiera sospechaba que aquello fuera durante mucho tiempo, la mejor arma de algunos ejércitos, el arco largo inglés (longbow). También llamado arco largo galés, era un poderoso tipo de arco largo (de gran tamaño, para el tiro con arco) con cerca de dos metros de altura, usado por los ingleses y galeses durante la Edad Media, tanto para la caza como para la guerra. Los arcos largos fueron particularmente eficaces contra los franceses en la guerra de los cien años.
La bolsa de piel, de la que desde luego nuestro joven amigo desconocía su origen animal, y cómo iba a saberlo, si procedía de un animal para él del todo desconocido, el bisonte americano, le llamaba mucho la atención, pero no lograría ni siquiera sospechar que estaba realizada por integrantes de una de las tribus de la nación sioux, de las llanuras americanas.
El cuchillo de hoja negra no le hacía sospechar a Zhora que fuera originario de un ceremonial que utilizaban los sacerdotes encima de ciertos monumentos de piedra para sacrificios humanos.
Cómo iba a sospechar que el cuchillo de hueso era en realidad un colmillo de un mamífero marino. Suponía que era de algún tipo de animal, pero marino por descontado que no.
Pero además había otra cosa, una bolsa de cuero que guardaba en su interior una cantidad de unas treinta y cinco flechas, unas con punta de madera y otras con punta metálica, la cual tenía dos cintas que hacían que se pudieran atar para llevarlas a la cintura o la espalda.
La espada le gustaba, le gustaba mucho, pero no había ningún tesoro, todo aquello no valía nada, seguirían siendo pobres, tendrían que seguir trabajando, sus padres, su familia.
4
Sveta aprovechó que su hermano se había ido de la cueva, camino de casa, para entrar en la cueva, y una vez en el interior, después de haberse acostumbrado a la oscuridad y a sólo poder ver con la claridad de la entrada, observó todo, todo menos la espada con su funda, que ya no estaba allí, pues ella ignorara que su hermano se la había llevado. Después de sopesar todo, no lo dudó, recogió una bolsa de piel muy bonita, y dos cuchillos, uno con una hoja negra, muy raro, y otro de hueso, los metió con sumo cuidado en la bolsa de piel, y se alejó del lugar camino de casa.
No quería que se le hiciera de noche antes de llegar a casa, así que iba poco tiempo después que su hermano caminó del hogar familiar.
Mientras su hermano miraba hacia todos los lados por si alguien le veía caminar por aquellos parajes, pues no quería que nadie supiera lo de la cueva, ella, sin embargo, iba solo preocupada de que su hermano no la viera.
Al llegar a casa, Zhora tuvo mucho cuidado de que sus padres y su hermana, la quien pensaba estaba en ella, no lo vieran, y sobre todo no lo vieran cuando escondiera la espada en su habitación, aunque antes de nada la limpiaría algo, pues estaba muy sucia. Después de quitar toda la suciedad a la espada y a la funda fue cuando quedó maravillado con el arma. Junto a la empuñadura había unas grabaciones que él no acertó a comprender. Claro que Zhora desconocía todo lo que hay que saber sobre una espada. La escondió en el fondo del armario, en posición vertical, en la esquina, metida en su funda.
Su hermana Sveta llegó a casa e hizo lo propio, para que no le vieran sus padres y hermano, y sacando los cuchillos del bolso de piel, los limpió y los escondió entre sus ropas de uno de los cajones del mueble de su habitación. Cuando iba a proceder a limpiar el polvo del bolso notó que había algo en su interior, así que lo vació sobre su cama y observó lo que salió de él.
Una piedra en forma de animal, al que se le distinguían claramente una cabeza y las cuatro patas, de color negro, con una mancha blanca en su lomo izquierdo. Lo demás eran setenta y cinco piedras de cristal con diferentes formas y tamaños, incluso una de ellas de tamaño mayor que la piedra negra con forma de animal, que no le gustaron mucho a Sveta, pero bueno, las guardó todas fuera de la bolsa de piel, entre sus ropas y en distinto sitio que los cuchillos y el bolso de piel.
Dichos objetos, los de Sveta, quedarían guardados por demasiado tiempo, demasiado tiempo, por un período de unos años. Aquel acto de esconder aquellos objetos por parte de Sveta tendría un significado muy especial, tanto para su familia como para el guerrero muerto de la cueva. Aquellos objetos darían la vuelta al mundo, algún día serían noticia de primera página, se hablaría de ellos, de su descubrimiento, de su descubridor.