Capítulo IX: El acero de Damasco.
1
Damasco, año 935
—Las espadas originales de acero de Damasco se vienen haciendo, desde hace muchos años, no sólo en Damasco, sino en todas las vecindades de la ciudad, —decía el maestro armero a Ibrahim—.
—Para que me entiendas, —añadió el maestro armero, —el acero de Damasco es una especie de aleación que tiene al mismo tiempo las cualidades de dureza y flexibilidad, una combinación que lo convierten en un material especial para la construcción de buenas espadas.
—He tenido que ir, buscar, negociar y traer hasta Damasco, en principio, lo que se conoce como acero wootz. Y eso supone mucha distancia por recorrer, muchos peligros que pasar, e invertir mucho tiempo y dinero. Ten en cuenta que esa técnica sólo se desarrolla en el sur de la India, en una gran isla.
—En la parte sur de la isla, en la región de Samanalawewa, hay miles de acerías que han estado elaborando este tipo de acero, o acero al carbón, que así lo entenderás mejor, desde tiempos inmemoriales. Todas ellas tenían el horno ubicado de tal forma que los vientos monzones, procedentes del oeste, provocaban la succión necesaria para, soplando, calentar el horno. Apenas hay en el mundo algún otro lugar donde se elabore así el acero, excepto aquí en Damasco y alrededores, a donde yo traje esa técnica.
—En principio, tan sólo se realiza la elaboración del acero trabajando esos aceros wootz traídos del sur de la India, y hasta que he conseguido realizar yo aquí acero similar han pasado muchos años, muchos viajes, hasta conseguir la confianza necesaria para que un maestro de allí me confiara tal técnica.
—Las espadas hechas con aceros wootz, refinándolo a la usanza de Damasco, lo que se conoce ya como «acero de Damasco», tienen al mismo tiempo las cualidades de dureza y flexibilidad.
El maestro Marzûq se dejaba llevar por sus explicaciones ante Ibrahim, pero este no era consciente de los años transcurridos, distancias realizadas, peligros sorteados, en los numerosos viajes al sur de la India del maestro hasta conseguir la técnica que seguramente lo catalogaría como el mejor maestro armero del Islam.
—Mi querido Ibrahim, —prosiguió el maestro Marzûq, —la técnica es sencilla y básicamente consiste en que el hierro se mezcla con cristal y se calienta lentamente para posteriormente dejarlo enfriar. Esa aleación ya enfriada el cristal se enlaza con las impurezas del acero y estas brotan a la superficie de la aleación, haciendo que se purifique. El carbón penetra en el hierro a través de las paredes porosas de los granos del acero. Esto dicho así en pocas palabras, constituye lo que se conoce como «el secreto de Damasco».
—En mi último viaje al sur de la India, no sólo he traído acero y la técnica necesaria y que te acabo de explicar, además he traído unas coladas de acero wootz especial, algo distinto a los demás. No sé cómo se ha elaborado pues se negaron a decírmelo, pero a simple vista lo único que destaca es que es más oscuro que los demás, es casi negro. Tengo el suficiente para hacer una espada, una gran espada, —apostilló el maestro Marzûq—.
—Maestro, mi encargo, el encargo de mi señor el califa de Córdoba, es muy sencillo, quiere la mejor espada del Islam, digna de él, pero sin ostentaciones exteriores. El tamaño de la espada, la forma y todos esos detalles han de ser igual a esta que os muestro, una espada jineta, que es del largo y peso adecuado a mi señor, — añadió Ibrahim—.
No obstante, el maestro Marzûq preguntó si su cuerpo, el de Ibrahim, se asemejaba al del califa de Córdoba, a lo que este asintió, diciendo que eran de la misma altura y complexión.
El maestro sin más preámbulos midió el largo del brazo extendido, de Ibrahim desde el hombro hasta la punta de los dedos con la cinta métrica. Registró la medida.
—En la medida de lo posible hay que evitar hacer la hoja más larga que tu brazo, porque te sería difícil desenfundarla rápido de la vaina, —aclaró el maestro Marzûq—.
Después midió el ancho de la palma de Ibrahim para obtener la longitud de la espiga de la espada del tamaño de una mano, es decir, la porción de hoja empotrada en la empuñadura.
Determinado el ancho y geometría de la espada con anterioridad, pues había de ser como la espada jineta que mostró Ibrahim, el maestro indicó que haría algunas correcciones en el sentido de dar algo más de ancho a la hoja en la parte cercana a la empuñadura y menos en la punta, lo que le daría más rapidez. Pero no se notaría casi a simple vista. Lo demás, filos y punta serían similares a la espada jineta. En cuanto al material para la guarda y el pomo, el maestro Marzûq indicó que serían del mismo acero que la hoja de la espada.
—Dame un tiempo para ello, y dime si quieres que grabe algún nombre en la espada. Cuando esté lista te haré llamar para que la pruebes, y si es de tu agrado, me pagarás lo que vale que no será poco.
Ibrahim asintió y comunicó al Maestro Marzûq que nombre que quería su señor que se grabara en la espada era aquel por el que era conocido, y que no era otro que الناصر لدين الله (an-Nāṣir li-dīn Allah), aquel que hace triunfar la religión de Dios (de Alá).
—Pero esa inscripción ha de quedar oculta a los ojos de los demás, se ha de poner en la espiga de la espada, la cual debe de ser completa, puesto que se trata de una espada de combate, que es como la quiere, y no para ceremonias, —y añadió Ibrahim—, no debes de poner en la bigotera ninguna marca que sea visible, ni siquiera la tuya propia.
Ibrahim se despidió del maestro armero y tras desearle la paz, salió del taller, y en la calle, donde les esperaban sus eunucos armados, Samîr y Faridah, tras hacerle una seña a todos, emprendieron la marcha por las calles de Damasco, hacia la casa que había alquilado hacía ya dos semanas, tras su llegada a la ciudad. La comitiva era siempre la misma, Ibrahim a la cabeza flanqueado a ambos lados y ligeramente retrasados, sus saqalibas armados, y tras ellos, Samîr y ella misma, Faridah, la esclava de Ibrahim, la que dormía con cadenas aún, cada noche a los pies de su señor.
2
El tiempo que estuvieron esperando a la fabricación de la espada que había encargado su Señor, quizás fue el más feliz hasta el momento junto a él. Hacía que lo acompañara a todas las fiestas y banquetes a que era invitado en la ciudad por los ricos comerciantes.
No hay que decir que para todos ellos Ibrahim era un rico comerciante de Córdoba que hacía acopio de mercancías en la ciudad de Damasco. Compraba y vendía, y en todas estas transacciones comerciales era ayudado por su esclavo Samîr. A cada trato, a cada operación, era casi constante la subsiguiente invitación a una fiesta o banquete del comerciante con el que había realizado la operación. Ellos, sabedores del poder adquisitivo de Ibrahim, intentaban en vano llevarlo a su terreno, a su casa, para mostrarle los encantos de una hija, aún en edad casadera.
Cada noche, a los postres, y con las últimas bebidas el dueño de la casa hacía pasar a su hija que mostraba los encantos con una danza un tanto sensual a los ojos de Ibrahim, y a las que nunca veía la cara en su totalidad por ir cubiertas con velo.
El dueño del palacio observaba detenidamente la expresión de Ibrahim mirando a su hija, y así podría saber si era de su agrado o no, incluso a veces se lo preguntaba directamente.
Faridah, como esclava que era degustaba los últimos frutos detrás de su amo, y con la cara totalmente descubierta. Ella pensaba que los gustos de su Amo no serían, seguramente, del agrado del dueño de la casa para con su hija.
La joven hija del dueño de la casa se afanaba por bailar lo mejor que podía, y parecer aún más sensual de lo que ya era, pero ella no sabía que Ibrahim a la que deseaba era a su esclava Faridah, y eso a ella le reconfortaba.
Cada noche, al volver a casa, Faridah iba al dormitorio de su señor para ser atada con las cadenas, y cada noche era liberada por él, y sometida sexualmente. Tenía expresamente prohibido alcanzar el clímax sin consentimiento de su señor, lo cual a veces le resultaba del todo imposible, habiendo sufrido azotes como castigo a su desobediencia. En otras ocasiones, los recibía por puro placer de su señor, ella era su esclava y podía hacer con ella lo que quisiera.
Eran tantas las veces que no le había dejado alcanzar el clímax, que siempre estaba Faridah deseosa de sexo, eran tantas las veces que no le importaba sufrir castigo y ser sometida salvajemente por su señor si con ello, alguna vez, aunque fuera, la dejaba desahogarse, cosa que no ocurría con demasiada frecuencia.
Entre el deseo por ese hecho y el placer por el sometimiento a que había sido llevada constante y permanentemente por su señor, ya desde las tierras que bañaba el río Nilo y ahora en Damasco, ella, sin querer reconocerlo, cada día adoraba más a su Amo, podría decirse que lo amaba, pero aún se resistía a afirmarlo.
Su señor a veces la sorprendía, tenía alguna atención con ella que bien podría decirse que no era propia de un amo a su esclava, sino más bien de un esposo a su esposa. Pero ella no osaba nunca preguntar nada, sólo se mostraba agradecida con un gesto de humildad y sometimiento a su Amo, y dándole las gracias.
Una noche, después de haber consumado otra sodomización a su esclava Faridah, como hiciera en la primera vez que la tuvo, allá en el desierto, en la intimidad de su haima, y tras volver a dejar a ella con ganas, como solía hacer a menudo, se acomodó entre los cojines de su lecho y le indicó a ella que se acurrucara a su lado.
—Dime Faridah, ¿qué es lo que más deseas?
—Mi libertad, —contestó ella sin dudarlo, y añadió —mi señor.
— ¿De verdad deseas volver a tener tu libertad?, —respondió Ibrahim—.
— ¿Qué harías tú con tu libertad, ya no eres una doncella cristiana, estás muy lejos de tu tierra y tu familia, para que la quieres?
—Sería libre, mi señor, con eso sería suficiente, no deseo nada más en el mundo que volver a ser libre.
—Supongamos que lo fueras, que lo eres ahora mismo, supongamos que eres libre, ¿qué cosa harías siendo libre Faridah?
—Me casaría con mi señor, me casaría con el joven aquel al que una vez rechacé hace ya muchos años y muy lejos de aquí, sí, sería vuestra esposa—, contestó la joven, mientras por primera vez, había alzado los ojos y había mirado directamente a su señor, los cuales estaban ligeramente húmedos, por el llanto que tenía en su interior, por la lucha que mantenía en su corazón.
Ibrahim sonrió ligeramente, era el trofeo del amo sobre su esclava, que esta lo deseara, que lo amara, ciertamente su sometimiento había dado sus frutos, al fin, o al menos eso pensaba él.
—Veras Faridah, si fueras mi esposa, en realidad tendrías menos libertad de la que tienes ahora. Siempre puedes ir donde te plazca acompañada de Samîr, puesto que eres mi esclava, si fueras mi esposa, tu libertad estaría circunscrita al harem o gineceo, del que saldrías en contadas ocasiones. Siempre vas por la calle con el rostro descubierto, porque eres mi esclava, si fueras mi esposa, siempre llevarías el rostro cubierto a los ojos de los demás hombres, siempre. Vas conmigo a cualquier casa o palacio que me inviten, porque eres mi esclava, si fueras mi esposa, no lo harías, te quedarías en el gineceo. En realidad, Faridah, así siendo mi esclava, se puede decir que tienes más libertad que siendo mi esposa.
—Y que conste, que seguro que se te ha ocurrido, tanto la esposa, como la esclava deben obediencia ciega a su esposo o amo, respectivamente, y en ningún momento ninguna de las dos osará contradecir a su esposo, la esposa, o a su amo la esclava, nunca.
— ¿Lo has entendido?
—Sí, mi señor.
— ¿Entonces qué sientes por mí, Faridah?
—Todo mi cuerpo os pertenece mi señor—, dijo ella.
3
Habían pasado algo más de tres semanas desde que hubieran estado en el taller del Maestro Marzûq, el cual mediante recado había mandado llamar a Ibrahim a su taller.
Debido a la apretada agenda de su cobertura en la ciudad de Damasco, Ibrahim aún tardó en ir al taller tres días más, y lo hizo por la mañana, como siempre, acompañado de sus guardias armados, y sus esclavos.
Una vez en el taller, y tras una breve pausa en la que le dio tiempo a llegar al maestro armero, este se congratuló de verlo de nuevo y le dijo a voz en cuello que le iba a enseñar lo que iba a ser sin duda la mejor espada del Islam.
Se fue al fondo del taller y desapareció para aparecer poco tiempo después con algo en su mano alzada, algo negro, por lo que Ibrahim y sus esclavos Samîr y Faridah que por indicación de su dueño habían accedido esta vez al interior, se quedaron perplejos, los tres.
Pero el Maestro Marzûq no les dio tiempo ni de reaccionar, siquiera.
— Ibrahim, te presento a «La Espada Negra», la mejor espada del Islam.
Ibrahim aún no salía de su asombro, y cuando agarró la hoja, por la espiga, pues aún no estaba acabada, le faltaban varias piezas, tocó sus filos, vio su hoja en toda su longitud, la bigotera, la aguja completa de una sola pieza con la hoja de la espada, todo con aguas propias del acero de Damasco, pero las aguas del acero de esta espada, eran mucho más oscuras, eran aguas negras, y negro era el color del acero.
Los canales de ambos lados de la hoja hacían que fuera algo más ligero, sin perder la tenacidad, la dureza y la flexibilidad de la espada. La punta era soberbia. Todo ello lo comprobaba Ibrahim con el tacto de sus dedos, con la mirada, sopesando la hoja. Sí, definitivamente parecía una gran hoja para una gran espada. Era no obstante, el mejor conocedor de las espadas del Califato de Córdoba, y si bien no entendía el cómo de su fabricación, era el mejor experto en el cómo se utiliza para el combate.
—Ya te dije que usaría esas piezas de acero wootz especial que traje en mi último viaje, ya te advertí de que era casi negro, inusualmente negro. Te he mandado llamar para que la pruebes y me digas tu parecer antes de hacer y montar la empuñadura, lo cual sólo haría si me das el visto bueno a la hoja que tienes en tus manos.
Ibrahim asió la espada, y aunque no podía medir aún el punto de equilibrio de la espada, sin la empuñadura, sí quería probar sus filos, su dureza y tenacidad.
Cortó un trozo de cuero que estaba colgado, y que era un mandil de los operarios del taller donde se encontraba, lo hizo con un corte limpio, longitudinal, sin desviarse para nada del trazado de la hoja de la espada. Ibrahim quedó contento con ese corte, sabedor de que con cualquier otra el corte en el cuero se hubiera desviado, incluso con su propia espada, también de acero de Damasco.
La prueba con papel dio idénticos resultados, lo cual satisfizo a Ibrahim y al Maestro Marzûq. Desde luego los filos eran algo extraordinario, nunca había visto filos así, ni la espada de su padre podría comparársela en filos.
Pero él quería otra prueba e indicó a Faridah que se acercara, y cuando estuvo a su lado se acercó a ella y le dijo:
—Quítate una parte de tu vestido, que sea sólo de seda, rómpelo si es necesario.
Faridah obedeció inmediatamente y se rasgó la parte de las prendas que llevaba, que cubrían una de sus piernas, de tal modo que su muslo quedó al descubierto, y se agachó para soltar la seda del tobillo, y cuando hizo esto se la ofreció a su señor.
Ibrahim lanzó la seda todo lo alto que pudo, la cual al llegar a un punto comenzó a bajar desplegada en su mayor parte, para tropezar con el filo de la hoja de la espada negra que sujetaba, y vio como el trozo de la seda se partía en dos, sin mover para nada la hoja, sino por el propio peso de la seda. Ibrahim quedó plenamente satisfecho, sus esclavos asombrados y el Maestro Marzûq no pudo por menos de sonreír.
—Para las demás pruebas, necesito que tenga la empuñadura montada, — dijo Ibrahim dirigiéndose al maestro armero—.
—Desde luego, ahora haré la inscripción que me solicitaste en la aguja y cuando tenga montada la empuñadura de la espada, con su pomo, cuando esté totalmente terminada te volveré a avisar para que la vuelvas a probar.
—Perfecto, —apostilló Ibrahim—.
Ibrahim abandonó visiblemente satisfecho el taller del armero, y sus esclavos le siguieron al exterior. Una vez compuesta la comitiva, como en ocasiones anteriores, todos seguían a Ibrahim. Faridah, al final, con Samîr, iba mostrando a todo el público por las calles la pierna desnuda, desde la parte alta de su muslo. Pero no se dirigían a casa.
Pararon en el zoco, e Ibrahim dijo a Faridah que eligiera un vestido nuevo para ponerse de entre los que se exponían en una tienda. Ella miró todos y tardó en decidirse, por lo que Ibrahim señaló uno al tendero, amarillo y azul claro, con pedrería.
Faridah asintió a su amo y pasó al interior donde se cambió, y a los pocos minutos salió con el vestido puesto, le quedaba a medida, y realzaba aún más su belleza, si cabe. Samîr abonó al tendero el precio solicitado, contra la costumbre, sin regatear.
4
Ibrahim había dado órdenes precisas a Samîr de que hiciera los preparativos y contratara una pequeña caravana para partir en unas tres semanas, la ruta sería de Damasco a Beirut que contactara y contratara los camellos y caballos pertinentes y que le avisara para concretar el precio, lo que haría en persona.
Ibrahim había quedado asombrado con la hoja que le presentara el Maestro Marzûq, y había tomado consciencia de que ciertamente sería la mejor espada del Islam: La Espada Negra, como la había denominado su creador.
Estaba deseoso de poder asirla por la empuñadura, ya acabada, para poder probarla en toda su plenitud.
Ibrahim dio órdenes a Samîr para que se dispusieran a partir de Damasco transcurridos quince días que fue la fecha señalada por el maestro armero para haber terminado la espada, y que tras su prueba, partirían sin demora, al día siguiente, dirección al mar Mediterráneo, y alquilado pasaje en un barco, rumbo al Califato de Córdoba.
Durante aquellas dos semanas, Ibrahim y sus esclavos acudieron a algunas recepciones y fiestas de algunos comerciantes de la ciudad, pues deberían seguir con la costumbre de buen comerciante que se había granjeado.
Algunas de aquellas noches, Ibrahim tomaba a Faridah, y lo hacía sin someterla, con cariño, con sumo cuidado, a lo que ella respondía dejándole hacer: Incluso a veces, sin darse cuenta, en ciertos momentos, era ella la que tomaba la iniciativa, sin que él se lo ordenara, poco después al darse cuenta, tomaba otra vez el papel pasivo de esclava.
Aquellos días se amaron, se amaron muchas veces, se amaron con pasión, con lujuria. Habida cuenta de sus escarceos, que duraban casi toda la noche, por la mañana se la pasaban dormitando, descansando, reponiéndose de sus ejercicios amorosos. Él estaba claro que la amaba, la había amado, aunque a su manera, desde que la conoció en la ciudad de Miróbriga. Ella, aún, no lo tenía tan claro. Por lo menos sí tenía deseo y pasión física por su amo, pero no sabía si podía decirse amor.
A medida que se acercaba el día de la partida, aunque aún no había sido avisado de la armería, todo parecía precipitarse, los empaquetamientos se hacían cada día más perentorios, y los vestidos de Faridah, que eran una gran cantidad, ya casi estaban empaquetados en su totalidad.
El precio de la caravana ya había sido fijado y pagado convenientemente por Ibrahim, a través de su esclavo Samîr.
Tras el aviso del taller de armas del Maestro Marzûq de que se presentara para probar y en su caso recoger «La Espada Negra», para el día siguiente, Ibrahim dio la orden de partir, para el siguiente día, al amanecer, de haber recogido la espada.
Se avisó a la caravana para que procediera en ese día a estar a las puertas de la casa, a fin de proceder a la marcha. Ibrahim no quería perder ni un solo momento, en Damasco, tras haber conseguido su propósito, su misión, y deseaba volver a rápidamente a Córdoba, con Faridah.
5
Ibrahim no sabía qué decir mientras tenía sujeta La Espada Negra con su mano, la miraba, la sopesaba, la movía a un lado y a otro, la alzaba, la dejaba caer de repente, hacía unas figuras con ella que ninguno de los presentes acertaba a comprender.
Estaba sopesando su punto de equilibrio, su rapidez en el ataque, en la defensa, su movilidad con la espada asida en su mano.
Luego comenzó a fijarse en la espada que tenía en su mano, en todas y cada una de sus partes, recreándose, sin prisas, sabedor de que no había otra igual en el mundo.
Tan sólo el recazo y la bigotera carecían de filo, pero en ninguno de ellos, como se había solicitado, había inscripción alguna, que se había reservado para la aguja, en su interior quedaría grabado del nombre del propietario de esa espada.
Desde el final de la bigotera, y durante todo el tercio fuerte de la hoja de la espada, y hasta la mitad del tercio medio, a ambos lados de la hoja, presentaba dos canales que la aligeraban de peso.
En el tercio débil, en su punta, la espada presentaba un auténtico aguijón de muerte, con filo en ambos lados desde la bigotera hasta la punta.
La guarnición y el pomo eran del mismo metal que la hoja, del mismo acero negro, y la empuñadura llevaba dos piezas huecas del mismo acero que se ensamblaban sobre la aguja y hacían un todo con el pomo y la guarnición, y por ende con la espada en su totalidad. Esas piezas de metal de la empuñadura, estaban convenientemente forradas en cuero teñido en color negro, y trenzado que hacían a la espada fácilmente asequible a la mano que la empuñara.
La funda para «La Espada Negra», era del mismo color, la boca y la punta de la funda, eran del metal negro con el que se había forjado la espada y la vaina era de cuero negro.
—Como verás, no se parece en nada su guarda y su empuñadura a la de una espada árabe, ni mucho menos a una espada jineta, pero no tenía metal suficiente para tanto adorno, y me dijiste que querías una espada para el combate, así que para estas piezas he utilizado el modelo de los guerreros del norte, los machus, más sencillo, con menos uso de metal, pero igual o más práctica para la lucha—, dijo Marzûq.
El Maestro Marzûq le había informado de que la espada era tan dura que se podría afilar como navaja de afeitar y a la vez era sumamente tenaz, de manera que podía absorber los golpes del combate sin romperse.
Se incrementaba todavía más la resistencia y la elasticidad de las espadas mediante el temple. El temple se consigue al calentar las espadas al rojo vivo, y enfriarla súbitamente por inmersión en agua.
En la antigüedad, el temple era un misterio y llegó a convertirse en un rito macabro. Cuentan las leyendas de Asia Menor que el acero se calentaba hasta alcanzar el calor del Sol naciente en el desierto, se dejaba enfriar hasta el purpúreo real, y se hundía en el cuerpo de un esclavo musculoso. Entonces la fuerza del esclavo se transfería a la espada.
Pero esto, y lo del temple, el Maestro Marzûq no se lo dio a conocer a Ibrahim.
El guerrero asió la espada y dio un golpe con ella a un tronco de madera que sobresalía de una de las paredes a modo de viga. El resultado fue que lo cortó limpiamente, como si de mantequilla se tratara, la «rodaja» del tronco cayó al suelo.
Salió al patio, y dio un golpe fuerte con la espada a una roca que sobresalía del suelo, desde luego no llegó a cortarla, pero sí que el metal se hundió en ella, y luego fue recuperada.
En ambos casos la espada no había sufrido mella en sus filos, no parecía que había chocado ni contra madera ni contra roca alguna.
Entraron al taller, Ibrahim, cada vez más asombrado, indicó a uno de sus esclavos armados que le atacara de arriba hacia abajo con la espada que portaba que él pararía el golpe con «La Espada Negra».
Hubo de repetirle la orden, hasta que el esclavo sacó su arma, su espada, la asió con ambas manos y se dispuso a descargar un gran golpe sobre su señor que paró con la espada que tenía en su mano derecha, de tal forma que al chocar de los metales, la espada del esclavo se partió en el mismo punto en que chocó con «La Espada Negra», la cual y tras la consiguiente comprobación no había sufrido daño alguno, ni a la vista ni al tacto. Estaba tal cual, como si no hubiera parado aquel golpe tremendo de la otra espada.
Envalentonado Ibrahim, y sin decir palabra se acercó al yunque de la fragua, y en un rápido movimiento, alzó «La Espada Negra» y descargó un golpe contra el yunque, contra su parte cónica, más o menos por la mitad de su cono, al que partió como si del tronco de madera se hubiera tratado. El corte fue limpio y la pieza cayó al suelo. «La Espada Negra» tampoco había sufrido daño alguno.
Ibrahim quedo más que satisfecho, había partido limpiamente una espada atacante, había cortado la madera limpiamente y había hecho lo propio con una parte del yunque.
Pero aún se preguntaba si sería capaz de hacer lo mismo con otra espada de acero de Damasco. Así que solicitó al maestro armero una espada de acero de Damasco para que su esclavo combatiera con ella, contra él, de igual forma a como lo había hecho antes con su espada. Ataque de arriba hacia abajo y parada del golpe con «La Espada Negra».
El resultado fue del todo satisfactorio, la espada atacante se quebró en el mismo punto en que había chocado con virulencia contra «La Espada Negra», y esta no había sufrido daño alguno.
Ibrahim no cabía en sí de gozo, sabía que un hombre con esta espada en la mano era invencible.
Pagó lo convenido previamente por «La Espada Negra»,, y a Ibrahim le pareció poco, además pagó los desperfectos de la espada, yunque y madera, y compró otra espada para su esclavo.
6
Mar Mediterráneo, verano del año 935
Hacía tiempo que habían salido del puerto de Beirut, uno de los más próximos a Damasco, en el Mediterráneo. Tras alquilar una nave mercante, navegaban hacia el oeste, hacia el Califato de Córdoba.
Ibrahim estaba feliz, lo estaba por diversos motivos, había cumplido la misión que le había encomendado su califa, le llevaba la mejor espada del Islam, una espada, «La Espada Negra», con la que un hombre sería invencible en singular combate. La espada tenía todos los requisitos que le había exigido su señor, no era ostentosa, no era una joya cubierta de oro y piedras, era una espada para el combate. Era algo más negra de lo habitual en las espadas de acero de Damasco, pero esa singularidad era debido al acero especial con la que había sido forjada.
Tenía a su amada consigo, le había acompañado casi todo el trayecto, desde Tombuctú en el gran desierto de Sáhara, y estaba seguro, aunque ella no se lo había dicho, que lo amaba, lo sentía por cómo se comportaba con él, no le obedecía por ser esclava, ni por haberla sometido desde entonces, le obedecía por pura pasión.
Había adquirido dos costumbres Ibrahim desde que conoció a Faridah, apenas se separaba de ella lo más mínimo, y desde que comprara «La Espada Negra», la llevaba siempre consigo o la tenía a su alcance.
Aquel atardecer, anochecer ya casi, cuando faltaban apenas dos jornadas de navegación para llegar a Cádiz, Ibrahim se sentía muy feliz, hizo una seña a Faridah, que se acercó a él, y la abrazó, lo hizo con ternura y la besó en los labios, con amor. Los dos estaban en cubierta, la nave recortaba las olas dirección oeste, hacia el sol poniente, hacia el estrecho.
En el oeste aún había resplandor y sin embargo en el este comenzaba la penumbra del anochecer, nadie por tanto vio que en esa dirección, y casi imperceptibles, aparecían tres velas de tres barcos que se fundían con el mar y la oscuridad en el horizonte.
Los dos jóvenes seguían abrazados, pero Ibrahim, consciente de que eran observados por los marineros, abandonó la cubierta, seguido de Faridah, y directamente, sin mediar palabra, en el lecho comenzaron una noche de sexo y lujuria, como nunca la habían hecho.
A cada manera de amarla, ella respondía con suma pasión, con suma entrega, no hacía ademán de retirarse de su Señor, al contrario, en algunas ocasiones era ella quien tomaba la iniciativa. Fue una noche larga.
Poco antes del amanecer, y casi exhaustos los dos jóvenes comenzaron a hablar, primero Ibrahim, como es lógico.
—Te deseo tanto Faridah—, dijo Ibrahim, a la vez que la abrazaba, —que no sabría vivir sin ti—.
—Mi señor me halagáis—, contestó ella—.
Estuvieron hablando en plan romántico algún rato, hasta que las primeras luces del amanecer hacían presagiar que como ocurría a diario, el manto de la noche se retiraba para dar paso en breve a los rayos del sol.
— ¿Silvia tú me amas? —, le preguntó usando su nombre cristiano—.
—Hace tiempo que soy vuestra, y si bien os pertenecía mi cuerpo, no así mi alma, pero hoy sí, puedo decir con orgullo que soy vuestra en cuerpo y alma—. A la vez se abalanzó sobre su señor y lo besó en los labios ardientemente—.
—Tengo una sorpresa para ti Silvia—, dijo Ibrahim —, después de haberlo sopesado largo tiempo, comencé a hacerlo en la ciudad de Meroe, he decidido que si tú quieres nos casemos en Córdoba, lo que tardemos en hacer los preparativos para la boda, a nuestra llegada.
—Yo también tengo una sorpresa para vos mi señor—, añadió ella—.
Ibrahim no pudo por menos de quedarse perplejo, pero no dijo nada y esperó a que ella se la dijera.
—Espero un hijo vuestro, mi Señor—, dijo Silvia, con gran satisfacción, por su parte.
La conversación se interrumpió, algo pasaba en cubierta, algo inusual, los jóvenes aún se encontraban semi desnudos, pero Ibrahim intuyó que era algo grave. Se apresuró a coger la espada para salir a cubierta, se temía lo peor.
—Nos atacan—, dijo sabedor de estaban siendo abordados—.