4
Lo del «despacho de mi padre» era un eufemismo.
El edificio, en Madrazo con Vía Augusta, era extremadamente estrecho, y los estudios no eran más que habitáculos de apenas treinta metros cuadrados. Suficientes para una oficina, una salita, un lavabo y un armario. No tenía cocina, así que no se podía utilizar como vivienda. Yo había estado pocas veces arriba, casi siempre por casualidad y sobre todo cuando era más pequeña y acompañaba a mi padre si venía a buscarme a la escuela. Ni siquiera contaba con un conserje o vigilante. Cada despacho o estudio se responsabilizaba de su seguridad.
Pasamos por casa. Alfredo Sanllehí se quedó abajo mientras yo subía a por el duplicado de las llaves que mi padre guardaba en su otro despacho, la habitación que mi madre había intentado convertir en vestidor y nunca lo consiguió. Papá le decía que para qué quería ella un vestidor. Mamá y sus delirios de grandeza.
Bueno, ahora tenía su vestidor.
Y ropa con que llenarlo.
Conseguí subir y bajar sin que Pilar, la portera, me viera y me asaltara a preguntas. Buena mujer, pero chismosa. La mayoría de porteras o conserjes quieren saberlo todo de sus vecinos, y eso debe de provocar bastante ansiedad. Es probable que Pilar llevase ahí tanto tiempo como el edificio, y ya era viejo. Estaba totalmente integrada en el vestíbulo y en la escalera; era el pulso de la casa.
Mi compañero, más silencioso durante el trayecto, pendiente del tráfico y de mis indicaciones, dejó en la acera de Madrazo su coche oficial, aunque sin distintivos policiales, a unos cinco metros de la esquina con Vía Augusta, sin tener en cuenta que a menos de otros diez metros un policía de tráfico le miraba pasmado por la osadía. Cuando el uniformado se acercó, el inspector le mostró la placa y eso fue todo. La cuadratura del círculo en versión oficial. Hasta le saludó con cierta marcialidad.
Yo le miré con un poco más de respeto.
El despacho estaba en el entresuelo, así que subimos a pie el corto tramo de escalera. La plaquita, dorada, un poco anticuada, decía simplemente: «Cristóbal Mir. Detective privado». Abrí la puerta con cierta aprensión, porque era la primera vez que estaba allí yo sola, y una vez dentro percibí el silencio.
Un silencio opresor.
Los fantasmas no hacen ruido.
Al otro lado de la salita de espera, con un sofá y una mesita llena de revistas, la puerta y la ventana que daban al patio estaban abiertas. Algunos papeles habían caído al suelo a causa de la corriente. Alfredo Sanllehí se acercó a la ventana mientras yo los recogía y los dejaba sobre la mesa.
—¿Suele dejarlo abierto?
—No lo sé.
Asomó la cabeza por el patio, miró las paredes, no muy altas. Luego se volvió y estudió el conjunto, ciertamente impersonal.
Nunca me había dado cuenta de ello hasta ese momento.
Encima de una mesa mi padre tenía algunos informes, el ordenador a un lado y el teléfono al otro, un archivador metálico a la derecha y una estantería con libros y fotografías. Dos sillas y su butaquita forrada completaban la decoración. Las fotografías eran curiosas. Una con Pep Guardiola, el entrenador del Barça; otra con el presidente de la Generalitat, y una más con Gabriel García Márquez, el premio Nobel de Literatura. El resto eran con familiares, algunas suyas, la mayoría con mi madre.
Alfredo Sanllehí les echó una ojeada rápida.
Ningún comentario.
A continuación examinó el cuarto de baño y el armario por simple rutina. Debía de buscar algo concreto, porque no se detuvo mucho en ellos.
Se paró frente al archivador.
—Mi padre guarda ahí los casos ya concluidos y resueltos —le indiqué—. Hace una copia del informe que entrega al cliente y la guarda junto con las fotografías, si las hay, salvo que quien le contrata le exija hasta los negativos, que es lo más frecuente —suspiré—. Imagino que la gente es desconfiada por naturaleza y le teme a los chantajes. Si son fotos comprometidas…
Abrió el archivador, cogió una de las carpetas al azar y le echó un vistazo. Luego la dejó en su lugar.
—¿Y los casos en los que estaba trabajando?
—En el ordenador.
—¿Sabe su clave de acceso?
—¿Mi padre una clave? —supongo que mi tono debió de resultarle demasiado irrespetuoso—. Era la persona más confiada del mundo.
—¿Puedo…?
—Adelante —me aparté.
Se sentó en el sillón acolchado de papá. Tenía la piel ya muy gastada y la forma de su cuerpo, tanto en la base como en el respaldo. Encendió el ordenador y por primera vez me pregunté si hacía bien dejando que tocase todo aquello. Por muy inspector de policía que fuese, y por mucho que investigase un posible delito, era un extraño.
Claro que la simple idea de que alguien hubiera podido atentar contra papá me resultaba irreal.
Mi padre nunca había tenido un gran caso.
A veces suspiraba y soñaba en voz alta. Decía que algún día…
Su gran caso.
Mientras la pantalla del ordenador se iluminaba, tomó algunos de los informes que había encima de la mesa. Una ojeada le bastó para descartarlos. Era rápido, profesional. Quizá incluso frío. Me situé a su lado, ligeramente inclinada hacia delante, para ver lo que aparecía en la pantalla. El fondo de pantalla, una fotografía en la que aparecíamos los tres, papá, mamá y yo, hacía unos tres años, llenó nuestro pequeño horizonte. Una punzada me atravesó la mente. Sonreíamos. Sonreíamos felices y despreocupados, como si el tiempo ya no fuera a correr más y nos hubiera atrapado en ese paraíso momentáneo. Alfredo Sanllehí no se paró a mirarla. Tampoco me dijo nada. Movió el ratón hacia el ángulo superior derecho y activó el disco duro del Apple. Una pantalla blanca llena de carpetas y archivos sustituyó a la foto de familia.
Ficheros con nombres corrientes.
«Administración», «Fotos», «Gestoría», «Varios»…
Durante los siguientes cinco minutos, se dedicó a abrir y cerrar carpetas y archivos. Luego navegamos cinco minutos más por el mundo privado de papá. En la carpeta de fotos lo único que había eran fotos nuestras, las de siempre, las que también tenía en casa. Se abrió un segundo archivo de fotos con decenas de imágenes de mujeres desnudas. Me puse un poco roja, por aquello de la vergüenza ajena y por descubrir aquel secreto de mi padre. El inspector siguió su recorrido, paciente, buscando lo que, evidentemente, no estaba allí.
Algo que tenía que estar a la vista.
Sus casos.
Aquello en lo que trabajaba actualmente.
—¿Tendría alguna razón para esconderlos en alguna parte?
—No.
Alfredo Sanllehí abrió la papelera.
Vacía.
Luego examinó el registro de carpetas y archivos utilizados.
Eran los que él mismo acababa de abrir.
Eso era todo.
Se echó hacia atrás y no dijo nada. Lo hice yo.
—Alguien ha borrado esos archivos, ¿verdad?
—Sí —se mordió el labio inferior sin dejar de observar la pantalla.
Yo miré la puerta y la ventana de la terraza.
Sentí un estremecimiento.
La posibilidad de que aquello no fuese un accidente cobraba cada vez más fuerza.
Aunque, si fue así… ¿por qué le habían dejado con vida?
¿Le creyeron muerto?
—¿Su padre utilizaba agenda? —Paseó una mirada por la mesa y luego abrió el cajón del medio, lleno de cosas de oficina y poco más.
—No lo sé.
Los otros cajones tampoco contenían nada relevante. El policía volvió al ordenador. Con el cursor buscó la barra de aplicaciones por los lados y la encontró en la parte inferior. Activó Internet y fue al historial. Tan borrado como los inexistentes archivos de los casos en los que trabajaba papá.
Hizo un último intento.
Tecleó algunas palabras en el buscador.
«Casos abiertos», «Casos en curso», «Nuevos casos», «Investigaciones»…
Nada.
—¿Tiene otro ordenador en casa?
Salí de mi abstracción.
—Sí —le dije—. Una de las habitaciones la ha utilizado siempre como despacho, lugar de trabajo, estudio… Allí también tiene un ordenador.
—Debería llevármelo —lo apagó—, para que los expertos en informática intenten bucear en el disco duro. Siempre queda algo, un rastro, aunque para vaciar la papelera se utilice el sistema de seguridad. ¿Puedo?
En las películas la policía no hacía nada sin una orden judicial. Claro que eran americanas. Y se suponía que eran los buenos.
—Se lo devolveré —quiso garantizármelo.
—De acuerdo.
Le ayudé a desconectar los cables. No era de los de mesa, sino un portátil, aunque grande. Encontramos la funda en uno de los cajones de la mesa del despacho, que fue lo último que le dio por examinar, de nuevo sin éxito.
Alguien había borrado todo rastro de mi padre en aquellos últimos días.
Tan siniestro que…
—¿Nos vamos?
—Espere —le detuve—. Falta algo más.
—¿Qué es?
—La cámara de fotos. Mi padre utiliza una digital.
—Si no se la han entregado en el hospital con lo que había en sus bolsillos…, porque ¿la llevaba encima?
—¿No estaba en el coche?
—No, y tampoco su teléfono móvil, si es que tiene.
—Claro que tiene.
—Entonces quien le apartó de la carretera no se contentó con eso. Tuvo que aparcar el coche, quizá un poco más abajo, regresar y coger la cámara y su móvil.
Otra pista.
Un indicio aún más claro.
—Creyó que estaba muerto, ¿verdad?
—Sí —fue sincero.
—¿Lo habría… rematado…?
Ya no me contestó. Yo tragué saliva. Las piernas se me doblaron un momento y me sostuve a duras penas apoyándome en la mesa. Sentí una náusea creciente en la boca del estómago, como si, por fin, empezara a reaccionar ante el cúmulo de hechos derivados de aquella tragedia. Alfredo Sanllehí me observó revestido de cautelas.
—¿Está bien?
Era la pregunta más estúpida del mundo. En las películas también se formulaba una docena de veces por sesión. Siempre respondían que sí.
—No.
—¿Quiere tomar algo, o comer algo?
—No —la náusea se acentuó.
El inspector de policía no quiso presionarme.
Fui yo.
—Vamos a casa —me dirigí a la puerta.