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Papá solía decirlo siempre:

«Muévete. No te quedes parada: muévete. Haz algo. Lo que sea. Si te mueves, tu mente también lo hace. Si te mueves, piensas, encuentras, llegas».

Y me moví.

Le dije a la abuela que tenía cosas que hacer y me fui al despacho de papá.

El día anterior, con Alfredo Sanllehí observando todo, no me atreví a tocar nada, dejé que él lo revisara. Ahora estaba sola, y con papá fuera de combate aquello era mío. Si el intruso había borrado los archivos de los casos en los que trabajaba, quizá yo encontrase algo en lo que él no hubiera reparado, una factura, un recibo. Mi padre guardaba todo para justificar los gastos, tanto para los clientes como para sus declaraciones de Hacienda. Quizás un comprobante bastase para saber dónde había estado y a qué hora.

Encontré comprobantes y recibos, sí, pero no del día del accidente, ni del anterior. Dos eran de tres días antes y no me dijeron mucho. Un restaurante en Aribau y un parking en el Raval. Otros tres eran gastos de cuatro días antes, una cafetería en Gran Vía, un nuevo restaurante en la calle Hospital y una librería. Inspeccioné el resto y por si acaso memoricé los nombres. En cuanto a los últimos…

Papá solía meterlos en la guantera del coche, o en su cartera.

Una posibilidad.

Pasé al archivador con las carpetas de los casos ya resueltos. Dediqué casi una hora a revisarlos, aunque fuese por encima. Ningún asesinato, ninguna relación con mafiosos o capos de la droga, ningún caso sensacional. Lo de siempre. Mi padre era detective en España, no en los espectaculares Estados Unidos. Cuernos y más cuernos, jefes preocupados por la integridad de sus empleados, amas de casa que sospechaban de sus asistentas, personas que tenían miedo, casos de abusos, investigaciones sobre el pasado de hombres o mujeres, falsedad de identidades, el submundo de la duda y la sospecha en España. Lo justo para un detective desarmado que amaba su trabajo, la libertad, el placer de pisar la calle y moverse por un mundo un tanto distinto al de la mayoría de la gente.

Aun así… ¿Una venganza? ¿Alguien recién salido de la cárcel? ¿Un hombre o una mujer con la vida destrozada por el resultado de la investigación?

Cualquier cosa era posible, pero no probable.

El que había borrado los archivos pretendiendo que nadie lo notara quería eliminar el presente, no el pasado.

Cerré el archivador y volví a contemplar todo aquello.

En cuanto paraba me aplastaba el peso de la realidad, el hecho de saber que estaba contemplando un cadáver.

Papá jamás regresaría a su despacho.

—¡Mierda! —Apreté los puños.

Me senté frente a la mesa y abrí los cajones. La carpeta de las cuentas bancarias estaba en el tercero de la derecha. La examiné. El último estado de cuentas era del mes anterior. Mi padre acostumbraba a hacer dos tipos de facturas: pedía un anticipo, siempre el mismo, de dos días de trabajo y luego facturaba el resto. Así que siempre había facturas con el mismo importe, y las que variaban eran las emitidas al final de la investigación.

—Vale, no está mal —me dije a mí misma para animarme.

Papá decía que si un día quisiera ayudarle, llegaría a ser una buena investigadora.

Un padre siempre es un padre.

Bajé a la calle. El banco con el que trabajaba estaba a menos de cien metros en Vía Augusta. Por suerte las cuentas estaban a nombre de los dos. Quiso hacerlo así cuando mamá nos dejó. Cambió su nombre por el mío. Sólo tuve que acercarme a la ventanilla e identificarme. El empleado, un tipo de unos cuarenta años, calvo y con un bigote frondoso, me miró con mucha atención. Más que mirarme, me repasó.

—¿Eres la hija de Cristóbal Mir? —Me tuteó.

—Sí.

Siguió mirándome mientras imprimía el estado de cuentas del último mes.

—¿Ha venido mi padre por aquí recientemente? —Se me ocurrió preguntarle.

—Pues… sí, a finales de la semana pasada —se extrañó.

—Es que yo viajo mucho —le largué—. Soy modelo y claro…

—Claro —tragó saliva.

A veces mentir es genial. Y cuanto más gorda sea la trola, mejor cuela.

Me entregó el listado del mes, que no era precisamente muy largo porque a fin de cuentas estábamos a día 19, y salí del banco sintiendo sus ojos en mi espalda, así que esta vez sí me contoneé para provocarle algún tipo de sudor.

Me arrepentí al llegar a la calle.

Después de caminar unos metros me detuve a comprobar el estado de cuentas, apoyada en una pared. Aparte de los gastos típicos, luz, teléfono, agua, comunidad y otros, producidos a comienzos del mes, había cinco ingresos. Dos de las cifras eran dispares, o sea, las últimas facturas por las horas empleadas más los gastos de dos casos ya cerrados. Uno era del día 4 y otro del 7. Pero en los tres ingresos que venían a continuación, la cantidad era la misma, la que papá cobraba siempre como adelanto. Uno era de seis días antes de su intento de asesinato, otro de cinco y el último de dos días antes.

Papá trabajaba en tres casos a la vez desde hacía una semana.

Tres pagos posteriores a los otros dos del final de dos investigaciones.

El trabajo solía ser así. Semanas sin nada y de pronto…

—Bingo —suspiré.

Si lograba enterarme de qué casos eran, sabría en qué andaba metido.

Pero ¿cómo conseguía eso?

¿Quedándome en el despacho a la espera de que alguien llamase para preguntarme qué había descubierto?

Subí de nuevo al piso y comprobé por segunda vez las carpetas del archivador metálico. Ahora fijándome únicamente en las fechas del informe final cuyo original se entregaba al cliente. Tardé cinco y diez minutos respectivamente en encontrar los dos últimos casos cerrados por papá. El primero, trece días antes, el segundo, diez. Uno había sido encargado por una mujer que desconfiaba de su marido, y el otro por una anciana que sospechaba que su cuidadora la estaba esquilmando. Nada fuera de lo común, aunque, por si acaso, los dejé aparte. Luego me dediqué a separar las carpetas de todos los casos fechados el mes anterior.

Entre unas cosas y otras, había perdido ya demasiado tiempo. Recordé que la abuela estaba sola y que para que ella comiese algo yo tenía que estar allí. Por la tarde quería, necesitaba, volver al ensayo, para sentirme viva, para no dejar que todo lo que sentía en el hospital me aplastase.

Cerré el despacho, me subí a la moto y volví al Clínico.

Casi me doy contra un coche, porque mi cabeza estaba en cualquier parte menos donde tenía que estar, centrada en el tráfico, aunque el imbécil que conducía iba hablando por el móvil y frenó en el semáforo nada más ponerse en ámbar para poder hablar tranquilamente. Mi rueda delantera se quedó a un centímetro de su guardabarro trasero.

¿Qué haríamos la abuela y yo si papá no salía de su estado o no recobraba, al menos, la consciencia? ¿Viviría en un hospital eternamente? ¿Nos dejarían llevarlo a casa? ¿Cómo? ¿Quién lo cuidaría, una enfermera? ¿Y quién lo pagaría, el hospital, el seguro, nosotras? Y aunque saliera de aquel infierno, ¿sería un inválido?… ¿Qué, qué, qué?

No tenía ni idea de cómo funcionaban esas cosas.

—Tendrás que ponerte a trabajar, tía —escuché mi propia voz dentro del casco.

¿En qué?

Como si fuera fácil encontrar un trabajo, digno o tirado.

Recordé el extracto del banco que acababa de dejar sobre la mesa del despacho de mi padre, con la suma total del dinero de que disponíamos. Como mucho, para tres meses. Empezando a ahorrar y a estirar, cuatro. Haciendo milagros, cinco.

No era mucho tiempo.

Cuando detuve la moto en la acera de enfrente de la entrada del Clínico, mi cabeza naufragaba en un océano de números y angustias perfectamente mezclados.