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Alfredo Sanllehí paró el coche en la esquina de la calle Còrsega con Villarroel, no muy lejos de la entrada del Clínico por esta última. Mejor ahí que en el atasco que se forma siempre en el acceso a la calle Rosselló, con taxis dejando o recogiendo pacientes, coches, autobuses y poco espacio para detenerse aunque sólo sean unos segundos.

No apagó el motor.

—Gracias —inicié la despedida.

—Berta… —creí que por fin iba a tutearme.

—¿Sí?

—Si quiere contarme algo, o si le viene algo a la cabeza que tenga la menor relación con lo sucedido… Por favor, llámeme. A cualquier hora. Tiene mi tarjeta. Se la ha guardado en el bolsillo trasero de los vaqueros.

Ni siquiera lo recordaba. Había sido un gesto automático.

Así que era detallista.

—Ya le he dicho que mi padre no me hablaba de su trabajo. Nunca lo ha hecho.

—Sea como sea…

—De acuerdo.

—Le devolveré el ordenador en cuanto lo hayamos examinado, se lo prometo, aunque estas cosas suelen ser lentas y todavía es el principio de lo que tal vez se convierta en una investigación.

—¿No lo es ya?

—Lo de hoy ha sido un primer contacto, aunque sí, creo que estamos ante un delito grave, un intento de homicidio. Si han borrado esos ordenadores se han tomado muchas molestias para no dejar rastro. Los golpes en el coche, las huellas en la carretera… Todo nos irá dando las pistas más elementales.

—Bien.

—Cuídese —me tendió su mano derecha.

Una mano fuerte, vital.

Como si detrás del traje, la camisa, la corbata y el gesto serio, policial, latiera un ser humano cálido y sorprendente.

—Lo haré —correspondí a su apretón con la misma intensidad.

Bajé del coche y eché a andar sintiendo su mirada en mi cuerpo. Intenté no contonearme. Leí en alguna parte que las personas que se contonean mucho al caminar y lo hacen de forma natural tienen orgasmos más intensos.

A veces leo demasiado.

Llegué a la entrada del Hospital Clínico y me sentí a salvo. Sólo entonces me apoyé en una pared y respiré profundamente varias veces. Desde la aparición del inspector de policía mi vida había dado un vuelco inesperado… y rápido.

¿Qué le decía a mi abuela?

Nada.

Calma.

—Papá… —gemí.

Me tomé mi tiempo. Primero, acompasar la respiración. Luego, serenarme. Finalmente, reunir fuerzas de donde fuera para enfrentarme a lo que pudiera estar sucediendo ahí arriba, en la Unidad de Cuidados Intensivos. Subí en el ascensor y salí al pasillo del hospital, con su silencio y su invisible contador de tiempo. La zozobra reapareció a los tres pasos. Las habitaciones no eran como las de otras plantas. Allí no se admitían visitas aunque los familiares pudieran quedarse en las salas de espera. Llegué hasta mi padre rehuyendo el inevitable encuentro con la abuela y abordé a la primera enfermera con que me tropecé.

—¿Algo nuevo en el caso de Cristóbal Mir?

—No, pero que siga estable es buena señal. Cada hora que pasa sin que suceda nada es algo positivo. Responde bien dentro de su gravedad.

—Si todo siguiera igual, ¿cuándo le llevarían a otra habitación?

—Si todo siguiera igual, mañana, o en un par de días, quizá tres. Depende. Cualquier mejoría lo aceleraría.

—Gracias.

Caminé hasta la sala de espera y entré. La abuela estaba sentada en un rincón, espalda recta, mirada al frente, gesto impasible, manos sobre su regazo. No se movió hasta que me senté a su lado y puse mi mano sobre las suyas.

—Has tardado.

—Sí, lo siento.

—¿Quién era ese hombre?

—De Tráfico. Están investigando el accidente.

—¿Un policía?

—Sí.

—¿De paisano?

Me encogí de hombros.

Mucha abuela mi abuela.

—¿Dónde están las cosas de papá?

—En la habitación.

—¿Recuerdas si había algo… no sé, diferente, poco usual?

—No.

—¿El móvil? —insistí, aun sabiendo la respuesta.

—No, sólo el anillo, el reloj, la cartera… ¿Por qué?

—Por saberlo. El móvil se le debió de caer.

—O se lo quitaron. Era bueno. Con la de gente que sacó el coche del barranco, la ambulancia… Vete tú a saber.

Tarde o temprano tendría que decirle la verdad. O lo haría Alfredo Sanllehí si la investigación prosperaba y se confirmaban todas las sospechas. Quizá entonces aquella fortaleza se resquebrajara. Hasta una roca puede convertirse en una fina arenilla.

Me quedé a su lado, aunque me costaba estar quieta.

De nuevo la misma pregunta: ¿cómo sería nuestra vida ahora?

Tanto si moría como si se quedaba inválido o convertido en un vegetal…

No teníamos nada, salvo la pensión de viudedad de mi abuela. Una miseria. Y yo sin trabajar, futura parada cobrando del Estado. Ni un euro para salir adelante. Papá tampoco había sido excesivamente previsor. ¿Ahorros? Nada. Claro que de donde no había no se podía sacar mucho más. ¿Cuántos casos debía de llevar no ya a la semana, sino al mes?

¿Por qué nunca hablamos de ello?

¿Tan importante era el último que alguien había decidido asesinarle?

—Voy al servicio —mentí incapaz de seguir sentada.

Salí de la sala de espera y apenas pude dar dos pasos.

Ella estaba allí.

Mamá salía del ascensor.

Me alegré de estar en el pasillo y de que no me hubiese pillado junto a la abuela. Eso no impidió que me pusiera roja como un tomate, con el volcán de mi alma encendido y las garras dispuestas, aunque por fuera estuviese muy quieta, abrazada a mí misma. Mamá también se detuvo un momento, apenas un segundo.

Luego se acercó a mí y me dio un beso en cada mejilla.

Me quedé como estaba.

De todas formas ella ya lo sabía.

No hizo nada.

—¿Cómo está? —Quiso saber.

—Igual.

—Pero…

—Igual, mamá, igual. Todavía está en la UVI.

—¿Me dejarán verle?

—¿Para qué?

Hizo un gesto de dolor.

—Berta…

—Es lo que hay —apreté las mandíbulas.

—¿Podemos sentarnos en alguna parte?

—No —la detuve—. La abuela está ahí, y bastante mal lo está pasando como para que ahora…

Se mordió el labio inferior. Era guapa y estaba guapa, todo lo guapa que podía permitirse una mujer espléndida y con dinero, un buen gimnasio, quizá alguna operación para retocarse algo la cara, porque parecía más joven. Vestía con elegancia, llevaba las joyas justas, el cabello perfecto, bolso, zapatos, maquillaje. Una nueva mujer.

Mi madre de siempre, pero una nueva mujer.

Y todo en un año.

—Berta, cariño, ¿por qué no vienes un día a casa y lo hablamos todo tranquilamente?

—¿A casa? —resoplé—. Yo ya estoy en casa. Tú no.

—Mi nueva casa, sí —insistió.

—Con tu nueva familia, ese cabrón y sus dos monstruitas gemelas.

—No hables así —hizo un gesto de disgusto.

—Las verdades duelen, aunque tú parezcas inmunizada.

—Te necesito.

—¿Ah, sí? Pues parece que no te lo pensaste mucho cuando te fuiste.

—¡Me cansé de vivir así, a salto de mata, con un soñador!

—¡Te enamoraste de ese soñador!

—Cinco, diez, quince años… Pero no toda la vida —lo expresó con dolor—. Simplemente encontré a alguien. No lo planeé, sucedió. Esas cosas pasan, deberías saberlo. No puedes culparme por ello.

—Papá te idolatraba. Y aún lo hace.

—¡Tu padre es un romántico! —Abrió sus manos en un gesto de impotencia—. Los tiempos cambian y él seguía anclado en el pasado. La gente crece.

—¿Y tuviste que elegir a uno bien forrado? ¡Qué casualidad!

—¡No eres justa!

Movió una mano, como si fuera a darme una bofetada. La detuvo. Noté que de nuevo se hundía, impotente.

—Es un buen hombre —suspiró desfallecida—. Y las niñas son un cielo. Si quisieras admitirlo…

—Mamá, es un mafioso que se ha hecho rico con el pelotazo del ladrillo.

—No, no, no… El juicio no demostró nada, quedó libre.

—¡Había más abogados defendiéndole que cargos, y eso que los cargos eran kilométricos, por Dios!

Ya no pudo más.

Se rindió.

Aunque no disfruté con mi sadismo.

—Berta, no se puede vivir con odio —rozó la súplica.

—Pero sí con dinero, ya lo sé.

Acababa de rematarla.

Una agria victoria.

—Déjame verle —me pidió.

—No.

—Si quiero…

—Ni lo intentes, o salimos de aquí en globo.

—¿Por qué?

—Porque el que está ahí ya no es tu marido, y porque no quiero que lo veas así, roto, ni quiero que sientas lástima de él ni que lo recuerdes esta noche mientras te tiras a ese baboso para sentirte viva.

Me quedé inmóvil viendo cómo daba media vuelta.

Seguí inmóvil durante los eternos segundos en los que esperó la llegada del ascensor.

Y continué inmóvil durante un largo rato, convertida en una estatua de sal, envuelta en mi tormenta interior y aplastada por el vértigo de lo que acababa de suceder.