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Esa llamada…
La mente de papá debía de seguir siendo una nube, un espacio en el que todo se mezclaba. ¿Me había enviado a casa de Alberto Bermúdez porque ésa era una pista clave? ¿Se trataba de su instinto, aunque él no pudiera precisar el porqué?
¿Quién había telefoneado a papá, un confidente, un colaborador, alguien a quien pudo dar una propina para que tuviera los ojos abiertos?
Me quedé junto a la moto, pensativa.
Cerré los ojos y visualicé a mi padre seis días antes, allí mismo, en la calle Balmes, saliendo de casa del hijo de Alejo Bermúdez.
¿Le seguían ya?
Sentí un ramalazo de frío.
—¡Maldita sea! —Lo entendí todo de pronto.
¡Quien le hubiera seguido no pudo hacerlo durante los días anteriores, ni siquiera ese mismo día por la mañana o desde Sant Cugat! ¡Ya sabía la hora del inicio de la persecución!
—¡Claro! —grité en voz alta asustando a una señora que pasaba a mi lado y que me miró como si estuviese loca—. ¡El coche robado desapareció ese mismo día, el domingo 16! ¡Su dueño lo aparcó a las seis de la tarde! ¡Por lo tanto lo robaron después de esa hora!
Habían seguido a papá desde donde estuviera el domingo pasado.
A las seis o después de las seis.
El dueño del Land Cruiser, Agustín Pérez Soto, puso la denuncia por la mañana y lo dijo: «Coche aparcado a eso de las seis».
¿Por qué no había preguntado dónde lo aparcó ese hombre?
Seguía fría, helada. Estaba temblando.
Saqué mi móvil y marqué el número de Alfredo Sanllehí. Esperé tensa, casi asustada, pero después de cinco tonos de llamada me salió su voz suave y cadenciosa.
—No puedo atenderle, pero le responderé de inmediato si me dice quién es y el motivo de su llamada.
No supe qué decirle y corté la comunicación.
Tuve que reaccionar. Era la hora de comer pero no tenía hambre. Lo que tenía eran pesadillas, un montón de preguntas, miedo, inquietud, y sobre todo, sobre todo, la sensación de que la clave estaba por fin ahí, delante de mis narices. Sólo tenía que…
La hora del robo del Land Cruiser.
El momento en que se había iniciado la persecución a la espera del instante propicio que llegó finalmente de madrugada en la Rabassada.
Tenía que hacer algo mientras esperaba a contactar con Alfredo Sanllehí. Algo, lo que fuera, y de nuevo, la única pista me llevaba a uno de los tres casos, el primero en el que yo había estado trabajando: el de Laia Huertas.
Aparqué en la calle Topazi, en la zona de las motos de la calle Rubí, como la vez anterior, sin cautelas. Caminé hasta la casa okupa, entré en ella y la primera persona con la que tropecé fue una chica joven, diecisiete años, tal vez ya mis dieciocho pero no más, aspecto hippy, cabello no sé muy bien si cardado o directamente sucio, cara inocente, dulce, ojos hermosos, boca hermosa, ropa informal y amplia, cuerpo delgado y brazos tatuados. También el vientre. Lucía orgullosa su ombligo que era el ojo de una enorme imagen de visos egipcios.
Estaba sentada en una silla, leyendo en paz.
Como si fuera la guardiana del edificio ocupado.
—¿Laia Huertas?
—No está —su voz también era muy sosegada, como si de un momento a otro fuera a soltarme un «paz, hermana» lleno de cadencias añejas, los tiempos de Vietnam y todo eso que se veía en esas películas de los años sesenta—. La he visto salir hace un rato y no ha regresado.
—¿Y Cristian?
—Con ella, supongo.
—En realidad quería preguntarles algo… —vacilé.
—Si puedo ayudarte.
—¿Vives aquí?
—Sí, ésta es mi habitación.
Justo la de la entrada, la primera. El lugar no era muy grande ni espacioso. En otro tiempo aquello debió de ser una casa familiar, única. Una escalerita conducía a la planta superior. Al fondo se veía un patio.
—¿Sabes si vino un hombre preguntando por Laia el domingo pasado?
—¿El domingo…? —Hizo memoria—. Ah, sí. Lo recuerdo. Habló conmigo.
—¿Qué te preguntó?
—Si vivía aquí Laia.
—¿Qué le dijiste?
—Pues que sí —hizo un gesto evidente.
—¿Habló con ella?
—No.
—¿Por qué no estaba?
—Tenía pinta de poli —hizo un gesto despectivo—. Me dio mal rollo, tía, así que pasé. Laia no estaba, pero Cristian sí. Cuando el tipo se fue, como vi que seguía merodeando por la calle, le avisé.
—¿Y qué hizo Cristian?
—¿Qué querías que hiciera? Largarse, por si las moscas. Es un buen tío. Aquí no nos metemos con nadie, hacemos nuestra vida. Somos legales pero… Ya sabes, la gente nos busca las cosquillas por todo.
—¿Y el hombre?
—Se marchó.
—¿Volvió?
—No.
—Vale, genial.
—Oye, ¿a qué viene todo esto? —Su cara reflejó preocupación, como si hubiera hablado demasiado.
—Nada, tranquila —me puse a su nivel, de colega a colega—. Tenías razón en lo de ese tipo: era un poli. A mí también me está siguiendo.
—Oh.
Acababa de cerrar el círculo. El domingo por la tarde papá estuvo con Alberto Bermúdez, fue a la casa de los okupas, se reunió con Isabel Robert y luego se fue a Sant Cugat en busca del taller ilegal del anticuario.
Pero el coche lo habían robado después de las seis.
Caminé unos pasos, calle abajo, y el móvil sonó en ese momento, antes de que yo llegara a la esquina.
Alfredo Sanllehí.
—Hola —suspiré, con la cabeza al límite, sin dejar de andar.
—Tenía una llamada perdida tuya.
—Quería hacerle una pregunta.
—Adelante.
—¿De dónde robaron el Land Cruiser el domingo pasado?
—El dueño vive en Torrent de l’Olla. Lo aparcó en Rubí, una calle muy pequeña que va de…
Me encontraba ya frente a la moto, en la calle de Topazi esquina Rubí.
Rubí.
—…que va de Torrent de l’Olla a Verdi —concluyó Alfredo Sanllehí.
Cerré los ojos.
La pregunta más simple. La respuesta más evidente.
A la primera que había encontrado fue a Laia, y a Cristian con ella. Si le hubiera preguntado a mi policía favorito el pequeño gran dato del lugar del robo del coche, todo habría quedado resuelto mucho antes.
O si se lo hubiera contado a él…
—¿Berta?
Se me doblaban las rodillas. Estaba pálida.
—Berta, ¿estás ahí?
—Sí, sí —reaccioné.
Me estallaba la cabeza.
Papá decía: «No hay un caso fácil, a veces lo simple es lo más evidente». Yo había investigado a una chica enamorada y mayor de edad fugada de su casa, a un pastillero inconsciente con un padre inquisidor, a una amante seducida por un ligón playboy como estrategia de una oscura venganza que escondía un caso de venta ilegal de objetos robados y también falsificados. Tres casos. Tres historias.
Y la respuesta era que un simple gilipollas había intentado proteger a su novia y protegerse a sí mismo en lo que tal vez fue un arranque pasional de miedo, locura…
—¡Berta! ¿Qué pasa?
Se lo dije.
—Ya sé quién lo hizo —apenas logré susurrar.
—¡Maldita sea! —Por fin olvidó su corrección y se enfadó—. ¿Has estado jugando a los detectives? ¿Dónde estás?
Iba a decírselo.
Rubí esquina Topazi…
No pude.
Una mano me arrebató el móvil y lo apagó en un gesto rápido.
Cuando me volví, asustada, me encontré cara a cara con Cristian.