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No había visto ninguna memoria USB en el despacho de mi padre, estaba casi segura. Pero en casa la mesa era un lío de papeles. Él solía utilizar una muy pequeña, de color gris, nada llamativa. Así que era mi única esperanza.

Detuve la moto, la aseguré con la cadena y subí a la carrera, sin esperar el ascensor. La señora Pilar hablaba con una parejita joven que iba o venía del piso de arriba, el que se vendía a buen precio.

El piso desde el cual se había descolgado quien fuese para entrar en nuestra casa.

Cuando abrí la puerta, por instinto protector, por precaución, hice ruido. Que un extraño hubiera entrado allí, violando nuestra intimidad, era algo inquietante. Las babosas dejan un rastro. Y un asesino, aunque papá no hubiese muerto, no dejaba de ser una babosa.

Cerré la puerta, dejé el casco en el recibidor y lo primero que hice fue inspeccionar el piso. Mera obsesión, pero necesitaba hacerlo para tranquilizarme.

Una vez serena entré en el despacho de papá y empecé a levantar los papeles que cubrían su mesa, periódicos, cartas, recortes… Nada que ver con el orden de su despacho de la calle Madrazo.

La memoria USB estaba allí, debajo de los papeles, en el lado derecho de la mesa, casi a punto de caerse al suelo, porque cuando fuimos el inspector y yo lo habíamos movido todo un poco.

Me quedé mirándola atónita.

Luego la cogí con dedos temblorosos.

A fin de cuentas el intruso también podía haberla borrado.

No permanecí en el despacho de papá, preferí ir a mi habitación y abrirla en mi ordenador. Cerré la puerta, como si así me aislara todavía más, encendí el Apple, inserté la memoria en su ranura correspondiente y esperé a que el aparato se activara.

La pantalla se iluminó y a la derecha apareció el indicativo del USB con el nombre de «Cristóbal».

Hice «clic» dos veces en él con el cursor.

Y cuando apareció la ventanita estuve a punto de gritar.

Allí estaba todo.

No había muchos archivos ni carpetas, o sea que no me costó demasiado descubrir lo que estaba buscando. A la derecha del listado aparecía la fecha de la última modificación. Mi padre era ordenado y actualizaba como mucho cada dos días los casos en los que trabajaba, pasando a limpio sus investigaciones. Las conclusiones las tenía en la cabeza. Lo otro no. El día anterior al del intento de asesinato había modificado el contenido de tres carpetas.

«Ignacio Huertas», «Alejo Bermúdez» y «José Luis Bermell».

Las nombraba siempre con los nombres de los clientes.

Me relajé. Por un lado mis dedos ya querían abrir las carpetas. Por el otro mi mente me pedía calma. Uno de los principios sagrados de papá en sus investigaciones era ése: respirar antes de actuar. Así que lo primero que hice fue descargarme en mi ordenador aquellas tres carpetas, por si acaso. Cerré la ventanita de la memoria USB, la arrastré hasta la papelera, esperé a que se desactivara, la retiré del ordenador y entonces sí abrí la primera:

«Ignacio Huertas».

La carpeta contenía únicamente un archivo. Lo abrí y empecé a leer:

«Ignacio Huertas y Teresa Capdevila, padres de Laia Huertas Capdevila, diecinueve años, desaparecida desde el martes día 11, hace tres días. Puesta denuncia en comisaría, les informan de que es mayor de edad y de que lo más probable es que regrese ella sola. Los antecedentes tampoco ayudan a que la policía active un protocolo de búsqueda. El día previo a su desaparición, discutió con ellos por su comportamiento. Laia salía con alguien, pero sus padres no lograron averiguar con quién. Sus amigas afirman no saber nada. Probable ley de silencio. No tiene dinero, está buscando trabajo. Ya se había escapado de casa otra vez, también con un novio, a los quince años y medio. Su ausencia duró apenas un día. Sus padres la definen como romántica, soñadora y poco madura».

Seguían los datos de referencia, dirección, teléfonos de contacto, y también los nombres, señas y teléfonos de dos amigas, Lidia Conejo y Beatriz Salvador, y un amigo, Pere Fontanellas. El nombre del «amigo» iba seguido de un paréntesis con la frase: «Enamorado de ella sin éxito». Había una fotografía escaneada de la chica desaparecida.

Cerré la ventana y abrí la segunda carpeta, la señalada con el nombre:

«Alejo Bermúdez».

En ella se almacenaba mucho más.

El archivo previo, una subcarpeta con el título «Fotos», y un primer informe para el cliente.

Comencé por el archivo previo para ponerme en antecedentes:

«Alejo Bermúdez Castro, anticuario de relieve —web www.alejobermudezcastro.com—. Sospecha que su esposa, Elisenda Roig Auladell, tiene una aventura extraconyugal desde hace unos días. Ella es su segunda esposa. Tiene treinta y nueve años y él sesenta y dos. Divorciado de su primera mujer hace diez años y casado con la segunda hace nueve. Confiesa estar muy enamorado de ella hasta el punto de idolatrarla».

Completaba el primer párrafo de la sucinta información la dirección de su casa, de su tienda, teléfonos y una imagen también escaneada de la mujer presuntamente infiel.

A continuación, papá había agregado una segunda anotación:

«Entregado informe al señor Bermúdez hoy, día 14, solicita que siga investigando y recopilando pruebas de cuántas veces por semana se producen los encuentros. También pide conocer identidad del amante de su esposa».

La carpeta «Fotos» contenía nada menos que 79 imágenes tomadas con la cámara digital de papá. La que no había sido hallada en el coche ni en el lugar del accidente. La lista ya estaba ordenada por iconos, así que los seleccioné todos con el cursor y los abrí en bloque. En el ordenador surgió la primera foto y a la derecha las imágenes de las siguientes. No tenía más que ir una por una, pincharlas y ampliarlas.

Vi a la mujer de la foto sola y abrazada a un hombre, aunque los rasgos de él no se percibían muy bien debido a la distancia y la falta de luz. También se les veía entrando en un hotel, el Turquesa, a las siete y cuarenta y dos minutos de la tarde, según podía leerse en la parte inferior derecha de las instantáneas, y saliendo de él a las nueve y tres minutos. No había la menor duda de que entre ellos la relación era afectiva. Por no faltar, ni faltaba un beso. Un beso de película. En otro bloque de fotos, tomadas en un segundo seguimiento, se veía el mismo hotel y la entrada y salida de los amantes, la primera a las siete y treinta y siete y la segunda a las ocho y cincuenta y nueve. Tampoco se apreciaban muy bien los rasgos del hombre, por la distancia y la falta de luz.

La señora Elisenda Roig desde luego se la pegaba a su marido.

Fui al archivo con el informe para el cliente de la carpeta de Alejo Bermúdez, el que correspondía al primer informe de papá entregado a su cliente el día 14, viernes. Dado que no había cerrado el caso, y a tenor de la segunda anotación hecha al tomar sus datos, era de suponer que la investigación proseguía.

El texto del informe me lo confirmó:

«El día 11 de los corrientes, después de su encargo de primera hora de la mañana, y en atención a su apremio, seguí a su esposa, la señora Elisenda Roig, durante dos horas a partir de su salida de casa a las cinco y cuarenta y cinco de la tarde. En primer lugar se dirigió a la peluquería Santa Ana, en la que permaneció por espacio de una hora. A las seis y cincuenta minutos mi perseguida entró en la tienda Furest de la avenida Pau Casals donde compró, y pagó en metálico según comprobé visualmente, una corbata y un cinturón. A las siete y ocho minutos tomó un taxi en la misma avenida y se apeó en la puerta del Hotel Turquesa, en la Ronda de Sant Pau, a las siete y veintinueve minutos. Dado que muy posiblemente era temprano para su cita, tomó un café en la cafetería de la acera de enfrente del establecimiento y la abandonó a las siete y cuarenta, cuando llegó el hombre cuyas fotos acompañan a este informe. Los dos accedieron al hotel a las siete y cuarenta y dos minutos, tras abrazarse y besarse en la misma calle. Abandonaron el lugar a las nueve y tres minutos, llevando ahora él los paquetes con la corbata y el cinturón comprados por ella.

»La señora no salió de su casa el día 12, pero sí el jueves 13, repitiéndose la cita bajo las mismas circunstancias, si bien en este caso fue directamente de su domicilio al hotel. Ella y su acompañante permanecieron juntos desde las siete y treinta y siete minutos hasta las ocho y cincuenta y nueve».

Como se leía en el primer archivo, el cliente le había pedido que continuara investigando para saber la periodicidad de sus encuentros con su amante y la identidad de éste.

Eso era todo.

Me quedaba la tercera carpeta:

«José Luis Bermell».

Lo mismo que en el caso de la chica fugada de su casa, no había fotos del seguimiento, tan sólo dos archivos. El primero contenía los datos tomados en la primera cita:

«José Luis Bermell pide que su hijo Martín, de diecisiete años, sea seguido el fin de semana próximo para determinar si consume cualquier tipo de sustancia. Según su padre, fuma y bebe, pero se trata de determinar si toma drogas y, en caso afirmativo, saber cuáles».

Había una segunda anotación, más abajo, después de la foto escaneada y los datos habituales, dirección y teléfono. Decía:

«Realizado primer informe seguimiento Martín Bermell. No entregado a su padre. Segundo seguimiento el próximo viernes».

Abrí el último archivo, el correspondiente al informe no entregado al señor Bermell por mi padre.

«En el día de ayer, viernes 14, he procedido a seguir a Martín Bermell desde la salida de su casa, a las diez y treinta y cinco de la noche. El muchacho se ha reunido con dos amigos en un bar situado frente a los Jardines de Montserrat, en la calle Rocafort entre Còrsega y Rosselló. Han tomado varias cervezas, hasta pasadas las doce de la noche, y ya ligeramente achispados se han ido a pie hasta casa de un amigo, en la calle Mallorca con Viladomat. Los cuatro han vuelto a salir a las dos de la madrugada y, nuevamente a pie, se han desplazado hasta la discoteca Argolla, en la que han permanecido hasta su cierre. En su interior, Martín Bermell ha comprado un número indeterminado de pastillas de éxtasis (la transacción se ha hecho en uno de los servicios del local y ha resultado imposible precisar más detalles). Mi perseguido ha tomado al menos dos de dichas pastillas en momentos diferentes de la noche. Sus intentos de conseguir alguna amistad femenina no han dado resultados positivos. Al cierre de la discoteca, Martín y sus amigos se han desplazado en taxi hasta una casa situada en Sant Just Desvern. Al parecer, había en ella una fiesta. Dado que no he podido acceder a ella ni ver nada de lo sucedido en el interior del chalé, he abandonado el seguimiento al amanecer.

»Me dispongo a completar la información con un segundo seguimiento el próximo viernes». Fin.

El caso de la chica desaparecida llevaba la misma fecha que el tercer ingreso hecho en el banco, el realizado dos días antes del intento de asesinato; el de la amante, se correspondía con el de cinco días antes; y el del chico drogata era el primero, el del ingreso hecho seis días antes. O sea que el orden de los clientes era: primero, José Luis Bermell; segundo, Alejo Bermúdez; y tercero, Ignacio Huertas.

Ya podía hacer un calendario con las actividades y movimientos de papá durante esa semana.

Día 10, lunes: José Luis Bermell le encarga que siga a su hijo Martín, le da el anticipo y él lo ingresa en el banco. Día 11, martes: el anticuario Alejo Bermúdez pide que su esposa Elisenda sea vigilada. Ese mismo día papá ingresa el cheque inicial y va tras los pasos de la infiel, que se reúne con su amante por la tarde.

Papá vuelve a seguirla el jueves 13. Tras entregar el informe a su marido el día 14, éste le pide que continúe para determinar la periodicidad de los encuentros y el nombre del amante. También el 14, Ignacio Huertas y su mujer Teresa Capdevila le contratan para que busque a su hija Laia, desaparecida o escapada el día 11 y tras desestimar la policía que sea un caso alarmante. El tercer ingreso, el adelanto que se les cobra a los Huertas, entra en el banco ese mismo día 14, viernes. Por la noche tiene lugar el primer seguimiento de Martín Bermell. Últimas anotaciones en las carpetas y archivos de cada uno de los casos el sábado 15 por la mañana, y la noche del domingo 16 al lunes 17… intentan matarle.

Lo repasé todo. Incluso lo escribí.

Encajaba.

Quedaban dos días más o menos en blanco, sábado y domingo, en los que no se sabía qué hizo.

El sábado había venido a casa a comer. El domingo no. No le vi en todo el día.

—Y ahora… —dije en voz alta.

Me quedé unos minutos reflexionando.

Y fue entonces, en ese momento, sin saber por qué, cuando decidí no llamar a Alfredo Sanllehí.

El momento en que mi vida cambió.

Miré el teléfono. Me mordí el labio inferior. Suspiré. Y aunque un sinfín de voces interiores me gritaron que lo hiciera, que se lo contara todo, a la única que escuché fue a la de mi instinto, mi sexto sentido, mi lo-que-sea.

Tres casos.

La policía no entraría a saco con ellos hasta…

Papá seguía en peligro.

Instinto. Instinto. Instinto.

Puse en marcha la impresora. Mis movimientos eran pausados, maquinales. Parecía una autómata. Me imprimí los datos iniciales de los tres casos y las fotografías de Martín Bermell, Elisenda Roig y Laia Huertas, además de una de las de la señora Bermúdez y su amante. Luego apagué la impresora y cerré mi ordenador.

Tenía que volver al hospital unos minutos, aunque con la abuela delante no me atreviera a intentar hablar de nuevo con papá. Mejor conservar aquel detalle en secreto, tanto por no crear falsas expectativas como por el hecho de que seguía en peligro.

Pero lo que más necesitaba era evadirme un rato.

Dejar de pensar.

Tocar con el grupo.