27
Dejé atrás la plaza San Gregorio Taumaturgo, la única plaza redonda de Barcelona con una absurda iglesia en medio en lugar de una fuente o un jardín, y tras bajar por el lado del Turó Parc y llegar a la plaza Francesc Macià, enfilé la avenida de Josep Tarradellas sin correr demasiado para disponerme a comenzar mi vigilia enfrente de la casa de Martín Bermell, en la parte baja de la misma avenida, cerca de La Modelo y de la estación de Sants.
El hijo de José Luis Bermell podía salir a partir de las ocho o a las nueve, las diez, las once…
—Papá, qué paciencia tienes —suspiré abatida.
Y eso que hacía buen tiempo, un clima primaveral maravilloso. En invierno, o con lluvia…
No podía relajarme, ni despistarme. Tenía que estar pendiente de la puerta, sin apartar los ojos de ella. Bastaba un momento mirando el vuelo de una mosca para que el chico saliera sin darme cuenta y le perdiera.
¿Sería capaz un crío de diecisiete años, sólo uno menos que yo, de intentar matar a un hombre?
No podía tener carné de conducir, aunque eso no significaba que no supiese llevar un coche.
Y además, matar sólo para evitar que le dijera a su padre que bebía y tomaba porquerías…
Recordé otra de las teorías de papá:
«No des nada por sentado. Investígalo. Llega hasta el final. Compruébalo todo. Dos veces si es necesario».
Allí estaba yo, perdiendo una, dos, tres o más horas, y luego la noche, por comprobar todas las pistas, dar con todos los candidatos probables y averiguar si lo hicieron.
Encima, vestida «de fiesta».
Bueno, de niña me gustaba disfrazarme. Tampoco era tan malo.
La primera hora pasó despacio. La segunda se me hizo eterna.
Demasiado tiempo como para no pensar en aquel embrollo.
¿Y si no lo había hecho nadie involucrado en alguno de aquellos tres casos?
¿Y si había sido una venganza mucho más perdida en el tiempo?
¿Y si se trataba del clásico pique de carretera, con un conductor borracho que pierde el juicio?
No, había robado el coche.
Para seguirle y…
Las diez.
Empezaba mi tercera hora de vigilia.
Papá había descubierto el lío de los Bermúdez y los Hernán. ¿Quién quería silenciarle? ¿Por qué? ¿Alejo Bermúdez, pese a haberle contratado él, porque había husmeado más de la cuenta? ¿Para evitar que se supiese que vendía artículos robados por un lado y falsificados por el otro? ¿Héctor Hernán para ahorrarse la vergüenza de saberse estafado, sin olvidar que comprar arqueología expoliada era un delito y pagarla en dinero negro también? ¿Mauro Hernán?
Papá venía de Sant Cugat o sus alrededores en domingo.
¿Qué había allí?
¿El taller donde Bermúdez ocultaba las piezas saqueadas y fabricaba las réplicas de otras?
Tenía sentido.
Saqué los papeles impresos del bolsillo de mi cazadora y encontré un bolígrafo en la moto. Durante unos diez minutos apunté todo lo descubierto a lo largo del día, para no olvidar nada. También hice una lista de candidatos: Mauro Hernán, Héctor Hernán, Elisenda Roig, Alejo Bermúdez, Laia Huertas y sus padres, José Luis Bermell y su hijo Martín…
Arte.
Venganza.
¿Cuánto dinero sacaba Alejo Bermúdez de su tráfico ilegal de obras de arte, y cuánto más de sus falsificaciones para servir la demanda de sus clientes?
Volví a coger el móvil y busqué un número en la memoria.
Viernes noche, pasadas las diez. No era la mejor hora para telefonear a nadie, aunque se tratase de Fernando Constantí, mi viejo profesor de historia. Y sin embargo, ¿conocía a alguien más tan apasionado por el tema como él? ¿Cuántas veces le había oído hablar en clase del famoso Museo de Bagdad, sin prestarle mucha atención, porque se ponía como una moto al referirse a la ilegal guerra de Irak? Tenía su número porque había colaborado con él en un trabajo de investigación para subirme la nota.
—¿Sí? —Escuché su voz reposada y académica.
—¿Señor Constantí? Soy Berta. Berta Mir.
—¿Berta…? ¡Por todos los demonios, Berta! ¡Pero bueno…!
—¿Cómo está, profesor?
—¿Yo? Pues bien, tratando de inculcar un poco de cultura a un grupo de chicos y chicas aún más duros de entendederas que vosotros, que ya es decir.
—Venga, que le caíamos bien.
—No, si bien me caen todos, pero hay momentos… ¿Qué es de tu vida?
¿Le hablaba de mi padre?
—Toco en un grupo, ayudo a mi padre en su trabajo… No me quejo.
—Y me has llamado para desearme buenas noches.
—No, eso no. Quería preguntarle algo.
—Venga, dispara.
—Si le interrumpo algo o estaba viendo alguna peli…
—¿Una peli yo? ¿En la tele, con anuncios? Si tuviera el Plus… —se echó a reír—. Tranquila, hacía lo que más me gusta: leer. Los viernes por la noche no puedes ir a ninguna parte, todo está lleno de gente ruidosa. ¿De qué se trata?
—De uno de sus temas favoritos: el Museo de Bagdad.
—Vaya por Dios.
—Quería que me refrescara la memoria acerca de lo que sucedió, cuándo y cómo. Sólo eso.
—¿Sólo eso?
—Versión resumida.
—No, si me encanta poder hablar de ello, y más con una antigua alumna como tú. Eras de las pocas con dos dedos de frente.
Él también pensaba que yo era «brillante».
Mi cociente intelectual persiguiéndome.
—Usted hablaba mucho de ese saqueo.
—¡Fue más que un saqueo! —Se puso las pilas enseguida—. Berta, en siete mil años de historia, cuatro grandes ejércitos imperiales han conquistado Mesopotamia, la cuna de la civilización. Cuando la primera guerra del Golfo, la de 1991, la mayoría de museos sufrió el expolio sin que nadie abriera la boca. Pero en la segunda guerra, la de Bush, Blair y Aznar…, los grandes coleccionistas privados esperaban babeando el día en que los estadounidenses entraran en Bagdad. Buitres aguardando la carroña. Algunos ya habían pagado a ladrones, expertos o no. Ladrones con fotos de los objetos más deseados y fácilmente sustraíbles en medio del caos. El Museo Nacional de Irak en Bagdad, que así se llama, poseía los tesoros de la Antigüedad, los que aún quedaban allí después de siglos y siglos de expolio por parte de las grandes potencias. Un legado enorme, impresionante pese a todo. Pero en una guerra, cuando lo único importante es salvar el pellejo, ¿alguien va a preocuparse por unas piedras?
—¿Cuándo sucedió?
—La historia es ésta —se dispuso a ilustrarme con su saber—: El martes 7 de abril de 2003, el ejército estadounidense pasa frente a las puertas del museo. No hay nadie en él. Ninguna protección. Una vez ocupado Bagdad, el jueves día 9, un hombre llamado Donnie George fue a pedir protección para el edificio. Nadie le hizo caso. ¿Proteger un museo? A ninguna persona se le había ocurrido tal cosa, y menos al cabeza hueca de Bush o a los militares. Eso fue como agitar un pollo delante de un millón de hambrientos. Durante tres días, viernes, sábado y domingo, 10, 11 y 12 de abril de 2003, el museo fue asaltado, saqueado, expoliado y humillado impunemente. Los ladrones se llevaron todo lo que podían transportar con las manos, y no cargaron con las piezas arqueológicas que pesaban una tonelada porque no disponían de maquinaria, que si no… Como te he dicho, había dos tipos de ladrones, los que cogían lo que fuera, sin saber su valor, con ánimo de revenderlo y conseguir dinero para subsistir, y los profesionales que iban a la carta. En los sótanos no había luz, pero ellos disponían de linternas. En una ciudad arrasada, ellos no carecían de medios. En aquellos tres días desaparecieron cinco mil objetos únicos. La historia de la humanidad. Casi ninguno de todos esos objetos ha aparecido, y puede que no lo hagan nunca. ¿Sabes que en una de las puertas laterales hay una estatua de Alí Babá y los cuarenta ladrones? Pues sí, aunque parezca un chiste. En occidente se llama Alí Babá a un ladronzuelo. Allí lo llaman harami.
—¿Qué pasó después?
—El mercado negro de Bagdad quedó inundado de piezas del museo, las más fácilmente vendibles, las pequeñas, cilindros, alfombras, plata… Había 4500 sellos cilíndricos, 4900 agujas, amuletos, perlas… Eso fue lo primero que se evaporó. Mira, Berta, en Guatemala, Perú, incluso en el Sudeste Asiático, hay bandas organizadas para saqueos. Se apoderan de una zona, la expolian y se van. ¡En Irak hay diez mil yacimientos arqueológicos! ¡Es imposible protegerlos todos, y menos en mitad de una guerra o sus secuelas! Después de la derrota de Saddam Hussein en la primera guerra del Golfo, en 1991, se abrió la veda. En 2003, con la segunda, se consumó la catástrofe. En Irak podía comprarse un sello cilíndrico por doscientos o trescientos dólares, y también tablillas con escritura cuneiforme… Todo lo que cabía en un bolsillo. Esos mismos sellos en Nueva York se pagaban a doscientos, trescientos o cuatrocientos mil dólares. Las grandes piezas, las millonarias, llegaron a manos de los coleccionistas por otros medios. Los mismos diplomáticos se convirtieron en traficantes. Nadie puede abrir una valija diplomática en un aeropuerto.
—¿Cómo se detuvo todo eso?
—El día 11 de abril, el director del museo, Jabir Ibrahim, fue a suplicar al ejército estadounidense. Le prometieron mandar un tanque o un puñado de soldados de inmediato, pero ni ese día, ni el 12 ni el 13 llegó la ayuda prometida. ¿Sabes qué pasó? Pues que el coronel encargado de la misión no tenía un maldito mapa y se perdió. O eso dijeron. Jabir Ibrahim y Donnie George aguantaron como pudieron en medio de las hordas de ladrones. Dos contra decenas. Los habrían matado. Por fin, una semana después de la entrada de los estadounidenses en la ciudad, Donnie George llamó por el teléfono de una periodista al British Museum de Londres. Cuando el director del British escuchó su relato, horrorizado, llamó personalmente a la Casa Blanca. Bush no tuvo más remedio que reaccionar por el escándalo que se le venía encima. ¡Bastante fama de burro tenía ya! A las pocas horas los primeros soldados americanos llegaron al museo para protegerlo y el general Tony Franks mandó a un coronel llamado Matthew Bogdanos, experto en arqueología. Así se detuvo el saqueo… cuando ya no quedaba nada salvo las grandes piedras. Desde entonces, el tráfico de esos tesoros es el gran atracón del mundo de las antigüedades y los coleccionistas sin escrúpulos. A todo esto, no olvides que España es un buen país para los delitos internacionales. El turismo encubre tanto a personas como a capitales surgidos del blanqueo de dinero ganado con el tráfico de drogas o con el montaje del maldito ladrillo que derivó en la crisis.
Una buena lección de historia. Y una puesta al día rápida acerca del tema de la venta de tesoros arqueológicos, verdaderos o falsos. Para los pobres era un medio de subsistencia. Para los ricos y los traficantes…
—¿Sabes, Berta? —continuó hablando, aunque de manera más relajada, mi viejo profesor de historia—. Los museos actuales son en realidad bancos de objetos robados. El British, el Louvre… Todos. Grandes conquistas, grandes expolios. Pero lo triste es que un millonario encargue el robo de un cuadro para tenerlo en su casa y poder verlo sólo él, todas las noches, en exclusiva, porque nadie puede saber que lo tiene. Esos depredadores merecerían la cárcel porque atentan contra el legado de la humanidad. Poseer algo, el objeto más preciado o lo que está fuera del alcance de la mayoría, es propio del egoísmo de los poderosos. El mismo egoísmo del político que roba y roba y roba, y aunque ya tenga mucho, más de lo que podrá gastar en cien vidas y a su edad, sigue robando y robando y robando. Hay drogadictos porque alguien vende drogas. Y se robará arte mientras alguien lo compre.
Encima Alejo Bermúdez se lo fabricaba él mismo.
Y lo vendía a precio de oro igualmente.
—Gracias, señor Constantí. Me ha ayudado mucho.
—¿En serio?
—De verdad.
—Me gustaría verte. Debes de estar guapísima. ¿Ya tienes novio?
Era la segunda persona en unas horas que me lo preguntaba.
Como si fuera el fin de una vida.
—No.
—Bien, disfruta, ¡vive! Y llámame cuando quieras, ¿eh?
—Buenas noches.
Corté la comunicación y me quedé pensativa.
Si Alejo Bermúdez estaba metido en operaciones de tan altos vuelos, y Héctor Hernán era de esos coleccionistas capaces de lo que fuera por una pieza única, el tema sí adquiría tintes excepcionales.
Era mucho más que el caso de una mujer infiel.
Las diez y media.
Entonces tuve que olvidarme de todo porque mi angelito, Martín Bermell, salió de su casa dispuesto a vivir a tope la noche del viernes.