17
Me paré a echar gasolina.
Mi asignación menguaba demasiado rápido y de la forma más inesperada.
La calle Topazi era pequeña, cierto. Comenzaba en la plaza del Diamante, la famosa plaza del Diamante de la Rodoreda, que me habían hecho leer en la escuela hasta odiarla, y terminaba en un cerrado ángulo a la izquierda que desembocaba en la calle Betlem. El primer tramo era peatonal así que tuve que dar un pequeño rodeo para llegar hasta ella. Detuve la moto en la esquina de Rubí, en un amplio espacio dedicado exclusivamente al aparcamiento de motos, y descubrí que estaba allí mismo, a unos diez metros calle arriba, antes de llegar a la siguiente calle que era la de Biada. Se trataba de un edificio de sólo dos plantas, pequeño. Pintadas libertarias, banderas, un par de retales blancos con consignas escritas en rojo… En las casas vecinas también había letreros y carteles, pero mostrando su oposición a su presencia.
La eterna lucha.
Dudé entre quedarme fuera o entrar. Por un lado, me podía la impaciencia. Por el otro, sabía que no era prudente descubrirme. Si empezaba a hacer preguntas los alertaría y probablemente desaparecerían. Lo único que quería saber era si la pareja estaba allí, nada más.
Cerrar el caso.
Mi primer caso resuelto.
Porque lo había resuelto, y en un solo día.
—¡Ah, papá…! —suspiré—. Igual tienes razón. De algo ha de servirme ser lista.
¿Qué haría él? No tenía ni que preguntármelo: hacer un informe, llevárselo a los Huertas, decirles dónde estaba su hija, cobrar y… adiós.
Pero yo no era mi padre.
A mí, en el fondo, me importaba muy poco que la tonta de Laia se hubiera fugado con su impopular novio. Si discutía con los padres… Si había mal rollo en casa, igual se lo merecían. De todas formas, ¿por qué tenía que ser tonta? Una chica enamorada y punto. ¿No se hacen las cosas más raras por amor? Vivir y dejar vivir.
Yo no estaba investigando los tres casos como un trabajo. Lo hacía para buscar a un asesino.
Y todavía me quedaban dos, el de un presunto colgado al que su padre quería atar corto y el de la esposa infiel y el amante misterioso.
Me senté en la moto y me quedé allí.
Esperando.
Había un bar, pero desde dentro no podía ver nada. La economía tampoco estaba radiante. Y desde la plaza, a esa distancia, no se veía muy bien quién entraba o salía de la casa de los okupas.
La primera hora fue aburrida.
La segunda pesada.
La tercera…
«El trabajo de un detective consiste en un 70% de esperas, un 20% de seguimientos, un 5% de instinto y un 5% de suerte». Conté siete personas entrando y cinco saliendo. Todos parecían cortados por el mismo patrón: chicos y chicas con un sello de marca, ropa vieja e informal, al margen de los cánones y las reglas, aspecto de nuevos hippies del siglo XXI o reciclados según los cánones. Como mucho, al mayor le habría calculado unos veintiséis o veintisiete años. Un mundo que, desde fuera, parecía excitante, abierto.
El mundo sin normas.
Yo prefería sentirme libre de otra manera.
Aunque la idea de vivir al margen de los convencionalismos siempre resultaba atractiva.
A media tarde aparecieron ellos.
Cristian y Laia. Laia y Cristian.
A ella la reconocí por la foto escaneada del archivo de mi padre. A él por la descripción de Pere Fontanellas. Laia llevaba una falda muy larga, hasta los pies, blanca y amplia. Vestía una blusa del mismo color, muy liviana, gastada, y se sujetaba el pelo con una cinta roja. Él, de negro, tendría unos veintitrés o veinticuatro años. Cargaban sendos morrales a la espalda, como si regresaran de vender abalorios en alguna parte. Doblaron por Biada, bajaron por Topazi y se metieron en la casa en silencio.
Esperé diez minutos más, pero ya no salieron.
Primeros candidatos, localizados.
Romeo y Julieta en versión okupa.
Era jueves. No podía seguir a Martín Bermell hasta el día siguiente por la noche. Eso me dejaba con una sola posibilidad de continuar mis pesquisas.
Alejo Bermúdez, su esposa Elisenda y el hombre misterioso.
La única pista era el hotel en el que se veían. Incluso, con un poco de suerte, igual les pillaba y podía seguirle a él para descubrir su identidad. Según el informe de mi padre, la semana anterior se habían encontrado el martes 11 y el jueves 13. Si ésos eran los días afortunados…
Subí a mi moto y volví a circular por Barcelona a la hora del tráfico. De Gràcia a la parte sur del Ensanche. No tenía ni idea de qué iba a hacer, ni cómo, hasta que detuve la moto en la acera y miré el pequeño y coqueto edificio. No era un lugar lujoso. Era discreto por los cuatro costados. El sitio ideal para una cita romántica si nadie hace preguntas de por qué una pareja alquila una habitación sólo para una hora o dos.
Papá era hombre de método. Yo no.
Podía quedarme allí, tentando a la suerte, por si se veían martes y jueves y pensaban acudir a su encuentro, o podía coger el toro por los cuernos y ahorrarme un montón de horas de espera.
La idea era tan simple que me hizo sonreír.
Y desde luego ni siquiera quise pensar en ella demasiado. Crucé la calle, entré en el hotel y me planté delante del mostrador de recepción.
Tuve suerte.
El recepcionista era un hombre de aspecto atildado, comedido, peinado con raya a un lado, gafas redondas y sonrisa displicente. Vestía un uniforme de color marrón claro y ladeaba la cabeza hacia la derecha como gesto de su puesta en escena. Llevaba una placa con su nombre: Alberto Gil.
—Buenas tardes —me dirigió una mirada complaciente.
—Hola —saqué la foto en la que se veía a la señora Bermúdez y a su compañero a las puertas del hotel y se la coloqué delante, para que la viera bien.
Su cara cambió antes de que se lo preguntara.
—¿Los conoce?
Abrió y cerró la boca. Debía de ser la primera vez que se encontraba con algo así.
—Éste es su hotel, y ellos vienen a menudo —quise dejarlo claro.
—Yo…
—Señor Gil —le llamé por su nombre—. Sólo quiero saber quién es él, nada más.
El color empezó a regresar a sus mejillas.
—Comprenda que… yo no… Esto es… —tartamudeó sin terminar ninguna frase.
Una vez, en la escuela, participé en una representación teatral. A mí la experiencia no me gustó nada, pero le puse alma, mucha alma, y empeño, mucho empeño. Todos dijeron que había estado genial. Papá y mamá los primeros. La abuela fue la única que dijo: «Has sobreactuado un poco».
Nunca volví a hacer teatro, aunque me lo pidieron los dos años siguientes.
Jamás he olvidado aquello.
Me llevé las manos a la cara y rompí a llorar.
Me habría gustado verle la cara en ese momento al conserje.
—Oiga, por favor… —me trató tan de usted como el inspector Sanllehí.
—Es… mi madre… —gemí hecha un mar de lágrimas—. Ayú… deme…
Las lágrimas eran de verdad. Una de mis facultades. De hecho no había llorado cuando mamá me dijo que se había enamorado de otro hombre y que se iba con él. No pude llorar. Lo que sentí entonces fue rabia, mucha rabia. Pero cuando me lo proponía, me resultaba fácil. Aparté las manos y le mostré mi rostro desnudo al conserje del Turquesa.
Por suerte no había otros clientes cerca, ni en el mostrador, aunque él miraba el hall arriba y abajo angustiado por la escena.
—Yo no puedo… —insistió de nuevo sin acabar la frase, subiendo y bajando la nuez de su garganta con violencia, como si dentro tuviera un ascensor inquieto.
—Se ven aquí —puse mi dedo sobre la parte de la foto en la que se veía la entrada y el rótulo del hotel—. ¡Sólo quiero saber quién es!
—Comprenda que no puedo darle esa información, señorita —empezó a recuperarse.
Era todo o nada.
—¡Si deja a mi padre él se matará!, ¿sabe? ¡Mi padre está loco por ella, la quiere mucho! ¡Puede ser sólo una aventura, pero necesito estar segura! ¡Yo…! ¡Yo quiero saber quién es!
Ya no hablaba ni lloraba: gritaba.
Y mucho.
Trató de impedirlo.
—¡Por favor, baje la voz! ¿Quiere callarse?
—¡No! —Creo que hasta los muros del edificio temblaron—. ¡No me iré de aquí hasta que no me lo diga! ¡Ustedes tienen ficha de los clientes! ¡Me quedaré aquí, gritando, y me da igual que venga la policía! ¡Éste es un hotel que recibe parejas de amantes! ¡Que lo sepan sus clientes!
—No puede…
Sí podía.
Se lo demostré.
Intentó taparme la boca, pero me aparté y quedó colgado sobre el mostrador. Hubiera reído de no ser por lo que estaba en juego. Me bastaba con recordar a mi padre en la cama del hospital. Apreté los puños y mi siguiente chillido fue tremendo, como si me hubiese golpeado. Eso ya le acabó de hundir la moral. Seguíamos solos, pero en cualquier momento podía entrar o salir alguien. Lo que tardarse en rodear el mostrador era una eternidad comparado con lo que podía hacer yo, completamente loca e histérica.
Me miró inquieto, pálido.
Luego tocó fondo.
—Está bien… —puso las dos manos en forma de pantalla—. ¡Está bien, cálmate! —Me tuteó al fin—. Voy a ver, ¿vale? ¡Pero cálmate, deja de gritar!
Me calmé y dejé de gritar.
Se puso a manipular un ordenador con gestos rápidos. Sudaba. La nuez continuaba su baile arriba y abajo. Cuando encontró lo que buscaba me miró con una mezcla de resentimiento y derrota. Creo que contó hasta tres, para serenarse, antes de decirme:
—Se llama Mauro Hernán Murillo.
—Su dirección.
Apretó las mandíbulas.
—No…
—Su dirección.
Ya no lloraba. Ahora le tenía y no era necesario. Yo era una roca.
—Si se entera alguien de que yo…
—No lo sabrán.
—Es un cliente…
—Le juro que nadie sabrá de dónde he sacado la información. Podría quedarme ahí fuera todas las tardes, esperar a que vinieran y luego seguirle a él.
—¿Por qué no lo haces?
Ni le respondí. No era necesario.
—Está bien —se rindió—. Vive en…
—Escríbala. Y que sea de verdad o volveré.
Lo hizo, en un papelito. Se cuidó mucho de que no apareciera el nombre del hotel ni nada que lo relacionara. Me lo entregó, le eché un vistazo para estar segura y retrocedí sin darle la espalda, no fuera a lanzarme un cuchillo.
Nuestros ojos se despidieron cuando atravesé la puerta que daba a la calle.
Antes de olvidarme de él, vi cómo se pasaba una mano por la frente.