5
Un anticuado carruaje tirado por dos caballos recogió a Harald Olufsen y Tik Duchwitz en la estación de tren del pueblo de Kirstenslot, donde estaba la casa de Tik. Tik explicó que el carruaje había pasado años pudriéndose dentro de un granero, y que lo habían rehabilitado cuando los alemanes impusieron las restricciones de gasolina. Una capa de pintura reciente hacía que la madera reluciera, pero el tiro obviamente consistía en caballos de carro que habían sido tomados prestados de una granja. El cochero tenía el aspecto de alguien que se hubiera sentido más cómodo detrás de un arado.
Harald no estaba seguro de por qué lo había invitado Tik para el fin de semana. Ninguno de los Tres Chalados había visitado nunca las casas de los demás, a pesar de que llevaban siete años siendo grandes amigos en la escuela. La invitación quizá fuera una consecuencia del arranque antinazi de Harald en clase. Los padres de Tik tal vez tuvieran curiosidad por conocer a aquel hijo de un pastor que estaba tan preocupado por la persecución de los judíos.
Salieron de la estación y cruzaron un pueblecito con una iglesia y una taberna. Cuando llegaron al final del pueblecito, salieron del camino y pasaron por entre un par de enormes leones de piedra. Al final de un sendero de medio kilómetro de largo, Harald vio un castillo de cuento de hadas, con baluartes y torretas.
Había centenares de castillos en Dinamarca. A veces Harald encontraba cierto consuelo en aquel hecho. Aunque era un país pequeño, Dinamarca no siempre se había rendido abyectamente a sus beligerantes vecinos. Quizá todavía quedara algo del espíritu vikingo.
Algunos castillos eran monumentos históricos, mantenidos como museos y visitados por turistas. Muchos eran poco más que casas de campo ocupadas por prósperas familias de granjeros. A medio camino entre una cosa y otra existían unas cuantas mansiones espectaculares que eran propiedad de las personas más ricas del país. Kirstenslot —la casa tenía el mismo nombre que el pueblecito— era una de ellas.
Harald se sintió un poco intimidado. Ya sabía que la familia Duchwitz era rica —el padre y el tío de Tik eran banqueros—, pero no estaba preparado para aquello. Se preguntó nerviosamente si sabría comportarse como era debido. Nada en la vida de la rectoría lo había preparado para un lugar semejante.
La tarde de sábado ya se hallaba bastante avanzada cuando el carruaje los dejó en aquella entrada principal que parecía pertenecer a una catedral. Harald entró en la casa, llevando consigo su pequeña maleta. El vestíbulo de mármol estaba lleno de muebles antiguos, jarrones decorados, estatuillas y grandes cuadros al óleo. La familia de Harald se inclinaba a tomar al pie de la letra el Segundo Mandamiento, que prohibía hacer representaciones de cuanto hubiera en el cielo o en la tierra, por lo que en la rectoría no había ninguna clase de imágenes (aunque Harald sabía que él y Arne habían sido fotografiados secretamente cuando eran bebés, ya que había encontrado las fotos escondidas en el cajón donde su madre guardaba las medias). El tesoro artístico que había en la casa de los Duchwitz hizo que se sintiera levemente incómodo.
Tik lo precedió por una gran escalera y lo llevó a un dormitorio.
—Esta es mi habitación —dijo. Allí no había antiguos maestros ni jarrones chinos, solo la clase de cosas que coleccionaba un joven de dieciocho años: un balón de fútbol, una foto de Marlene Dietrich con aspecto muy sensual, un clarinete, un anuncio enmarcado para un coche deportivo Lancia Aprilla diseñado por Pininfarina.
Harald cogió una foto enmarcada. Mostraba a Tik a los cuatro años con una niña que tendría su misma edad.
—¿Quién es la amiguita?
—Mi hermana gemela, Karen.
—Oh. —Harald sabía, vagamente, que Tik tenía una hermana. En la instantánea estaba más alta que él. La foto era en blanco y negro, pero Karen parecía tener la tez más clara—. Obviamente no una gemela idéntica, ya que es demasiado guapa.
—Los gemelos idénticos tienen que ser del mismo sexo, idiota.
—¿Dónde estudia?
—En el Ballet Real de Dinamarca.
—No sabía que tuvieran una escuela.
—Si quieres entrar en el cuerpo de danza, tienes que ir a la escuela. Algunas chicas empiezan a los cinco años. Toman todas las lecciones habituales, y también bailan.
—¿Le gusta?
Tik se encogió de hombros.
—Dice que hay que trabajar mucho. —Abrió una puerta y fue por un corto pasillo hasta un cuarto de baño y un segundo dormitorio, no tan grande como el anterior. Harald lo siguió—. Te alojarás aquí, si te parece bien —dijo Tik—. Compartiremos el cuarto de baño.
—Estupendo —dijo Harald, dejando caer su maleta encima de la cama.
—Podrías tener una habitación más grande, pero entonces estarías a kilómetros de distancia.
—Está mejor así.
—Ven a saludar a mi madre.
Harald siguió a Tik por el pasillo principal del primer piso. Tik llamó con los nudillos a una puerta, la abrió un poco y dijo:
—¿Recibes visitas de caballeros, madre?
—Entra, Josef —replicó una voz.
Harald siguió a Tik al interior del saloncito privado de la señora Duchwitz, una preciosa habitación con fotos enmarcadas en todas las superficies planas. La madre de Tik se parecía mucho a él. Era muy bajita, aunque regordeta, cuando Tik era delgado, y tenía los mismos ojos oscuros. Aparentaba unos cuarenta años, pero sus negros cabellos ya mostraban un poco de gris.
Tik presentó a Harald, quien estrechó la mano de la madre de su amigo con una pequeña reverencia. La señora Duchwitz los hizo sentarse y les preguntó por la escuela. Era muy afable y no costaba nada hablar con ella; Harald empezó a sentirse un poco menos aprensivo acerca del fin de semana.
Pasado un rato, la señora Duchwitz dijo:
—Bueno, ahora id a prepararos para la cena.
Los muchachos regresaron a la habitación de Tik.
—No os ponéis nada especial para la cena, ¿verdad? —preguntó Harald nerviosamente.
—Tu chaqueta y tu corbata ya irán bien.
Eran todo lo que tenía Harald. La chaqueta, los pantalones, el abrigo y la gorra que componían el uniforme de la escuela, más el equipo de deportes, representaban un gasto importante para la familia Olufsen, y tenían que ser reemplazados constantemente porque Harald iba creciendo un par de centímetros cada año. No tenía más ropa, aparte de suéteres para el invierno y pantalones cortos para el verano.
—¿Qué te vas a poner tú? —le preguntó a Tik.
—Una chaqueta negra y pantalones de franela gris.
Harald se alegró de haber traído una camisa blanca limpia.
—¿Quieres bañarte antes? —preguntó Tik.
—Claro.
La idea de que tuvieras que darte un baño antes de cenar le parecía un poco extraña a Harald, pero se dijo que estaba aprendiendo las maneras de los ricos.
Se lavó el pelo en el baño, y Tik se afeitó al mismo tiempo.
—Tú nunca te afeitas dos veces en un día cuando estamos en la escuela —dijo Harald.
—Madre se toma muy en serio esas cosas. Y mi barba es oscura. Dice que si no me afeito por la tarde, parece como si acabara de salir de la mina de carbón.
Harald se puso su camisa limpia y los pantalones de la escuela, y luego entró en el cuarto de baño para peinarse los cabellos mojados delante del espejo que había encima del tocador. Mientras lo estaba haciendo, una chica entró sin llamar.
—Hola —dijo—. Tú tienes que ser Harald.
Era la joven de la foto, pero la imagen monocroma no le había hecho justicia. Tenía la piel blanca y los ojos verdes, y su rizada cabellera era de un intenso color rojo cobre. Una alta figura ataviada con un largo vestido verde oscuro, flotó a través de la habitación como un fantasma. Cogió una pesada silla por el respaldo con la grácil fuerza de una atleta y le dio la vuelta para sentarse en ella. Luego cruzó sus largas piernas y dijo:
—¿Y bien? ¿Eres Harald?
—Sí, lo soy —consiguió decir Harald, sintiéndose muy consciente de sus pies descalzos—. Y tú eres la hermana de Tik.
—¿Tik?
—Así es como llamamos a Josef en la escuela.
—Bueno, pues yo soy Karen y no tengo ningún apodo. Ya me he enterado de tu estallido en la escuela. Creo que tienes toda la razón. Odio a los nazis. ¿Quiénes se piensan que son?
Tik salió del cuarto de baño envuelto en una toalla.
—¿Es que no sientes ningún respeto por la intimidad de un caballero? —preguntó.
—Pues no —replicó ella—. Quiero un cóctel, y no los sirven hasta que no haya al menos un varón en la habitación. Sabes, creo que los sirvientes van inventándose todas esas reglas por su cuenta.
—Bueno, pues entonces haz el favor de mirar en otra dirección durante unos momentos —dijo Tik, y para gran sorpresa de Harald dejó caer la toalla.
Karen no pareció sentirse afectada en lo más mínimo por la desnudez de su hermano y no se molestó en desviar la mirada.
—¿Y qué tal te encuentras, enano de negros ojos? —preguntó afablemente mientras su hermano se ponía unos calzoncillos blancos limpios.
—Muy bien, aunque me sentiré mejor cuando hayan terminado los exámenes.
—¿Qué harás si suspendes?
—Supongo que trabajaré en el banco. Padre probablemente me hará empezar por abajo de todo, llenando los tinteros de los auxiliares.
—No suspenderá los exámenes —le dijo Harald a Karen.
—Supongo que eres inteligente, como Josef —replicó ella.
—Mucho más que yo, de hecho —dijo Tik. Harald no podía negarlo sin faltar a la verdad.
—¿Y qué se siente al estar en una escuela de ballet? —preguntó tímidamente.
—Es como un cruce entre servir en el ejército y estar en la cárcel.
Harald miró a Karen con fascinación. No sabía si debía considerarla como uno más de los muchachos o como uno de los dioses. Ella bromeaba con su hermano igual que si fuera una niña, pero aun así tenía una gracia realmente extraordinaria. Sólo con sentarse en la silla, mover un brazo o señalar o apoyar la barbilla en la mano, ya parecía estar danzando. Todos sus movimientos eran armoniosos. Sin embargo su porte no suponía ninguna limitación para ella, y Harald contempló como si lo hubieran hipnotizado las expresiones que iban sucediéndose en su cara. Karen tenía los labios carnosos y una amplia sonrisa ligeramente inclinada hacia un lado. De hecho, toda su cara era un poco irregular —su nariz no era del todo recta y su barbilla era un tanto desigual—, pero el efecto general resultaba magnífico. De hecho, pensó Harald, era la chica más hermosa que hubiera visto jamás.
—Será mejor que te pongas unos zapatos —le dijo entonces Tik.
Harald se retiró a su habitación y terminó de vestirse. Cuando regresó, Tik estaba muy elegante con su chaqueta negra, su camisa blanca y su corbata oscura sin dibujos. Harald se sintió como un colegial con su chaqueta de la escuela.
Karen encabezó la marcha escalera abajo. Entraron en una habitación larga y bastante desordenada con varios sofás muy grandes, un piano de cola y un perro ya bastante mayor tendido encima de una alfombra delante de la chimenea. Lo relajado de la atmósfera contrastaba con la envarada formalidad del vestíbulo, aunque allí las paredes también estaban llenas de antiguos cuadros.
Una mujer joven vestida de negro y con un delantal blanco preguntó a Harald qué le gustaría beber.
—Lo que tome Josef —replicó él.
En la rectoría no había alcohol. En la escuela, durante el último año, a los muchachos se les permitía beber un vaso de cerveza por cabeza en cada reunión de la noche del viernes. Harald nunca había bebido un cóctel y no estaba demasiado seguro de en qué consistía exactamente.
Para proporcionarse algo que hacer, se inclinó y le dio unas palmaditas al perro. Era un largo y esbelto setter rojo con un espolvoreo de gris en su rojizo pelaje. El perro abrió un ojo y meneó el rabo una vez en educado reconocimiento de las atenciones de Harald.
—Ese es Thor —dijo Karen.
—El dios del trueno —dijo Harald con una sonrisa.
—Muy poco apropiado, estoy de acuerdo, pero el nombre se lo puso Josef.
—¡Tú querías llamarlo Botón de Oro! —protestó Tik.
—Entonces yo solo tenía ocho años.
—Y yo. Además, Thor no es un nombre tan poco apropiado. Cuando se tira un pedo siempre suena igual que un trueno.
En ese momento entró el padre de Tik; se parecía tanto al perro que Harald casi se echó a reír. Alto y delgado, el señor Duchwitz iba elegantemente vestido con una chaqueta de terciopelo y una pajarita negra, y sus rizados cabellos rojizos estaban empezando a volverse grises. Harald se levantó y se dieron la mano.
El señor Duchwitz se dirigió a él con la misma lánguida cortesía que había mostrado el perro.
—Me alegro mucho de conocerte —dijo, pronunciando muy despacio cada palabra—. Josef siempre está hablando de ti.
—Ahora ya conoces a toda la familia —dijo Tik.
—¿Cómo están las cosas en la escuela, después de tu arranque? —le preguntó el señor Duchwitz a Harald.
—Curiosamente, no fui castigado —respondió él—. En el pasado, hubiese tenido que cortar la hierba con unas tijeras para las uñas sólo por decir «Paparruchas» cuando un profesor había hecho una declaración estúpida. Fui mucho más descortés que eso con el señor Agger. Pero Heis, que es el director de la escuela, se limitó a soltarme un discurso acerca de lo mucho más efectivos que hubiesen resultado mis argumentos si no hubiera perdido los estribos.
—Él mismo te estaba dando un ejemplo de ello al no enfadarse contigo —dijo el señor Duchwitz con una sonrisa, y Harald cayó en la cuenta de que eso era exactamente lo que había estado haciendo el señor Heis.
—Yo creo que Heis se equivoca —dijo Karen—. A veces tienes que organizar un buen jaleo para que la gente escuche.
Harald pensó que aquello era muy cierto, y deseó que se le hubiera ocurrido decírselo a Heis. Karen era inteligente además de hermosa. Pero tenía una pregunta para el señor Duchwitz y había estado esperando que se le presentara la ocasión de formularla.
—Señor, ¿no le preocupa lo que podrían hacerles los nazis? Ya sabemos lo mal que se está tratando a los judíos en Alemania y Polonia.
—Me preocupa, sí. Pero Dinamarca no es Alemania, y los alemanes parecen considerarnos como daneses primero y como judíos en segundo lugar.
—Por lo menos de momento —intervino Tik.
—Cierto. Pero luego está la cuestión de qué otras opciones nos quedan. Supongo que podría hacer un viaje de negocios a Suecia y una vez allí solicitar un visado para Estados Unidos. Sacar a toda la familia sería más difícil. Y piensa en todo lo que estaríamos dejando atrás: un negocio que fue iniciado por mi bisabuelo, esta casa en la que nacieron mis hijos, una colección de cuadros que he tardado una vida entera en reunir… Cuando lo miras de esa manera, parece más simple quedarse donde estás y esperar que todo vaya lo mejor posible.
—Y de todas maneras tampoco es como si fuéramos unos tenderos, por el amor del cielo —dijo Karen frívolamente—. Odio a los nazis, pero ¿qué le van a hacer a la familia que es dueña del banco más grande del país?
Harald pensó que aquello era una idiotez.
—Los nazis pueden hacer lo que quieran, y a estas alturas ya deberías saberlo —dijo despectivamente.
—Oh, ¿debería? —replicó Karen con voz gélida, y Harald se dio cuenta de que la había ofendido.
Se disponía a explicar cómo había sido perseguido el tío Joachim pero, en ese momento, la señora Duchwitz se reunió con ellos y empezaron a hablar de la producción actual del Ballet Real Danés, que era Las sílfides.
—La música me encanta —dijo Harald.
La había oído en la radio y podía tocar algunas partes de ella en el piano.
—¿Has visto el ballet? —le preguntó la señora Duchwitz.
—No. —Harald sintió el impulso de dar la impresión de que había visto muchos ballets, pero que casualmente se había perdido aquel. Entonces cayó en la cuenta de lo arriesgado que sería fingir delante de aquella familia tan entendida en esos asuntos—. Si quiere que le sea sincero, nunca he ido al teatro —confesó.
—Eso es terrible —dijo Karen con aire altanero.
La señora Duchwitz le lanzó una mirada de desaprobación.
—Entonces Karen tiene que llevarte —dijo.
—Madre, estoy terriblemente ocupada —protestó Karen—. ¡Me estoy aprendiendo un papel principal por si he de hacer de sustituta!
Harald se sintió herido por su rechazo, pero supuso que estaba siendo castigado por haberle tratado despectivamente cuando hablaban de los nazis.
Apuró su vaso. Había disfrutado con el sabor agridulce del cóctel, y este le había infundido una relajada sensación de bienestar, pero quizá también había hecho que no pensara demasiado en lo que decía. Harald lamentó haber ofendido a Karen. Ahora que la actitud de la chica hacia él se había vuelto tan fría de pronto, se daba cuenta de lo mucho que llegaba a gustarle.
La doncella que había estado sirviendo las bebidas anunció que la cena estaba preparada, y abrió un par de puertas que daban al comedor. Entraron por ellas y tomaron asiento a un extremo de una larga mesa. La doncella le ofreció vino, pero Harald declinó la oferta.
Durante la cena Karen no le dijo nada directamente, sino que dirigió su conversación hacia los presentes en general. Hasta cuando él le hizo una pregunta, ella miró a los demás mientras respondía. Harald estaba consternado. Karen era la chica más encantadora que hubiese conocido jamás, y un par de horas le habían bastado para caerle mal.
Después volvieron a la sala de estar y tomaron auténtico café. Harald se preguntó dónde lo habría comprado la señora Duchwitz. Ahora el café era como el polvo de oro, y ciertamente ella no lo había cultivado en un jardín danés.
Karen salió a la terraza para fumar un cigarrillo, y Tik explicó que a sus anticuados padres no les gustaba ver fumar a las chicas. Harald se sintió atónito ante la sofisticación de una joven que bebía combinados y fumaba.
Cuando Karen volvió a entrar, el señor Duchwitz se sentó al piano y empezó a pasar las páginas en el atril. La señora Duchwitz se había quedado de pie detrás de él.
—¿Beethoven? —preguntó su esposo, y ella asintió. El señor Duchwitz tocó unas cuantas notas, y ella empezó a cantar una canción en alemán. Harald quedó muy impresionado, y al final aplaudió.
—Canta otra, madre —dijo Tik.
—Muy bien —dijo ella—. Pero después tú tendrás que tocar algo.
Los padres interpretaron otra canción, y luego Tik cogió su clarinete y tocó una sencilla canción de cuna de Mozart. El señor Duchwitz regresó al piano y tocó un vals de Chopin, de Las sílfides, y Karen se quitó los zapatos de un par de puntapiés y les mostró una de las danzas que estaba aprendiendo por si tenía que hacer de sustituta.
Después todos miraron a Harald con expresión expectante.
Comprendió que se esperaba que tocara. No podía cantar, excepto para rugir canciones populares danesas, así que tendría que tocar.
—La música clásica no se me da muy bien —dijo.
—Tonterías —dijo Tik—. Me dijiste que tocas el piano en la iglesia de tu padre.
Harald tomó asiento ante el teclado, pensando que realmente no podía infligir himnos luteranos a una culta familia judía. Titubeó, y luego comenzó a tocar «Pine Top’s Boogie-Woogie». Empezaba con un arpegio melódico tocado con la mano derecha. Luego la mano izquierda daba comienzo a una pauta insistentemente rítmica en unos compases más bajos, y la derecha tocaba las disonancias propias del blues que tan seductoras resultaban. Pasados unos instantes, Harald dejó de ser tan consciente de sí mismo y empezó a sentir la música. Tocó más fuerte y más enfáticamente, gritando en inglés durante los momentos álgidos: «¡Todo el mundo, boogie-woogie!», igual que hacía Pine-Top. La melodía llegó a su clímax y Harald dijo: «¡De eso es de lo que estoy hablando!».
Cuando terminó, hubo silencio en la sala. El señor Duchwitz lucía la expresión afligida de un hombre que se ha tragado accidentalmente algo podrido, e incluso Tik parecía sentirse un poco incómodo.
—Bueno, debo decir que no creo que nunca se haya oído nada semejante en esta sala —dijo la señora Duchwitz.
Harald comprendió que había cometido un error. La muy erudita familia Duchwitz desaprobaba el jazz tanto como sus propios padres. Eran personas cultivadas, pero eso no hacía que tuvieran una mente abierta.
—Oh, vaya —dijo—. Ya veo que no era apropiado.
—Desde luego que no —dijo el señor Duchwitz.
La mirada de Karen se encontró con la de Harald desde detrás del sofá. Él esperaba ver una sonrisa desdeñosamente altiva en su rostro pero, para su sorpresa y su deleite, Karen le guiñó un ojo. Aquello hizo que hubiera valido la pena.
La mañana del domingo, Harald despertó pensando en Karen.
Esperaba que quizá entrara en la habitación de los muchachos para charlar, tal como había hecho el día anterior, pero no la vieron. Karen no apareció en el desayuno. Tratando de hablar en el tono más indiferente posible, Harald le preguntó a Tik dónde estaba su hermana. Sin mostrar ningún interés, Tik dijo que probablemente estaba haciendo sus ejercicios de danza.
Después del desayuno, Harald y Tik dedicaron dos horas a repasar para los exámenes. Ambos esperaban superarlos sin dificultad, pero estaban decididos a no correr ningún riesgo, ya que los resultados decidirían si podían ir a la universidad. A las once fueron a dar un paseo por la propiedad.
Casi al final del largo sendero y parcialmente oculto a la vista por un macizo de árboles, había un monasterio en ruinas.
—El rey se quedó con él después de la Reforma, y durante cien años fue utilizado como residencia —dijo Tik—. Luego construyeron Kirstenslot, y el viejo monasterio quedó en desuso.
Exploraron los claustros por donde habían caminado los monjes. Ahora las celdas eran almacenes para guardar el equipo del jardín.
—Algunas de estas cosas llevan décadas abandonadas —dijo Tik, tocando una oxidada rueda de hierro con la puntera de su zapato. Abrió una puerta que daba a una gran estancia llena de luz. En las estrechas ventanas no había cristales, pero el lugar estaba limpio y seco—. Esto solía ser el dormitorio —dijo Tik—. Todavía es utilizado en verano por los trabajadores temporeros de la granja.
Entraron en la iglesia en desuso, que había pasado a ser un gran trastero. Había un olor a rancio. Un delgado gato blanco y negro los miró tan fijamente como si se dispusiera a preguntarles qué derecho tenían a entrar allí de aquella manera, y luego escapó por una de las ventanas sin cristales.
Harald levantó una lona para revelar un reluciente sedán Rolls-Royce colocado encima de unos bloques.
—¿De tu padre? —preguntó.
—Sí. Ahora está guardado hasta que vuelvan a vender gasolina.
Había un banco de trabajo de madera llena de arañazos con un torno de ebanista, y una colección de herramientas que presumiblemente habían sido utilizadas para el mantenimiento del coche cuando este todavía corría. En el rincón había una pileta con un solo grifo para lavarse. Junto a la pared había pilas de cajas de madera que en tiempos pasados habían contenido jabón y naranjas. Harald miró dentro de una y encontró un montón de coches de juguete hechos de hojalata pintada. Sacó uno. En las ventanillas había pintado un conductor, de perfil sobre la ventanilla lateral y visto de frente en el parabrisas. Harald se acordó de cuando aquellos juguetes habían sido infinitamente deseables para él, y volvió a guardar el coche dentro de la caja con mucho cuidado.
En el rincón del fondo había un aeroplano monomotor que carecía de alas.
Harald lo contempló con interés.
—¿Qué es esto?
—Un Hornet Moth[1], fabricado por De Havilland, la firma inglesa. Padre lo compró hace cinco años, pero nunca aprendió a pilotarlo.