33
La luna se puso, pero durante un rato el cielo estuvo libre de nubes y Harald pudo ver las estrellas. Agradeció su presencia, ya que eran la única manera en que podía distinguir el arriba del abajo. El motor producía un tranquilizador rugido constante. Harald estaba volando a mil quinientos metros de altura a una velocidad de ochenta nudos. Había menos turbulencia de la que recordaba en su primer vuelo, y se preguntó si eso era debido a que se hallaba encima del mar, o porque era de noche, o a causa de ambas cosas. Iba comprobando su curso mediante la brújula, pero no sabía hasta qué punto el Hornet Moth podía ser desviado de él por el viento.
Apartó la mano de la palanca de control y tocó la cara de Karen. Su mejilla estaba ardiendo. Harald ajustó los controles para que el avión volara nivelado y siguiendo su curso, y luego sacó una botella de agua del compartimiento que había debajo del salpicadero. Se echó un poco de agua en la mano y mojó la frente de Karen con ella para refrescarla. Karen respiraba normalmente, aunque su aliento estaba caliente en la mano de Harald. Parecía haberse sumido en un sueño febril.
Cuando volvió a centrar su atención en el mundo exterior, Harald vio que estaba amaneciendo. Consultó su reloj: pasaba un minuto escaso de las tres de la madrugada. Tenían que estar a medio camino de Inglaterra.
La tenue claridad le permitió divisar una nube delante de él. No parecía tener ni principio ni final, así que Harald se internó en ella. También había lluvia, y el agua permanecía encima del parabrisas. A diferencia de un coche, el Hornet Moth no disponía de limpiaparabrisas.
Se acordó de lo que había dicho Karen acerca de la desorientación, y decidió no hacer nada sin pensárselo dos veces antes. Sin embargo, el contemplar constantemente la nada que se arremolinaba a su alrededor resultaba extrañamente hipnótico. Deseó poder hablar con Karen, pero le parecía que ella necesitaba dormir un poco después de todo lo que había tenido que soportar. Harald perdió toda noción del paso del tiempo. Empezó a imaginarse formas en las nubes. Vio la cabeza de un caballo, el capó de un Lincoln Continental, y el rostro bigotudo de Neptuno. Delante de él, a las once y unos metros por debajo del avión, vio una embarcación de pesca, con marineros que alzaban la mirada hacia él desde la cubierta para contemplarlo con asombro.
Harald comprendió que aquello no era ninguna ilusión, y volvió a ser consciente de lo que le rodeaba. La niebla se había despejado y estaba viendo una embarcación de verdad. Consultó el altímetro: Las dos agujas señalaban hacia arriba. Estaba volando al nivel del mar. Había perdido altitud sin darse cuenta.
Tiró instintivamente de la palanca elevando el morro del avión, pero mientras lo hacía oyó dentro de su cabeza la voz de Karen diciendo: «Pero nunca subas el morro demasiado bruscamente, o calarás el motor. Eso quiere decir que pierdes sustentación, y entonces el avión se cae». Harald reparó en lo que había hecho y recordó cómo corregirlo, pero no estaba seguro de que fuera a tener tiempo para ello. El avión ya estaba perdiendo altitud. Harald bajó el morro del Hornet Moth y empujó la palanca de la válvula poniéndola al máximo. Cuando pasó junto a la embarcación de pesca, el Hornet Moth volaba a la altura de esta. Harald decidió correr el riesgo de elevar el morro una fracción más. Esperó a que las ruedas chocaran con las olas. El avión siguió volando. Harald elevó el morro un poquito más y se atrevió a lanzar una rápida mirada al altímetro. Estaba subiendo, Harald exhaló un prolongado suspiro.
—Presta atención, idiota —dijo en voz alta—. Mantente despierto.
Continuó subiendo. La nube se disipó, y Harald se encontró entrando en una despejada mañana. Consultó su reloj. Eran las cuatro de la madrugada. El sol estaba a punto de salir. Mirando hacia arriba a través del techo transparente de la cabina, Harald pudo ver la Estrella Polar a su derecha. Aquello quería decir que su brújula no mentía, y que el Hornet Moth seguía yendo hacia el oeste.
Temiendo aproximarse demasiado al mar, Harald estuvo subiendo durante media hora. La temperatura bajó, y el aire frío entraba por la ventana que Harald había desprendido del marco para instalar su conducto de combustible improvisado. Se envolvió en la manta para que le diera calor. Se disponía a nivelar el avión a los tres mil metros de altitud cuando el motor tosió.
Al principio no se le ocurrió qué podía ser aquel ruido. El estruendo del motor llevaba tantas horas manteniéndose constante que Harald había dejado de oírlo.
Entonces el ruido volvió a sonar, y Harald comprendió que el motor tenía problemas.
Sintió como si su corazón hubiese dejado de latir. Se hallaba a unos trescientos kilómetros de tierra firme yendo en cualquier dirección. Si el motor fallaba ahora, tendría que bajar al mar.
El motor volvió a toser.
—¡Karen! —gritó—. ¡Despierta!
Karen siguió durmiendo. Harald apartó la mano de la palanca y le sacudió el hombro.
—¡Karen!
Los ojos de Karen se abrieron. El sueño parecía haberle sentado bien y se la veía más tranquila y no tan sonrojada como antes, pero una expresión de miedo ensombreció su rostro tan pronto como oyó el motor.
—¿Qué sucede?
—¡No lo sé!
—¿Dónde estamos?
—A kilómetros de cualquier sitio.
El motor seguía tosiendo.
—Puede que tengamos que amerizar —dijo Karen—. ¿Cuál es nuestra altitud?
—Trescientos metros.
—¿La válvula está abierta al máximo?
—Sí, yo estaba subiendo.
—Ese es el problema. Hazla retroceder hacia la mitad.
Harald tiró de la palanca de la válvula.
—Cuando la válvula está abierta al máximo —dijo Karen—, el motor absorbe mucho más aire de fuera que del interior, por lo que ese aire está más frío. A esta altitud, el aire ya se encuentra lo bastante frío para formar hielo en el carburador.
—¿Qué podemos hacer?
—Bajar. —Sujetó la palanca y la empujó hacia delante—. La temperatura del aire debería ir subiendo a medida que descendemos, y el hielo se derretirá… pasado un tiempo.
—Si no lo hace…
—Mira a ver si hay alguna embarcación. Si caemos cerca de una, puede que nos rescaten.
Harald escrutó el mar de uno a otro confín del horizonte, pero no pudo ver ninguna embarcación.
Con el motor fallando disponían de muy poca impulsión, y empezaron a perder altura rápidamente. Harald sacó el hacha del compartimiento, preparado para poner en práctica su plan de cortar un ala para utilizarla como flotador. Metió las botellas de agua dentro de los bolsillos de su chaqueta. No sabía si sobrevivirían en el mar durante el tiempo suficiente para morir de sed.
Siguió mirando el altímetro. Bajaron hasta los trescientos metros, y luego hasta los ciento cincuenta. El mar parecía muy frío y negro. Seguía sin haber ninguna embarcación a la vista.
Una extraña calma se adueñó de Harald.
—Me parece que vamos a morir —dijo—. Siento haberte metido en esto.
—Todavía no estamos acabados —dijo Karen—. Mira a ver si puedes darme unas cuantas revoluciones más para que el impacto con el agua no sea demasiado violento.
Harald accionó la palanca de la válvula. La nota del motor subió. Luego el motor falló, se puso en marcha y volvió a fallar.
—No creo que… —empezó a decir Harald.
Entonces el motor pareció ponerse en marcha.
Rugió constantemente durante varios segundos, y Harald contuvo la respiración; luego volvió a fallar. Finalmente prorrumpió en un rugido incesante. El avión comenzó a subir.
Harald se dio cuenta de que los dos estaban gritando de júbilo.
Las revoluciones subieron hasta novecientos sin que el motor fallara ni una sola vez.
—¡El hielo se ha derretido! —dijo Karen.
Harald la besó, algo que le fue francamente difícil. Aunque lo diminuto de la cabina hacía que estuvieran codo a codo y muslo contra muslo, resultaba bastante problemático girarse en el asiento, especialmente con el cinturón puesto. Pero aun así se las arregló para hacerlo.
—Eso ha sido muy agradable —dijo ella.
—Si sobrevivimos a esto, voy a besarte cada día durante el resto de mi vida —dijo Harald alegremente.
—¿De veras? —replicó ella—. El resto de tu vida podría ser mucho tiempo.
—Eso espero.
Karen pareció sentirse muy complacida al oírle decir eso, y luego dijo:
—Deberíamos comprobar el combustible.
Harald se volvió en su asiento para echar un vistazo al indicador que había instalado entre los asientos traseros. Resultaba bastante difícil de leer porque tenía dos escalas, una para ser usada en el aire y otra para utilizar en tierra cuando el avión se hallaba inclinado.
Pero ambas marcaban muy cerca de «Vacío».
—Demonios, el depósito está casi seco —dijo Harald.
—No hay tierra a la vista —dijo Karen, y consultó su reloj—. Llevamos cinco horas y media en el aire, así que probablemente todavía nos encontramos a media hora de vuelo de tierra firme.
—No te preocupes, porque puedo volver a llenar el depósito.
Harald abrió la hebilla de su cinturón y se volvió torpemente para arrodillarse sobre su asiento. La lata de petróleo estaba encima del estante para equipaje que había detrás de los asientos. Junto a ella había un embudo y un extremo de un trozo de manguera de jardín. Harald había desprendido una ventana de su marco y había pasado la manguera por el agujero, atando el otro extremo a la entrada de combustible que había en uno de los lados del fuselaje.
Pero ahora pudo ver cómo el extremo exterior de la manguera se agitaba de un lado a otro bajo las ráfagas de viento. Soltó un juramento.
—¿Qué ocurre? —preguntó Karen.
—La manguera se ha soltado durante el vuelo. No la até lo bastante fuerte.
—¿Qué vamos a hacer? ¡Tenemos que repostar!
Harald contempló la lata de gasolina, el embudo, la manguera y la ventana.
—He de meter la manguera dentro del cuello del llenador. Y eso no puede hacerse desde aquí.
—¡No puedes salir fuera!
—¿Qué le haría al avión el que yo abriera la puerta?
—Dios mío, es como un freno de aire gigante. Reducirá nuestra velocidad y nos hará virar hacia la izquierda.
—¿Puedes compensar eso de alguna manera?
—Puedo mantener la velocidad bajando el morro. Supongo que podría presionar el pedal derecho del timón de dirección con mi pie izquierdo.
—Intentémoslo.
Karen hizo que el avión iniciara un suave picado y luego puso el pie izquierdo encima del pedal derecho del timón de dirección.
—Adelante.
Harald abrió la puerta. El avión se ladeó inmediatamente hacia la izquierda con una brusca inclinación. Karen pisó el pedal derecho del timón de dirección, pero continuaron virando. Karen movió la palanca hacia la derecha y trató de corregir el movimiento, pero el avión siguió inclinándose hacia la izquierda.
—¡No sirve de nada, no puedo controlarlo! —gritó Karen.
Harald cerró la puerta.
—Si hago saltar esas ventanas, eso dejará reducida casi a la mitad el área de resistencia al viento —dijo. Se sacó la llave inglesa del bolsillo. Las ventanas estaban hechas de una variedad del celuloide que era más dura que el cristal, pero Harald sabía que no era irrompible, porque hacía dos días había hecho saltar del marco una de las ventanas traseras. Extendiendo el brazo derecho todo lo que pudo por detrás de él, golpeó la ventana enérgicamente y el celuloide quedó hecho añicos. Luego hizo caer del marco el material restante golpeándolo con la llave inglesa.
—¿Lista para volver a intentarlo?
—Dame un minuto. Todavía necesitamos un poco más de velocidad. —Karen se inclinó sobre los controles, abrió la válvula, y luego accionó la palanca de ajuste haciéndola avanzar un par de centímetros—. Adelante.
Harald abrió la puerta.
El avión volvió a inclinarse hacia la izquierda, pero esta vez de una manera no tan pronunciada como antes, y Karen pareció poder corregir la inclinación con el timón de dirección.
Arrodillándose sobre el asiento, Harald sacó la cabeza por el hueco de la puerta. Podía ver el final de la manguera oscilando alrededor del cierre del acceso al combustible. Manteniendo abierta la puerta con el hombro derecho, extendió el brazo y agarró la manguera. Ahora tenía que introducirla dentro del depósito. Podía ver el panel de acceso abierto, pero no el cuello del conducto de llenado. Logró que el extremo de la manguera quedara colocado aproximadamente encima del panel, pero el trozo de goma que tenía en la mano saltaba continuamente de un lado a otro con el movimiento del avión y Harald no podía introducir el extremo en la cañería. Era como tratar de enhebrar una aguja en un huracán. Estuvo intentándolo durante varios minutos, pero la tarea se volvió todavía más imposible a medida que se le iba enfriando la mano.
Karen le tocó el hombro con los dedos.
Harald volvió a meter la mano dentro de la cabina y cerró la puerta.
—Estamos perdiendo altitud. Necesitamos subir —dijo Karen, y volvió a tirar de la palanca.
Harald se sopló la mano para calentársela.
—De esta manera no puedo hacerlo —le dijo—. No puedo introducir la manguera dentro del conducto. Necesito poder sostener el otro extremo del tubo.
—¿Cómo?
Harald reflexionó durante unos instantes.
—Quizá pueda sacar un pie por el hueco de la puerta.
—Oh, Dios.
—Avísame cuando hayamos ganado suficiente altitud.
Pasados un par de minutos, Karen dijo:
—Adelante, pero estate preparado para cerrar la puerta tan pronto como te toque el hombro.
Poniéndose de espaldas a los controles con la rodilla izquierda encima del asiento, Harald sacó el pie derecho por el hueco de la puerta y lo puso encima de la tira reforzada del ala. Agarrándose al cinturón del asiento con la mano izquierda como medida de seguridad, se inclinó hacia fuera y cogió la manguera. Fue deslizando la mano a lo largo de ella hasta que se encontró sosteniendo el extremo. Luego se inclinó un poco más hacia fuera para introducir el extremo en el conducto del depósito.
Entonces el Hornet Moth se encontró con una bolsa de aire y se bamboleó con una súbita oscilación. Harald perdió el equilibrio y pensó que iba a caerse del ala. Tiró de la manguera y del cinturón de su asiento al mismo tiempo, tratando de mantenerse erguido. Dentro de la cabina, el otro extremo de la manguera se soltó del trozo de cordel que lo sujetaba. Cuando quedó suelto, Harald lo soltó sin querer. El viento se lo llevó.
Temblando de miedo, Harald volvió a entrar en la cabina y cerró la puerta.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Karen—. ¡No podía ver nada!
Por un instante Harald fue incapaz de contestarle. Cuando se hubo recuperado, dijo:
—Se me cayó la manguera.
—Oh, no.
Harald consultó el indicador del combustible.
—Estamos volando con el depósito vacío.
—¡No sé qué podemos hacer!
—Tendré que subirme al ala y echar la gasolina directamente desde la lata. Eso requerirá dos manos, porque una lata de dieciocho litros pesa demasiado para que pueda sostenerla con una sola mano.
—Pero entonces no podrás agarrarte.
—Tendrás que sujetar mi cinturón con la mano izquierda.
Karen era fuerte, pero Harald no estaba seguro de que pudiera con su peso si él resbalaba. Sin embargo, no había alternativa.
—Entonces no podré mover la palanca de control.
—Tendremos que confiar en que no necesites hacerlo.
—Está bien, pero ganemos más altitud.
Harald miró en torno a él. No había tierra a la vista.
—Caliéntate las manos —dijo Karen—. Mételas debajo de mi abrigo.
Harald se volvió, todavía arrodillado encima del asiento, y puso las manos encima de la cintura de Karen. Debajo del abrigo de piel llevaba un delgado suéter de verano.
—Ponlas debajo de mi suéter. Adelante, siente mi piel, no me importa.
La piel de Karen estaba caliente al tacto.
Harald mantuvo las manos allí mientras seguían subiendo. Entonces el motor falló.
—Nos hemos quedado sin combustible —dijo Karen.
El motor volvió a ponerse en marcha, pero Harald sabía que Karen estaba en lo cierto.
—Hagámoslo —dijo.
Karen niveló el avión. Harald desenroscó el tapón de la lata y la diminuta cabina se llenó con el desagradable olor de la gasolina, a pesar del viento que soplaba por las ventanas rotas.
El motor volvió a fallar y empezó a ir cada vez más despacio.
Harald levantó la lata y Karen cogió su cinturón.
—Te tengo bien sujeto —le dijo—. No te preocupes.
Harald abrió la puerta y sacó el pie derecho fuera de la cabina. Dejó la lata encima del asiento. Luego sacó el pie izquierdo, de tal manera que se encontró de pie encima del ala y con el cuerpo inclinado dentro de la cabina. Estaba completamente aterrorizado.
Levantó la lata y se irguió, quedando inmóvil sobre el ala. Entonces cometió el error de mirar más allá del borde de escape del ala hacia el mar que había debajo. Casi se le cayó la lata. Harald cerró los ojos, tragó saliva y se obligó a controlarse.
Abrió los ojos, decidido a no mirar hacia abajo. Se inclinó sobre la entrada del combustible. El cinturón del asiento se tensó sobre su estómago cuando Karen se hizo cargo del súbito tirón. Harald inclinó la lata.
El movimiento constante del avión hacía imposible verter el combustible acertando con la entrada de la toma, pero pasados unos instantes Harald fue cogiéndole el truco a la manera de compensar aquello. Inclinándose hacia delante y hacia atrás, confió en Karen para que lo mantuviera encima del ala.
El motor siguió fallando durante unos cuantos segundos, y después volvió a la normalidad.
Harald solo quería volver al interior de la cabina, pero necesitaban combustible para llegar a tierra firme. La gasolina parecía fluir tan despacio como la miel. Una pequeña parte se disipaba en el viento, otra se esparcía alrededor de la cubierta del acceso y se desperdiciaba, pero la mayor parte parecía entrar dentro del conducto.
Finalmente la lata quedó vacía. Harald la tiró al aire y se agarró agradecidamente al marco de la puerta con la mano izquierda. Luego volvió a entrar en la cabina y cerró la puerta.
—Mira —dijo Karen, señalando hacia delante.
En la lejanía, justo encima del horizonte, había una forma oscura. Era tierra.
—Aleluya —murmuró Harald.
—Reza para que sea Inglaterra —dijo Karen—. No sé hasta qué punto podemos habernos desviado.
Pareció tardar mucho tiempo en hacerlo, pero finalmente la forma oscura fue volviéndose verde y se convirtió en un paisaje. Luego el paisaje pasó a ser una playa, una población con un puerto, una extensión de campos, y una hilera de colinas.
—Echemos un vistazo desde más cerca —dijo Karen.
Bajaron hasta los seiscientos metros para examinar la población.
—No sé si es Francia o Inglaterra —dijo Harald—. Nunca he estado en ninguna de las dos.
—Yo he estado en París y en Londres, pero ninguna de esas ciudades se parece a esto.
Harald comprobó el indicador del combustible.
—De todas maneras pronto tendremos que tomar tierra.
—Pero necesitamos saber si nos encontramos en territorio enemigo.
Harald miró a través del techo de la cabina y vio dos aviones.
—Estamos a punto de averiguarlo —dijo—. Mira hacia arriba.
Contemplaron los dos pequeños aviones que se estaban aproximando rápidamente viniendo del sur. Cuando estuvieron más próximos, Harald clavó la mirada en sus alas, esperando a que las insignias se hicieran visibles. ¿Resultarían ser cruces alemanas? ¿Y si todo aquello había sido en vano?
Los aviones ya se encontraban más cerca, y Harald vio que eran dos Spitfire con insignias de la RAF. Aquello era Inglaterra.
Soltó un grito de triunfo.
—¡Lo hemos conseguido!
Los aviones flanquearon al Hornet Moth. Harald pudo ver a los pilotos mirándolos desde sus cabinas.
—Espero que no piensen que somos espías enemigos y nos derriben —dijo Karen.
Era una terrible posibilidad. Harald trató de pensar en alguna manera de decirle a la RAF que eran amigos.
—Bandera de tregua —dijo.
Se quitó la camisa y la sacó por la ventana rota. El algodón blanco aleteó al viento.
Pareció funcionar. Uno de los Spitfire se colocó delante del Hornet Moth y agitó las alas.
—Creo que eso significa «Seguidme» —dijo Karen—. Pero no tengo suficiente combustible. —Observó el paisaje que iba desfilando por debajo de ellos—. Brisa marina procedente del este, a juzgar la población por el humo de esa granja. Tomaré tierra en ese campo —añadió, bajando el morro del Hornet Moth y virando.
Harald contempló nerviosamente a los Spitfire. Pasado un instante estos viraron y empezaron a describir círculos, pero mantuvieron su altitud, como si estuvieran esperando ver qué ocurriría a continuación. Quizá habían decidido que un Hornet Moth no podía suponer ninguna amenaza para el Imperio británico.
Karen bajó hasta los trescientos metros y luego, virando hasta que tuvo el viento de cola, sobrevoló el campo que había elegido. No había obstáculos visibles. Karen se volvió hacia el viento para tomar tierra. Harald manejó el timón de dirección, ayudando a mantener el avión en un curso lo más recto posible.
Cuando estaban volando a unos seis metros por encima de la hierba, Karen dijo:
—Ve reduciendo la válvula hasta dejarla cerrada, por favor.
Harald tiró de la palanca y Karen elevó suavemente el morro del avión con su control. Cuando a Harald ya le parecía que casi tocaban el suelo, continuaron volando durante cosa de unos cincuenta metros. Luego hubo una brusca sacudida cuando las ruedas entraron en contacto con la tierra.
El avión solo necesitó unos cuantos segundos para empezar a reducir la velocidad. Cuando se detuvo, Harald miró por la ventana rota y vio, a escasos metros de distancia, un hombre joven sentado en una bicicleta que los estaba contemplando con la boca abierta desde un sendero que discurría junto al campo.
—Me pregunto dónde estamos —dijo Karen.
Harald llamó al hombre de la bicicleta.
El hombre, que era bastante joven, lo miró como si hubiera llegado del espacio exterior.
—¡Hola! —dijo en inglés—. ¿Qué lugar es este?
—Bueno —dijo finalmente—, no es el maldito aeropuerto.